Crónicas de los hijos de Apollo
Océanos de estrellas, lirios azules y un gigante perdido. (Parte I)
En su biografía sobre Oscar Wilde, André Gide cuenta que el escritor no sonreía. O de hacerlo, sólo lo hacía a medias: una curva de labios “siniestra y burlona” que no siempre, era del todo claro. No era un gesto debido a una especial infelicidad ni tampoco melancolía. Pero su humor no era del tipo que provocara carcajadas. De hecho, la mayoría de sus comentarios ingeniosos despertaban incomodidad, irritación y en el mejor de los casos, confusión en sus interlocutores. El escritor era un gran conversador. Uno que además, amaba los juegos de palabras y también, la cualidad del lenguaje para sorprender y expresar una especie de subtexto personalísimo. “A veces creo hablo un idioma que sólo yo comprendo” escribió a su madre, aun en la universidad, cuando ya sorprendía por sus atuendos estrafalarios, talento y comportamiento ambiguo.
Por entonces, su singular personalidad causaba disgusto pero no especial revuelo. De hecho, el jovencísimo Oscar Wilde era admirado y temido, no sólo por su perspicacia y considerable inteligencia, sino por su convicción irrevocable que se preparaba para “el reconocimiento”. El escritor estaba por completo convencido esperaba por él un futuro extraordinario, una larga y prominente carrera literaria. Y por ese motivo, se permitía algunos devaneos. Fue en su juventud, que surgieron los primeros rumores sobre su sexualidad, su comportamiento reprobable y algunas cartas preocupadas a su madre, sobre la incapacidad de “Oscar para discreción”. Pero nadie parecía especialmente sorprendido ni mucho menos, preocupado por la idea que el futuro escritor fuera polémico o disfrutara del sabor del escándalo.
En realidad, era una época dura para la personalidad de un hombre como Wilde, pero también, una que le ofrecía el aliciente del desafío. Apenas con diecisiete años, ya se le reconocía como uno de los jóvenes con la conversación “más apasionante” de Dublín, su ciudad natal. Para Wilde, el hecho que su mente fuera un “refugio, una región en sombras deliciosas”, era una forma de rebeldía. Y aunque durante la época, jamás se le escuchó hablar de política, religión o incluso, el duro debate sobre la monarquía Inglesa y su relación con Irlanda, tenía la intención de deslumbrar a través de la subversión, pero la enfocada directamente a la académica. Wilde, que tenía un dominio más que apropiado del latín y el alemán, que dedicó años de estudio a la poesía griega, utilizaba su mente para crear una “percepción del mundo por encima del promedio” como explicó a su madre en una carta. “No deseo, necesito o espero que la vida sea en realidad hermosa, deseo creerla hermosa y eso es más que suficiente”.
Por entonces, Wilde era un jovencísimo idealista, con un talento notable y una felicidad inquieta que era comprendida por muy poca gente. Pero no sonreía. De hecho, sonreír era para él una forma de claudicar a esos “ideales invisibles que sostenían lo sublime”. En realidad, para el escritor en ciernes lo realmente importante no era ser comprendido en toda su singularidad, admirado o amado. No de inmediato. Lo que deseaba no ser “olvidado”, como comentó de pie en sus habitaciones del Trinity College. Según Gide, para Wilde el paisaje de las viejas plazas de Dublín a las que conducía las ventanas, eran “de una fealdad dolorosa, pero contenían sus propias lecciones”.
El jovencísimo aspirante a figura pública, que ya estaba obsesionado con la cualidad de lo estético para expresar conceptos más elaborados y complejos, asumía que la fealdad, por otra parte “era la huella humana. Los dolores de lo que el arte desea hacer olvidar”. Por mucho que se acuse a Wilde de superficial, cruel o simplemente convencido de su superioridad intelectual, lo cierto es que era un hombre de una sensibilidad considerable y una capacidad para profundizar el lenguaje como una herramienta lógica y profunda. Y esa convicción sobre la palabra como puerta abierta a direcciones misteriosas del pensamiento del hombre de su época, provenía con toda seguridad, de esas primeras experiencias en una universidad conocida por su severidad. “Hay algo lúgubre en la suavidad del Dublin a las sombras” escribió, uno de los tantos días de lluvia en que la ciudad parecía anegarse en medio de un gris plata helado que nunca superó del todo. “Estoy convencido necesito vivir, necesito conoce el resplandor del conocimiento y a partir de allí, sostener mi vida” escribió a Edward Sullivan, uno de sus primeros amigos con quien se permitió intercambiar debates intelectuales. “Siendo así, Dublín es un paso, Londres el motivo”.
