Crónicas de los Los hijos de Apollo:

Los oscuros lugares del mundo: la obra de Edward Hopper (parte III)

Aglaia Berlutti
12 min readMar 31, 2021

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(Puedes leer la parte II aquí)

Edward Hopper nació el 22 de Julio 1882 en Nueva York y su familia era una combinación étnica poco usual. Su madre era inglesa y descendía de una ilustre familia holandesa. Por otro lado, su padre era francés y uno de sus abuelos, galés. De modo que los primeros años de la vida de Edward, transcurrieron en una mezcla poco usual de idiomas, costumbres y rituales domésticos. En realidad, los Hopper eran un hogar típico de la ciudad de la época, a la que cientos inmigrantes llegaban cada día. Hopper admitiría después, que durante los primeros años de su infancia, creyó que era del todo habitual “hablar con fluidez tres o cuatro idiomas” a la vez. Su hermana Marion, dos años mayor que el artista, contaría después que Edward desde muy pequeño, estaba empeñado en “escuchar” y encontrar “pequeños secretos” que conservar. “Era un niño curioso e incluso, un poco intimidante” relataría en una de las escasas cartas que intercambió con la esposa de Edward, Josephine Nivison. “Desde muy pequeño pintaba lo que contemplaba, la mano sobre la hoja, los ojos que te miraban con fijeza”.

De hecho, las inclinaciones artísticas del más pequeño de los Hopper eran bien conocidas en la familia y su padre Garrett Henry Hopper, un comerciante de frutos secos, las animo desde que descubrió al Edward de siete años, afanado en dibujar el rostro de su padre. “Era mi rostro, pero también otra cosa” diría después. Su madre, Elizabeth Griffiths Smith Hopper, tenía talento para el dibujo y durante buena parte de la niñez del pintor, le animó a una libertad artística que más tarde, sería el génesis de su obra.

Con diez años, Edward había dibujado cada habitación de la estrecha casa familiar y además, había detallado con cuidado objetos, la forma en que la luz brillaba sobre el suelo de madera e incluso, la forma en que las ventanas oblicuas se elevaban sobre la calle. “Todo se traducía en dibujos” diría Marion. El futuro pintor fue un niño callado que no dejaba de dibujar ni durante la noche, cuando la luz bajo la puerta de su habitación sobresaltaba a la sus padres. “Le encontrábamos mientras copiaba la forma de las sombras, las rendijas de la puerta, el ángulo diminuto de las ventanas” contaría su hermana a Josephine.

En la escuela, Edward era un niño que intimidaba al resto, aunque no era violento. De delgado y frágil, al cumplir los doce años se volvió monumental y granítico, un adolescente de casi un metro y noventa centímetros de estatura que apenas podía sentarse con comodidad en el pupitre. Sus maestros insistían en que el futuro pintor pasaba buena parte del tiempo sólo dedicado a sus dibujos y de hecho, hubo una época en que la obsesión llegó a producir preocupación. Dejó de comer, de cumplir con los deberes y tuvo una única pelea, cuando otro alumno intentó arrebatarle el cuaderno en el que coleccionaba sus interminables bocetos. El director hizo venir a los padres, pero en realidad, no hubo acusación alguna. “Sólo pintaba, primero en lápiz, después en acuarela” contaría Marion. Para Edward, la pintura abarcaba algo más allá que la mera rutina de asistir a la escuela, volver a la casa paterna, incluso el mundo cotidiano.

A los catorce años fue evidente que Edward se dedicaría al arte — “no había otro opción para mí, no la contemplé siquiera” — pero su padre le prohibió abandonar la escuela. Edward entró en rebelión. Era incapaz de relacionarse con los niños de su edad, de modo que escapa de los terrenos de la escuela para dibujar o sólo vagabundear por el río. En una de las escasas entrevistas que llegó a dar, contó que siendo aún un adolescente, sabía que su forma de ver “no era la corriente, tampoco la habitual” y que eso le desconcertó en forma profunda. “Tenía doce años cuando noté que luz en la parte superior de una casa era diferente a la de la parte inferior. Hay una especie de euforia por la luz, cuando descubres todas sus diferencias” explicó, en la forma en que comprendió que pasaría buena parte de su vida, sólo contemplando las formas en que la luz podía crear un mundo por completo nuevo y desconocido.

Un recorrido por los lugares apacibles.

