De la cultura y sus mitos:
Todo lo que siempre quisiste saber sobre las brujas y nadie te contó.
En la novela de Madeline Miller Circe, la clásica bruja literaria se enfrenta a su padre Helios y a Zeus, por obtener su libertad. Lo hace casi de manera accidental, luego que se hiciera evidente, poseía capacidades extraordinarias que la hacían especial, incluso en los dominios de los Dioses. En medio del enfrentamiento, Helios expresa preocupación por lo que su hija puede hacer y señala que tiene “más poder del que hace sentir cómodos a los hombres”. La novela de hecho, recorre el mito de la bruja desde la perspectiva de la mujer y su relevancia: Circe no es solamente un héroe o cómo se le suele retratar, una villana de retorcidas intenciones, sino una bruja que debe tomar decisiones — la mayoría de las veces impulsivas — para salvar su vida, su integridad e incluso, su futuro. Al final, la bruja de Miller es la encarnación de un tipo de percepción sobre lo femenino que resulta novedoso aunque en realidad es muy antiguo. La mujer incómoda, transgresora, subversiva y por todo lo anterior, peligrosa.
Para la profesora de literatura renacentista de la Universidad de Exeter Marion Gibson, la cuestión va mucho más allá. Las brujas históricas son una combinación de lo irrealizable del ideal femenino y además, del temor a la castración y la capacidad de la mujer que suele tener cualquier cultura cuyo poder se base en la sangre, la herencia matrilineal y lo portentoso. Para Gibson, la historia nos enseña que las brujas deben ser castigadas por encarnar un tipo de prejuicio sobre la mujer muy antiguo: el monopolio de la sabiduría. A través de la historia, las mujeres con poder han sido reinas con enorme influencia sobre sus maridos e hijos, cabezas coronadas por derecho propio, pero también, curanderas, parteras, herederas de conocimiento oral, por lo que su sabiduría debe atacarse mediante interrogatorios, torturas y ejecuciones. Un punto de vista que aún en la actualidad es válido: El presidente Donald Trump suele llamar “brujas” a cualquier mujer capaz de adversar, confrontar y defender su opinión. En plena época #MeToo, la mujer poderosa es también la interlocutora de causas que sostienen su rebeldía intelectual y se construyen desde la devoción y la concepción del bien y el mal arbitrario.
Hace unos años y a propósito de una investigación universitaria, me encontré analizando con cuidado la idea de la identidad de la mujer poderosa — la Diosa, la bruja, la sabia, incluso la malvada — en la literatura occidental. Recuerdo que por entonces, me encontré con todo tipo de reflexiones sobre el tema pero además de eso, con un vacío de información que parecía abarcar el hecho de la mujer extraordinaria — esa figura que pocas veces aparece en el arte más allá de la idealización — como una idea directamente relacionada con algo más elaborado, meritorio y extraño. Esa percepción de lo femenino místico, irreal, profundamente arraigado en el subconsciente colectivo como una premisa que se toca poco y mucho menos, se analiza con la debida profundidad.
— Mira, se trata de la forma como se reflexiona sobre la mujer en contexto — me dijo una de mis profesoras cuando pedí su consejo — ese conocimiento esencial sobre el hecho de la mujer: eres doncella, eres madre, eres puta, eres sabia. Entre esas cuatro casillas, existen grises que pocas veces se analizan y es esa versión de la mujer lo que buscas. Para los antiguos, la mujer era sagrada. Después, la mujer se hizo peligrosa.
La profesora estaba tan obsesionada como yo con los textos medievales sobre la iluminación y la comprensión del conocimiento, en los que obviamente, la figura de la mujer tenía poca cabida. Aún así, la figura seguía presente, siendo parte de una idea general sobre lo creativo muy relacionada con la Diosa o la divinidad relacionada con la mujer. Una idea que parece subsistir a pesar de los intentos de la Iglesia católica y la cultura en general por ocultar, minimizar y menospreciar al simbolismo asociado con la divinidad femenina.
— La cosa es así: la sabia siempre ha sido parte de la imaginería popular, pero también de algo más amplio, más elaborado y más elemental sobre la forma como concebimos los símbolos. De modo que la Diosa, la Poderosa, la Bruja, son manifestaciones de la mujer Sagrada, que está en alguna parte de nuestra mente.