Navegar hacia un mar inquietante y hermoso
De hecho, es de Sir Edward Sullivan de quien se tienen las primeras descripciones de Wilde como un adolescente que ya tenía la firme intención de romper normas, reglas y la simple idea de quién debía ser en el victoriano tardío. Sullivan, que conoció a Wilde durante sus años la Portora Royal School de Enniskillen (Irlanda), estaba desconcertado por este jovencísimo y singular aspirante a “la fama”. Ya por entonces, Wilde repetía lo que le haría reconocido y lo que le valdría una inmerecida aura de intelectual barato o peor aún, una figura banal con predilección por los escándalos.
Según Sullivan, a comienzos de 1863 el Wilde de catorce años tenía una larga cabellera rubia, vestía con ropa anacrónica y no estaba en absoluto interesado en las actividades físicas que fomentaba la institución. En lugar de eso, era un vivaz conversador. “Aún de niño, era ya un conversador excelente; sus capacidades descriptivas excedían con mucho a lo usual, y sus exageraciones humorísticas de los sucesos del colegio eran altamente divertidas. Uno de los lugares favoritos de los muchachos para descansar y charlar en las tardes de invierno era alrededor de una estufa que había en el Stone Hall; allí brillaba y sobresalía Oscar” cuenta Sullivan en una de sus cartas en memoria de Wilde, publicadas años después y que recupera el libro de Frank Harris Oscar Wilde en la escuela. Vida y confesiones de Oscar Wilde publicado en 1999.
Sullivan y de hecho, el resto de los compañeros de clase de Wilde, estaba deslumbrado no sólo por su elocuencia, sino también por su osadía, que de alguna u otra forma, siempre sería su rasgo distintivo. Mientras buena parte de los estudiantes estaba en especial interesados por resaltar en deportes, en actividades festivas u obsesionados por la necesidad de establecer relaciones sociales provechosas, Wilde quería ser admirado o desconcertar, en ocasiones ambas cosas a la vez. Para el futuro escritor, el hecho de destacar entre una pléyade de compañeros no demasiados interesados en el mundo intelectual, no sólo era de enorme importancia, sino una forma de demostrar el poder de la imaginación en un mundo “plano, severo y tenebroso”. Sullivan, que le profesaba afecto aunque temía “su extrema necesidad de ser reconocido”, llegó a discutir en más de una ocasión con el futuro escritor sobre su predisposición a lo que llamaba “la gran ventana al mundo”.
¿Era necesario semejante despliegue de recursos mentales y de lenguaje entre un grupo de adolescentes tímidos y torpes? Sullivan recuerda que la cuestión surgió bien pronto entre ambos como un tópico a debatir. Pero para Wilde, la cuestión no tenía matices, ni tampoco era una elección. Debía ocurrir. “Aún en aquellos días escolares predominaba ya en él la imaginación; pero siempre había en su narración de aquel acontecimiento algo que daba a entender que de sobra comprendía que los oyentes no se dejaban engañar […] Pero Oscar deseaba ser escuchado, comprendido y la mayoría de las veces, amado. Aunque no siempre lo lograba” comentó Sullivan en una serie de pequeños ensayos que llegó a publicar sobre su amigo de la infancia luego de su trágica muerte. “Quizás, esa predilección, fue la puerta abierta al desastre”.
Corría un año excepcional además. En varios lugares del mundo, estaban ocurrían en simultáneo todo tipo de cambios que dejaban muy claro que el muy cercano paso de siglo, traería también, una nueva forma de percibir el mundo. En Estados Unidos, el Acta de Emancipación para los esclavos del sur, se hace ley y revoluciona por completo la concepción sobre la identidad del ciudadano. Eso, mientras en Galveston (Estados Unidos) se libra la batalla del mismo nombre y se recrudece la guerra de Secesión. Las repercusiones a largo plazo de un enfrentamiento civil de semejante envergadura, sacudieron las bases culturales de norteamérica y su influencia llegó al otro lado del océano. Para febrero de ese año, hay una buena cantidad de panfletos alrededor de Europa sobre la necesidad de reformular leyes que reconozcan de manera universal al ciudadano.
