Crónicas de la nerd entusiasta:
“La maldición de La llorona” de Michael Chaves y la pérdida de la herencia cultural del cuento mitológico.
En medio de la oscuridad de la madrugada, una mujer camina por una calle solitaria, mientras llora con una amargura sentida y dolorosa. Las sombras a su alrededor se espesan, se hacen más tenebrosas, como si a su figura delgada la sostuviera la penumbra que le rodea. Lleva una saya blanca, el cabello suelto y despeinado, extiende las manos hacia la oscuridad de la noche. En medio de la penumbra, su figura tiene un aspecto delgado, las manos retorcidas, el rostro que apenas puede entreverse detrás del velo, retorcido por una mueca de dolor. Tropieza, se levanta de nuevo con un movimiento antinatural. El llanto se hace más desesperado, violento. “Mis hijos” balbucea en medio de la desesperación. “¿Dónde están mis hijos?” repite. No obstante, nadie va en su ayuda. Nadie corre para socorrerla o consolar su angustia. Quienes la escuchan se acurrucan entre las sábanas de la cama, aterrorizados. O musitan oraciones. De pronto, el llanto deja de escucharse y la calle queda en silencio. “La llorona se ha ido” murmura entonces el hombre, la mujer, el niño que ha escuchado el tétrico lamento. “Hay que rezar para evitar regrese” murmura alguien más, los dedos aferrados a las cuentas del rosario, entre temblores de puro miedo. Más tarde, nadie recordará lo ocurrido. A la luz de la mañana, todo parecerá un mal sueño. O quizás una de esas pesadillas, de las que nadie quiere hablar.
La escena anterior podría contarse en cualquier ciudad o pueblo de latinoamérica y de inmediato, cualquier oyente reconocería la leyenda de “La Llorona”. Se trata uno de los mitos más antiguos de nuestro continente y también, uno de los pocos que se extiende de un lado a otro del América conservando una carga metafórica casi idéntica. La madre abnegada que pierde a sus hijos y aún después de la muerte, continúa en su búsqueda, forma parte del imaginario colectivo desde hace más de tres siglos y de hecho, se encuentra profundamente vinculada con la forma dramática y dura en que latinoamérica comprende a la mujer y al sufrimiento. “La mujer sin rostro”, “La madre rota”, “La mujer sin hijos” ya era parte de relatos primitivos sobre una aparición con forma femenina que sollozaba a gritos durante los primeros años de la conquista, por lo que es evidente, las primeras imágenes sobre ella, proceden de la España colonizadora. Pero “La Llorona” es algo más: forma parte de esa mitología siniestra de una cultura mestiza que además, conserva elementos de la fatalista versión sobre la vida y la muerte, tan propia de los pueblos latinos. Los mitos y leyendas, con toda su carga simbólica y antropológica, son quizás la forma más inmediata de comprender como se interpreta el miedo, la esperanza y el dolor en distintas culturas. Además, se trata de una mirada atenta sobre a las creencias y creaciones especulativas acerca de la identidad colectiva, que sobrepasan cualquier explicación sencilla. El conjunto de elementos que crean la herencia cultural de cualquier sociedad, permite la interpretación de su mirada sobre el pasado, el presente y la incertidumbre, pero también, una reflexión sobre lo que sustenta esa inocente concepción sobre lo que somos.
Como toda leyenda de fantasmas que se precie, la historia de “La Llorona” carece de datos ciertos e incluso, una ubicación geográfica precisa que permita analizar su origen desde un presumible fenómeno local. Se supone que los primeros datos sobre su leyenda — la de la mujer que pierde sus hijos por una tragedia que pocas veces se menciona y que luego de morir, vaga entre sollozos para buscarles — proceden de las pequeñas ciudades fundadas por España y Portugal en las décadas inmediatamente posteriores a la conquista. Pero “La Llorona” es mucho más que una apreciación sobre lo legendario y lo terrorífico bajo la óptica latinoamericana: se trata de una re interpretación de la figura femenina tal y como se le concibe en el continente, además de ser la primera vez en que la mujer — como símbolo — encarna también la percepción sobre la venganza. Porque “La Llorona” no sólo vaga por la noche en busca de los niños que ha perdido, sino también, para tratar de vengar su muerte. El horror de la tragedia, confiere poder y sobre todo, una enorme elocuencia a los sollozos desgarradores que anuncian su presencia. La leyenda cuenta además, la forma en que la aparición toma venganza hacia cualquiera que detenga su peregrinar. ¿Le confunde con quienes le arrebataron sus hijos? ¿Se trata de una aproximación por completo nueva sobre el odio que trasciende a la muerte misma?
