Crónicas de los hijos de Apollo
Grandes misterios en medio de pequeñas esperanzas (Parte II)
En el año 1836 ocurrieron dos hechos capitales en la vida de Charles Dickens. El primero, contraer matrimonio con Catherine Thompson Hogarth el 2 de abril y después, mudarse a una cómoda casa en Bloomsbury, en la que escribiría sus mejores obras. El matrimonio era una pareja convencional de la naciente clase burguesa inglesa y tuvieron diez hijos. “Somos tan perfectamente corrientes que creo que la felicidad, se basa en esa sensación que nada puede sorprenderte” diría Dickens con cierta ironía unos años después. Lo cierto es que el matrimonio jamás fue del todo feliz — las habladurías sobre las infidelidades del escritor se convirtieron en la comidilla de la ciudad — pero, durante buena parte de su larga relación, fueron buenos compañeros y soportaron los escándalos de la mejor forma en que pudieron.
El otro evento es que entre abril de ese mismo y noviembre de 1837, comenzó a publicarse por entregas la que sería la primera novela del escritor. Los papeles póstumos del Club Pickwick. La novela, sobre un grupo de excéntricos personajes que parecían retratar la hipocresía de la cultura inglesa se convirtió en un éxito inmediato y de hecho, en uno de los más resonantes de la literatura inglesa. La historia, contada en capítulos, causaron furor entre los lectores y en menos de un año, Dickens pasó de ser conocidos por sus serios y severos ensayos sobre políticos, a un escritor que había fascinado a toda una generación de lectores gracias a la sátira y a la capacidad para burlarse de la sociedad a través del humor. Los papeles póstumos del Club Pickwick se convirtió no sólo en el primer gran triunfo literario de Dickens, sino en una reformulación de la literatura como medio de expresión de ideas relacionadas con la cultura cotidiana de una ciudad esencialmente clasista, como lo era la Londres de la época.
De pronto los lectores podían identificarse con sus personajes, hombres y mujeres de edad media sin otra característica esencial que su curiosidad, su amor por la aventura y su insaciable necesidad para perseguir misterios allí en dónde pudiera haberlos. De pronto Nathaniel Winkle, Augustus Snodgrass y Tracy Tupman, el intrépido trío de personajes centrales de la obra, eran parte de las conversaciones de incluso de quienes hasta entonces, consideraban a la lectura una actividad “elitista” y más relacionada con el ámbito de cierta riqueza de clases. Pero Dickens, que insistiría en más de una ocasión en “que había sido uno de sus personajes, en cada momento de su vida”, logró crear un puente entre los lectores y la cualidad de la literatura como una narrativa que pudiera ser emocional e intelectualmente estimulante.
Pero Charles, el niño traumatizado y agobiado por una infancia dolorosa, seguía allí y quizás, fue esa percepción sobre escribir para quienes podían identificarse con ese sufrimiento, pocas veces explorados en la literatura inglesa, lo que logró que todas sus obras fueran no sólo sucesos literarios, sino verdaderos debates sobre el tiempo cultural, la Inglaterra convulsa de la época y en especial, la pobreza como un elemento doloroso emparentado con las limitaciones y los espacios inquietantes de la psiquis colectiva. En Great Expectations, el héroe Pip expresa quizás, la muda angustia existencial del pequeño Charles en las primeras visitas a la celda de su padre “Qué extraño era que me envolviera toda esta mancha de prisión y crimen. . . comenzando como una mancha que se desvaneció pero no desapareció; que, de esta nueva manera, debería impregnar mi fortuna y progreso” razona, en medio de la sucesión de situaciones asombrosas e inquietantes que llevaron a una vida inesperada y cargada de pequeñas tragedias.
También hay algo de ese dolor y angustia desesperada de la pobreza, el miedo y las tragedias que atañen a lo íntimo de cierta individualidad trastocada en Oliver Twist. Para cuando Dickens escribió Barnaby Rudge, la novela histórica sobre los disturbios de Gordon de 1780, ya su percepción sobre el sentido de la condición social y la búsqueda de justicia en medio de una angustia multitudinaria y anónima se vislumbra con toda claridad. Un turba enardecida irrumpe a la fuerza en una prisión y la destruye por completo, mientras el fuego se abre paso y devora toda la miseria y el dolor hasta las cenizas. “Como una gran oleada de horrores que morían al mismo tiempo”. La presencia de la cárcel, el miedo, el aislamiento y el desarraigo vuelve a mostrarse en todo su poder destructor en Historia de dos ciudades, en la que el autor llegó a un nivel desconocido de sufrimiento social y cultural, bajo la metáfora de dos hombres separados por un destino inconcebible pero unidos, por una fina línea entre la derrota y una angustia existencial que aún resulta sorprendente por su cuidada mirada sobre el absurdo de la vida como un caos de infinitas ramificaciones.
También en Little Dorrit, en la que Dickens narra la experiencia carcelaria que marcó su niñez en clave de moraleja edificante, tiene un agrio trasfondo que apela al sufrimiento, al clasismo, al tiempo perdido y también, a la búsqueda de los orígenes y la forma en que se manifiesta el miedo de la pobreza, la pérdida de los pequeños espacios que forman parte de la vida común. Como todas las novelas de Dickens, también es un alegato en busca de la comprensión del tiempo, de los espacios personalísimos y la justicia. Un secreto que se sostiene sobre la complicidad o los terrores sin nombre que rodean a los personajes. Hay melodrama — tal vez es por completo inevitable con Dickens — pero también una humanidad profunda, que elabora y sostiene un recorrido profundo hacia una idea más dura sobre la identidad pero en especial, sobre lo que abarca el terror sobre lo cotidiano. Para Dickens, había una constante búsqueda de significado. Una mirada cansada y admirable sobre el tiempo como un constante fluir del misterio. Todas sus obras, están basadas en los diminutos enigmas de lo cotidiano, en la forma en que se forja y se somete al arbitrio de la mente humana lo corriente. “Somos criaturas desdichadas que pocas veces lo saben” escribió a uno de sus editores, un año antes de morir.
