Crónicas de la Nerd entusiasta.

El bien y el mal moderno a través del teorema de Watchmen. (Parte II)

Aglaia Berlutti
7 min readJun 9, 2020

(Puedes leer la parte I aquí)

No es casual, que la serie Watchmen haya escogido el racismo para plantear un escenario alternativo de violencia realista, además de elaborar una versión sobre la realidad profundamente dura. Como cicatriz cultural que es, la discriminación histórica en EEUU es parte de una connotación sobre lo social, que se asume como caja de resonancia sobre el sufrimiento del hombre americano afrodescendiente como parte de una concepción más amplia acerca la pérdida de un hilo conductor a un pasado en común. Un testimonio abrumador sobre la tentativa cultural de elaborar una hipótesis que englobe a la raza — y las nociones que convergen sobre ella — como líneas inquietantes sobre quienes somos o cómo concebimos lo que nos define.

¿Qué mejor villano para una serie que medita sobre la caída en desgracia de lo ético y lo moral, que la concepción sobre la discriminación que gravita sobre la cultura estadounidense? ¿Qué monstruo podría ser más emblemático de lo contemporáneo que el reflejo de la oscuridad social del poder? No se trata de un fenómeno único y desconocido: Los monstruos han despertado asombro, fascinación e incluso amor durante buena parte de la historia y con frecuencia, nacen de las pulsiones, secretos y perversiones de la época que simbolizan. Durante el medioevo se hablaba sobre la “tentación de los demonios” para expresar la satisfacción casi erótica que provocaba la mención del demonio en hombres y mujeres. Se insistía en posesiones, en algo más parecido a la perdida de la moral, pero la explicación al éxtasis en supuestos aquelarres y a la devoción por figuras malditas y malvadas, tenía un origen mucho más complejo. De la misma manera que pueblos enteros de Europa del Este celebraban ritos para conmemorar la memoria del Vampiro y pagar tributo a su poder mortífero, el Diablo medieval se convirtió en una forma de representar, expiar e incluso justificar la violencia. Y ese instinto devastador, extrañamente sexual resulta casi paralelo al de nuestra cultura, asombrada por los asesinos seriales, los villanos pero sobre todo por la maldad humana. Ese elemento incomprensible y la mayoría de las veces desconcertante. Porque el mal existe y casi siempre es humano. Porque la era de la Ilustración enseñó al hombre que su delirios y dolores provienen de su espíritu más que de cualquier límite sobrenatural, por lo que los monstruos dejaron de tener el rostro de criaturas fabulosas y comenzaron a parecerse más al del hombre corriente. Al misterio que guarda el espíritu del hombre.

Para Watchmen, el monstruo moderno es una multitud enmascarada de blanco que apunta y dispara. Y también, la reflexión más inmediata sobre la forma en que concebimos el miedo, a través de los traumas sociales que representan. Y tanto serie como novela gráfica, no sólo perciben la historia como un territorio desconocido y temible, sino como la interpretación definitiva de algo más doloroso, emblemático y al final, poderoso de lo que podría suponerse en primer lugar.

Dante escribió una vez que “todo espíritu siente una impenitente predilección por los abismos”. Algo en lo que también insistió Milton en su Paraíso Perdido, en el que miró la maldad “como un tipo de belleza insoportable”. Cual sea el motivo, la atracción y fascinación que ejerce el mal sobre la consciencia del hombre moderno — tan cínico y sin embargo, tan inocente — es mayor a la de cualquier otra época, donde la oscuridad y la luz parecían tan definidas y distintas entre sí. Para nuestra época, maravillada por la soledad y sobre todo descreída de todo dios y demonios, el mal es una deformación intelectual que subyuga, asombra y sobre todo, atrae hacia el fondo de los abismos. Una visión distorsionada de su propio rostro privado.

Quizás por ese motivo, los anti héroes modernos son casi siempre sofisticadas creaciones de la maldad. Los villanos y enemigos del bien, suelen parecer mucho más atractivos y exquisitos que la moralidad extraordinaria con que nuestra cultura concibe al heroísmo. Y Watchmen — con todo su trasfondo formidable, violento y retórico — es sin duda una de las encarnaciones más brillantes sobre el tema. Después de todo, esta sociedad semi distópica llena de héroes caídos en desgracia y con un pasado violento y una afición al mal en estado puro, representa mejor que cualquier otro el nihilismo de nuestra época. Esa mirada un poco cansina y altiva sobre la vulgaridad de esa corriente búsqueda de lo correcto y lo venial. La obra de Moore, al margen de toda convención posible, es una poderosa metáfora de la maldad que convive en el mismo centro de la ilustración.

