Crónicas de la nerd entusiasta:
La misteriosa combinación de maldad e inocencia en “BrightBurn” de David Yarovesky.
En la película Tenemos que hablar de Kevin de la directora Lynne Ramsay, se plantea la complicada cuestión del hijo malvado. Se trata de una mirada insólita sobre el vínculo maternal pero también, de una interpretación durísima sobre la forma en que el amor — la conexión espiritual y emocional entre madres e hijos — puede ocultar los peores rasgos y secretos. Para la ocasión, Ramsay reflexionó sobre el dolor, el miedo, la ira, pero también, el peso del secreto, el horror ambiguo de la amargura doméstica y algo más tenebroso relacionado directamente con el miedo y la posibilidad de la tragedia inesperada. Al final, Tenemos que hablar de Kevin es un retrato minucioso sobre la maternidad desbordada por los horrores secretos y los misterios que puede ocultar la naturaleza del hijo. De una u otra forma, la película explora la idea de la maldad esencial y cuestiona la inocencia como elemento innato de la personalidad. Kevin, (encarnado por un magnífico Ezra Miller) es la encarnación de cierto tipo de mal originario, que evade las explicaciones sencillas.
El director David Yarovesky ha tomado decisiones argumentales semejantes para Brightburn (2019), su extraña mirada sobre el superhéroe — o así insistía una mirada inicial sobre el argumento — , pero que termina siendo un eficaz recorrido por el horror de lo cotidiano, lo doméstico y algo tan inquietante que en la película carece de nombre. Usando la línea mitológica de Superman (en una clara alegoría al bien y el mal escindido moderno), Yarovesky crea una reflexión sobre la naturaleza perversa en estado puro y le agrega una percepción durísima sobre la identidad. Parece una fórmula sencilla, pero en realidad la película recorre caminos muy originales para analizar lo maligno. Brightburn usa los elementos más conocidos de la historia del niño alienígena adoptado por padres humanos pero lo transforma en una metáfora sobre las decisiones, el amor malogrado por el horror y la compresión sobre lo maligno, todo lo anterior bajo una pátina realista y rural que aumenta la eficacia del recurso. La percepción del misterio se elabora a través de una retorcida concepción de líneas paralelas a la historia original (y que Yarovesky supone reconocible), hasta crear un paisaje terrorífico inaudito. A medio camino entre la fantasía retorcida y lo temible, Brightburn” funciona a niveles distintos sobre la concepción del miedo y lo que lo produce. Y tal vez, ese es su mayor triunfo.
Por supuesto, también hay una carga considerable de humor sardónico: el guión escrito por Brian y Mark Gunn, convierte los primeros minutos de la película en una especie de parodia siniestra al Superman (1978) de Richard Donner. Desde la Kansas rural (convertida para la ocasión en un paisaje lunar y árido) hasta la concepción del amor desinteresado y bienintencionado encarnado por Elizabeth Banks (en una encarnación moderna de Martha Kent), Brightburn reconstruye el mito seminal y lo convierte en otra cosa. Yarovesky mantiene una mirada calmada y amable en todo el recorrido de este bebé de origen desconocido y la manera en que sus padres, descubren que hay algo más siniestro bajo su apariencia inofensiva. Para Yarovesky, es de enorme importancia plantear la percepción de lo cotidiano a punto de desplomarse en medio del absurdo y lo hace, utilizando un medidor lenguaje visual que habla del notorio crecimiento de su lenguaje cinematográfico. La película tiene un tono distante y silencioso que recuerda la frialdad amarga de The Sixth Sense de M. Night Shyamalan (a quien emula casi por accidente) pero sin el ingrediente emocional. El argumento elabora una premisa que hace hincapié sobre lo extraño e insólito: la mirada de Yarovesky es dura y por momentos, directamente inquietante incluso en los momentos más ligeros de la película. Una y otra vez, la cámara observa al pequeño Brandon Breyer (interpretado por Jackson A. Dunn) con atención obsesiva, como si los pequeños detalles fueran de primordial interés para comprender su transformación de niño corriente en una figura inquietante y finalmente, en la encarnación de un tipo de horror desconocido. Yarovesky juega con los símbolos habituales del género de superhéroes — que conoce bien y elabora con la solidez del experto y fanático — hasta construir una red de símbolos que sostienen la extraña metamorfosis de Brandon en algo inexplicable.