Por otro lado, Londres da un paso de considerable importancia en el camino a la industrialización: el 10 de enero de ese año, se inaugura el primer sistema de ferrocarril metropolitano de la ciudad con un trazado inicial 6 km de distancia. La novedad convirtió a Londres en centro de discusiones y también, en una mirada a lo que podía esperarse del futuro. La Reina Victoria se congratuló por el hecho que su país encabezara “un nuevo tipo de progreso” y sin duda, esa percepción de la Inglaterra que se hacía cada vez más poderosa, en contraposición a lo que ocurría al otro lado del océano, influyó en el ámbito intelectual de manera definitiva. Londres se llenó de debates académicos, literarios, de nuevas ideas y floreció a niveles por completo nuevos. Por otro lado, la condición de capital de cierto tipo de pensamiento moderno y revitalizado por las grandes corrientes que llegaban desde Francia y Alemania, hicieron de la ciudad el lugar predilectos para grandes pensadores. Hacia 1860, el teatro inglés experimenta una renovación seminal que convirtió a la dramaturgia del país en una versión cultural espejo de lo que ocurría en el resto del continente.
En especial, la poesía de la época victoriana tuvo un considerable impulso en medio de dos tendencias predominantes. Por un lado, Alfred Tennyson insistió en una pulcritud formal que sostuvo un diálogo entre la voz poética y la forma estética que reconstruyó la lírica del país. Al otro, Elizabeth Barret Browning logró elaborar una idea profunda sobre lo poético como herramienta de divulgación y reflexión de ideas críticas. Entre ambas cosas se encontraba el movimiento prerrafaelita, que sostenían la belleza extraordinaria como un elemento estilístico y formal de considerable importancia. Veinte años antes del nacimiento de Oscar Wilde, el trabajo de Lord Byron y Walter Scott, abrieron lugar para nuevas vertientes sobre el hecho de la literatura como un debate de ideas consistentes, poderosas pero en especial, simbólicas y significativas.
Enoch Arden de Tennyson se publicó en 1864, en una recopilación que incluía Sea Dreams, Aylmer’s Field y en especial, buena parte del El granjero del norte, esta última considerada una de las grandes obras del autor. Para cuando Wilde llegó al colegio para recibir educación formal (hasta los nueve fue educado por tutores) la literatura comenzaba a florecer como una idea mucho más elaborada y vinculada con el hecho social inglés. Elizabeth Barrett había muerto años antes, dejando como legado a la poesía convertida en alegato emocional.
Por otro lado, Charles Dickens había convertido la narración en un acto de rebelión crítica y Charlotte Brontë, la ficción en un símbolo de la prosa convertida en una versión sobre la pulsión social transformada en algo más profundo. Para cuando Oscar Wilde llegó a los diecisiete años y llegó a Oxford, estaba listo para recorrer el camino “que los grandes habían dejado para él” y sublimar todos los cambios en una nueva percepción sobre la moral, la búsqueda de la identidad y el poder creativo en estado puro. “Busco la belleza y solo la belleza” llegó a escribir en su primer año universitario. “No hay nada de mayor importancia”. Años después, la sentencia sería analizada desde cierto aire frívolo, pero en realidad era toda una declaración de intenciones. El escritor estaba dispuesto a brindar al mundo un nuevo concepto sobre lo sublime. Y lo intentaría por todos los medios posibles. “Soy un ave renacida, alas abiertas. Busco sólo la luz” añadiría al margen de uno de sus libros de texto. Eran joven, talentoso y estaba a punto de sorprender al mundo literario Inglés.
En la búsqueda los lirios azules:
Oscar Wilde fue un niño feliz. Uno muy malcriado, mimado y apreciado por sus padres. Fue el segundo de tres hijos de una familia acaudalada e interesada por el mundo intelectual, en el que según sus propias palabras, “había mucho tiempo para aprender y hacer preguntas”. Como parte de una herencia de larga data angloinglesa, se educó con una fuerte influencia de ambas culturas, con una biblioteca “de la que podía disponer a placer” y parientes convencidos de su talento. A los seis años, cuando anunció que quería crecer para “contar historias”, su padre Sir William Wilde, no sólo le animó a hacerlo sino que de inmediato hizo traer una colección de libros desde norteamérica e Inglaterra. Wilde recordaría años después, que pasó la primera noche en que llegaron los baúles repletos de libros “sin dormir, tocando y empapándome de las palabras que esperaban por mí bajo las solapas de cuero”.
