Crónicas de los hijos de Apolo
El largo trayecto de ladrillos amarillos hacia un país misterioso (Parte I)
Cuando el libro El Maravilloso Mago de Oz de L. Frank Baum fue publicado en 17 de mayo de 1900, causó sensación y desconcierto. Por un lado, gran parte de los lectores apreciaron la mirada utópica del escritor sobre un mundo singular, en la que se sublimaba la bondad y la maldad a símbolos desconocidos hasta entonces en la literatura infantil. Pero también, la crítica encontró desconcertante el recorrido del autor por la noción del engaño, el miedo y lo inevitable, que Baum sostuvo a partir de personajes entrañables. Oz era un paraje idílico pero también lleno de peligros, con secretos, espacios terribles y amenazas no demasiado disimuladas. Al final, en este Reino de lo imposible, la magia, la bondad, la naturaleza humana y esa tenebrosa visión sobre el tiempo que transcurre de un lado a otro, es también una búsqueda provocadora sobre lo que se esconde más allá de lo idílico.
Por supuesto, al libro se le comparó de inmediato con Alicia en el País de las Maravillas, la historia que recorre ese mundo inexplicable nacido de la imaginación fecunda y siniestra de Lewis Carroll. De hecho, según una anécdota del mundo literario, cuando el libro de Baum llegó a manos de un primer y desconocido editor, este le recomendó “hacer las cosas más sencillas que el inglés”. Baum, que ya había publicado el libro Father Goose (1899) con enorme éxito, soportó las críticas con buen humor, aunque se dice que durante parte de su prolífica vida literaria, lucho con el fantasma de Wonderland, esa sofisticado recorrido por un territorio metafórico cargado de un absurdo extraordinario basado en lo numérico, la lógica científica, movimientos de ajedrez y un ritmo semántico con el que el bonachón, salvaje y levemente macabro Baum no podía imitar.
Hubo comparaciones crueles sobre el refinamiento simbólico de Wonderland y lo que se llamó la “ramplona” belleza del mundo de Oz. Pero Baum no se dejó amedrentar y de hecho, su obra más amplia, profunda y metafórica, es una especie de respuesta directa a las solapadas críticas contra su valor como escritor. Con el correr del tiempo, Oz creció, se hizo un paisaje más complicado, descrito con una asombrosa minuciosidad y al final, cuando el escritor murió en 1919, su intricado reino poblado con magos malvados y brujas de piel color verde, abarcaba todo tipo de nuevas dimensiones, todas relacionadas con los matices imprevisibles de la naturaleza humana.
Lo más intrigante, es que a su modo, Baum era tan misterioso como Carroll, que para principio del siglo XX ya era considerado una figura macabra con dudosos apetitos sexuales y cuyos libros, eran reliquias exquisitas de algo mucho más retorcido de lo que parecía a primera vista. En primer lugar, Baum era teósofo, lo que le permitió incorporar a sus novelas toda una rica simbología que convirtió la en apariencia, inocente narración en un terreno por completo nuevo que aun se analiza en varios niveles de significado. Por otro lado, era un inventor, precursor de una serie de ingenios extravagantes como un tipo de pegamento para sellos de correo que podía mezclarse con la saliva, sin resultar nocivo, además de todo tipo de excentricidades domésticas para facilitar la rutinas familiares. Al final, su mago omnipotente y engañoso, es la conclusión del talante misterioso, impulsivo y levemente macabro de Baum, que durante buena parte de su vida admitió que había un “parecido real” entre ambos. Pero además, el escritor tenía un rico imaginario visual: era un excelente fotógrafo aficionado, que por más de veinte años, dedicó esfuerzos y una considerable atención, a perfeccionar la técnica en el cuarto oscuro, mientras recorría Norteamérica de un lado a otro para promocionar su obra. Sus fotografías miraban al mundo con un asombro curioso que todavía en la actualidad, parece fresco: los paisajes eran enormes llanuras abiertas, los cielos monocromos se abrían sobre multitudes de sombrero y chistera. Incluso los retratos familiares, tenían algo de delicado enigma: rostros en medio de sombras movedizas, sonrisas captadas casi por accidentes. El rostro del autor que miraba con los ojos muy abiertos hacia el posible espectador.
