Crónicas de las hijas de Artemisia

El pétalo roto, la flor perdida, los paisajes sin nombres (parte II)

Aglaia Berlutti
10 min readJun 22, 2021

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Georgia O’Keeffe abandonó Wisconsin, llevándose a cambio el propósito de pintar. Incluso en la vejez, recordaría el último día en la granja que la vio crecer. La fachada de la casa vacía, el cielo enorme que se alzaba en una cúpula radiante, la tierra fértil cubierta de trigo que se mecía con el viento. Era una niña por entonces, apenas diez años. Pero recordaría para siempre, esa única imagen del desarraigo, de la soledad, de los lugares poblados por la nada, por las palabras rotas, por los dolores agudos de un espacio anónimo en su interior. “Dolía como duelen las heridas viejas, las que no curan del todo, las que se llevan escondidas, las que se vendan en los días fríos y se protegen en los de más calor” escribiría después. “Ese último día en Wisconsin supe que deseaba pintar, que quería hacerlo, que necesitaba hacerlo, aunque no había una palabra para ese impulso, ni tampoco un espacio en el cual pudiera encajar lo que temo y lo que busco, todas las cosas que se sostienen sobre lo que creo puede existir y lo que sin duda, puede sostener un recorrido hacia el motivo por el cual deseamos expresarnos”.

Porque sin duda, la futura pintora deseaba hacerlo. Aunque, por supuesto, siendo una niña pequeña, no tenía mucha idea sobre cuál era la procedencia o hacía dónde le conducía ese impulso creativo. Sus padres, tampoco eran en especial pacientes para tratar de entender el esquivo, extraño y en ocasiones inexplicable carácter de la niña. Luego de entrar al Instituto Episcopal de Chatham — Chatham Hall, en la actualidad —la presión sobre el comportamiento de Georgia O’Keeffe aumentó, pero en especial, se hizo más complicada la manera de entender el por qué de su natural rebeldía. “Muchas veces he pensado, que llamar desobediencia a la búsqueda de libertad, es perfectamente injusto” diría años después.

La niña acostumbrada a correr por los campos, a pasar horas enteras dedicada al dibujo, que nunca había recibido una orden en su vida, pasó a formar parte de un rígido sistema escolar que durante los primeros días, la abrumó y al que luego se enfrentó. “Salía a dar largos paseos por el bosque, lo cual no estaba permitido. No leía mi lección de francés en voz alta tres veces, como nos dijeron que hiciéramos, y en clase, cuando el profesor me preguntaba si lo había hecho, decía que no, que no tenía tiempo para eso. Siempre tuve suficientes deméritos para ser expulsado si obtenía uno más. Y nunca aprendí a deletrear. Mi amiga Doris Bry dice ahora que arruiné su ortografía porque escribí mal con tanta confianza” contó al periódico New Yorker siendo ya una octogenaria. Para la artista, la mera necesidad de entender qué ocurría en su vida en medio de cambios y transformaciones, se volvió una necesidad desesperada. Volvió al bosque, a los árboles, a los grandes espacios. A los silencios perennes. “Y dibujé flores, flores enormes y monumentales que no existían, que no eran reales, pero que en mi mente eran el centro de todos mis pensamientos. Comencé a crear desde la fertilidad”.

De hecho, para cumplió catorce años, Georgia sabía que su objetivo a futuro, era pintar. No sólo ser artista o mucho menos, intentar un vinculo con ideas más complicadas, elaboradas y consistentes con el mundo de arte, antes de escoger una manera de expresarse. No lo encontró. “Pintaba incluso antes de saber que lo hacía, en mi mente, en las hojas que llenaba de garabatos que al final se unían en algo más grande y más voluptuoso, potente e incluso, inquietante. Había miedo y asombro en todo lo que pintaba. Fueron los primeros años de autodescubrimiento sexual, de búsqueda de objetivo personal, de deslastrarse de la constante sensación que su vida avanzaba a ciegas en un camino oscuro. Escribía y creaba a solas, sin supervisión alguna. Flores enormes, pétalos solitarios, árboles monstruosos que abrían ramas misteriosas en paisajes desolados. “Imaginaba a toda hora un viento que no estaba allí, que golpeaba mi rostro, que me sostenía en una especie de silencio en el que podía solo dibujar hasta el cansancio. Por esa época (alrededor de 1905), que una mujer deseara pintar no era una opción. Pero en mi caso, no lo decidí. Ocurrió. Lo que me habitaba, la vitalidad que me sostenía, se manifestó como una infinita naturaleza monstruosa, enorme y peligrosa”.

O’Keeffe nunca tuvo dudas de lo que deseaba hacer. No las tuvo incluso, cuando tras lograr graduarse en Chatham — “con muchos problemas” — logró ser aceptada en el exclusivo Instituto de Arte de Chicago. La futura pintora llevó a la prueba de admisión una colección interminable de hojas, brotes, flores, ramas abiertas. Los tres examinadores miraron el apresurado y poco prolijo portafolio con cierta sorpresa. “¿Todo su trabajo tiene relación con el ámbito sensual?” preguntó una de las profesoras. Ella no supo qué responder de inmediato. Trató de explicar que su exploración sobre la flora de la región y sus recuerdos de Wisconsin eran bocetos sensoriales. “¿Se trata de flores?” preguntó entonces otro de los jurados.

