Crónicas de las hijas de Artemisia

El pétalo roto, la flor perdida, los paisajes sin nombres (parte I)

Aglaia Berlutti
10 min readJun 21, 2021

--

El día en que Georgia O’Keeffe cumplió los ochenta y seis años, despertó con un deseo “ingobernable” de pintar”. Lo comentó al periodista de The New Times que la entrevistaría después y que le preguntó de inmediato, si creía que la edad influía en su manera de ver el arte. La pintora se quedó en silencio varios minutos, diría el entrevistador, para luego extender el brazo hacia la soledad del patio abierto de casa cerca de Ghost Ranch, en el alto desierto de Nuevo México, a setenta millas al noroeste de Santa Fe, en la que vivía hacía dos décadas. “Pintar es una formidable subversión, como todo arte” diría O’Keeffe “con la salvedad que además, también te permite comprender que lo que te habita, tus obsesiones, deseos y esperanzas, se extienden como un lugar que hay que reconstruir”. O’Keeffe, que no se consideraba poética ni deseaba serlo, más tarde diría que la frase era lo más cercano a una declaración de amor que había dicho por años. “Pintar no es un obsequio o un talento. Es el sustento del lenguaje diario, uno que te aplasta y que puede transformar todo deseo en un lenguaje. Eso es tanto bueno como malo. Tan profético como origen de una condena”.

Para la pintora, la percepción sobre el arte que transforma, fue una insistente manera de entender qué ocurría a su alrededor en años especialmente confusos. De hecho, O’Keeffe se concibió como “un ente capaz de reconstruir el mundo”, una frase grandilocuente que sin embargo, en sus manos se hacía una brillante conjunción de factores. La artista pintaba como objetivo, pero además tenía un objetivo: revelar esa doble versión de la realidad de la época que le tocó vivir. De hecho, sus grandes flores de indudable apariencia erótica, fueron un reto para curadores y críticos, que no encontraron una sola definición para describir los pétalos exuberantes, los tallos gruesos de apariencia fálica y la notoria carnalidad de las hojas gruesas, vistosas y directamente, lujuriosas.

La naturaleza creada por O’Keeffe es una combinación de elementos perturbadores, de una rara belleza, pero también, una pulsión casi perversa en su búsqueda por la provocación. “El arte debe impactar, inquietar, provocar disgustos” dijo cuando en una oportunidad, un marchante se negó a aceptar una de sus pinturas por considerarla una burlona caricatura de un genital femenino. “Si el arte es incapaz de provocar e incomodar ¿cual podría ser su objetivo entonces?” comentó en una carta que despertaría suspicacias acerca de su verdadero propósito como artista y en último instancia, como creadora de un estilo que ya comenzaba a ser reconocible.

De hecho, durante buena parte de la carrera de O’Keeffe hubo un debate más o menos complejo, respeto a cómo sus pinturas se cuestionaban la moral sin necesidad de hacerlo de forma de directa. “Somos en esencia hipócritas, sólo que lleva esfuerzo reconocerlo y trabajar en ello”, escribió en la siguiente oportunidad que una de sus obras fue rechazada e incluso, motivo de una incómoda discusión sobre el sexo como motor y principio de su obra. O’Keeffe, que como Gustav Klimt casi cincuenta años antes, estaba convencida del poder de la sexualidad como motor y músculo impulsor de reflexiones sobre lo humano transmutado a lo simbólico. De modo que encontró que el rechazo a sus pinturas, era de hecho, un mensaje concreto. En especial, a medida que el escándalo y la polémica a su alrededor se hacían más incómoda.

La mayoría del público aceptaba las obras de O’Keeffe como expresiones de un tipo de belleza rudimentaria. Pero la intención al subtexto era obvia. No sólo era belleza. Se trataba de una directa provocación. A medida que O’Keeffe tuvo que enfrentar diversos niveles de censura, estigma y por último menosprecio por la solidez de diálogo con la sensualidad, la libertad y la controversia, la percepción acerca de los motivos de la pintora para escandalizar se hicieron menos obvios y más relacionados con una profunda mirada a la condición humana. Sus vegetación bulbosa, formidable, robusta, tenía un regusto directamente relacionado con un tipo de belleza incómoda. “Una vagina puede ser una metáfora del nacimiento, pero la flor engloba una cosa y la otra. Te hace pensar en por qué te causa molestia o malestar esa posible connotación sobre el cuerpo vivo, el cuerpo devorador, el cuerpo en la búsqueda de un anhelo concreto”.

Sin duda, O’Keeffe sabía que había encontrado una forma de elaborar un discurso duro e incómodo, bajo el sustrato de un diálogo acerca de la identidad colectiva. El sexo como motivo de narración de cierta idea sobre la fecundidad intelectual, pero en especial, de la forma en que la pintora reconstruyó la percepción sobre lo carnal para jugar con una metáfora más amplia. Al principio, pareció incidental pero después, fue obvio que las gigantescas flores que llenaban el plano, sus detalles vibrantes y de una vitalidad casi obscena creaban una condición sobre algo más misterioso que sólo dirigir la atención hacia lo obvio.