Para Yarovesky, parece ser de enorme importancia este tránsito del niño indefenso al fenómeno que amenaza y lo hace, a través de la conjunción de la idea de lo marginal y la soledad, una salvedad que brinda a Brightburn un tono contenido y por momentos, asfixiante. El guión ofrece pocas pistas iniciales sobre el origen de su personaje principal pero además, sostiene esa imposibilidad — la incertidumbre irremediable — a través de escenas muy medidas, que dejan entrever que este niño que crece entre el amor (y la inquietud) de sus padres, es mucho más que un visitante casual. Elizabeth Banks crea un personaje en apariencia sin demasiados matices y quizás, es esa bidimensionalidad inmediata, lo que agrega capas de significado y poder a su mirada sobre la amenaza, una vez que empieza a crecer y a madurar debido al terror. El juego de espejos que Yarovesky sostiene sobre el asombro — las escenas en que los padres descubren las capacidades del hijo recién adoptado son pequeñas joyas de contenida inteligencia — reconstruye la idea esencial de la historia: lo que ocurre detrás de las puertas cerradas de los Breyer, son un secreto tenebroso. La tensión aumenta de manera paulatina y también, la percepción de lo asombroso. Desde la sorpresa y la maravilla, los personajes comienzan a comprender que lo que ocurre con Brandon (y sus implicaciones) hasta alcanzar un nudo de terror en estado puro que convierte a la película en algo por completo nuevo. Y la transición ocurre en una sutil evolución que favorece la atmósfera y también, el poder de la historia para reflexionar sobre sus propios símbolos medulares. Al igual que lo ha hecho Tim Burton en múltiples ocasiones, Yarovesky asimila lo extraño y lo insólito a partir de una minuciosa observación sobre el desarraigo y lo marginal. Pero a diferencia de Burton, Yarovesky crea un juego de extremos que dotan al argumento de una oscuridad peligrosa y amenazante. Brandon crece ante el temor invisible que le rodea. Sus padres — testigos de excepción de la transformación inaudita — observan impotentes y cada vez más aterrorizados, la forma en que el amor que les une al hijo deseado se convierte en repulsión. Y es ese tránsito — el horror transformado en una versión retorcida del amor — el contexto de una historia que utiliza el terror para meditar sobre temas más duros y angustiosos.
Claro está, no se trata de una propuesta del todo original: en el 2014, la directora y guionista Jennifer Kent analizó la noción del horror desde cierta visión de la fantasía como reflejo de los dilemas existencialistas, el dolor, los traumas emocionales en The Babadook. Kent evadió un planteamiento sencillo sobre el género como reflejo consciente de dilemas emocionales más profundos y convirtió a The Babadook en algo más retorcido que una metáfora sobre el miedo. La directora avanzó hacia nociones más brutales sobre el odio, el rencor e incluso los conflictos sobre la maternidad de lo que sugiere la en apariencia sencilla premisa de su película y lo hizo desde una concepción de las sombras interiores de notoria efectividad. Yarovesky emula a Kent pero además, dota a Brightburn de una poderosa concepción del dilema entre amor — debido — y el miedo — inevitable- , que convierte a la película en una mezcla de géneros muy bien medidos. Yarovesky está muy conciente que el terror real es algo más profundo que un monstruo de pesadilla y añade un elemento estridente y brutal a este Brandon Breyer de mirada tranquila y largos silencios tenebrosos. El guión usa la tensión a través de un recorrido que incluye el amor filial, pero que al final no es otra cosa que un reflejo complejo y abrumador sobre la pérdida de la esperanza. La cámara observa el progresivo desplome emocional de los Breyer — padres amorosos y después, rehenes de su propio hijo — desde una distancia dura y fría, analizando el trayecto hacia la locura desde una óptica casi cínica. Cada elemento en Brightburn está calculado y construido para añadir capas de significado a la historia, que de otra manera, podría pecar de tópica y funcional: la historia mezcla sus hilos narrativos — lo cotidiano de cara a lo extraordinario — en una visión sobre el miedo perturbadora. Una y otra vez, la figura de la Madre se analiza y se desmenuza bajo la luz de la tragedia y de pronto, el monstruo que acecha no parece tan peligroso como la encarnación viva del trauma y el monstruo interior que se muestra por momentos más perturbador que el horror tradicional.
