Crónicas oscuras:

Lo que se esconde en las sombras infantiles (Parte I)

Aglaia Berlutti
12 min readNov 2, 2020

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La literatura para niños suele ser menospreciada, por el hecho de considerarse un género menor dentro del mundo literario. Ya sea por su público natural o incluso, por esa percepción sobre la niñez tan difusa que se tuvo — y se mantuvo — por buena parte de la historia, las novelas y relatos de consumo esencialmente juvenil fueron asumidas como un hecho marginal y en ocasiones, limitadas como expresión artística. Aún así, algunos de los mejores escritores de la historia han encontrado en los libros para niños una herramienta para construir un lenguaje sensible y trascendental. Incluso, para lograr mirar el mundo de una manera por completo nueva. Una forma de soñar.

Tal vez por ese motivo, J. M. Barrie siempre estuvo obsesionado por recrear el mundo infantil hasta sus últimas consecuencias, algo que no sólo se extendió a sus libros, sino también al universo que se creó a partir de ellos y que marcan, un antes y un después en la forma en que se analiza en la actualidad la literatura del género. Barrie escribía para los niños, y también por su necesidad — obsesión — de profundizar en los símbolos de la infancia. Muchos de sus contemporáneos aseguran que el escritor tenía la recurrente fantasía de volver a sus primeros años de juventud: una idea que parecía vinculada de forma directa a la idealización de una niñez radiante y soleada que sostenía lo esencial de su inspiración como escritor. Para Barrie, había algo mágico, intocado y profundamente simple en el poder de lo infantil. Y a diferencia de Lewis Carroll (que también estaba obsesionado con la infancia pero por razones más retorcidas), la suya era una insatisfecha aspiración a un tipo de bondad sin rudimentos que nunca encontró en la adultez.

Al escritor le acompañaba la insatisfacción a todas partes y de hecho, la mayoría de sus libros son relatos fantásticos que Barrie usaba para consolar un vacío filosófico que no podía describir con claridad, pero que de alguna u otra forma, definía su vida. “Me siento infeliz en todas partes y a todas horas” comentó en más de una oportunidad, aunque tenía todo para ser la figura próspera y reconocida que siempre había aspirado. Se convirtió en un escritor de renombre, también en un empresario de considerables recursos e incluso, en una figura respetada entre los adultos, a quienes “no entendía” y entre los que “apenas sobrevivía”. Barrie estaba aterrorizado por la mera idea de envejecer — “perder a las hadas” — y de hecho, su carrera contra el tiempo formaba parte de ese impulso existencial incombustible que le vinculaba a la literatura de una manera profunda y extrañamente vivaz. No sólo escribía por placer, por su innegable talento, por vocación. También lo hacia para hacer retroceder “la nada” — un término que utilizó varias veces para definir al mundo real — y convertirla en un lugar “poderoso y entrañable”.

La rareza de Barrie era total. Jimmy — como le llamaban sus amigos, aunque después exigió ser llamado Sir James, cuando recibió el máximo honor del reino británico — era tan caricaturesco como las criaturas que describía a detalle en sus libros, en los que niños sin edad saltaban entre las delicias de “hadas de aspecto común” y piratas aterrorizados por un pasado que no podía recordar. Era bajo y esmirriado, tan delgado que en incluso ya avanzado en la treintena, se le solía confundir con un adolescente. Tenía el cutis pálido, ojos grandes y melancólicos, piel pálida y un enorme bigote, que era quizás un intento torpe por lidiar con la sensación insistente que su vida se había quedado a medio camino entre el hombre que podía ser y el que era en realidad. La vida de Barrie estuvo marcada por la sensación angustiosa de no pertenecer a ninguna parte, de encontrarse rotos y a fragmentos en medio de un paisaje desolado en el que lentamente se derrumbó sin consuelo alguno. Se aferró a la escritura tanto como pudo y se esforzó por crear en un intento de consolar los terrores que le acosaban y le perseguían a todas partes. Porque más allá de su inspirada imaginación, su delicada capacidad para contar la belleza, Barrie también estaba aterrorizado por la oscuridad interior que le acosaba.

