Crónicas de las hijas de Afrodita:
La extraña hija de las sombras. (Parte II)
(Puedes leer la Parte I aquí)
Una revoltosa con causa.
Louise Brooks jamás soñó con ser famosa, aunque más de una vez reconoció que uno de sus primeros pensamientos siendo ya una niña de diez años, era escapar de su natal Cherryvale, el diminuto pueblo del Medio Oeste norteamericano en el que nació el 14 de noviembre de 1906. Ella misma admitiría que era mentalmente “inquieta” a una edad muy temprana y que incluso antes de llegar a la adolescencia, ya esperaba y aspiraba abandonar la localidad que la vio nacer en busca “de al menos, un naufragio”. Lo que casi nunca llegó a admitir — pero después confesó a varios de sus amigos más cercanos — es que esa urgencia por escapar del mundo en que nació, tenía un motivo. A los nueve había sido violada por un obrero que de vez en cuando se ocupaba de hacer algunas reparaciones familiares y el suceso, “la había destrozado por completo”. Todavía era muy pequeña para entender la magnitud del trauma, para comprender sus futuros alcances, pero si supo algo concreto. “A diferencia de mucha gente, supe con exactitud el día en que dejé de ser una niña”.
Pero la precocidad de Louise, no sólo tenía relación con la traumática experiencia que vivió aun muy joven. Provenía de un hogar culto, en que su padre — un abogado de considerable reputación — tenía una especial afición por la lectura que la futura actriz había heredado. Su madre, una concertista de piano, consideraba a su hija una adulta desde que pudo caminar y le brindó un tipo de educación liberal que incluyó desde asistir a conciertos de madrugada, probar bebidas alcohólicas antes de alcanzar la adolescencia e incluso, llevar a la Louise de doce años a debates literarios entre círculos selectos de intelectuales provincianos, en los que la niña se maravillaba por la complejidad de sus planteamientos y elucubraciones sobre la forma de pensar del mundo que se extendía más allá de las casas del pueblo. “Después descubriría que eran maestros de escuelas desocupados que hablaban de libros para no morir de tedio” se burlaría la Louise adulta “pero estuvo bien para empezar.
No obstante, también era su madre el centro de una serie de conflictos que más tarde, llevarían a Louise a una temprana autodestrucción. Aunque de ella había heredado el gusto artístico, posiblemente el talento histriónico y su innegable talento para el baile y la danza, también era el centro de la densa oscuridad interior que en plena adultez, truncaría su carrera cinematográfica. Fue su madre la que ignoró las consecuencias de la agresión sexual que sufrió — Myra Brooks llegó a decir que quizás, había sido “culpa de Louise”, a pesar que apenas tenía 9 años cuando ocurrió — y también, de la profunda incapacidad de la actriz para asumir su peso intelectual. “Soy una paleta con un poco de barniz dorado” escribió a su hermano, único miembro de la familia con que se permitía confidencias. Mucho años después, reconocería que la ruptura emocional con su madre, era de alguna forma, el punto oscuro que la hacia gravitar sobre el abismo, a la manera atractiva y peligrosa que la hizo famosa. “Mamá tenía el mismo instinto maternal que un caimán”, escribió ya convertida en un rostro reconocido en Hollywood “Pero gracias a ella, sé lidiar con las bestias”.
También fue Mayra la que tomó la decisión de asegurarse que el evidente talento de su hija rindiera frutos. A los diez, Louise sufría de depresiones y terrores, pasaba las noches en vela y comenzó a beber Ginebra, hasta caer ebria. Para su madre eran “muestras de carácter”, de modo que buscó para ella los mejores profesores de música y danza, además de asegurarle que le permitiría tomar “todas las decisiones” que Louise considerara necesarias para salir “adelante”. A los trece, la futura actriz ya escribía en un cuaderno privado sobre sus aspiraciones de fama — “de cualquier índole, por cualquier motivo” — y a los quince, deslumbró a un grupo de bailarines, invitados por Mayra para demostrar las dotes de su hija. Louise no sólo podía bailar, sino que además, lo hacía de una forma insólita: saltaba, se sacudía y seguía pasos y ritmos propios, que para entonces parecían “impúdicos y vulgares”, pero que después le harían famosa casi de forma instantánea. “Sabía que bailar esa noche había sido importante, aunque no sabía el cómo ni la forma en que lo sería en el futuro” escribió.
No tardó demasiado en comprender la importancia de su intrépida manera de afrontar el mundo artístico. Unos meses más tarde, la escuela de danza más famosa de la época, la Denishawn, llevó audiciones especiales y una de las instructoras de Louise la invitó a participar. Al principio, la jovencísima aspirante a estrella no sabía si con quince años, podría competir con bailarinas que llevaban más de la mitad de su vida en prácticas y que además, le doblaban la edad. De nuevo, la proverbial y cruel Mayra, tuvo la última palabra. “No tienes que triunfar y quizás no lo hagas. Al menos tienes que intentarlo” contó Louise años después. “Decidí ser una revoltosa con causa” escribiría a su hermano, años después.
La búsqueda de la identidad, las piezas sueltas, el estrellato.
Fundada en 1915 por Ruth St. Denis y Ted Shawn en Los Ángeles, California, la escuela de danza Denishawn tenía un alto estándar de exigencia, pero también, una característica de las que carecían sus gemelas en ciudades como Nueva York o Chicago. “Una bailarina solo necesita talento, para formar parte de nuestra compañía” declaró St. Denis a Vogue, unos años después. Se refería claro, a las interminables exigencias de admisión que otras escuelas consideraban imprescindibles y que la Denishawn había decidido pasar por alto. Para los creadores, la búsqueda del talento era un recorrido complicado, duro pero satisfactorio. Para 1920, la compañía había ayudado a perfeccionar a talentos de baile por todo EEUU, sin pedir otra cosa a cambio que un firme compromiso “de brillar y de ser extraordinario”.
