Crónicas de la Nerd entusiasta:
Jojo Rabbit de Taika Waititi y la reflexión sobre los temores colectivos.
En el libro El cielo enjaulado de Christine Leunens, un Adolf Hitler sonriente y casi amable le insiste a Johannes de diez años, que el “bien se construye a diario”. El hombre de uniforme y sonrisa radiante está de pie en una esquina de su habitación, mientras el niño se debate en un dilema moral que le sobrepasa. “El bien eres tú” repite la figura del hombre de cabello oscuro y bigote recortado, antes de desaparecer.
La anterior puede ser una imagen inquietante, pero en realidad es la base argumental de la película Jojo Rabbit (2019) de Taika Waititi, adaptación del libro de Leunens y que analiza el bien y el mal moral desde un arriesgado recuerdo: el de un niño de las juventudes hitlerianas que tiene por amigo imaginario al mismísimo líder del Tercer Reich. La película, una combinación de sátira y algo parecido a una reflexión sobre los dolores del racismo y el prejuicio, asume el mundo desde la perspectiva de un niño aterrorizado, pero también, a través de esa figura extravagante que forma parte de la infancia y que aún, es difícil de definir: Un amigo imaginario. Por supuesto, se trata de giro audaz que tanto libro como película utilizan en consideración a su impacto y muestran como una reflexión sobre lo que analizamos como poder y las figuras que lo simbolizan. Porque Johannes (Roman Griffin Davis), que es parte de un país que se sostiene sobre la aclamación frenética de un líder autoritario y carismático, encuentra en Hitler al símbolo del bien al que aspira, que necesita comprender para llevar a cabo un acto de valor que le supera en ambición y que al final, es una forma de metaforizar lo moral como un acto de supremo poder espiritual.
Se trata de una idea inquietante, que Taika Waititi lleva adelante con un ingenioso tono amable y emocional. No obstante, el trasfondo sigue tocando los extraños límites entre la idealización, la búsqueda de la noción sobre la identidad y algo más cercano a esa personalidad alterna, que habita en algún lugar de nuestra mente. Por supuesto, no es la primera vez que el cine utiliza la percepción del amigo imaginario para entablar debates intelectuales y espirituales de cierta complejidad. Ya en 1980, el inolvidable Danny Torrance (interpretado por Danny Lloyd), trataba de lidiar con un padre violento y una madre rehén a través de Tony, una figura invisible e inquietante con quien mantenía inquietantes diálogos mínimos. A diferencia que en el libro El Resplandor de Stephen King, el director Stanley Kubrick utilizó la figura de Tony, para delimitar los límites de la cordura, el miedo y el desconcierto a la que la familia Torrance debía enfrentarse, atrapados en los límites codiciosos del hotel Overlock. Para la ocasión, Kubrick dotó a Tony de una personalidad propia, una concepción sobre lo extraordinario del mundo infantil, envuelto en la macabra posibilidad del asesinato y el temor.
Para Taiti Waitiki, la figura del amigo imaginario funciona de forma parecida: El Hitler que Johannes evoca (también interpretado por el director), es una figura benigna que intenta traducir el mal y el peligro del mundo exterior de una manera sencilla, pero con el peso inquietante de lo que se esconde detrás de sus sonrisas y piruetas. De una otra u otra manera, es también la conexión del mundo de las ideas con la percepción sobre una realidad brutal, que el argumento de Jojo Rabbit, combina con la noción de una amenaza invisible que presiona sobre el mundo de Johannes con siniestra firmeza. La conciencia del niño condiciona la brutalidad del régimen nazi pero en ninguna forma lo suaviza: se trata de un curioso recorrido por lo doméstico de un régimen basado en el control, que incluso ejerce influencia en los más pequeños detalles de la vida privada. La madre Johannes — interpretada por Scarlett Johansson — es quizás el reflejo del mundo más allá de las puertas cerradas del hogar, un testigo silencioso del aislamiento y también de la violencia silenciosa que debe soportar. Para el niño, tanto su madre como la figura de Hitler son igualmente benévolas, una forma de entablar comunicación con una circunstancia que le supera y que se torna por momentos, más peligrosa.