Era un hombre de orígenes humildes que conoció los rigores de la pobreza, por lo que una vez que descubrió que sus relatos eran buenos — y de hecho, causaban sensación en el público — dedicó un tipo de esfuerzo maníaco por crear un universo literario cada vez más robusto. Escribía a todas horas, casi hasta la extenuación y contra la debilidad de su constitución débil. La escritura era un bálsamo y después se transformó en un tránsito hacia la identidad adulta que rechazaba, lo que resulta inquietante por su contradicción tácita. Insistía en que era “inadecuado” para la vida adulta pero que a la vez, debía luchar “por encontrar una silla en la que pueda descansar, cuando sea un anciano, muchos siglos por delante”. El escritor era un hombre que insistía en poder reconstruir la cualidad del tiempo y la realidad. Se imaginaba como un niño, incluso cuando llegaron las primeras arrugas, el cabello blanco y la debilidad. Se enfrentó al tiempo con el arma de las palabras, los cuentos cada vez más minuciosos sobre mundos imposibles y atemporales, hasta que por último dedicó cada hora del día a la labor extraña de detener el tiempo, reconstruirlo, brindarle una nueva forma en medio de las sacudidas de lo cotidiano. Lo hizo, hasta su muerte en 1937, cuando todavía insistía en que había lugar “para un hada que pudiera relatar algunas cosas”. Dos días después de escribir esa frase, enfermó.

La fragilidad triste de un ídolo.

James Matthew Barrie nació en 1860 en la ciudad escocesa de Kirriemuir, en un hogar de artesanos, que había sido golpeado por la tragedia en siete años antes, cuando David, el hermano mayor de James, murió fruto de un violento accidente de patinaje. El luto no sólo llevó a los padres a sobreproteger a los hijos sobrevivientes, sino a James a vivir bajo la sombra del hermano muerto, de quien se hablaba en términos idealizados y asombrosos. De hecho, una buena cantidad de teorías insisten que Peter Pan (ese rebelde radiante y salvaje), es en parte la forma en que el pequeñísimo James imaginó al ausente David. Un tótem de bienestar en medio de un hogar signado por la tristeza.

James adoraba la memoria de su hermano muerto con una pasión y obsesión que llegó a preocupar a vecinos y conocidos, aunque los padres lo consideraban del todo normal. El niño dormía entre las ropas del fallecido, hablaba a su sombra — “ es allí donde vive ahora” — y también, pasaba una buena cantidad del tiempo narrando a la memoria de David cuentos e historias cortas que después, se convertirían en el génesis de la obra literaria del escritor. De allí la convicción de Barrie que un niño puede entender “a la perfección los misterios del mundo” hasta su decimocuarto cumpleaños y que si desaparece — o muere — en la víspera “se salvará de la degradación de crecer”, algo que para Barrie era de especial importancia. Sus primeras historias profundizaban precisamente en la connotación de esa atemporalidad astuta, en la que el niño era siempre hermoso, casi rozando las mieles de la adolescencia, rozando la ternura de lo imposible. Para Barrie, crecer era un oprobio, un sufrimiento tardío, un encuentro melodrámatico y destructor con lo que se escondía en las penurias de la vida real.

De modo, que Barrie no se aferró sólo a su infancia, sino a la de David, eternizada en un momento cristalino y formidable que de alguna u otra forma, consolaban el pesar de la muerte y el miedo que le había provocado la temprana pérdida. De ahí que en su libro Margaret Ogilvy (1896) dedicado a su madre y en el que rememora su infancia como una época preciada y remota, sea levemente escalofriante en su necesidad de deshumanizar a la mujer en beneficio de la figura literaria capaz de dar a luz niños que jamás podrían crecer. Uno de los biógrafos de Barrie, Denis Mackail, insiste en que el libro ya demuestra que Barrie mira a su entorno desde una distancia inquietante casi cruel en su simplicidad y que además, no tiene el menor prurito en utilizar las emociones — cualquiera que estas sean — para analizar el tiempo y el dolor desde una visión idealizada.

Según el libro, la madre de Barrie no sufría por las angustias naturales de una mujer de la época, sino por el hecho de enfrentar ese espacio lamentable e incompleto de no recordar su infancia con la pulcra belleza de elevado a los altares de la memoria “Tenía ocho años cuando la muerte de su madre la convirtió en la dueña de la casa y la madre de su hermano pequeño, y desde ese momento ella fregó, remendaba, horneaba y cosía” cuenta Barrie y es evidente, que su necesidad de crear condiciones para que escapar de la realidad y conservar la niñez como un tesoro, era una forma de asumir que la vida, tal y como transcurría, no era suficiente para cómo la imaginaba, la sostenía y al final, la consideraba parte de algo más enaltecedor.

