Crónicas del vuelo del dragón

El mundo según el bien y el mal mítico (parte II)

Aglaia Berlutti
8 min readMar 15, 2022

(Puedes leer la parte I aquí)

A nivel literario y en especial, desde el punto de vista de la creación de universos creativos, El Silmarillion (1977) es asombroso. No sólo porque la recopilación póstuma de Christopher Tolkien demuestra el hecho que J. R.R Tolkien elaboró un sistema de creencias, religión y mitología para sus historias. También, refleja el arduo trabajo que llevó a cabo para crear una obra que pudiera combinar la connotación medieval sobre lo inevitable, lo caballeresco, con ideas místicas y profundamente filosóficas. Con cierta reminiscencias a escritos exegéticos, el origen de la Tierra Media es la música y la sensación, lo que sin duda emparenta al mundo ficticio con creaciones literarias anteriores, en la que la capacidad humana para comprender la belleza se traducía como el inicio del cosmos o al menos, la vida tal y como la conocemos. Cada estructura en el mundo Tolkiano está basada en aspectos de la mitología profunda, que a su vez emparenta con algo más antiguos: Desde los Silmarils (que llevaron a los elfos a su caída y a la Gran Destrucción primigenia), hasta el recorrido de cada personaje en busca de un lugar y un sentido bajo la concepción ideal de la identidad, el Universo del escritor está plagado de referencias sobre la mitología como una reminiscencia cultural.

El tema central en toda la obra de Tolkien es el heroísmo, un motivo muy antiguo y tradicional que el escritor depuro y llevó a una nueva dimensión, a partir de sus conocimientos acerca del tema. Durante toda su obra, es evidente la necesidad de Tolkien de recordar la importancia de la lucha individual contra el mal y en específico, de la forma en que el Universo pende y se comprende a través de dos grandes fuerzas — bien y mal — contrapuestas entre sí. El orden divino es de considerable importancia y tal vez por ese motivo, todos los conflictos en la Tierra Media comienzan por la vena rebelde de Morgoth, centro medular de la cosmogonía creada a la medida del continente ficticio y que sirve de referencia para comprender los alcances del dilema moral entre sus habitantes. De la misma manera que en multitudes de relatos medievales, es la rebelión contra el ideal, el bien superior y la búsqueda del destino lo que provoca la primera sacudida del mundo antes del mundo, que al final, permite el nacimiento y creación de la realidad de Tolkien, tal y como la describe en sus libros.

En un universo semejante, la música lo es todo: de la misma manera que los bardos que recorrían Europa de corte en corte y que narraban la historia tal y como la conocían, el universo de Tolkien comienza con una tonada creacionista. El canto de la hazaña tiene un considerable valor y quizás, la noción sobre la búsqueda de la verdad, la atinada percepción sobre la libertad y el poder de las ideas, se unen para reconvertir los mitos griegos, celtas, galeses y al final, una mezcla de todo tipo de pulsiones creativas alrededor de la historia europea, en una extraña búsqueda de sentido originario. Incluso con su curiosa mezcla de ideas medievales y modernas, todos los escenarios en El Hobbit, El Señor de los Anillos, sus obras satélites y póstumas, son una correlación inmediata y profunda, sobre la condición elocuente de la identidad. Desde las grandes presencias creadoras, hasta los ejércitos de criaturas que deben aliarse para luchar contra el mal, la concepción de Tolkien sobre su Universo es de una belleza extraordinaria, que además de asombrar, tiene la capacidad de conmover.

En la obra de Tolkien cada personaje es un escaño de intrigante belleza que lleva a una dimensión más alta de la sublimación de su figura, una mezcla de los simbólico y lo utópico, que reflexiona sobre la naturaleza del mito desde una complejidad que resulta inaudita. Desde Gandalf (epítome de la magia natural, enlazada a lo divino y lo humano a través de líneas invisibles), hasta la Dama Eowyn, reinvención de las Walkirias y al final, una encarnación de notable poder de las cualidades curativas de todo tipo de arquetipos a lo largo y ancho de Europa, la obra de Tolkien recorre todos los registros al momentos de analizar el hecho elemental sobre la identidad, la búsqueda del objetivo místico e incluso, el reto de la gran empresa. Su mundo entero gira como las agujas del reloj, hacia la defensa del bien del ataque de las sombras de un mal primigenio. Una otra vez, la lucha sucede, hay triunfos resonantes y fracasos dolorosos. Pero el motivo del enfrentamiento sigue siendo uno: el brillo de la luz beatífica como parte de una idea sobre lo terrenal que desborda toda descripción.

Claro está, como medievalista, el escritor tomó infinitas variaciones de mitos muchos más antiguos: en el largo trayecto de sus personajes desde su génesis musical hacia el final de la Era de los Elfos, hay personajes engañados por el destino, condenados o salvados por sus intenciones, redimidos por el amor, el honor y la búsqueda del bien, incluso en circunstancias confusas. A pesar de detener el rostro de criaturas creadas o mezcladas por Tolkien con elementos específicos, la narración arquetipal está allí y se sostiene como un recorrido doloroso, hacia algo más profundo. Los mortales se enamoran de los inmortales, los mestizos entre ambas razas y estados del ser acumulan sabiduría, los amantes incestuosos — quizás por accidente o debido al destino — que recorren la percepción de un Universo habitado por cientos de criaturas distintas, en elementos distintos, en formas distintas. Un mundo real y tan vivo como cualquier otro.

