Crónicas de los hijos de Apophis

Del caos nace una historia (Parte II)

Aglaia Berlutti
7 min readNov 30, 2021

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(Puedes leer la Parte I aquí)

Cuando un libro es considerado controversial ocurren varias cosas a la vez: Su lectura se hace obligada o el lector comienza a cuestionarse sobre ese elemento polémico que convierte la historia que narra en paradigma. Tal vez por ese motivo, en la obra de Nikos Kazantzakis suele interesar mucho más el elemento polémico que la rodea que la historia que se cuenta, la que intenta expresar una idea compleja en la que la polémica sólo es parte del discurso y la idea que se intenta construir. No obstante, Kazantzakis con su prosa precisa y su capacidad para construir atmósferas complejas a través de la sencillez, parece lejos de mito simple del escándalo y más cerca, de la idea profunda de una obra escrita para reflejar planteamientos controversiales. Una firme estructura literaria capaz de avanzar a través del asombro y crear algo más sustancioso que la mera confrontación.

Se trata de un logro que Nikos Kazantzakis obtuvo luego de años de asumir la literatura como una mirada crítica a la época — y a la opinión cultural — que le tocó vivir. Poeta, dramaturgo, cronista viajero, ensayista y novelista Kazantzakis fue un escritor convencido de la necesidad de utilizar la metáfora y la mirada crítica como una forma de construir una nueva noción sobre la identidad y el tiempo que transcurre, algo que el escritor supo hacer mejor que nadie y que le brindó la oportunidad de reformular la literatura de su país — marcada por su intrincada historia y trascendencia — y crear algo novedoso y significativo.

Al escritor lo precedía su fama (murió en 1957 a causa de un agresivo cuadro de leucemia) de alborotador, pero sobre todo de escéptico, mucho más después que tres de sus mejores novelas — Alexis Zorba (1946), Cristo de nuevo crucificado (1948) y La última tentación de Cristo (1952) — fueron llevadas al cine con enorme éxito de público y de crítica. Pero más allá de lo extravagante de sus historias — siempre sorprendentes y la mayoría de las veces con un toque desconcertante que le añadía cierto exotismo — Kazantzakis siempre intentó mostrar a la Grecia profunda, al pensamiento helénico desprovisto de la leyenda, del folclore universal. Tal vez por ese motivo, todas sus narraciones tienen un toque costumbrista, elemental, doloroso. Una percepción sobre su profundidad ambigua, la decisión del escritor de elaborar un planteamiento elemental de su país y su historia a través de cierta sencillez argumental que se agradece. Además, Kazantzakis siempre pareció dotar a sus obras de un tinte autobiográfico, con sus personajes agresivos y duros (o mejor dicho, endurecidos por una larga y tormentosa vida) tan parecidos a Kazantzakis, que solía presumir de su mal humor y también, de su furia espiritual. Y quizás por ese motivo, esa noción que tenía sobre el hombre que era, sigue siendo el elemento más reconocible de sus novelas. Una y otra vez, Kazantzakis describe a personajes con los que comparten un evidente parecido, celebrando a carcajadas y con cerveza tibia en algún kafeneion alumbrado por tacos de velas medio consumir, sorbiendo de vez en cuando un gliki vrasto y al final de la noche, emborrachándose en jolgorio con un tsikoudia mientras ríen y bailan con los brazos levantados al cielo. Si alguna cualidad reconocible tiene la obra de Kazantzakis es su atemporalidad, su capacidad para reflejar ese temperamento griego — y quizás tan humano en última instancia — en cada una de sus narraciones.

Kazantzakis jugó con esa noción sobre la identidad en cada una de sus novelas, pero también, se atrevió a remontar la cuesta de lo concreto y lo pasional hacia algo más enrevesado. Como si su obra — todas desbordantes de una emoción genuina, radical, a flor de piel — fueran algo más que narraciones sobre la vida y vicisitudes de sus personajes. Algo más cercano a la descripción de una vitalidad inédita, poderosa y enigmática, tanto como para que esa percepción de Kazantzakis sobre la esencia de lo que narra, trascienda a la hoja escrita. Una interpretación melancólica sobre el transcurrir de las pequeñas historias, las personales. Las desconocidas.

La mirada al otro, el tiempo en espejos, el asombro irredento

Una vez Kazantzakis comentó a un periodista que todas sus historias carecían de cronología, a pesar que eran perfectamente reconocibles en su espacio y en el lugar en que ocurren la historias. Explicó que para los griegos el pasado, el hoy y el futuro son indistinguibles. Variaciones de un mismo tema continuo que muchas veces carece de una referencia real. Y que esa línea ininterrumpida — esa concepción del todo como una percepción única de la realidad — es la que hace la literatura griega inolvidable, imperecedera. Como si todo ocurriera en un mismo espacio donde los dioses y los mortales conviven en un eterno ciclo enrevesado y cada vez más difícil de comprender.