La primera vez que un periodista insistió en que sus pinturas tenían más de pornográficas que de artísticas, O’Keeffe no respondió de inmediato. De hecho, permitió la discusión sobre hasta qué punto la capacidad de proyectar y perfilar la perspectiva sobre la vida sobre la connotación de lo que consideramos era necesario, antes de dar una opinión. Y fue una muy simple: “la carnalidad es un tabú no superado, que todavía provoca incomodidad y que de hecho, forma parte de una serie de elementos no demasiado evidentes, sobre cómo juzgamos el cuerpo, el amor y lo inquietante” comentó.

No obstante, O’Keeffe nunca pareció en realidad demasiado interesada en la percepción de su obra como sujeto de debate, sino más bien, como una elaborada condición sobre lo humano. A los ochenta y seis años, seguía pintando flores majestuosas, notoriamente sexuales, pero cada vez más cercanas a la delicadeza de lo erótico en lugar de lo poderoso de la lujuria. ¿A qué se debe el cambio? preguntó el periodista, asombrado por los bocetos que la pintora le mostró, rebosantes de pistilos como pezones, que brotaban de tallos amplios con el aspecto de una vagina rudimentaria. “Quizás, al hecho que he comprendido que el deseo es poderoso y que ese poder, debería ser mostrado en todo su raro esplendor”.

La Dama silenciosa, la tierra árida y el poema sin nombre

Georgia O’Keeffe siempre vestía de blanco. Al menos durante las últimas cuatro décadas de su vida. Una obsesión que llegó a sorprender por su rigurosidad en una mujer que no tenía grandes hábitos ni tampoco, tenía una necesidad imperiosa de demostrar a través de su comportamiento lo que podía mostrar a través de sus pinturas. Terrie Newsom, la mujer que la cuidó cuando durante su vejez, solía contar que el ritual de la ropa que vestiría O’Keeffe a diario, comenzaba antes del amanecer. La pintora escogía una chaqueta, falda y zapatos, siempre en el mismo orden y con la misma atención. No utilizaba accesorios, tampoco nada que pudiera romper el orden que implicaba esa estampa nívea y radiante. De vez en cuando, la combinación cambiaba a negro, pero bajo la misma disciplina estética. En esa oportunidad, se echaba sobre los hombros una manta de lana gris, que le permitía evitar el viento fuerte del rancho y que le protegía del frío seco que corría desde el amanecer hasta el anochecer.

Para O’Keeffe, el ritual tenía su importancia. Como también, el que llevaba a cabo con los pinceles, lienzos y el método que utilizaba al pintar. Se trata de cierto orden en medio del caos, que se sostenía además de la intención de la pintura de transformar el acto de pintar en una profunda necesidad en un ritual profundo. Había algo sin duda mágico, enigmático en la forma en que comenzaba a crear. Romper en trozos cuadrados el carboncillo, mezclar los colores y entonces, dejar caer la mano, siempre la derecha, para esbozar el primer pétalo. Siempre un pétalo. “Toda obra de arte parte de un enigma, no hay ninguna sencilla. Te haces una pregunta y la respondes a través del arte. O creas una versión de esa pregunta, que se responda a través de lo artístico, que no siempre puede o debe coincidir”.

Parte de ese ritual matutino, diario y profundo, fue fotografiado por Alfred Stieglitz en uno de sus famosos retratos múltiples en los que O’Keeffe tiene un aspecto remoto, profundo y sabio. El rostro inmaculado, una fuerza real a través de la expresión, las arrugas de la piel que le otorgaban una cierta belleza melancólica. “Nunca he creído que soy bella, sino poderosa, que es algo mucho mejor” escribió una vez a Stieglitz a propósito de la intención del fotógrafo de retratarla. Terminó por aceptar, no sólo por la insistencia del artista sino por el hecho que tenía la necesidad de ver y comprender, qué había ocurrido “con la historia de su rostro una vez que dejó de mirarla”. La experiencia fue personal, íntima y “levemente violenta” pero dio mostró a O’Keeffe una parte de sí misma que la asombró por su delicadeza, ternura y en especial “su dolorosa sinceridad”.

En una de las imágenes, en la que aparece con la mano sobre el rostro, sintió que el fotógrafo había captado un momento irrepetible en su vida. “Acababa de pintar un pétalo. Uno que tenía más carne voluptuosa que de delicadeza exquisita. Lo pinté y usé los dedos para crear una conexión completa y profunda con con el lienzo, con la vida que palpitaba al fondo, con el hecho que estaba viva para mostrar algo sobre mí que no había dicho a nadie antes”. En la imagen de Stieglitz, O’Keeffe mira a la cámara y contempla con un único ojo oscuro y concentrado el mundo. “Al principio fue la necesidad y después llegó el arte” escribió ese día al fotógrafo.