La pintora recordaría después, que la confusión la sumió en una serie de pensamientos inquietantes sobre la belleza y su significado. Después de todo, era una chica virgen que jamás había profundizado en nada semejante a su sexualidad. Pero aun así, sus enormes flores de pétalos que se abrían con delicadeza, los tallos rígidos, las jugosas hojas levemente rizadas como vello púbico, tenía una carga de erotismo propia. “Aprendí que ver, expresar y tantear la realidad a través del arte, tiene su propio ritmo, pero más allá de eso, tiene también su propia cualidad de ser y presentar lo que somos a través de expresiones que nos transforman”. Pero por entonces, la adolescente que tenía en sus rodillas un cuaderno de dibujo repleto de extrañisimas versiones sobre su entorno, sólo llegó a mirar lo artístico y lo estético como algo más que una breve expresión de su manera de mirar el mundo. “Era artista y jamás lo supe. Pero al saberlo, nada cambió sino que se entrelazó con algo más cuidadoso”.

Con todo, a O’Keeffe le llevó algún tiempo comenzar su tránsito por el mundo del arte. En 1906 se contagió de fiebre tifoidea. La larga recuperación se extendió a casi seis meses y de hecho, para invierno de ese mismo año, tuvo una recaída. Por extraño que parezca, la futura pintora no se preocupó ni tuvo urgencia ninguna en comenzar su largo tránsito hacia una carrera en el arte. “El malestar me hizo dibujar con más deseos de crear que de temer” dijo. Y en especial, le hizo comenzar a pensar que todo lo que dibujaba no era obra de la casualidad, tampoco del azar, mucho menos del impulso. “Estaba creando una obra limpia, simple pero poderosa. No era nada elemental tampoco, con la profundidad que tendría después. Pero me pregunté si mi búsqueda de un sentido a la soledad y al silencio que creía indispensable para crear, era también parte de cada paisaje, de cada flor, de cada árbol”. Lo era, como descubriría más adelante. En los momentos más duros de la recuperación, la jovencísima Georgia O’Keeffe creó miradas atónitas sobre imposibles. El cielo rojo que fluctuaba sobre amaneceres dorados, las líneas del horizonte que se extendían de un lado a otro, como para marcar el paso del tiempo. “No supe cuanto empeño ponía a pintar hasta que no tuve otra cosa que hacer”.

La búsqueda del sentido, el objeto del deseo, la flor muerta

Finalmente, en 1907 O’Keeffe se recuperó del todo y tomó una decisión que cambiaría su vida para siempre. Se anotó en varios de los cursos de arte del Art Students League, en Nueva York y comenzó lo que la misma artista llamaría después, “su etapa más viva”. Atrás quedaban las dudas y las preguntas. O’Keeffe comenzó a pintar a la naturaleza a través de la sensación que había un anuncio gigantesco de una puerta abierta en su interior. No se trataba solo de bocetos, sino también de una estructura que creaba y sostenía la versión sobre su propia sensualidad, aprecio por la vida y poder sobre su obra que descubriría más tarde, era el punto más importante de su vida.

Las flores se hicieron enormes, monstruosos. Perdieron todo el sentido del vínculo que les unía a la realidad. “Podía pasar noches enteras dedicadas al dibujo. El brazo que se alzaba sobre el papel, que crecía, se hacía pleno. Después bajaba, se sostenía como una forma viva. Porque de hecho en el papel, estaba vivo”. Comenzó a pintar bodegones y naturalezas muertas con un aire erótico que sorprendían y conmovían, pero también incomodaban al resto de los alumnos y los profesores. Para Georgia, cuya ambigüedad sexual ya era conocida en el instinto, los frutos abiertos, plenos, delicados, no eran en absoluto representaciones inocentes. En realidad, eran tan provocadores para provocar discusiones y enfrentamientos. Pero la artista estaba lejos de querer escandalizar por la mera necesidad de hacerlo. De hecho, estaba profundamente conmocionada por el efecto que su obra tenía sobre otros. “Había poder en mis dibujos pero también había un diálogo. Uno certero, profundo y necesario que no sabía muy bien como comprender del todo, pero que disfrutaba por su capacidad para ser enigmático”.

Tal vez por ese motivo, ganó un premio y una beca en la escuela de verano a la que asistió al cumplir el primer año Art Students League. Por entonces, ya era una mujer que desconcertaba y que provocaba una “curiosa reacción” a todos quienes le rodeaban. Su cabello, cortado al comienzo de la enfermedad y que volvía a comenzar a crecer, era una casquete de rizos oscuros que le daba el aspecto “de un chico pequeño”. Pero tenía un rostro exquisito, extraño, limpio, un perfil pulido, la piel pálida y firme. La combinación la convirtió en la favorita de buena parte de los estudiantes: era la modelo ocasional de casi todo los que se dedicaban al retrato o solo estudiaban la figura humana. Para O’Keeffe fue toda una revelación. Comenzó a comprender el poder de la belleza física, la cualidad del poder del cuerpo para manifestarse en el arte. Pero como en realidad, su verdadera obsesión residía en la naturaleza, el descubrimiento aumentó su necesidad de crear esa misma percepción pero a través de la pintura y lo artístico. Se esforzó, creó una condición profunda sobre la connotación del poder de lo carnal como forma de arte y también, profundizó en intención dejar huella permanente en el arte.