— ¿Olvidada? — le pregunté en esa ocasión. Ella sonrió.
— Oculta — me respondió — lo que quiere decir, que se manifiesta de manera simbólica.
Con frecuencia, la idea de una divinidad con identidad femenina desconcierta. Años de visión Patriarcal, y sobre todo, de la insistencia de un Dios Mecanicista — Yo lo construyo, todo se construye en mi — hace complicado comprender la idea de la Diosa Primigenia, la Diosa del Bosque sin nombre, la Deidad femenina dadora de vida. No obstante, la idea de la Divinidad femenina ha sido una constante en numerosas culturas. Desde la esposa — equilibrio hasta la Diosa de todos los rostros, la idea de la creación con forma de mujer no es nueva ni mucho menos, novedosa.
Era una adolescente cuando leí por primera vez a Robert Graves. Y no lo hice en relación alguna con sus obras, si no investigando sobre la misteriosa Laura Riding, su amante y escritora maldita que por unos años, me tuvo obsesionada. Por cierto que ella en sí misma merece todo un artículo, pero esa es otra historia. Lo cierto es que, por supuesto, terminé leyendo la obra de Graves y encontré que el escritor había logrado conjugar no solo la visión teológica de una Divinidad con atributos femeninos, si no además, dotarla de una dimensión histórica y literaria que me dejó no solo asombrada, si no por supuesto, cautivada.
Para Graves, la Diosa Madre, asume muchas formas. Es de hecho, una visión sobre esa capacidad de la naturaleza de ser hermosa y bondadosa, cruel y destructora a la vez y es que Graves engloba la visión de lo femenino a través de extremos. Sus arquetipos son siempre opuestos y más aún, complementarios, creando una especie de teología de lo femenino que por extraño que parezca, se contradice y se complementa entre sí. De hecho, los arquetipos de la bruja buena y mala son sólo dos de ellas. La mujer que puede ser tanto amante como asesina, la Medea maldita y triunfante que parece repetirse tantas veces en la historia Universal, no solo como estereotipo, si no además, como visión sobre lo esencialmente femenino. Tal vez por ello, esa disyuntiva constante de la Santa y la puta, de la tentadora y la que purifica. La perdición y la salvación. Para Robert Graves todas las facetas de la divinidad inquietante y misteriosa, se funden en una identidad con rostro de mujer. No es casual por cierto, que la más famosa evocación de la Diosa Madre en la literatura reciente es probablemente la descripción que hace de ella Robert Graves en La Diosa Blanca. El autor asocia la Diosa Madre a la musa y a la luna, y llega a afirmar que ninguna composición poética es verdadera poesía si no la invoca. Tal vez tomando como referencia inmediata los Romances y otras formas literarias históricas, la prueba decisiva de la inspiración de un poeta, podría decirse, es el esmero con el que pinta la Diosa Blanca y la isla sobre la que reina. La razón por la que un poema nos hace poner los pelos de punta, lagrimear los ojos, cerrar la garganta y sentir un escalofrío en la espina dorsal es que se trata de un verdadero poema, y un verdadero poema es necesariamente una invocación a la Diosa Blanca o Musa, a la Madre de Todos los Vivientes, al antiguo poder del miedo, y de la sexualidad… la araña hembra, o la abeja reina, cuyo abrazo significa muerte. Según Graves, este principio se aplica al mundo literario al completo: desde los cuentos de Hadas, hasta los más pequeñas historias que tengan a una mujer como protagonista.
En la visión de Graves hay una capacidad enorme para sintetizar, esa identidad divina de la Mujer en todas sus sutilezas y sentidos. Según el autor, la Diosa, más allá de una entidad esencial y etérea, es una idea que engloba la feminidad, la divinidad y el concepto de misterio en sí misma. Hay una necesidad del escritor de englobar toda idea divina y terrenal en una sola identidad, en el rostro de la Diosa blanca, que a la vez es mujer y también, por supuesto, espíritu creador.
De manera que, para Graves ¿Quién es la Diosa Blanca y qué tiene que ver con las brujas? Es “una mujer bellísima, delgada, con nariz aguileña, el rostro de una palidez mortal, los labios rojos como serbas salvajes, los ojos de un azul increíble y largos cabellos rubios; se transformará de repente en cerda, yegua, perra, asna, comadreja, serpiente, lechuza, loba, tigresa, sirena u horrible arpía”.