De hecho, Sir Wilde compartió con su hijo esa noche de entusiasmo y después escribiría en una de sus pulcras notas cotidianas, que “la avidez de su hijo por el conocimiento le deslumbraba”. Por entonces, era una personalidad de considerable importancia en su natal irlanda: Un reconocido cirujano especializado en otología y oftalmología, ambas ramas desconocidas en el país y en las que por cuenta propia, había llevado una amplia investigación. También era arqueólogo (hay una curiosa investigación suya sobre los asentamientos celtas en Inglaterra) y además, amante de la estadística. Fue el primero en traducir en una base de datos más o menos organizada cuántos habitantes había en Dublín y cuales de todos ellos, podían acceder a la educación de forma “apropiada”. Incluso, llegó a planear enviar la información recabada a Londres, pero terminó por abandonar su pequeña cruzada por la falta de entusiasmo “de cualquier funcionario público inglés”. Oscar después diría que su padre fue el primer soñador “que le hizo pensar en la inutilidad y la belleza de las pasiones”.
Su madre, por otra parte, estaba asombrada y deslumbrada por el talento de su hijo. Jane Wilde era poetisa y también, una mujer interesada en los avances del derecho y la política irlandesa. Tanto, como para declararse “nacionalista” en una época en que era peligroso hacerlo. Wilde recordaría después, que su madre — que utilizaba el seudónimo de Speranza para sus encendidas proclamas — fue la primera en animarle a escribir. “Lleva la contraria en todo, jamás aceptes nada, mira en cualquier dirección menos a la correcta” escribió Jane a Wilde por su cumpleaños número diez. “No fue el consejo más sensato que daría una madre, pero era Speranza no podía dar otro”. Oscar recordaría a su madre como una visión “de terciopelo verde, llena de entusiasmo, felicidad y una atolondrada terquedad”. También sería su mayor fuente de inspiración. La primera que leyó uno de sus poemas y la que le animó a que debía seguir escribiendo “a pesar de todo lo que pudiera ocurrir en el futuro, siendo un extranjero, como lo serás siempre”.
Wilde recordaría después, que el pensamiento sobre su cualidad excepcional, formaba parte de su infancia y en especial, se hizo más firme durante su adolescencia. Para entonces, empezó a usar sacos de paño y terciopelo, plumas, a dejarse el cabello largo y aprender idiomas, con la única intención de hacerse incluso más insólito. “Necesitaba la diferencia como otros necesitan el agua” escribiría. De hecho, George Bernard Shaw llegaría a decir que Wilde estaba por completo convencido que no pertenecía a ningún lado y que eso era una forma de entender su identidad. “No debe olvidarse que, a pesar de que por cultura Wilde era un ciudadano de todas las capitales civilizadas, de raíz era un irlandés muy irlandés y, como tal, un extranjero en todas partes menos en Irlanda” escribió Saw en una de las numerosas notas con que recordaría al escritor y que se incluyen en el libro de Colm Tóibín De profundis y otros escritos de la cárcel. Wilde nunca se sintió a gusto en ninguna parte. Pero en realidad, tampoco deseaba estarlo, tampoco quería pertenecer a “ningún grupo, porque el pensamiento afín es el primer paso hacia el aburrimiento” escribió a su madre en tono provocador. Speranza le respondió con enorme entusiasmo. “Ser parte de algo más, equivale a perder lo que te hace mirarte en el espejo y reconocer que hay algo en ti que nadie podrá entender”.
La condición de incomprendido y extranjero le acompañaría desde muy joven. Su hermano mayor Willie Wilde contaría después, que el futuro escritor insistía a quien quisiera escucharle, que había algo en su interior “en constante movimiento, en una transformación evidente y poco comprensible”. Ya con diez años y parte del grupo de selectos alumnos del Portora Royal School, la exclusión “mental y espiritual” le hacían sentir “que el mundo se traducía en dos percepciones, la más clara y otra, que sólo me pertenece en la oscuridad”. El ánimo sombrío que parecía inspirarle la escuela, se incrementó con la muerte de murió su hermana Isola, que le inspiró el poema Requiescat y le hizo soñar con “lagunas y mares de preciosa oscuridad brillante”. Por extraño que parezca, el máximo abanderado de la osadía y una radiante personalidad años después, tenía momentos de angustia y dolor que “no podía explicar del todo”, pero que después, le abrumaron y le desconcertaron por completo. Sobre todo en Enniskillen, rodeado de castillos medievales y construcciones de piedra de aspecto sombrío. “¿A dónde se ha ido la belleza del mundo” escribió unos días antes de abandonar el colegio para viajar a Dublín y comenzar a estudiar literatura “tal y como había soñado desde el día de su mi nacimiento” escribió a Jane Wilde.