Pero también, el Hitler imaginario es una farsa y una burla al real, lo que le brinda a la película de Waitiki un complicado segundo discurso que se extiende más allá de la figura de Johannes y su entorno. En 1999, David Fincher tomó la novela de Chuck Palahniuk El Club de la Pelea y la convirtió en un discurso contracultura, a la que añadió además, la figura del reflejo y la personalidad escindida. El personaje sin nombre — agobiado por los pequeños fracasos cotidianos — se topa con un hombre que no sólo le brinda la posibilidad de escapar de los sufrimientos terrenales de una vida plana, sino que le muestra el reverso oscuro de la sociedad, lo que convierte tanto a la película como al libro, en una reflexión sobre los dolores intelectuales y morales contemporáneos. Al final, el protagonista anónimo descubre que se sublimó en una segunda personalidad, que encarnó todos sus temores y frustraciones. Una versión del amigo imaginario para adultos, que elabora además, una respuesta cínica sobre la percepción de la identidad y la pérdida de la esperanza. Una y otra vez, tanto Fincher como Palahniuk, crearon un discurso a la medida de las derrotas de lo contemporáneo, para transformarlo en algo más extraño y circunstancial, una versión de lo moral como máscara de los horrores cotidianos.
En Jojo Rabbit ocurre algo semejante, sólo que Waititi evita de manera deliberada utilizar a Hitler como epítome del discurso que le crítica y confronta su mera simbología, a la forma en que Johannes y su familia asimilan las metáforas sobre el control y el totalitarismo con las que deben lidiar a diario. El niño es un catalizador del mensaje nazi, con el cual ha convivido desde sus primeros años de vida y de hecho, es parte de todos los aspectos de su vida. En el pequeño pueblo Alemán en el que vive, la propaganda y la cultura juvenil nazi, encumbra a Hitler a las alturas de consuelo emocional y también, un espejo de la concepción de la juventud sobre sus aspiraciones futuras. De modo que mientras Fincher creó con Tyler Durden un recorrido iniciático por la sociedad convertida una colección de temores baratos y esperanzas fallidas, Waititi reconstruye la imagen del ideal para crear un espacio seguro para su personaje, aislado y agobiado por el discurso de la violencia oculto bajo la concepción del líder político mesiánico. Jojo Rabbit no es una película sencilla aunque pretende serlo, que cuestiona en un tono sutil los elementos que cimientan el culto de origen a la potestad política. El Hitler de Johannes (risueño, amable y sensible) es una versión distorsionada del real, cuyo rostro empapela las paredes del pueblo y es un vigilante incómodo e invisible, en todos los pequeños lugares domésticos que el nazismo intenta controlar de origen.
En el 2001, el director Richard Kelly conjeturó sobre los universos alternos de la imaginación y los terrores privados, en la ya clásica Donnie Darko, en la que el amigo imaginario se convierte en una figura inquietante que refleja — traduce las inquietudes y terrores colectivos en una percepción sobre el fin de los tiempos y otras ideas relacionadas con la mortalidad y la finitud. Waititi juega con un plano semejante, cuando asume que la notoria potestad incontestable del Tercer Reich, que Johannes percibe como el mundo entero y la raíz de todas sus ideas. Pero mientras Kelly juega con la concepción de lo imposible y lo impensable — el tétrico conejo Frank es el símbolo de un temor perpetuo, escondido en medio de la posibilidad de los horrores — el director neozelandés asume la percepción del mal como parte de la vida con la que su pequeño protagonista debe lidiar. Después de todo, debe lidiar con las humillaciones del campamento el día de la juventud de Hitler y también, tratar de comprender el miedo que le produce su incapacidad para asumir su papel en un mecanismo pulcro en que el que solo es una pieza. Johannes forma parte de una estructura que se sostiene sobre la obediencia, que exige una sumisión completa y es Hitler — el imaginario, el creado a la medida de sus inseguridades y la búsqueda del consuelo — quizá el acto de rebeldía más inmediato que el niño puede cometer.