No obstante, el hogar familiar estaba lleno de buenas intenciones, proyectos y en especial, la convicción de ambos padres de brindar a sus hijos un futuro mejor del que podían aspirar por su clase social en una época especialmente discriminatoria. A pesar de sus privaciones, pobreza y tragedias, la familia Barrie — formada por una considerable prole de once hijos — dedicó buena parte de sus esfuerzos en educar a sus hijos y de hecho, el escritor diría después que fue la obsesión de su madre por la educación, lo que le permitió convertirse en el artista que soñó durante las noches en las que contar historias a su sombras o como diría después, “al lugar al que habitaba David”. La madre, impulsada por un sentido de la supervivencia y el amor que rayaba en lo obsesión, le envió a colegios que apenas podía costear el trabajo del marido y le obligó a leer libros “por horas, días enteros”. El resultado es que Barrie, ya un adolescente, tenía muy claro que su propósito en el futuro — “de llegar a él — era escribir.

Llegar a la universidad, fue todo un triunfo de voluntad para el joven Barrie y en especial para su familia: Lo logró gracias a su destreza como narrador — llamó la atención de un profesor con un pequeño relato sobre uno de sus niños sombra — y después encontró en el campus de la Universidad de Edimburgo, el lugar ideal para entregarse de lleno a su necesidad por narrar. Fueron años prolíficos, llenos de amistades, un cambio radical en la vida gris y apocada que hasta entonces había vivido en su pueblo natal. En la institución conoció a Arthur Conan Doyle y Robert Louis Stevenson (con cuales conservó una estrecha amistad de por vida) y también, a Thomas Hardy a través de Hugh Clifford cuando finalmente, viajó por primera vez a Londres. Al final, Barrie vivía tal y como siempre lo había soñado: “contando historias a todas horas”.

Un mundo misterioso sin edad.

El autor comenzó en el mundo de la literatura con pequeñas obras de teatro y con una inocencia que aun resulta desconcertante, creó poco a poco un universo basado en la cualidad de la belleza de la infancia. No obstante, sus primeras novelas estaban inspiradas en su natal Kirriemuir. Pero fueron las tablas — quizás por su capacidad para mostrar todo lo que su imaginación podía abarcar — lo que ocupó gran parte de sus primeras obras: desde la conocida Calle Quality (1901), Lo que saben todas las mujeres (1908) o El admirable Crichton (1902). Barrie tenía un especial talento para construir atmósferas y sus obras triunfaban por una cualidad insólita que asombró por su ternura. Era a la vez pintoresco pero reconocible. “Como si narrara historias que todos hemos escuchado alguna vez” dijo un crítico sobre Calle Quality.

Pero Barrie no escribía por fama o reconocimiento. O no de inmediato. Estaba convencido que podía hacer retroceder la oscuridad “de la edad adulta” escribiendo y lo hizo, creando a todo tipo de personajes que se burlaban de los rigores de la edad, del tiempo que transcurre y en especial, la percepción de las responsabilidades de la vida adulta como una forma de dolor. Sin embargo, sería Peter Pan, una criatura sin edad, que escapa para siempre del designio del miedo y del tiempo, para recordar que el poder de la vejez, de las preocupaciones y el dolor puede ser ignorado a través de un golpe de magia, su creación más recordada y la que mejor sostenía su rarísima versión sobre la juventud eterna.

Peter Pan apareció primera vez en 1902 como personaje secundario en la novela El pajarito blanco. Para entonces, ya Barrie había contraído matrimonio con la actriz Mary Ansell y sufrido el oprobio de su muy pública infidelidad. La respuesta del escritor fue escribir un niño que pudiera burlarse del dolor, de dejar atrás al miedo y al final, encontrar un mundo en el que las vergüenzas de la vida adulta jamás pudieran tocarle. Dos años más tarde, el 27 de diciembre de 1904, debutó en una puesta en escena titulada Peter Pan, el niño que no quería crecer o Peter Pan y Wendy, estrenada en Londres con un clamoroso éxito de crítica y público. En 1906, el personaje vuelve a aparecer en el libro ilustrado Peter Pan en los Jardines Kensington, ilustrado por Arthur Rackham, que desconcertó a los lectores por su percepción sobre el tiempo — “todo parece ocurrir a la vez ”, escribió un crítico — y además, tuvo la capacidad de crear un universo que se sostenía por si solo a través de un recorrido asombroso a través de todo tipo de pequeñas anécdotas, mucho más emparentadas con un tipo de mundo en que las reglas parecían ser incomprensibles, que las habituales narraciones para niños destinadas a enaltecer la moral y las buenas costumbres. Peter Pan era salvaje, desobediente, alegre, lleno de magia y lo que era más inusual, estaba convencido que el mundo adulto “no podía comprenderle” por lo que habitaba en el propio. Con ese pequeño pero poderoso golpe de efecto, Barrie construyó toda una épica sobre la rebeldía, la pureza de la niñez llevada a una dimensión mucho más dinámica y poderosa que otros escritores contemporáneos, hasta alcanzar la versión de la realidad que siempre había deseado. Peter Pan habitaba más allá de las sombras, quizás en el mismo lugar que el siempre querido y jamás olvidado David, continuaba esperándole.