La familia Hopper estaba convencida que Edward sería un artista reconocido tarde o temprano. Pero a pesar de eso, su padre le exigió cursar una profesión “lucrativa”, mientras lograba estabilizarse a fuerza de talento. Según contaría después el pintor, al graduarse de secundaria en 1899, tuvo la “primera gran conversación de su vida artística”. Su padre le insistió en que aunque era un joven dotado con capacidades “considerables” debía asegurarse de ser capaz de mantenerse en tanto el mundo artístico le reconocía. Por supuesto, su padre era un comerciante y aunque carecía de conocimientos directos del mundo artístico, tenía bastante claro que la carrera de una familia modesta hacia las galerías no sería sencilla e inmediata. Edward se rehusó, insistió en viajar a París apenas pudiera reunir el dinero suficiente “y comenzar a pintar” pero su padre no sólo se lo prohibió sino le exigió un acto de “lealtad familiar”.

Edward Hopper después recordaría que la ecuanimidad de su padre en una discusión semejante, le sorprendió. Y comprendió que el arte era mucho más que los cientos de bocetos en la libreta. La revelación le deslumbró — “cambió mi vida entender que el arte, también es un negocio” — y dos meses después, se matriculó en una escuela de arte comercial en Nueva York. La experiencia le decepcionó: había mucho de administración y finanzas, también un recorrido por la historia del arte, pero que Edward realmente deseaba era dibujar. Un año después, decidió comenzar de nuevo en la Escuela de Arte de Nueva York, una respetable institución fundada en 1896 por el impresionista estadounidense William Merritt Chase. “Fue como descubrir que el mundo puede ser a la vez, dos espacios distintos contenidos en uno solo”.

La escuela de Chase no sólo era un circuito de enseñanza artística integral, sino que además, reunía en su plantel a los maestros de pintura más influyentes de la época. El jovencísimo Hopper, que hasta entonces había dibujado primero con una libertad absoluta y después, bajo los lineamientos comerciales de la publicidad, se encontró en un universo creativo en el que pudo entender en toda su extensión, lo que el arte podía ser para él. Aprendió de nuevo a dibujar, pero esta vez con propósito artístico y lo hizo de la mano de los maestros más influyentes de la época, entre ellos Robert Henri y Kenneth Hayes Miller.

La combinación creó en Hopper todo tipo de nuevas obsesiones y en especial, una perspectiva novedosa sobre el mundo del arte. De hecho, fue Henri el que recomendó a sus alumnos innovar, romper todas las reglas que la escuela pudiera enseñarles y comenzar a construir un nuevo lenguaje. “Vio mis dibujos, las habitaciones de casa, los techos iluminados y se entusiasmó. Me dijo que la idea del arte es dar un lustre nuevo a lo que obvio” contaría a Marion después. El consejo de Henri permitió a Edward encontrar una forma de entender su necesidad de reproducir la vida cotidiana en escenas, en lugar de dedicarse a motivos, personajes o sucesos, como la mayoría de sus compañeros. “Sabía que en la oscuridad y en la luz, estaban las respuestas. Solo que ahora podía explicarlo” dijo Edward a Josephine, años después al explicarle su decisión de pintar un tipo de versión sobre la realidad que aun en la actualidad continúa resultando desconcertante.

De camino por el mundo

Con veinte años cumplidos, Edward consideró dar una pausa a la educación artística y además, cumplir el sueño de todo artista joven: viajar. Luego de trabajar de forma incansable por más de cuatro años, ahorró lo suficiente para renunciar a su trabajo como ilustrador en una pequeña revista de Nueva York y comenzó viajar por Europa. En total, llevó a cabo tres viajes entre 1906 y en 1910. Incluso llegó a vivir en París, en la que dedicó algunos meses a encontrar espacios “con los que pudiera dialogar a través del dibujo”. Por sorprendente que parezca, no los encontró. “Extrañaba la luz de Nueva York, sus espacios destartalados, usados, destruidos por la carcoma. La belleza de París puede asombrar, pero en mi caso, no pudo me inspirar” diría a Marion.