La Diosa Blanca de Graves demuestra que todos las formas en que conocemos a la bruja — desde el moderno arquetipo de la bruja a la Walt Disney como la vieja fea y mala con la nariz y el mentón curvados hasta el antiguo estereotipo de la curandera que habitaba en un bosque secreta, tienen la misma progenitora divina, la antigua y pagana Diosa Madre, la Reina del Cielo, conocida también con el nombre de Ísis por los egipcios, de Ishtar por los asirios, de Inanna por los sumerios y de Astarte por los fenicio. Corresponde también a Venus/Afrodita, que era, en los tiempos antiguos, más que una simple diosa del amor, una poderosa creadora de vida y de muerte. Todas las versiones de la divinidad concebidas como una estructura sacra que sostiene la versión de la mujer como una concepción de la realidad y la interpretación colectiva de la incertidumbre.
Para el escritor, toda la verdadera poesía es en realidad una evocación a la antigua diosa adorada en el Cercano Oriente y en Europa. La noción sobre el culto primigenio a una Diosa sin nombre sobrevive en el lenguaje de la poesía, aunque parezca haber desaparecido de todo documento escrito desde hace siglos. Lo singular es que sin duda, la percepción sobre la mujer Sagrada — la amante, la hermosa que todos los verdaderos poetas la honoran, conciente o inconcientemente — es el hecho que engloba un lenguaje mítico usado por los poetas de forma reiterada y construida a través de todo tipo de ideas que parecen superponerse entre sí. Se trata de una idea fascinante: ¿Hay un tipo de simbología oculta, elaborada convertida en un discurso proverbial y constructivo a partir de esa sombra de una divinidad desconocida que sin embargo parece formar parte de la noción colectiva sobre lo sagrado. Lo más sorprendente, es que la idea de Graves — esa presencia absolutamente misteriosa de una mujer poderosa y deseada por el hecho mismo de su poder — parece de pronto encontrarse en todas partes. ¿Es a ella a la que se brinda culto y elegía en La Belle Dame Sans Merci de Keats, por ejemplo? ¿la encantadora que representa el amor, la muerte y la inspiración poética, la moderna encarnación del tríplice aspecto de la diosa? ¿Se encuentra en los textos de Shakespeare a Spencer, a Donne, a John Clare, a Coleridge, a Keats, a Yeats y otros?
La teoría de Graves es innegablemente sugestiva y poderosa. No se trata por cierto de una idea feminista o de homenaje a la mujer (a pesar de su apasionada fidelidad a la musa) sino de un análisis de la idea sobre lo femenino (divinizado, sacramental) elaborada. Hay una percepción extravagante en su forma de concebir a la inspiración creativa: la elabora y la condiciona relación entre la musa y el poeta en sentido sexual (un erotismo de la mente) que asume y se asemeja a esa versión de YO sustantivo que se crea a partir de la idea de la escritura como un acto personalísimo. De modo que para Graves, la diosa y bruja, bruja y poetisa, son creaciones del mismo punto de vista, la creación absoluta enmarcada dentro de una percepción elaborada sobre el bien y el mal, la belleza y lo profundamente significativo.
La mujer tenebrosa y poderosa:
Durante el 2019, la figura de la bruja regresó a la literatura, lo cual es sin duda un síntoma inmediato que el análisis sobre la mujer sagrada es más actual que nunca: Desde la novela Water Shall Refuse Them de Lucie McKnight Hardy (que conceptualiza a la bruja como origen de todo poder nacido de la tradición) hasta The Glass Woman de Caroline Lea (un interesante recorrido por los juicios a brujos en la Europa medieval), la concepción del poder asociada con el símbolo de la mujer sabia sostiene un discurso novedoso sobre la forma en que se concibe una época caracterizada por el reclamo de género. Este año, también se anunció que la Circe de Miller llegará a la pantalla de HBO como una serie, lo cual no deja de ser desconcertante, si se analiza en la perspectiva de lo que la novela y su adaptación pueden contar. En plena época de movimientos como #TimeUp y #MeToo, el argumento mostrará Circe como la víctima de una violación que convertirá a los hombres en cerdos como una forma de defensa propia. ¿Un mensaje, un símbolo, una alegoría?