No se trata claro, de un fenómeno reciente. Ya para finales del siglo XVIII Bram Stoker planteaba la misma visión sobre la maldad en mitad de la sofisticación con su Drácula, su esquivo vampiro eslavo que luego de siglos de medrar en las sombras de un oscuro rincón de Europa, decidió cruzar mares y valles para atacar a la radiante Londres, centro de la incipiente industrialización y el nuevo positivismo Europeo. Nada más y menos que Londres, en donde se debatía el nuevo pensamiento moderno con tanto entusiasmo como en la vecina Paris. Londres, con toda su carga simbólica y llena de incredulidad por los viejos Dioses que comenzaban a agonizar y que parecían dejar a su paso una estela de destrucción de la fe y la confianza venial en lo invisible. Y en medio de ese paisaje desolado el Conde Drácula, encarnaba el mal visceral, sexual y potente. Un tipo de horror capaz de profanar las tranquilas noches brumosas de una ciudad moderna. De romper a fuerza de colmillo y horror, la noción sobre la bondad y el poder de las ideas en las que tanto confiaba la nueva generación nacida de la Iluminación. Quizás por ese motivo, Stoker no olvidó esa noción al incluir en su equipo de asesinos de vampiros, a un joven doctor John Seward, enloquecido y adicto al láudano. Un científico brillante pero frágil. Un hijo de la ciencia que debe enfrentarse al horror.

Alan Moore hace otro tanto. Crea un grupo personaje creíbles que asombra por su capacidad para la violencia pero también por su refinamiento intelectual. Y lo hace además, enfrentándoles a un némesis impensable para esa bondad moderna encarnada en el orden de las leyes y la supuesta justicia cultural, que cada uno de los personajes de Watchmen termina por romper casi por necesidad. Con su tenebrosa concepción de la sociedad como ente autónomo que devora sus propios horrores para robustecerse, los antihéroes de Watchmen encarnan el mal y también, la posibilidad de la ruptura del orden invisible y necesario de la identidad colectiva. En una cultura en que un hombre toma las atribuciones de una deidad — la imagen de un colosal Doctor Manhattan destrozando a los adversarios de EEUU en Vietnam es de antología — hasta las ramificaciones de lo temible, que cada uno de los rostros enmascarados representa, es quizás una de las miradas más duras sobre lo que se esconden en la frontera de lo se considera real y admisible.

Su versión televisiva, fue interpretada como acusación sobre el racismo que carecía de motivos para expresar una idea concreta. Eso, a pesar de las renovadas tensiones raciales en EEUU y la percepción que la fina superficie de los prejuicios culturales estaba a punto de fragmentarse para mostrar lo temible que se ocultaba bajo su peso. Pero luego de la muerte del ciudadano afroamericano George Floyd a manos de un policía blanco, la percepción sobre la discriminación no sólo se volvió un debate general y con genuina repercusión, sino además, un peligroso punto de inflexión sobre el mal contemporáneo. Las protestas callejeras que se extendieron a lo largo y ancho de EEUU — sin una petición clara más allá del cese del racismo — dejaron claro, que el malestar por las condiciones históricas de la violencia y el prejuicio, siguen siendo el epítome moderno del temor y los monstruos sociales anónimos. Algo que Watchmen reflejó de manera directa unos meses antes.

El mal y los monstruos contemporáneos.

Claro está, el argumento de la serie está profundamente arraigado en el trauma del afroamericano común y la identidad negra, que bajo el tono de ficción de la serie, asume una extraña percepción sobre la posibilidad de ser analizado a una distancia objetiva. Se trata de líneas de poder y de enfrentamiento que se entrecruzan entre sí, bajo la imagen en apariencia inofensiva de personajes que simbolizan los diferentes estratos en que se normaliza la discriminación, un proceso de décadas que en la actualidad es más visible que nunca.

Antes que la muerte de Floyd se convirtiera en un símbolo del gravísimo problema de desigualdad en EEUU, ya Watchmen había mostrado con dureza la forma en que el racismo no sólo invade sino que cuestiona las instituciones legales y políticas del país, además de utilizar el símbolismo de una historia que medita con pesimismo sobre la identidad de un país herido por el odio, para mostrar las grietas que se extienden a través de una cultura en que la discriminación tiene un peso efectivo y real. Watchmen, que logró manejar las líneas narrativas de la historia clásica para superponer el mapa moderno de un mal escindido en lo moral, es una concepción inquietante sobre la forma en que los estadounidenses se miran a sí mismos. Esa simple aceptación de la disyuntiva de lo que consideramos “bueno” y más aún “éticamente aceptable”. Por supuesto, quizás Watchmen reabrió heridas aún muy recientes: el resentimiento contra sus análisis desató una tenaz crítica al hecho concreto que la serie reflejó una bomba de tiempo a punto de estallar.

Lo que resultó doloroso de la interpretación de Watchmen sobre la Norteamérica que lleva a cuestas las heridas del racismo, fue ese concepto frugal del mal en estado puro, una visión casi casual de esa esquiva visión de lo que produce el sufrimiento y desata los peores instintos del hombre. Probablemente su concepto sobre la moral frágil que debe sostener el peso histórico de un país, preocupa su llana franqueza. Watchmen también describe la forma como el sistema legal estadounidense socava y sabotea la posibilidad de la revelación, en la que la identidad es también una forma de justicia. Y también, apunta hacia el teorema de la verdad, en una sociedad que prefiere ocultar sus secretos como puede y de la menor manera que puede. Mientras la justicia se cubre el rostro, el temor y los monstruos del pasado y el futuro, se muestran como criaturas temibles que escapan a cualquier interpretación inmediata. Quizás su mayor logro.

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Aglaia Berlutti
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Written by Aglaia Berlutti

Bruja por nacimiento. Escritora por obsesión. Fotógrafa por pasión. Desobediente por afición. Escribo en @Hipertextual @ElEstimulo @ElNacionalweb @PopconCine

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