Ese conocimiento sobre el mundo de la imagen, podría explicar sus puntillosas descripciones en los trece libros de Oz, que recorren los grandes valles verde radiante del Universo creado por el escritor palmo a palmo, con un insólito conocimiento casi vivencial. “Oz es mío, de la misma manera que yo le pertenezco” comentó en una oportunidad Baum. Y mientras décadas después Tolkien sostendría su mundo extraordinario a través de una contemplativo recorrido por los parajes de su mágica Tierra Media, la versión de Baum sobre los territorios extraordinarios en los que habitaban sus personajes, era mucho más salvaje, juguetona e infantil, aunque no precisamente simple. Oz era el territorio de lo posible, lo impensable y también de lo temible. Con sus criaturas fatídicas, secretos a simple vista y su capacidad para trasponer la realidad, Oz se aleja de cualquier otra utopía amable por poseer ese reborde oscuro, milimétrico y que recorre una versión sobre la realidad distorsionada. Si Wonderland traspone y desconstruye lo vivencial en algo más extraño y por momentos incomprensible, Oz se mueve a través de los límites de una versión temible de la realidad. Todo es más grande, más peligroso y más divertido de lo que podría ser en su versión corriente. Baum se aseguró que en Oz, las cosas fueran un poco más inexplicables que el mero hecho del absurdo. En su mundo, hay una percepción sobre el bien y el mal que se mezcla para sostener un concepto sobre lo falible, que le dota de una personalidad desconocida hasta entonces en la literatura infantil.
Pequeños secretos asombrosos.
Baum dedicaba buena parte de su tiempo a escribir, crear inventos disparatados y fotografiar. La combinación de esas obsesiones fue un recorrido estrafalario por su vida cotidiana, lo que le permitió traducirlo en un lenguaje propio, a mitad de camino entre lo pintoresco y un tipo de melancolía levemente siniestra que todas sus obras reflejan con calidad. El escritor disfrutaba de la capacidad de la escritura para sublimar la realidad hacia algo desconocido. Lo hacía no sólo al narrar las en apariencias inagotables peripecias de sus personajes en Oz, sino también, para encontrar una fórmula por completo novedosa de narrar historias. Cada libro de Baum, está lleno de un vitalidad propia, recién nacida, siempre incompleta. Y es esa cualidad de transgresión, movimiento y mutabilidad, es lo que hace su obra única en medio de una pléyade de obras parecidas.
“La cámara es un ojo que vigila las pequeñas cosas”, escribió en una ocasión, para explicar su predilección por pasar sus horas muertas en el cuarto oscuro que se hizo construir en su enorme caserón de Chittenango (Nueva York). Por entonces, la fotografía era un misterio y de hecho, una disciplina bastarda de la pintura, con frecuencia menospreciada por su cualidad relativamente inmediata y accidental. Pero para Baum, la cámara también personificaba su afán de recorrer el tiempo y la versión de la belleza en la que creía, sobre un discurso complejo de metáforas variadas. La llevaba a todas partes, cargaba el enorme cuerpo de madera al lugar que fuera y se esforzaba por registrar cada pequeña y gran vivencia en el recorrido en el que el cristal del lente traducía el mundo con enorme minuciosidad. “Veo lo que se esconde en las sombras y la cámara, es la excusa para hacer hermoso lo que no lo es” escribió en una ocasión en una carta a su editor. Una frase que bien podría haber pronunciado su misterioso personaje, oculto en un castillo color esmeralda en un mundo aterrorizado por su mera presencia.