El 19 de octubre de 1871 finalmente ocupó su habitación en el Trinity College. Dublín le pareció triste, angustiosa y oscura. “Tenía la misma belleza de un hermoso cadáver mal maquillado” contaría a Willie. Y para su hermano evocaría esa primera noche en que miró a través de la ventana y se sorprendió con la fealdad de la plaza que circundaba. “Comprendí que la búsqueda del conocimiento atraviesa a veces el miedo y no sale muy bien parada” escribió a su hermano. “Las sombras de la plaza son como pequeños espectros, destinados a carecer de sentido, como toda obra de la imaginación”.
Pero en Trinity, su mente floreció: se volvió un devoto de la literatura inglesa, se volvió entusiasta de la poesía y ya para el segundo año, era amigo o al menos cercano a R. Y. Tyrell, Arthur Palmer o Edward Dowden. En el tercer año, su tutor J. P. Mahaffy le introdujo en el estudio de la literatura griega y la vida de Wilde cambió para siempre. “Todo se volvió súbitamente poderoso, como si toda mi vida de lecturas me hubiera llevado a ese momento, esas páginas, ese conocimiento”. De hecho, fue su obsesión por la vida griega lo que le permitió escribir su ya famoso trabajo sobre los poetas Griegos, que le valió la medalla medalla de oro Berkeley, el máximo reconocimiento de Trinity College a sus alumnos.
Los meses que siguieron, fueron vertiginosos para el futuro escritor. La medalla le permitió obtener una beca de 95 £ anuales, que le hizo replantearse su decisión del lugar en el que podía continuar sus estudios. De las opciones discretas que había ponderado, la beca le brindó la oportunidad de ingresar en el Magdalen College, de Oxford, en donde llegó el 17 de octubre de 1874 “con una valija de libros y otras de malas intenciones”. Cuatro años después, se había convertido en una pequeña celebridad universitaria por su capacidad para el debate, su talento para la poesía, su formidable capacidad para la conversación, pero en especial su misterioso talento para la literatura, que “disimulaba con cuidado con chistes ambiguos y juegos de palabras ingeniosos”. En Oxford se licenció con los reconocimientos más altos en estudios clásicos. En 1878, conoció a Walter Pater y John Ruskin, los dos tutores que le condujeron hacia quizás, el momento clave de su vida como escritor. “Me hablaron sobre lo estético, el valor de la belleza y tuve la sensación que durante buena parte de mi vida, había pensado en eso” escribió a Jane cuando comenzó a profundizar en la creciente filosofía del esteticismo. Para el joven escritor, decidido a crear y a dejar huella, una doctrina basada en la adoración de la belleza exquisita y absoluta, era un paso hacia lugares desconocidos que sin embargo, conocía demasiado bien.
“Ya era famoso, aunque nadie sabía mi nombre” diría Wilde de la época. De su predilección por la necesidad de crear, de crecer en una dirección por completo distinta “a la de cualquier otro”. Porque Wilde amaba ser polémico, distinto, una anomalía en mitad de una cultura que se inclinaba hacia la necesidad de lo homogéneo. En realidad, estaba convencido que lo burlón y la sátira, eran una combinación de inteligencia y un toque agridulce de simple desconcierto. “Nada es más exquisito que mis lirios azules, que mi búsqueda de sentido por lo notorio, que ese monstruo sin nombre pero de garras exquisitas que me devoran”.
A los veinte años, recibió los mayores honores que Oxford podía otorgar y decidió que había llegado el momento “que el mundo recordara su nombre, para variar”. Unos meses después, comenzaría a escribir algunos apuntes sobre la historia de un hombre de belleza indescriptible, en el que anidaba una inquietante oscuridad. “Sólo fue un sueño” diría después sobre el personaje que encarnaría su lado desconocido, poderoso y singular. Dorian Gray, aun sin nombre, acababa de nacer.