Tal vez todo a la vez: las brujas literarias modernas, son metáforas de resistencia al patriarcado y una forma de convertir el poder de lo femenino en un movimiento cultural que se alimente de sus propia versión del mundo. La autora del poemario WITCH, Rebecca Tamás, medita sobre la idea como una reflexión sobre los terrores, las esperanzas y el simbolismo través de épocas en las que la voz femenina se ha considerado una forma de rebeldía. “Quería escribir un libro de poesía que de alguna manera interrogara o hiciera sonar la historia femenina silenciada y reprimida, los miles de años de experiencia vivida de los que casi no tenemos constancia” dijo Tamás en una entrevista reciente “Para mí, la bruja representa toda ese poder reprimido que constantemente emerge a la superficie en una visión inquietante del poder, la sexualidad y la independencia femenina”.
La bruja y la furia:
Hace unos años, Woody Allen se quejó públicamente del “ambiente de cacerías de brujas” que parecía propiciar el escándalo de acoso sexual que rodea al productor Harvey Weinstein. De inmediato, la escritora y feminista Lindy West respondió al comentario “Sí, esto es una cacería de brujas y te estoy cazando”. Lo dijo además, con toda la connotación de antigua y poderosa hermandad que la palabra “bruja” suele traer aparejada. Lo dijo en mitad de un clima político complicado, con un depredador sexual como Presidente de norteamérica y una creciente ola de rechazo hacia la defensa de los derechos civiles y culturales de la mujer. Pero West se llamó “Bruja” y por una razón: la de recordar el poder de la mujer sabia, de la mujer poderosa, de la mujer extraordinaria que por siglos fue aplastada por el anonimato histórico y cultural. Bruja, la palabra que por años se ocultó y se invisibilizó bajo el puño del poder, el prejuicio y la misoginia.
Por supuesto, la figura en la cultura pop ha sufrido todo tipo de transformaciones: Desde la amenaza hasta la terrorífica, a la mujer poderosa siempre se le miró con profunda desconfianza. Aún así, su figura persistió en todo tipo reinvenciones y conceptos en la cultura pop, empeñada analizarla y encumbrarla como epítome del mal y cierta belleza misteriosa. La malvada y espléndida Bruja Blanca de las Crónicas de Narnia del escritor C. S. Lewis, la inquietante figura de piel verde del Mago de Oz, las brujas exquisitas e inquietantes de Roald Dahl. Pero cada una de esas figuras simbólicas proceden de versiones mucho más antiguas: La Baba Yaga que acecha en el bosque y vuela por los aires, para castigar a los niños desobedientes. La Dama muda y temible, que aparece en medio de la oscuridad, para seducir a los incautos. La mujer sabia que aguarda en el centro de bosques milenarios para contar historias, para preservar la memoria de la tribu. La bruja — como expresión femenina, como poderosa visión del bien y del mal — ha sobrevivido a pesar de su transformaciones, la violencia y la distorsión de la metáfora sobre el poder de la mujer, hasta alcanzar una dimensión por completo nueva, desconocida y mucho más poderosa de lo que nunca fue.
Tal vez por ese motivo, durante las últimas décadas, la figura de la bruja ha alcanzado un nuevo e inesperado brillo. La visión moderna sobre la bruja incluye no sólo poder, sino también una expresión de belleza y feminidad directamente emparentado con un poder moral y espiritual muy específico. Y con esa percepción del poder de la mujer, nació toda una nueva connotación sobre el tiempo, el espacio y la forma de experimentar con la percepción sobre la identidad colectiva. De pronto, no hablamos sólo sobre la bruja y su misteriosa capacidad para representar lo desconocido, sino también una fuerza genuina que representa una aspiración cultural sobre la identidad y sus complicaciones. Una forma de contemplar el tiempo y la transformaciones sociales que se manifiesta a través de la mujer misteriosa y enigmática. Por siglos, el sombrero puntiagudo y la escoba representó una amenaza, una clara representación del mal moral y del terror convertido en una forma de comprensión sobre los lugares inexplorados de la naturaleza humana. La bruja es malvada o es incomprendida, la bruja es poderosa y temible. La bruja es una alegoría a cierto tipo de capacidad intelectual y moral que por siglos le fue negada a las mujeres.
El poder de la Mujer: En el Velo de los Misterios.