“La Llorona” guarda evidentes paralelismos con leyendas más antiguas de latitudes muy lejanas a su supuesto origen: Después de todo, ya para el siglo VI antes de Cristo, en Japón se temía por la “Madre”, un espectro que también lloraba en la oscuridad y que también mataba, en venganza ciega por la muerte de sus hijos. Una y otra vez, el estereotipo se repite pero además, se expresa más allá y se analiza como una percepción inusitada sobre la mujer, lo femenino y el acto trascendental de la maternidad. Porque lo que mueve e impulsa al espíritu inquieto de la mujer de la saya blanca a buscar venganza, no es sólo el hecho violento que destroza su vida y le envía a la periferia marginal de la víctima expeditiva. También se trata del poder del odio y de algo más complejo, a mitad de camino entre el resentimiento como fuente de poder y el misterio que le sostiene como una versión de la identidad colectiva.
“La Maldición de la Llorona” (Michael Chaves — 2019) intenta utilizar el seminal mito de la mujer atormentada por la muerte de sus hijos (que forma parte de buena parte del cultura latinoamericana) y englobar el dolor y el sufrimiento que simboliza, dentro de los límites más rígidos del cine de terror. No sólo no lo logra — o lo logra a medias, en el mejor de los casos — sino que además, elabora una versión sobre la conocida historia que pierde parte de su carácter tradicional y también emocional. “La Llorona” que llega a la pantalla grande para formar parte de la franquicia de “The Conjuring”, carece del sustento cultural que le dio origen pero también, de la rica simbología que la llevó a formar parte de la mayoría de las creencias latinas durante casi dos siglos. Se trata de una lamentable pérdida de profundidad, que además, afecta la noción sobre una de las figuras más tradicionales de la mitología informal del continente latinoamericano. Para la ocasión, Chaves toma lo esencial de la leyenda de “La Llorona” y la convierte en un espectro que vaga por la noche en busca de venganza. No obstante, los hilos argumentales relacionados de forma directa, con la concepción cultural sobre la familia, el amor, la madre y la abnegación desaparecen casi por completo. Incluso, la simbología religiosa relacionada con la figura de “La Llorona” (que varía y se multiplica a medida que la leyenda hereda elementos de la cultura que le rodea y le acoge) se pierde en favor del efectismo y una superficial interpretación del mito. Al final, “La Llorona” hollywoodense no es otra cosa que otra de las tantas figuras aterradoras que medran en el cine de género, una oportunidad perdida de crear algo mucho más complejo, intrigante y enigmático a partir de una leyenda que brinda la oportunidad para profundizar en temas que usualmente, no se tocan dentro de la imaginaría del género de terror.
En realidad “La Llorona” es mucho más una historia dramática que de terror, pero “La Maldición de la Llorona” opta por ignorar la salvedad y aunque conserva la mayor parte de los elementos de interés de la leyenda de origen, no logra abarcar la síntesis emocional que ha hecho del mito algo tan perdurable como reconocible. La película tiene una atmósfera correcta, un uso de los elementos del cine de terror más que satisfactoria, pero carece de la reflexión sobre el sentido más profundo de una figura tradicional que lleva a cuestas siglos de historias, interpretaciones y transformaciones. Mientras que el mito de “La Llorona” tiene la capacidad de englobar y convertir la concepción sobre la muerte y el dolor en algo mucho más parecido a un tipo de poder primitivo relacionado directamente con el horror folk, la película de Chaves toma todos los elementos de interés para crear un efecto único: el del miedo como forma inmediata de expresión, ignorando el conjunto de ideas que rodean a “La Llorona” como un personaje que aglomera el estereotipo y canon de la mujer latina a través de los siglos y su evolución hacia algo más aterrador. Aunque la película conserva parte de los paralelismos que sostienen a la leyenda, se echa de menos una mirada más audaz sobre su capacidad para metaforizar ideas más profundas y sobre todo, elaboradas sobre la mujer, el terror, el mito y lo desconocido.