Las aventuras del personaje se recogieron en un libro para niños en 1911, pero para entonces, la fama del personaje rebasaba a la de su creador o mejor dicho, ambos se confundían en una misma idea sobre la imposibilidad de lo ideal y la belleza radiante de un mundo en que nada podía morir, verse arruinado por el sufrimiento o incluso, perder el lustre de sus años mejores. Pero para su época, Peter Pan fue una revolución y no siempre en el buen sentido. La novela se consideró extraña, llena de emociones estrafalarias y hubo críticos que se quejaron de la forma poco clara en que Barrie trataba de hilvanar sus poderosos sentimientos por la infancia con algo más turbio e incluso inquietante. Por supuesto, Peter Pan era un personaje que causaba inquietud en los adultos, por el mismo hecho que se trataba de un niño perdido, que se resiste al mundo real, que escapa de él, que invita a otros a seguirle. “Más parece una colección de malos consejos que un libro para entusiasmar la imaginación de los más jóvenes” cuenta Andrew Birkin y Sharon Goode en su libro del 2003 J.M. Barrie & the Lost Boys. De hecho y en lo que parece un fenómeno que se ha repetido varias veces alrededor del personaje de Peter Pan, la historia resultó tan incómoda que varios padres pidieron el retiro del libro. “Es consejos de un niño malvado para niños buenos” escribió una angustiada madre al Pall Mall Gazette.

Por supuesto, se trató de una incomodidad artificial: la idea de la infancia perdida y reencontrada a través de historias sobre niños en busca de su origen, ya formaba de la mitología, en la que los Dioses eran caprichosos a menudo infantiles y habitaban en un estrato de la memoria de la que era imposible alcanzar. Pero Barrie fue más allá: Peter Pan se negaba a crecer y esa mera negativa era suficiente para detener el tiempo a su alrededor, su contexto y lo se relacionaba con su vida. Pero además, los niños perdidos que acompañaban al personaje, eran un símbolo de algo que la mayoría de los lectores consideró encantador, mientras la crítica lo encontró perverso. Como si se tratara de la replica de Barrie, incapaz de alcanzar la madurez, prematuro en todas las cosas, sus personajes vagan por un mundo imaginario en que la realidad es impostada, insoportable, rota, sin sentido, aplastada por el peso de la búsqueda del identidad enlazada con la mirada hacia lo simple. Peter Pan era el Barrie incapaz de asumir su matrimonio fallido, su incapacidad para comunicarse con parientes y amigos, su amor por niños que no eran propios y al final, la vejez. Peter Pan era en realidad, la metáfora de todas las perdidas del escritor y de alguna u otra forma, las puertas cerradas de los recuerdos rotos por fuerzas invisibles a las que escritor dotó de vida propia.

Peter Pan — y Barrie, oculto en alguna parte de su sonrisa traviesa — sigue teniendo el poder de inquietar, aunque solo sea por su percepción ligeramente maliciosa sobre la decisión de mirar el mundo como un conjunto de errores. El personaje no envejece en la medida en que su mensaje sigue siendo claro: la búsqueda de algo más trivial y desconocido en medio de un mundo a la medida de las aspiraciones juguetonas de un ideal sobre la belleza, la inocencia y la capacidad para la memoria. Un juego de espejos en que el cada lector aun puede verse reflejado con inaudita claridad.

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Aglaia Berlutti

Bruja por nacimiento. Escritora por obsesión. Fotógrafa por pasión. Desobediente por afición. Escribo en @Hipertextual @ElEstimulo @ElNacionalweb @PopconCine