Los misteriosos impulsos del corazón
Dickens fue uno de los primeros escritores en hacer un énfasis claustrofóbico en el yo, que a su vez desembocaba en un vínculo con los procesos culturales que rodeaban a su personaje y por supuesto, a su vida. El escritor comprendió el poder constructor de la escritura como base hacia algo más elaborado, a la vez que asumió la convicción de lo que el país y la época que lo vio nacer podía ser. Como testigo de grandes transformaciones — vivió en la época de las grandes redes ferroviarias, nuevos mecanismos para mejorar la vida común — supo encontrar un diálogo a través de algo más profundo que sólo narrar. Cada uno de sus personajes tenían una profunda conexión con lo que ocurría a su alrededor. No se trataba solo de miradas analíticas sobre la realidad, sino una conversación sincera y a menudo descarnada con lo que ocurría en sus vidas, en las circunstancias que debían enfrentar y al final, el enigma que sostenía sus a menudo, dolorosas existencias.
Tal vez por ese motivo, Dickens resulte tan influyente, poderoso y conmovedor. A pesar de la distancia de años y circunstancias, sus personajes tienen un peso real. Desde sus sátiras al sistema legal — como en Bleak House — hasta la consideración del dolor en Grandes esperanzas, la idea principal del escritor persiste. Una demanda levemente pesimista pero de una belleza dolorosa sobre la necesidad de la cultura de comprenderse a sí misma. Desde la codicia caricaturesca de Ebenezer Scrooge, la bondad maravillosa de Esther Summerson, la dureza destructora de Señorita Havisham, todos los personajes de Dickens trascienden su mera importancia en la trama para transformarse en metáforas elaboradas sobre la realidad, la consciencia y la angustia abrumadora de la realidad. Tanto, como para que Dickens fuera un interlocutor de una sociedad asfixiada y destruida por su propia preocupación existencial.
El hombre que creó la navidad
En el año 2008, el escritor estadounidense Les Standiford analizó en su singular libro El hombre que inventó la Navidad: cómo ‘El cuento de Navidad’ de Charles Dickens rescató su carrera y revivió nuestro espíritu festivo, la definitiva influencia de Dickens en la forma como comprendemos la Navidad en la actualidad. Para el autor, Dickens no sólo dotó a la fiesta de la beatífica apariencia de fiesta familiar que nos resulta tan familiar, sino que le brindó además una identidad por completo occidental. «No existían las tarjetas de Navidad en la Inglaterra de 1843, no había árboles de Navidad en las residencias reales, no cerraban las empresas durante una semana, ni se celebraban tantos servicios religiosos de medianoche. Para la iglesia anglicana todo el asunto de la Navidad tenía un lejano regusto a paganismo», insiste Standiford, y además reflexiona sobre el hecho que hasta la publicación del cuento de Dickens, la navidad era poco menos que un asunto doméstico sin mayor trascendencia. «Quizás sin saberlo, Dickens creó la percepción de la navidad como una época de buena voluntad que debía celebrarse desde una perspectiva estrictamente cristiana», añade Standiford, en un análisis sobre la trascendencia de la mayor fiesta cristiana que ha sido tachado de cínico e incluso, directamente reaccionario.
Pero Standiford no ha sido el único en reflexionar sobre el origen real de la navidad como un ritual en esencia familiar cargado de buena voluntad, relacionada al poder de lo que Dickens podía escribir y crear a través de una cierta empatía misteriosa. El escritor William Makepeace Thackeray también insistió sobre la posibilidad de que el rotundo éxito del cuento de Dickens transformara la navidad en una percepción benigna sobre la sensibilidad cultural: «Desencadenó una oleada de hospitalidad en toda Inglaterra, fue la causa por la que se encendieron cientos de fuegos junto a los árboles de Navidad, de una terrible matanza de pavos de Navidad», escribió con cierta ironía.
Y aunque lo cierto es que la obra de Dickens no es la única publicada en el siglo XIX que tiene como tema central la navidad y la bondad del espíritu humano que parece representar, si resulta obvia que su concepción cambió para siempre la forma como Inglaterra — y quizás Europa — percibía la festividad de la Navidad, que hasta entonces continuaba teniendo cierto regusto pagano. En plena explosión económica del siglo XIX, la noción sobre el bien y el mal se transformó en una visión más relacionada con el consuelo de la pobreza y la comprensión de los dolores materiales del otro, que en otra cosa. Con sus fantasmas bonachones y, sobre todo, su gran celebración a la percepción de la familia, Dickens había creado una versión de los viejos ritos más cercanas a la prédicas de la iglesia sobre la solidaridad, la compasión y la empatía que a la percepción de la oscuridad y la luz que seguía siendo tradicional en buena parte de Europa. Para bien o para mal, las últimas sombras del horror en contraposición con la resurrección en la esperanza que solía asociarse a la Navidad, se transformaron en símbolos más o menos sencillos para una cultura positivista más interesada en la alegoría que en antiguas formas de amenaza moral.
¿Puede ser un escritor una forma de comprender el mundo como algo más amplio que un interlocutor de historias? Dickens no sólo demostró sino que además, creó toda una mirada profunda y elaborada sobre el mundo a partir del sencillo método de comprender sus errores y oscuridades desde cierta ambigüedad amable.