La película comienza con una necesaria — para el público estadounidense — secuencia que cuentan a rasgos muy amplios el mito de “la mujer que llora”. Este primer acercamiento a la historia resulta incompleto y carece de la sustancia anecdótica y casi poética de la historia original. En el México de 1673, Una mujer enloquecida por los celos asesina a sus hijos y luego se suicida, en una escena violenta y metódica que brinda un contexto inmediato a “La Llorona” no sólo como historia sino sostén de algo más profundo que no llega a desarrollarse del todo. Chaves dota al prólogo de cierto aire familiar que se mantendrá durante buena parte de la película, pero también, que crea la percepción inmediata que “La Llorona”, es un misterio más que una historia de dolor. A nivel antropológico la leyenda es ambas cosas, pero la película se decanta por la terrorífica versión del miedo convertido en venganza sobrenatural y también, una forma de comprender el dolor como una forma de trascendencia.
Chaves toma decisiones inteligentes aunque del todo previsibles, para emparentar la primera percepción de la leyenda con lo que ocurre después en el argumento. La siguiente escena que muestra la película, es la de una familia trabajadora del año 1973, en la que también nos muestra a una madre con dos hijos pequeños. El paralelismo es inevitable y la película lo explotará lo suficiente como para sostener la idea básica que mueve la opción: los personajes femeninos representan dos extremos de la misma cosa (la maternidad, el miedo y el poder personal) y entre ambas cosas, la película dialoga con los cánones del género de terror en un intento de incluir la idea general del miedo como un elemento indispensable. No obstante, la leyenda de la “La Llorona” tiene un repertorio mucho más amplio para asimilar la noción del bien y del mal de lo que la película logra expresar. Es ese fallo esencial (la de la mujer que combina una percepción del yo escindido con una mirada acerca de lo sobrenatural) lo que podría haber convertido a “La Maldición de la Llorona” en algo por completo distinto. Pero Chaves decide explorar caminos clichés ya habituales en la franquicia del Universo Warren.
Chaves y el dúo de guionistas Mikki Daughtry y Tobias Iaconis, analizan la figura de “La Llorona” desde sus implicaciones más simples. Después de todo, la mujer que vaga en la oscuridad en busca de sus hijos debe estar impulsada por un sentimiento comprensible y Chaves, lo hace evidente. ¿Se trata de la muerte como exacerbación del resentimiento, la culpa y el remordimiento? En esta versión de la historia, la leyenda está relacionada con hilos mitológicos claros: “La Llorona” encarna una nueva visión de la Medea Griega, que en medio de celos calcinantes, mata a sus hijos y comete suicidio en una especie de venganza violenta e irracional, que la convierte en un espectro que alimenta el horror con sufrimiento en estado puro. En “La Maldición de la Llorona” ocurre de la misma manera, sólo que el tópico se analiza desde la obsesión que mantiene atada a la realidad al fantasma. Una cápsula del tiempo que crea una versión de la realidad retorcida e inquietante. “La Llorona” vaga por los barrios residenciales de un país brillante y moderno, con la misma carga poética de sus versiones más antiguas, pero Chaves dirige la atención no hacia el fenómeno — que podría incluso elaborarse incluso desde la noción del horror y el asesinato como un magma capaz de absorber la emoción y transmutarla en algo maligno — sino hacia sus consecuencias. De manera que “La Llorona” regresa para encontrar a sus hijos muertos, pero no atraviesa la concepción del miedo primigenio que encarna. Sus motivaciones son bastante mundanas — sustituir a los hijos muertos — y quizás es esa ruptura entre lo anecdótico y lo sobrenatural como símbolo, el momento más débil de una película que atraviesa terrenos inevitables del género. La historia no profundiza lo suficiente en ese trayecto de “La Llorona” al símbolo primitivo y analiza su figura desde lo obvio: su figura blanca y esbelta, con el rostro cubierto por una saya impregnada de barro y manos grises, no tiene la suficiente fuerza como para ser otra cosa que un cuento de fantasmas habitual.