Con el transcurrir de las décadas y en especial, a partir de su personal aislamiento, O’Keeffe logró encontrar que ese punto intermedio entre la creación y un debate íntimo de profundo significado. Una de sus pinturas que forman el tríptico Light Coming on the Plains (1917) es una acuarela gigantesca que sugiere un espacio oscuro bajo una bóveda celeste. Más allá, un rayo blanco, delgado y sin forma definida parece sugerir el horizonte. Es la misma visión de la naturaleza de sus obras más conocidas, pero en este caso, la grandeza, el misterio y lo voluptuoso tiene más relación con la grandeza y la belleza sugerida. La obra es enorme, tiene una delicadísima ternura y también una mirada meditada hacia el vacío.

“Como un útero que ya no puede dar vida, pero que existe para recordar el poder que tuvo” escribió después acerca de una de sus pinturas más debatidas y que según la pintora, representó mejor un tránsito profundo entre su arte y algo más sensorial: la búsqueda de un propósito. De hecho, cuando la pintora trabajo en el tríptico vivía al norte de Texas, en una radiante y extraordinaria desolación que observó cada día a través de una ventana de la escuela en la que impartía clases de arte. “Ese era mi país”, escribió en su diario dos años después “Vientos terribles y un vacío maravilloso”.

Una larga vida a través de la luz

La vida de O’Keeffe siempre vivió en estrecha relación con la naturaleza. Nació al sur de Wisconsin y durante buena parte de su infancia, vivió en una norteamérica silenciosa y desolada, en medio de grandes cultivos de trigo. Sus primeros bocetos fueron de largos valles silenciosos, cielos azules interminables y la figura humana, como una pequeña versión extravagante de algo inexplorado. Era la segunda hija de siete hermanos, lo que le permitió además, disfrutar de esa cualidad de formar parte de algo más grande, que después exploraría de manera cuidadosa en sus obras de arte más importantes. Para O’Keeffe el concepto de lo divino estaba vinculado a la grandeza sin nombre, gigantesca y primordial.

Un hilo que le vinculaba a las plantaciones que le rodeaban durante la primera infancia y que siempre le desconcertaron por su cualidad interminable. “En mi mente, pintar es un recorrido por lo desconocido, no acaba con la última pincelada y sin duda, no empieza con la primera”. La curiosa mirada sobre el tiempo y la belleza se entrecruzaba en algo más poderoso. A pesar de ser una familia numerosa, no era especialmente unida, de modo que en la enorme casa en la que residían, siempre había silencio. La sensación que la presencia humana estaba allí, que era parte de un todo y una configuración de la identidad que se disolvía en cierta distancia inevitable. Con todo todo, O’Keeffe insistiría que sus recuerdos eran agradables justo por esa soledad y desarraigo. Había algo que abría espacio y tiempo a su mirada sobre la realidad. “Mi primer boceto real, fue el del campo que se abría en dos. A la derecha y la izquierda. El sol que se elevaba. Todo podía pertenecer a lo que veía a través de la ventana o quizás, a ninguna parte y eso era lo realmente hermoso.”

No obstante, los crudos inviernos del estado — que terminaron provocando una severa pulmonía a O’Keeffe — provocó que la familia se mudara en 1902 a Williamsburg, Virginia. “La paz terminó con una apuesta de sol. La dibujé, mientras el coche de mi padre se alejaba de la vieja casa. Tuve nauseas, mareos y miedo. Pedí que papá se detuviera y lo hizo” contó O’Keeffe años después. Se quedó en pie, en mitad de la ruta y siempre aseguraría que fue en ese momento, que comprendió que su vida estaría relacionada antes o después con el arte. “El viento corría y elevaba con fuerza hilos de polvo. La fachada de la casa era una boca muerta, nadie la habitaba ya y la puerta se había quedado abierta. Nadie le interesaba — o temía — dejarla abierta. ¿Qué podían robar en un casa en mitad de la nada? ¿quién podía hacerlo?” Para O’Keeffe la noción sobre la soledad, el desarraigo y una cierta belleza aciaga, se conjuraron en esa imagen de despedida. No la dibujaría nunca — “no al menos, en una pintura que lo captara” dijo — pero lo plasmó en cada espacio de su amplia obra. Los paisajes delineados con pulso firme, las largas horas de contemplación, las caminatas a través de los espacios que se abrían en varias direcciones a la vez, inspiraron a la pintora para una búsqueda interior que comenzaba en algún lugar profundo de su alma. “No soy nadie a mitad del mundo. La permanencia es una cuestión sobre el bien y el mal, sobre todas las cosas que se sostienen sobre los lenguajes perennes” escribiría después, para describir el motivo por el cual pintaba. “Lo que comienza en el silencio, usualmente acaba en él”.

--

--

Aglaia Berlutti

Bruja por nacimiento. Escritora por obsesión. Fotógrafa por pasión. Desobediente por afición. Escribo en @Hipertextual @ElEstimulo @ElNacionalweb @PopconCine