Y Louise lo tenía, sin duda. No sólo audicionó — y se convirtió en la persona más joven en hacerlo — sino que acabó embarcándose en un viaje improvisado a Nueva York, a espaldas de su familia. Era una chica menuda, con más ambición que dinero en los bolsillos, pero decidida a triunfar a pesar del miedo que le acompañaba a todas partes. “Las pesadillas son constantes, pero despierto y estoy en pleno trayecto a Nueva York, nada es más importante” escribió a su hermano. Mayra le exigió volver, la familia de su padre envió emisarios en su búsqueda pero Louise tenía una voluntad férrea que empleó en esconderse lo mejor que pudo hasta el momento crucial. El mismo día en que cumplía 16 años, Louise aun con una larga caballera oscura, bailó junto a Martha Graham, una de las bailarinas y coreógrafas más relevante del siglo pasado. No sólo deslumbró a Graham sino a la reducida audiencia de asiduos a la sede neoyorquina de la compañía. Para cuando terminó de bailar, hubo un minuto de silencio y después, más de diez de aplausos. Louise se inclinó, saludó y sonrió. “Recordé que Mayra solía insistir en que ser feliz era un pecado. Y este sería el mío” dijo después a su amiga Barbara Bennet.
Esa también fue la noche en que nació su icónico peinado, aunque por supuesto, Louise no lo hizo con la expresa intención de pasar a la historia por una impronta pop aun se recuerda. Más tarde, cuando le preguntaron de dónde provenía la idea del casquete de cabello con puntas en la barbilla y flequillo simétrico, contó que su primera noche como bailarina profesional, descubrió lo complicado que resultaba mantener su cabello peinado, o al menos, con un aspecto agradable. “De modo que lo corté” diría después. “Muy corto, agradable. Como un muchacho malcriado”. Según Thomas Gladyszm, en su interesante libro Beggars of Life: A Companion to the 1928, Louise solía contar que le hacía gracia el realce y la importancia que muchas revistas de moda, fotógrafos e incluso, productores y directores, brindaban a su cabello. “Sólo lo corté porque ya no era parte de mí”. Como otras tantas cosas, el mito alrededor de la actriz, parece ser una curiosa combinación entre la improvisación, una rara ironía, pero en especial su fino instinto por comprender el mundo como una serie de pequeñas casualidades que podían desembocar en algo mucho más valioso.
El peinado la hizo famosa en la compañía, en la que su aspecto andrógino y frágil, causaba sensación. La propia Graham la incluyó en varias obras distintas de considerable envergadura y para cuando cumplió los 17 años, ya era una de las figuras principales. Pero no se trataba solo de su aspecto poco común — en una época de rubias exquisitas, la belleza morena de Louise destacaba de forma especial — sino también, de su ambición. Una deslumbrante y a menudo peligrosa. Louise bebía, cometía excesos con algunas drogas, tenía amantes que le triplicaban la edad, pero también leía más que nunca, acudía cada noche a obras de teatro y disfrutaba de una vida social y cultural que acentuó su feroz precocidad. Su fama de libertina, incontrolable, independiente — “poderosa”, la llamaría Graham — se convirtió en su principal punto fuerte. Uno que además, sostenía su extraordinaria capacidad para aprender, crear y cosechar un estilo propio. Si algo distinguía a Louise, era su inconfundible personalidad. “Soy distinta, en todo lo malo y bueno que eso pueda significar”.
Para su momento de mayor triunfo en Denishawn, Louise ya era amiga muy cercana de Barbara Bennet, hermana de las actrices Constance y Joan. Louise se convirtió en una habitual en el lujosísimo departamento de la familia en Park Avenue y poco después, en el círculo de amigos de las acaudalas jóvenes. Era insolente, brillante. Tenía un corrosivo sentido del humor, capaz de hablar de en dos idiomas — sin que nadie supiera cómo, había aprendido el francés durante su estancia en Nueva York — y sin duda, era un espíritu radiante que seducía a todos los que conocía. Barbara contaría después que con dieciocho años, Louise no era precisamente “bella, sino algo más importante”. Una frase que se repetiría a lo largo de la vida de la actriz.
Lo que nadie sospechaba, era que la sofisticada, feliz y culta Louise, tenía que esforzarse para mantener su imagen, pero en especial, para ser la mujer extraordinaria que todos comenzaban a aspirar. Como no tenía dinero para costearse algo más que la comida — Mayra le enviaba apenas unos cuantos dólares — decidió aprender a través de una especie de red de cómplices, que aun ahora, resulta sorprendente por su complejidad y lo que indica sobre la decisión de Louise por hacerse famosa, lo que sea que la fama pudiera significar. Más tarde, contaría que recibió clases de dicción del encargado de una farmacia, que le hacia leer en voz alta los grandes clásicos hasta que perdió el acento “rural” que llevaba como un lastre. Aprendió modales de las Bennet, de sus camareros y empleados domésticos. Iba a las grandes tiendas de la ciudad para familiarizarse con lo último de la moda, se colaba en librerías para leer a escondidas y también en los cines, para disfrutar de su gran pasión a solas. Louise se construyó a sí misma con una laboriosidad asombrosa, con una dedicación que tenía mucho de obsesión y al final, al cumplir los veinte años, consiguió el título de prima ballerina en Denishawn, el máximo título que la institución ofrecía. Para entonces, era una mujer de una belleza espléndida, con modales, contactos y culta. Y llena de una rara codicia por el éxito que ella llamaba “una parte de oscuridad”.
“Estoy lista para el estrellato” escribió a su madre. No recibió respuesta.