“Y allí me topé con el primer gran obstáculo” diría muchos años después. O’Keeffe descubriría que no sólo no era un camino novedoso, sino que en realidad era más complicado de lo que había supuesto. “Empecé a darme cuenta de que mucha gente había hecho este mismo tipo de pintura antes de que yo llegara”, le contó a historiadora de arte Katharine Kuh en 1962, en una entrevista en la que habló por primera vez sobre su miedo a que no tuviera nada novedoso que decir sobre el arte. De hecho, tanta era su convicción sobre su falta de originalidad o su incapacidad para aportar algo de real valor al mundo artístico que por cuatro años, dejó de pintar. Todo ocurrió a partir de un incidente menor, simple y sin la menor importancia. “Dibujé una flor y solo era una flor. Una flor que brotaba con sus anchas hojas mal dibujadas en un esplendor burdo e infantil. No era la primera pintora que trataba de expresar las razones especiales y misteriosas del cuerpo a través de la naturaleza. Se había hecho y no pensé que pudiera hacerlo de ninguna manera mejor”.

Se trató de una crisis existencial a toda regla. Tanto, como para que abandonar el arte fuera una decisión concreta, una que asumió desde los cambios más esenciales, hasta su necesidad de construir algo que pudiera considerar suyo, a pesar de lo pequeño o innecesario que pudiera hacer. Se mudó a Chicago, comenzó a trabajar como diseñadora comercial. Fue una época prolífica, en que las inevitables flores, árboles y paisajes aparecían en su trabajo comercial como encajes y bordados para anuncios. La obsesión no le abandonaba y de hecho, comenzó a creer que la necesidad de hacerlo algo semejante (crear y construir a partir de la naturaleza imposible), era una desviación de un lenguaje más elaborado. Pero sólo, no podía dejar de hacerlo. Por entonces, O’Keeffe llevaba un diario pormenorizado y cuidadoso en el que anotó el dolor que le producía no poder expresar ideas consistentes o al menos, más allá de esa desbordante sensación que la naturaleza era de hecho, un espacio conciso de su mente. “Era como dibujar el mundo, recrear los campos en los que crecí en una versión nueva y viva, desigual. Llena de defectos y poca belleza. Pero viva, viva como mis deseos y la búsqueda de crear algo que sostuviera esa mirada a lo que no podía elaborar de manera sencilla”.

Le llevó casi cuatro años volver a encontrarse con la pintura. En 1912, se inscribió en la clase de arte de verano de Alon Bement en la Universidad de Virginia. Ya por entonces, Bement era famoso fue por ser el discípulo de Arthur Wesley Dow (el reputado director de la Facultad de Bellas Artes del Teachers College de la Universidad de Columbia) pero también, por su método de trabajo, que consistía en creer firmemente que la educación para y por el arte residía en el método, más que en cualquier otra cosa. Tanto discípulo como maestro, profundizaban en la idea del arte como una sucesión de aprendizaje sobre la manera de crear, sin insistir en la originalidad, sino en la personalidad de lo que construía. La misma O’Keeffe admitiría después de estudiar la obra de Dow, que el educador podía crear la necesidad de pintar, incluso sin que hubiese un propósito real. “Este hombre tenía una idea dominante: llenar un espacio de una manera hermosa”, explicaría años después. Bement logró liberar a O’Keeffe de los confines abrumadores de la teoría académica y le brindó la oportunidad de crear con absoluta libertad. O’Keeffe regresó en tres oportunidades al curso de Bement y finalmente,en 1914, fue Nueva York para estudiar con Dow.

Fue entonces cuando la verdadera O’Keeffe comenzó a crear desde la perspectiva de su trabajo y su versión del poder. “Las flores regresaron, más poderosas, brillantes y extrañas que nunca” contó en su peculiar diario sin fecha. De hecho, la serie Light Coming on the Plains” comenzó a gestarse en la nueva libertad de crear sin restricción alguna. Entonces, la cúpula gigantesca, brillante y radiante repleta de estrellas que narraba una historia, comenzó a delinearse. No estaría completa hasta años después, pero poder dibujarla, le permitió a O’Keeffe conferir importancia a su trabajo. “La luz comenzaría a aparecer, luego desaparecería y habría una especie de efecto de halo, y luego volvería a aparecer. La luz iba y venía durante bastante tiempo antes de que finalmente llegara” contó O’Keeffe a su diario lleno de bocetos y fragmentos de anotaciones. “La luz llegó y se convirtió en una promesa. Como volver a nacer a través de la pintura”.

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Aglaia Berlutti

Bruja por nacimiento. Escritora por obsesión. Fotógrafa por pasión. Desobediente por afición. Escribo en @Hipertextual @ElEstimulo @ElNacionalweb @PopconCine