Dura, oscura y por momentos dolorosa, Brightburn también tiene ciertas reminiscencias con el clásico del terror The Omen (1976) en la que Richard Donner especuló sobre la naturaleza del niño diabólico y convirtió el ámbito doméstico, en una subversión inquietante sobre lo temible y la aparente inocencia infantil. No obstante Yarovesky, evade cualquier conexión emocional con el pequeño Brandon — a diferencia del Damien Thorn de Donner, una criatura inquietante, pero sin duda, un niño — y transforma a su personaje en un enigma en que se basa todo el peso estructural de una película de ominosa complejidad.
El actor adolescente Jackson A. Dunn dota a Brandon Breyer de una curiosa frialdad que logra sostener el discurso de la película sobre lo misterioso. El personaje analiza el dilema de su existencia y capacidades desde lo simple, pero también, deja entrever un tránsito interior que anuncia que la maldad — o en este caso, la mera imposibilidad del bien moral — es definitivo. Dunn brinda a Brandon de un rostro frío y hermoso incluso en los momentos más terroríficos y también, de una fragilidad que se contrapone con sus poderes, que la película muestra desde un entorno de inquietante simplicidad que los hace cada vez más asombrosos. Pero Brandon no es un monstruo o al menos, no lo es desde la definición habitual del término. Con su mirada tranquila y su distancia casi ultraterrena, el personaje es un símbolo de lo extraordinario transformado con un trasfondo temible. Y es esa oscuridad — que Yarovesky tarda en mostrar pero que cuida hasta crear un discurso verosímil — lo que hace de la historia de Brightburn algo más que un experimento efectista que utiliza la fantasía y el terror como excusa para el sermón moral.
Pero es el personaje de Elizabeth Banks el que lleva el mayor peso argumental esta tenebrosa versión sobre el superhéroe. Banks encarna a la madre de Brandon y también, la mirada obsesiva sobre la transformación que ocurre ante sus ojos: es ella — al igual que Martha Kent — el testigo involuntario de las primeras señales que el bebé que lleva entre brazos, es algo más que un huérfano. Durante las primeras escenas, el personaje de Banks es el símbolo del amor desinteresado y casi idílico, pero a medida que avanza la trama, Banks encarna la percepción del horror con una enorme sensibilidad. La madre que observa, calla e incluso, perdona se transforma en una víctima y es esta secuencia paulatina de situaciones lo que hace más perversa la personalidad de Brandon pero sobre todo, la conmoción final de su existencia. Yarovesky logra unir todos los hilos narrativos bajo el núcleo del miedo y al final, Brightburn deja muy claro que hay una percepción coherente y persistente sobre lo temible con rostro cotidiano.