Pero Baum era la versión bonachona de este mago temible. Aspiraba a un tipo de conocimiento variado y mundano, que se extendía en todo tipo de ámbitos. Con una curiosidad nata por disciplinas que por lo general, eran desdeñadas por el mundo académico, su extrañísima bibliografía incluía desde tratados sobre “la vida cotidiana de los pollos” (era un experto en aves de corral), hasta el “Arte de decorar ventanas e interiores con productos secos”. Al final, Baum era el reflejo de la Norteamérica aventurera de la época, dispuesta a los grandes cambios y a tomar un tipo de riesgo que décadas después resultaría impensable. Pero se trataba de los primeros años del nuevo siglo, todo era asombroso y la avidez por conocimiento de Baum era extraordinario.
El escritor creció en una lujosa finca en Siracusa , educado por refinados tutores europeos que dedicaron una considerable cantidad de tiempo, a intentar encauzar la considerable energía del pequeño en capacidades intelectuales. Y aunque lo lograron a medias — Baum era un gran lector — también, siguió siendo un niño inquieto que se escapaba del cuidado de los preceptores para montar a caballo, trepar árboles o arrojar piedras a los que cabalgan a la orilla del camino. Pero Baum además, sabía que le esperaba la grandeza. O mejor dicho, que podría tropezarse con ella mientras avanzaba por el mundo en medio de disparatadas ideas. Ya a los diez, escribió su primer cuento, en el que describía con detalle “un lugar asombroso en que el habitaba una bruja malvada”. La bruja bien podría ser una de sus maestras — de adulto confesaría que detestaba a una de ellas y se burlaba de ella a través de la escritura — o sólo, esa necesidad de rebelión que acompañó a Baum durante toda su vida. “Mis brujas son todos los lugares prohibidos, las puertas cerradas, lo que nos impide creer en todo lo invisible”.
Quizás se trataba que Baum era muy libre para la rígida educación de la época. En la adolescencia, hubo dos cuentos más, esta vez de castillos infranqueables en los que encerraban niños angustiados y díscolos. Las cortas narraciones coincidían con los dos años en que fue alumno de Escuela Militar Peekskill (de la que escapó) y luego, de la Escuela Clásica de Syracuse, que también abandonó sin graduarse. “Nadie te enseña a vivir” diría a su madre, cuando trató de explicar su comportamiento. En realidad, para Baum la independencia intelectual era una forma de expresión tan artística como cualquier otra. Se obsesionó con el teatro, el amor y el sexo. Con veintisiete años, ya era conocido por sus tropelías en bares y prostíbulos, hasta que conoció — y se enamoró — de Maud Gage, que siete años menos, era “una mujer colosal, llenaba el mundo, su mente eran montañas, cielos plácidos, los grandes volcanes” contó a uno de sus hermanos en una carta entusiasta. El escritor en ciernes era un vitalista, que consideraba la percepción de lo sensorial como imprescindible para entender el recorrido intelectual de todo lo que le apasionaba. “Quiero crear, a un nivel tan fastuoso e incómodo, que nadie pueda sentir indiferencia por mi obra”.
Al momento de contraer matrimonio, Baum ya era una promesa de la figura curiosa y extravagante en que se convertiría años después. Tenía un bigote gigantesco, era alto y delgado, vestía ropas de colores encendidos y además, sentía una devoción inexplicable para muchos de sus contemporáneos por el teatro callejero. Como director de un melodrama musical de ínfima calidad titulado “La Doncella de Arran”, había recorrido buena parte de Norteamérica en una carreta vieja y destartalada, en la que llevaba toda la indumentaria, objetos y producción que necesitaba la obra. Era la primera gran pieza de su vida: escribía, dirigía y además había compuesto la música. Cuando Maud comenzó a recorrer los caminos a su lado, la obra pasó a ser matrimonio familiar. “El arte atrae al amor” escribiría en un guion que obsequió a su esposa la noche de bodas. Una máxima que aplicaría durante buena parte de su vida.