Quizás por ese motivo, la novela más conocida de Kazantzakis sea una narración sin tiempo ni edad sobre uno de los pasajes trascendentales de la cultura occidental. La última tentación de Cristo no es solo un libro desconcertante en su temática — un Jesuscristo acosado por dudas, con una visión desconcertante sobre Su naturaleza divina y Su misión sagrada — sino que además, tiene el poder de cautivar la imaginación del lector. Permitirle cuestionarse. Asustarlo un poco. Y eso siempre será extraordinario, una manera de comprender el mundo que dibuja el autor más allá de si mismo. Inevitable, por supuesto, que lo polémico impregna la historia por los cuatro costados, interfiera de alguna manera con ese mundo de palabras que crea el escritor para que sus criaturas de tinta le habiten con comodidad. No obstante, para Kazantzakis, la historia es aún más importante que esa necesidad de impresionar. Bordea un tema complicado, duro y sensible con una inteligencia sutil y precisa. Su prosa — elegante, rápida y rica en matices — dibuja esa otra realidad de un hombre sagrado con una sensibilidad que desconcierta, que humaniza, tan dura como elemental. Porque el Jesús de Kazantzakis no es infalible ni intenta serlo: atormentado por sus propias dudas, herido por esa naturaleza humana que le resulta tan cercana como tentadora, es un personaje complejo, profundamente existencialista. Como observadores — testigos incómodos quizás — de esta historia dentro de otra, el lector tiene la sensación que lo que cuenta el escritor, el análisis singular de la visión de lo sagrado y lo divino a través de un Jesús dividido por la incertidumbre, es en realidad una justificación para comprender una nueva forma de santidad, otra manera de concebir lo divino.

Parte de esa aguda visión sobre lo sagrado, lo obsceno, humano y lo divino de la novela, proviene de la crítica visión de Kazantzakis acerca de la religión en la que se educó: el escritor realizó sus primeros estudios con sacerdotes católicos, en la Escuela Franciscana de la Santa Cruz en Naxos. Posteriormente ingresó al Gymnasium de Herakleion, para más adelante cursar estudios de derecho en la Universidad de Atenas, donde obtuvo un doctorado en Leyes en 1906.

No obstante, más significativa que su educación formal, fue su formación como filósofo y librepensador: desde 1907 hasta 1909, estudió filosofía, bajo la dirección de Henri Bergson, en el Colegio de Francia. De hecho, mucho se ha dicho que Kazantzakis, con su narrativa a medio camino entre el existencialismo, la crítica y una compleja visión de la teología es, en ciertos aspectos, más un filósofo que un poeta o novelista, y en sus obras aparecen claras influencias tanto del pensamiento de su maestro Bergson como de Nietzsche (sobre cuya filosofía escribió un estudio) o William James; o de las ideas implícitas en diferentes concepciones religiosas (entre ellas el budismo).

Y esa manera de concebir el mundo, a medio camino entre lo profano y lo devoto, es lo que convierte a la obra de Kazantzakis en un análisis de la búsqueda de lo divino, cualquiera sea su acepción y su alcance. Desde la visión del ahora y el pasado, hasta la nostalgia por lo sagrado transformado en algo más complejo de comprender. No en vano, sus libros aún se debaten, forman parte de esa percepción sobre la literatura que provoca una discusión intelectual y espiritual sobre tópicos complicados y la mayoría de las veces sensible. Zorba, el griego fue criticado en su Grecia natal y Kazantzakis, atacado por mostrar una imagen rural y durísima sobre el país en su versión más contemporánea. El Vaticano prohibió La última tentación de Cristo en 1954 y la Iglesia Ortodoxa griega incluso excomulgó a su autor. Kazantzakis siempre pareció muy sorprendido de esa percepción de su obra como escandalosa: en más de una ocasión declaró que cada libro es un reflejo de quien lo lee y más allá de eso, sus prejuicios. Llegó a insistir que su obra no era otra cosa “que una mirada simple sobre la identidad que nos une sin saberlo” como si sus sorprendentes fueran en realidad crónicas existencialistas ocultas bajo la noción de la narración. Pero quizás, su obra curiosamente compleja se torna más contestataria que otra cosa: un análisis de la incertidumbre, la duda y ese elemento tan humano como misterioso que llamamos con mucha inocencia creencia, a través de sencillas escenas cotidianas.

¿Qué hace a una obra polémica? ¿Que provoca que, a cuatro décadas de su muerte, las novelas de Kazantzakis continúan sorprendiendo y conmoviendo al lector? Quizás se trate de una combinación de factores donde su precisa capacidad para desmenuzar la realidad en sus prejuicios y dolores sea más poderosa. Después de todo, cada libro que se escribe es un reflejo de lo que se crea y se construye como expresión formal de la realidad. Y más allá de eso, un legado perdurable de nuestra conciencia colectiva. Nuestra capacidad para celebrar la única forma de eternidad a la que el hombre pueda aspirar: Una idea poderosa a través de la cual pueda sostener su propia trascendencia.

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Aglaia Berlutti

Bruja por nacimiento. Escritora por obsesión. Fotógrafa por pasión. Desobediente por afición. Escribo en @Hipertextual @ElEstimulo @ElNacionalweb @PopconCine