En las historias Tolkianas hay un heroísmo que llevado al límite, roza incluso con revisiones más recientes sobre la bondad y la maldad. Es entonces cuando Tolkien mezcla con sabiduría el amor, el temor, la belleza, incluso elementos cristianos, con la connotación general de un universo cada vez más profundo y extraño, que atraviesa diferentes estadios para llegar finalmente, a una riqueza argumental que sorprende por su osadía y refinamiento.

Un espacio secreto

El escritor George R. R. Martin suele decir que escribir sobre dragones “le permite encontrar un punto medio y profundo entre la fantasía y algo más simbólico”. Hace casi sesenta años J.R.R Tolkien dijo algo semejante, al hablar sobre su colosal y magnífico Smaug, eje central de su primera novela El Hobbit “Un dragón siempre será un magnífico secreto” escribió el novelista en sus diarios privados, fascinado por la idea de incluir entre sus relatos una criatura mítica de semejante antigüedad y envergadura. Para la ocasión, Tolkien dibujó su propia versión del extraordinario Smaug: Una lagartija gigantesca, color carmesí y dorado, adornada con joyas y envuelta en el brillo radiante de los tesoros robados a lo largo de centurias. Pero en toda las ilustraciones de Smaug, se había asegurado que su dragón mirara al frente, grandes ojos de amatista de profunda inteligencia, una reposada inteligencia.

Por supuesto para Tolkien, Smaug era algo más que un capricho súbito o una decisión argumental nacida de su amor por la mitología que rodea a una de las criaturas míticas más antiguas del mundo: Lo había creado como referencia directa a una de sus obras predilectas Beowulf, cuyo héroe lucha a brazo partido con “el dragón ardiente, el demonio temeroso”. Para Tolkien, el dragón representaba un tipo de mal retorcido y beligerante, inquietante y duro de comprender. Como buen cristiano, estaba convencido que el mal era un concepto absoluto y lo representó como una criatura espléndida, de inteligencia nítida y violenta. Porque lo realmente peligroso de Smaug no era su capacidad para escupir fuego — al menos, no lo único peligroso — sino su mordaz conocimiento sobre la naturaleza humana. “Infundo el temor en el corazón de los hombres” exclama en pleno paroxismo de belleza y poder “Nadie puede comprender mi antigüedad”.

No obstante, Smaug es sólo una versión de una criatura que ha poblado la literatura y mitología mundial durante siglos. A pesar de su papel contemporáneo como figura mística, sabía e incluso bestia salvaje (La versión preferida de Martin en su saga de novelas ríos “Canción de Hielo y Fuego”) el origen del dragón es mucho más antiguo. Puede rastrearse incluso hacia la prehistoria, justo en el nacimiento de nuestros terrores colectivos. No es casual que cuando se hallaron los primeros huesos fosilizados de los saurópodos en 1824, la leyenda popular afirmó de inmediato que se trataba “de Dragones, aparecidos desde la Tierra para demostrar su existencia”. La discusión sostenida y extravagante se extendió hasta casi principios del siglo XX y todavía, a mitad de la década de los sesenta, alguna que otra publicación afirmaba que los dragones “habían existido y era irrefutable tal creencia”. Como si la existencia del dragón fuera no sólo una noción sobre el bien y el mal, sino también, un símbolo tan antiguo imposible de contener — o definir — a través de términos científicos.

Como medievalista, Tolkien era muy consciente de los elementos que incluía en sus obras. Una visión inevitable, si se toma en cuenta que el dragón ha formado parte de la imaginaría popular de casi todos los países y las culturas del mundo. Remite a los mitos de la creación Occidental, desde la bestia Nórdica Níðhöggr, a los pies del árbol de la vida Yggdrasil, las figuras colosales y temibles de mitos paganos europeos hasta el mismísimo Libro de la Revelación y su “gran dragón rojo con siete cabezas y 10 cuernos” que intenta comer la descendencia de “la mujer vestida del sol” cuando da a luz. Toda una analogía sobre la sabiduría, el conocimiento, la maldad convertida en un metáfora de la belleza y el poder, de los terrores escondidos en la mirada consciente sobre la personalidad e identidad de pueblos y culturales a través del mundo.

En la Biblia, de hecho, el dragón es la encarnación de la maldad como forma absoluta y lóbrega, una criatura temible que contiene todo el conocimiento de los Infiernos y que propaga el mal a través de su aliento envenenado, envuelto en los albores del pecado. En un misterioso Óleo que conserva el museo del Prado, atribuído a un desconocido “maestro de Zafra”, puede verse a un arcángel Miguel de extraordinaria belleza venciendo a un dragón espléndido, con garras de león, alas de buitre. Una colosal serpiente marina que parece intentar vencer sin lograrlo el pie bendito del arcángel. Esa fue la imagen del dragón — o su evolución — durante los labores del Cristianismo y hasta la casi la mitad del medioevo, época durante la cual la Iglesia propagó una imagen sobre el Diablo encarnado como una bestia temible y astuta. Para buena parte de Occidente, el Bíblico enemigo de Dios, asumió la forma de una criatura que encarnaba un tipo de sabiduría anterior incluso a las historias primigenias de la Biblia, de los albores mismos de la sabiduría de profetas y Patriarcas judaicos.

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Aglaia Berlutti
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Written by Aglaia Berlutti

Bruja por nacimiento. Escritora por obsesión. Fotógrafa por pasión. Desobediente por afición. Escribo en @Hipertextual @ElEstimulo @ElNacionalweb @PopconCine

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