De regreso a la ciudad en 1910, Edward decidió tomar en serio su carrera como pintor y con los pocos ahorros restantes de la aventura Europea, se decidió a crear una colección de pinturas basada en sus primeros bocetos. La primera pintura de la época fue la conocida New York Corner de 1913. Ya en ella se reconoce la obsesión de Hopper por la simetría y también, su ambición de captar la realidad de la forma más elocuente posible, aunque no de las más obvias. También están presentes sus discutidos errores de escala y también de proporción, que despertaron algunas críticas pero también, le dieron una personalidad específica a sus obras de arte. “Nací para pintar, de modo que mi primera pintura fue la primera vez que vi el mundo” escribiría a sus padres, en uno de sus pocos momentos emocionales.

A finales de ese año, Hopper alquiló un apartamento en Midtown a Greenwich Village, desde donde podía mirar a Nueva York tal y como le apetecía. “A lo ancho, largo, silenciosa y vacía”. Comenzó a tomar apuntes del sol y su reflejo en diferentes momentos del día, de las sillas, el piso, incluso la forma en que la puerta creaba una línea sobre el suelo. “Mi carrera artística comenzó al entender que incluso las pequeñas cosas tienen un valor esencial al crear una historia perdurable”.

Mientras el mundo artístico se movía en una dirección por completo distinta y de hecho, todo lo artístico sucumbía a las corrientes del cubismo, dadaísmo y surrealismo, Hopper se aferró a su lenguaje y reconstruyó toda la versión del arte norteamericano a través de una idea muy clara. “La belleza de lo que se queda al margen de la pintura”. La premisa sorprendió a sus antiguos maestros, algunos de sus compañeros y llevó algunos años para ser comprendida del todo. De hecho, los primeros críticos que analizaron la obra de Hopper, no sabían como clasificar su obsesión acerca del contexto, los espacios, los lugares y la tensión interior. Hopper recibió algunas críticas sutiles acerca del “rudimentario aspecto” de varios de sus cuadros pero a pesar de eso, siguió insistiendo. “Pinto lo que veo, no lo que me indican” escribiría a su hermana a finales del 1913.

El extraño mundo de los artistico

Hopper vendió su primera pintura en navidad de 1913. Y pasaría una década antes de vender la siguiente. Pero el largo hiatus no se desanimó. Fiel a los consejos de su padre, volvió al mundo de las revistas y aunque no dejó de pintar, estudiar y exponer, no dejó de asombrarse del duro trecho que le separaba del reconocimiento artístico. “No deseo fama, deseo que alguien pueda reconocer mis pinturas” dijo en 1915 a un galerista que se asombró de su persistencia.

Por extraño que parezca, la doble labor de Hopper de intentar ser un pintor reconocido y a la vez poder vivir del arte, terminó por permitirle un tipo de extraño triunfo que sólo después comprendería. En 1915, comenzó a realizar grabados para la venta y tuvo la intuición de combinar su noción artistica — “Las silenciosas habitaciones vacías habitadas por lo imaginario” — en una mezcla que finalmente, comenzó a traerle algunos éxitos. Ese año, vendió el grabado Night on the Train, una escena sutil y exquisita que retrata a lo que parece ser una pareja de amantes solitarios en un encuentro fortuito. Fue subastada por $50 dolares, lo que le animó a continuar. Al año siguiente, el delicado y extrañamente melancólico desnudo de una modelo sin nombre titulado Evening Wind, alcanzó la cifra de $100, lo que sorprendió a Hopper. “No podía imaginar que nadie quisiera algo semejante en su pared”.

Pero sería entre 1923 y 1928, cuando llegaría el momento del verdadero éxito de Hopper, al comenzar a pintar con acuarelas. La antigua obsesión por la pulcritud y el lenguaje tenso que ya había mostrado en sus grabados, encontró en la plasticidad de la acuarela un nuevo norte. De hecho, fue su época de trabajo más fructífera. En 1923, expuso seis de sus paisajes estáticos, helados y delicados en el museo Museo de Brooklyn y de hecho, el curador decidió comprar una de las obras, la famosa The Mansard Roof, en la que ya puede admirarse la fuerza de la mirada de Hopper sobre los lugares y contextos convertidos en un lenguaje.

Al año siguiente, Hopper contrató a su primer agente, el marchante Frank Rehn, que en 1924 llevó a cabo la primera exposición real de Hopper. Eran diez acuarelas en la que se apreciaba la mirada de un autor en formación, pero también, un mundo plácido, silente y angustioso que parecía narrar la vida estadounidense desde una óptica por completo distinta. “La soledad se ha convertido en una mirada a la identidad de las casas y los espacios estadounidenses, con una densidad desconocida” escribió un crítico. La exposición fue el primer gran éxito del pintor.