La Diosa Afrodita (Venus para los Romanos) era una Diosa de cuidado. Quizás la más peligrosa del panteón Olímpico. No sólo era capaz de mover los hilos del amor y las pasiones con toda libertad — lo que provocaba todo tipo de consecuencias — sino que además, tenía el poder de provocar el amor como una noción profunda y compleja sobre la existencia. No es casual que Afrodita protagonizara la mayoría de los enfrentamientos entre dioses, creyentes e incluso, formara parte de la mayoría de gestas semi históricas del mundo Antiguo. Afrodita, imprevisible, portentosa y cruel, era la representación de la emoción humana más incomprensible.
Pero más allá de eso, la magnífica Afrodita representaba un tipo de mujer temible, una feminidad agresiva, devastadora e inevitable que la mayoría de las veces resultaba toda una amenaza para la primitiva visión de Grecia y luego de Roma sobre la mujer. Porque la Diosa, con su libertad sexual, intelectual y corporal, su profundo conocimiento de la naturaleza humana de sus fieles creyentes — la hacían heredera directa de los dones de las Diosas primigenias y nutricias que le precedieron. Afrodita además, tenía diversas encarnaciones para representar el “amor” pero también a la mujer: desde la Victrix a la Anadiomene, la Diosa era el poder de la complejidad absoluta sobre lo femenino. Una representación multidimensional de la mujer que apabullaba a las tímidas representaciones de la divinidad femenina en cualquier otra mitología.
Porque Afrodita amaba — y eran tan apasionada como provocar conflictos estelares — pero también odiaba y era todo lo violenta como se suponía podía ser una deidad de su categoría. No había nada bueno ni malo ese poder ancestral que representaba no sólo con su mera existencia como parte de la noción sobre lo sagrado de los griegos y romanos, sino con el poder de su culto. No había región en el mundo antiguo donde Afrodita no fuera temida y admirada. Donde no se suplicara su intervención. Donde no fuera un poder implacable y maravilloso.
Pienso en la Diosa, mientras recuerdo la conversación con mi amigo y todo lo que me hizo reflexionar. En el tipo de feminidad que encarna y simboliza, tan alejada de la frágil, engañosa y taimada Eva. Porque Afrodita, en todo su poderío, era la metáfora de un tipo de poder femenino que nadie desdeñaba ni se atrevía a menoscabar. Una capacidad para la creación y la destrucción que asombraba y atemorizaba a la vez.
Claro está, hablar sobre la feminidad es resbalar un poco por terreno inestable. El tema está en boga — que bueno — pero no siempre es comprendido de manera concreta — que preocupante -. Igualmente, siempre que se analiza, encuentras que la visión cultural y social al respecto tiene muchos rostros, tal vez uno por cada opinión, visión y perspectiva. Y eso si me parece extraordinario. Hasta hace muy poco, la mujer tenía una única dimensión.
La brujería y la particular percepción de la mujer como poderosa, no siempre deben coexistir pero por extraño que parezca, siempre lo hacen de una manera y otra. La bruja está viva en las historias que contamos sobre mujeres extraordinarias. La bruja está viva en toda la nueva percepción de lo femenino como portentoso, intelectualmente poderoso y lleno de vida. Por las historias que contamos, por las afirmaciones de “Soy una bruja” que cada día son más frecuentes en libros, películas, series de televisión. La bruja regresó desde el olvido para hacerse más fuerte que nunca, más visible y sobre todo, mucho más simbólica que nunca.
El Sueño que nace en la Tierra.
¿Qué es una bruja? ¿Qué es lo que convierte a la mujer en una? ¿Por qué algunas se llaman a sí mismas de esta manera? La bruja forma parte de la mitología popular, incluso desde antes de que la cultura pudiera recordarlo. Es parte del símbolo de la mujer poderosa o al menos lo fue, hasta que occidente se encargó de convertirla en malvada.
Hoy las brujas parecen mirarnos de todas partes: desde la caricatura de piel verde que cuelga en las vidrieras de las tiendas, esa mujer de nariz retorcida que saltó de los cuentos de hadas directamente a las pesadillas de los niños, y la mujer sabia, la bruja tradicional que actualmente se ha reivindicado gracias a ese renacer de lo femenino como sagrado. Sin embargo, queda mucho por decir sobre la bruja, esa mujer que sonríe, misteriosa, entre el velo de la historia y la leyenda, y que sobrevivió a las llamas de la ignorancia, la que se ocultó en la historia, la que forma parte de esa visión de la mujer poderosa y que estuvo tanto tiempo en reposo.