Resulta intrigante la manera como Waititi construye una concepción sobre la imaginación como espacio de lucha, en medio de un debate silencioso que el argumento muestra como una idea que se enlaza con críticas más duras. De hecho, el mismo apodo de Johannes Jojo Rabbit — una burla al carácter amable y pacífico del niño — hace que su insólito amigo imaginario sea todo un mensaje. Y mientras Kelly en Donnie Darko creó un universo siniestro en el que la imposibilidad y los horrores diminutos confluían como un todo secuencial de algo más tenebroso, Waititi utiliza a Hitler para reflexionar de manera directa y muy dura, sobre el miedo convertido en una forma de vida. Johannes tiene apenas diez años pero ya se le exige una lealtad absoluta, una lucha decidida contra valores que contradice su íntima concepción de la bondad y la maldad. De nuevo, la posibilidad de lo siniestro está allí — ese mundo encarnado por los Guardias y soldados que demuestran que el totalitarismo es un peso invisible — pero en lugar de convertirse en un juego intelectual, Waititi logra reflexionar sobre las implicaciones del control, del miedo y la angustia moral desde una versión casi lírica de la realidad.
Pero la película no es del todo inofensiva: Aunque Waititi juega durante buena parte del metraje con cierto aire idílico e incluso, cierta tosquedad infantil, hay una notoria intención de llevar adelante un debate durísimo sobre la angustia existencial con la que debe lidiar Johannes en medio de las tentaciones de la crueldad. Desde el hecho que madre sea un ejemplo de la resistencia a la seducción del nacionalsocialismo hasta sus propios cuestionamientos, Johannes se debate entre la posibilidad de obedecer y de resistirse y en medio de ambas cosas, la figura del amigo imaginario elabora una concepción sobre la identidad que sorprende por su solidez. Es entonces cuando la figura del Hitler imaginario es más singular que nunca, más relacionada con la concepción utópica de lo espiritual y algo más escabroso. Mientras Hitler mira con dureza desde carteles y en los discursos que los adeptos al régimen repiten sin cesar, Johannes logra vencer la posible aniquilación de su personalidad justo a través de la figura que representa la presión cultural con la que debe lidiar, una extrañísima paradoja que el argumento reflexiona con inteligencia y una considerable habilidad.
De la inocencia y la sensibilidad sensata de Johannes, a la posibilidad de perder ambas cosas al ceder al chantaje moral del discurso totatilario, Jojo Rabbit logra construir un puente intelectual entre ideas tan disímiles como la ternura convertida amor, la lucha por los ideales personalísimos y la conmoción de la crueldad convertida en parte de la vida cotidiana. Hitler, como la figura de la autoridad y también, de la lucha de Johannes contra el odio que intentan inculcarle, es una figura que se transforma a medida que asimila y transforma la convicción sobre el poder, la lucha espiritual y una ternura que roza lo sentimental, en un consistente argumento contra el odio.
¿Pontifica Jojo Rabbit sobre una postura política? Sería muy sencillo decir que la película es un alegato elemental contra los horrores del racismo, el prejuicio y el totalitarismo, pero en realidad es algo más elaborado e intuitivo. La película evita caer en la noción empalagosa de la salvación moral y está más interesada en demostrar la forma como la resistencia moral contra la tentación del odio, a menudo tiene una directa relación con nuestra capacidad para racionalizar sus alcances, dolores e implicaciones. Y aunque por supuesto, hay una nota inevitable de sermón moral, Waititi cuida que el tono de la película esté más interesado en elaborar una idea compleja sobre el miedo y como vencerlo, además de la concepción de las bondad como una herramienta para comprender los espacios espirituales y morales colectivos. Sin intentar ser un discurso elocuente en contra el odio, Jojo Rabbit resulta efectiva desde su aparente simplicidad y sobre todo, por el hecho de crear una versión de la resistencia moral a la violencia basada en lo fundamentalmente bueno de la naturaleza humana. Quizás, su mayor acierto.