Sin duda, la premisa del bebé anónimo que llega a los brazos de padres adoptivos de maneras extraordinarias, es un recurso mitológico que se ha transformado a través del tiempo en un símbolo del misterio. En Brightburn el poder (y por supuesto, el misterio) también es una consideración del absurdo y una subversión a lo corriente. Brandon Meyer tiene la apariencia de un niño como cualquier otro — de la misma manera que Clark Kent — pero a la vez, es la semilla de un peligro inminente. Con sus jeans manchados, camiseta torcida y su mirada fija, el hijo sin nombre vuelve a convertirse en una figura que representa esa cualidad de la maternidad para sostener desde el amor la percepción de lo indefenso. Pero Yarovesky elabora un recorrido en contrasentido a esa idea y la cubre de una conexión con los terrores inconfesables. El comportamiento de Brandon se hace más peligroso, más turbio y directamente violento, mientras sus padres le contemplan a una distancia prudencial, aturdidos y desconcertados por un súbito prodigio que rápidamente se convierte en amenaza. La película podría conformarse sólo con eso y entrecruzar metáforas recurrentes sobre el miedo, el amor escindido entre la angustia y el dolor, pero no lo hace. Una y otra vez, Yarovesky plantea con sutileza el horror escondido bajo el aspecto plácido de Brandon y lo hace, a través de la yuxtaposición de sugerentes análisis. ¿Es Brandon malvado sólo porque es poderoso? ¿Brandon es algo más que el producto de lo que le rodea? ¿O se trata de una personalidad maligna escondida bajo el rostro de un niño? La película no responde las preguntas pero a medida que el metraje avanza, queda muy claro que el director y el guión reflexionan sobre la naturaleza del mal desde una óptica distinta. Brandon es una criatura joven pero también, está lleno de una iniciativa perversa siniestra. Y es la combinación de discursos — la posibilidad del Mal inamovible y a la vez, la fragilidad de la naturaleza humana — lo que hace que la película sea algo más que una reinvención del género de superhéroes.
James Gunn funge como productor y su mano tiene un peso específico en todo el argumento: Hay una buena cantidad de referencias pop que sin duda, forman parte del imaginario del hijo rebelde de Troma, desde el Kansas tan parecido a las viñetas imaginadas por Jerry Siegel y Joe Shuster, hasta pequeños golpes de efectos, como las escenas del Brandon colegial, rodadas en las mismas locaciones de la serie Stranger Things (2016 — actualidad) de los hermanos Duffer, de la que toma un aire informal y brillante, en contraposición con la oscuridad marginal. También, hay un recorrido analítico muy semejante al debut cinematográfico de Gunn en el 2006: Ya en Slitherel director y productor analizaba el aislamiento ante un hecho extraordinario, en un planteamiento muy semejante al tono y la conclusión de Brightburn. El presencia del Gunn productor también es notoria en la forma como la película se aleja de lugares comunes para reflexionar reflexionar sobre tópicos desagradables de manera incómoda: hay un elemento venenoso en la mirada de la película sobre la infancia, las capacidades extraordinarias y las relaciones de poder. Brandon Breyer no es una figura sometida a las vicisitudes del poder que maneja, sino una voluntad siniestra que reflexiona sobre sí misma con desconcertante dureza. Brightburn dedica una considerable cantidad de tiempo a cuestionar la naturaleza del amor y el miedo. Tanto el director como el guión mantienen la comprensión sobre su villano infantil que evade explicaciones sencillas.
Brightburn utiliza los códigos del cine de género de terror para crear una tensión emocional de notorio valor: los Breyer se resisten a admitir la naturaleza maligna de su hijo, hasta que es muy tarde para retroceder y el peligro se ha transformado en una tragedia a toda regla. El tránsito entre un punto y otro, es un extraordinario despliegue de una atmósfera inteligente, una sensación de completa desorientación y una buena cantidad de escenas aterradoras, lo que hace complicado definir a la película de una única forma. ¿Se trata de una sátira sobre los superhéroes? ¿Una parodia sobre la pérdida de la inocencia? ¿Una advertencia sobre los peligros del amor? Brightburn es todo a la vez y también una película de terror muy consciente de su núcleo de oscuridad, disimulado bajo el amor paternal, la incertidumbre y la angustia existencial. También es una meditada exploración sobre la noción tan frecuente en el cómic sobre los poderes y la responsabilidad que conlleva, desde un punto de vista tenebroso que pocas veces se toca.