No hay antecedentes precisos sobre la primera mujer que se calzó el sombrero puntiagudo y las medidas de rayas para llamarse, a sí misma, bruja. Pero sí de que Dios, el eterno y patriarca de los valles celestiales, antes de ser un célebre soltero tuvo una divina consorte. Al menos en eso insiste la investigadora de la Universidad de Exeter, Francesca Stavrakopoulou, quien señala que antiguamente, las potencias religantes que derivaron en las grandes religiones monoteístas contemporáneas adoraban a la diosa Asherah, La Gran Madre. ¿Y quienes eran sus hijas si no la mujer poderosa, la sabia, la curandera, la que era capaz de crear vida?
La bruja nació como reflejo directo de ese remoto matrimonio celestial y su rastro parece extenderse por el Oriente Medio, siguiendo lo que puede leerse como la sinuosa línea de una ancha cadera divina: el arquetipo de Asherah también se consigue bajo el nombre de Astarot, quién es a su vez la Ishtar babilónica y la Astarté griega. Arquetipo del divino femenino: Luna, Tierra Venus. De manera que la bruja fue la imagen esencial de esa mujer creadora, la sagrada, cuyo vientre tenía la misma capacidad para crear vida del Dios misterioso de las alturas. Una idea que asombró a los hombres hasta que tomaron conciencia de su participación en el prodigio de la concepción.
Pero la bruja sobrevivió incluso al patriarcado del sedentarismo, cuando las viejas diosas creadoras fueron arrojadas de altar para ser sustituidas por deidades belicosas. La bruja, terca, sobrevivió al puño de la edad de hierro, a la sangre derramada de la nueva religión de las armas que sustituyó a la de la tierra. Para entonces, ya habían obtenido un nombre, más allá del simple gentilicio de Hija de la Diosa: bruja por derecho propio. Los celtas ya usaban una palabra para brindar estatus y prestigio social a las mujeres de especial importancia y era de conocimiento común que eran “gente buena” y “sabias con conocimiento de la Tierra”.
De la bruja desnuda bailando en el bosque y la risueña doncella corriendo por entre los sembradíos para asegurar prosperidad y fertilidad, hasta las imágenes que tanto horrorizaron a los católicos unos siglos después. El problema con la bruja, la esencial, es que es libre. Un espíritu salvaje que encarnaba la unión de lo divino con lo carnal, lo deseable. Ya era historia vieja su poder, su tentación, su risa contagiosa. Así que la Iglesia, Madre y Señora del pudor, decidió perseguirla y asediarla. Esa mujer sin atadura y sin moral representaba a los paganos salvajes de las tierras que aún no reconocían al Cristo Redentor de ojos amables. La bruja conocía de fuego, de tierra y de sangre, y eso era peligroso para la nueva moral de un mundo que comenzaba a reconstruirse alrededor del Dios hombre, ahora así entronizado en el poder de la Europa joven.
El continente se cubrió de piras de castigo. Las llamas quemaron a brujas y a inocentes, a libres pensadoras, a putas, a sospechosas de crear. La mujer se convirtió en mártir de su género, en una prisionera de una iglesia tan despótica como cruel. Pero la bruja, la verdadera, la que recorrió Europa como carta de Tarot, como escoba detrás de la puerta, como los pequeños ritos del jardín, como las pequeñas costumbres y supersticiones de una época remota, era indomable. Y sobrevivió a pesar de las sentencias. La imagen de la mujer fuerte, por encima de la casta. Durante años, los romances medievales cantaron odas de amor a la mujer misteriosa, velada. Y la bruja, la divina, respondía siempre. Y es que no es tan fácil destruir lo que habita en esa dimensión del espíritu rebelde, la cultura que se opone a todo y se mira a través del poder de renacer.
La bruja regresó de su anonimato histórico para ocupar su lugar cultural, ése que siempre ocupó siendo la curandera, la sabia, la consejera, la madre, la anciana, la poderosa. La bruja, como idea histórica más allá del prejuicio al que estuvo sometida durante siglos.