Ya para entonces, Hopper había contraído matrimonio con Josephine Verstille Nivison. La presencia de Jo Hopper, como sería conocida en adelante, fue determinante en la manera como la vida del pintor tuvo un radical y en especial, luego que el éxito llegara casi para sorpresa de ambos. Ambos eran excéntricos, singulares y por completo opuestos. La convivencia, a menudo difícil y otras, por completo inexplicable, hizo de ambos una leyenda en el mundo del arte. “A veces hablar con Eddie es como tirar una piedra en un pozo”, bromeó Jo en una entrevista “excepto que no golpea cuando toca fondo”.

El final de la década de los ’20 y el inicio de la siguiente, marcó el inicio del mito que aun hoy rodea a Hopper. De la época datan varias de sus obras más reconocidas y en especial, las que permitieron comprender las intenciones del pintor para modular su lenguaje a un tipo de estética que le definió a partir de entonces. Desde las miradas asombradas y curiosas sobre la ciudad Manhattan Bridge Loop (1928) y Early Sunday Morning (1930) hasta la extrañísima e incluso inquietante Night Windows (1928), la obra de Hopper comenzó a evolucionar de manera acelerada hacia nuevas regiones sobre la psiquis colectiva. Los críticos se asombraron por su cualidad para expresar varios discursos estéticos a la vez y llegó a especularse, si se trataba de algún tipo de experimentación burlona. “Solo pinto lo que veo” insistió Hopper.

A partir de 1930, las pinturas de Hopper se convirtieron en verdaderos sucesos en el mundo artístico estadounidense y como si eso no fuera suficiente, en una refundación del estilo artístico del país. En enero de ese año, House by the Railroad se convirtió en la primera pintura de cualquier artista en ingresar a la colección permanente del recién establecido Museo de Arte Moderno de Nueva York. Unos meses más tarde, el Museo Whitney de Arte Americano adquirió en una reñida subasta Early Sunday Morning, que se convertiría en la principal atracción de la institución y una de las pinturas más conocidas del arte estadounidense. En 1933, el Museo de Arte Moderno realizó una visión retrospectiva de Hopper, un rarísimo honor para un artista aún en activo. Hopper tenía por entonces 51 años y recibió el honor de pie en una esquina del museo. Un periodista le preguntó si era feliz. “Sólo deseo regresar a casa a pintar” respondió.

En 1939, pintó Cape Cod Evening (1939) y directamente, comenzó una nueva forma de entender la realidad, creando escenas en que grandes espacios introspectivos separan a los personajes. En palabras de la historiadora de arte Ellen E. Roberts, se trata de una obra esencial para comprender a Hopper. “ En ella, las figuras humanas equívocas de Hopper están involucradas en relaciones inciertas”. El primer paso hacia la búsqueda definitiva de la abstracción visual que convirtió al pintor en una extraña mezcla. Un observador meticuloso y un simbolista contemplativo de la historia invisible a su alrededor.

El miedo y la búsqueda del tiempo.

La obra más famosa, singular y significativa de Hopper es sin duda Nighthawks, que comenzó a pintar a finales de 1942. En ella, puede apreciarse toda la evolución emocional del autor y también, su tránsito hacia algo más introspectivo y misterioso. Pero también la obra es algo más: una metáfora del tiempo. Una mirada a la norteamericana que perdió las esperanzas después de un desastre inimaginable y más allá de eso, de un tránsito elaborado y potente hacia algo más profundo acerca de la idea la estética de una época signada por la soledad.

Hopper murió el 15 de mayo de 1967, pero dejó a su paso un legado sobre la visión del hombre que todavía resulta actual. Su obra admirada, querida, parodiada e imitada hasta el cansancio, es una ventana a un país en medio de una cápsula silenciosa y atemporal. Un recorrido de la luz y la sombra por la memoria colectiva e incluso, una reflexión precisa sobre que el arte puede ser como interlocutor de lo bello y lo doloroso. Una proeza estética que un sorprende por su aparente sencillez.

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Aglaia Berlutti

Bruja por nacimiento. Escritora por obsesión. Fotógrafa por pasión. Desobediente por afición. Escribo en @Hipertextual @ElEstimulo @ElNacionalweb @PopconCine