El conocimiento, la independencia y la fuerza de voluntad siempre han sido considerados peligrosos para el poder establecido de quien insiste en poseer la razón absoluta. Ejemplos sobran: Hipatia de Alejandría asesinada en plena calle mientras defendía la biblioteca que custodiaba; Juana de Arco vistiendo resplandeciente armadura frente a los ejércitos franceses, quemada acusada de brujería por los mismos hombres y mujeres que había defendido espada en mano; o Mary Wollstonecraft, madre de la escritora Mary Shelley, quien había sufrido durante toda su vida el estigma de ser una mujer diferente e inteligente en un mundo que la rechazó por serlo. La raíz del mal, más allá del simple concepto moral, como una visión de esa fina linea que divide lo que se considera normal y lo que no lo es. Bruja, bruja y bruja. La eterna impenitente. Incluso esa antiquísima Lilith, demonizada por la religión hebrea por el simple pecado de reclamar igualdad. Según la tradición, Lilit se rebeló contra su marido Adán y lo abandonó. Y con ello encendió la ira que recogió su mito y la convirtió en una mataniños. Se le llamó “Madre del mal” y, claro está, bruja.
Las brujas han sido el emblema de la desobediencia. Mal mandadas, como la llamaríamos en esta Latinoamérica descreída y festiva. La bruja no obedece, no acepta: la bruja se enfrenta. Y así sobrevivió al martirio y renació, incluso cuando nadie supo cómo. Poco a poco la cultura popular encontró un lugar para recibirla de vuelta, para reír de manera escandalosa, para asumir de nuevo su lugar en la cultura.
Como buena seductora, comenzó de a poco: la bruja no se prodiga. De los libros para niños, donde se escondía en bosques misteriosos, decidió saltar a un nueva dimensión de las cosas y así revivir el asombro que despertó siglos atrás. Se mostró hermosa y terrible en productos culturales de amplia difusión que ahora son referenciales, como la madrastra de Blancanieves. Pero eso no era suficiente: había que sumar a la mujer de piel verde que se enfrentó a una virginal Dorothy de zapatos rojos, y a la dueña del rostro sensual de Kim Novak sosteniendo con poses de vampiresa a su no menos inquietante gato en brazos.
Nadie se extrañó de que la bruja llegara a Hollywood. Celebraron su llegada con aplausos de pie y, en el año 1958, la película Bell, Book and Candle, de Richard Quine fue una de las más taquilleras. La bruja había regresado con su caldero, escoba y risa escandalosa. Y esta vez para quedarse. Porque lo demás, fue imparable: unos años después la inolvidable Samantha se enamoraría de un orejón y simpático publicista, que en la mismísima luna de miel descubre que su bella mujer no era otra cosa que una bruja y el mundo entero se enamoró de ella en Bewitched. La bruja tomó por asalto la cultura pop, que la recibió con los brazos abiertos: Angelica Houston, rodeada de calvas y malvadas compinches en The Witches (1990) basada en la novela de Roald Dahl; las tres bellezas de Cher, Susan Sarandon y Michelle Pfeiffer en torno al primer Jack Nicholson maduro en The Witches of Eastwick (1987), basada en la novela de John Updike publicada en 1984; o una jovencísimo trío de brujas adolescentes que se enfrentaban a las hormonas varita en mano en The Craft e incluso las hermanas Halliwell, ese fenómeno televisivo tan ridículo como imprescindible para contar la historia de la nueva versión espectacular de la bruja.
No hay que olvidar que la idea de la bruja maligna y cruel despertó en pleno nuevo milenio para recordarnos su poder. En el año 1999, aterradas multitudes salieron de los cines declarando que el temor había tomado una nueva forma en esa maldición oculta que ataca de tres jóvenes incautos. Y es que la The Blair Witch project recordó incluso al más descreído que no todo eran risas y diversión en el mundo del bosque enigmático de la bruja. El mito, otra vez, como parte de esa visión inquietante de la mujer y su eterna dualidad: la bruja en todas partes, incluso en lugares más imprevisibles. Por ejemplo, en la forma de una niña con varita que combate a un enemigo épico en la saga de la escritora J.K. Rowling, la bruja que sonríe desde las vitrinas de la tiendas, la bruja de trenzas y brazos cargados de flores de la imaginación popular e incluso una más discreta. La que escribe, crea y se sabe poderosa, la que recibe su herencia del nombre y también de esa otra visión de la feminidad. Usted. Yo. Una bruja.