Por supuesto, “La Llorona” es una historia sobre la expiación y el rencor, lo que la emparenta con la noción sobre maldiciones en buena parte de latinoamérica. “La Llorona” se maldijo a sí misma, al asesinar a sus hijos y esa percepción es parte no sólo de la connotación sobre el bien y el mal moral del continente (relacionada directamente con el honor y la dignidad), sino también con la figura de la madre tradicional, que “La Llorona” rompe desde un sentimiento egoísta y violento que pocas veces se asocia a la venerada figura de la abnegación latina. “La Llorona” de Chaves hereda esa furiosa versión de la realidad pero sin sus consecuencias: el personaje es un espectro con una única obsesión que la separa por completo de todos los mitos en los que se debate sobre el amor convertido en condena que encarna. “La Llorona” hollywoodense refleja una percepción simple sobre el odio y el remordimiento y descarta por completo, las capas de dimensiones sobre su extraño valor alternativo y el sufrimiento evidente que elabora una connotación más clara de su peso simbólico. Pero Chaves toma la evidente decisión de elaborar el axioma habitual de las historias terroríficas bajo la condición del género cinematográfico: Su personaje sólo asusta y lo hace por su mera presencia, no por la historia que representa.
Para su segunda mitad, la historia se mueve hacia la percepción del suspenso: el personaje principal comprende que “La Llorona” no es sólo es un monstruo que acecha, sino una versión de cierta connotación sobre el miedo que se sostiene sobre algo más antiguo. No obstante, la película no cuestiona las reglas habituales de mundo sobrenatural que forman parte de leyendas semejantes, sino que la dota de cierta percepción rígida semejante a vampiros y zombies. Los espíritus en el Universo Warren imaginado por James Wan están muy cerca de la realidad y tanto, como para influir con sentimientos y versiones de lo oculto. Ocurrió con la Bathsheba en la primera parte de “The Conjuring” (en la que la bruja muerta convierte la casa de los Perron en un escenario del dolor convertido en mal absoluto) y también, aunque con menos eficacia, en los prolegómenos del El caso Enfield, que la franquicia mostró en su segunda entrega. En esta oportunidad el miedo tiene doble rostro: el del hombre atrapado en la muerte y también, el del demonio que acosa a Lorraine Warren (Vera Farmiga). En “La maldición de La Llorona” la percepción sobre lo maligno tiene mucho más relación con la interpretación sobre Bathsheba y su condena a la tierra en que la murió. De la misma forma en que la primera película de la franquicia, “La Maldición de la Llorona” juega con la simbología añadida a la mujer que pena aún después de la muerte por sus pecados, pero lo hace sin profundizar demasiado en la búsqueda esencial de la concepción sobre lo moral con una base más allá de la religiosa. En lugar de eso, Chaves avanza por escenas al uso en que los personajes enfrentan a “La Llorona” y lo hace desde una cierta perspectiva conocida que convierte en el miedo en un reconocimiento de las fronteras de lo desconocido.
Como parte de una franquicia cinematográfica tan exitosa, “La Llorona” busca las piezas esenciales para construir un enlace entre el resto de los elementos del Universo al que pertenece y la historia que desea contar. En el trayecto, la figura de “La Llorona” tradicional pierde sus elementos constitutivos y termina convertida en un resumido recorrido por el terror de un mito urbano convertido de pronto en un poderoso enemigo tradicional. La arquitectura alrededor de la película sostiene como puede la emoción añadida a la figura de la vieja leyenda, pero no lo logra en la media que despoja al personaje de todos sus elementos dramáticos y mitológicos. “La Llorona”, vestida de blanco y con las manos putrefactas extendidas en la oscuridad, bien podría ser una segunda encarnación del Valak de “The Nun”, sin que exista un reconocimiento esencial al poder seminal que se le atribuye a la leyenda de origen del personaje. La caracterización del personaje, las reglas a que debe atenerse, el hecho que el núcleo familiar y los símbolos religiosos sean una percepción vinculada directamente a comprensión más amplia sobre el fenómeno del miedo, se mezclan entre sí para erosionar la identidad más antigua de una figura terrorífica engendrada por la cultura latina y para sus propios fines. ¿Por qué “La Llorona” Hollywoodense carece de las aristas y de la percepción constructiva de un personaje mitológico de tantas ramificaciones distintas? La respuesta parece ser simple aunque no lo es tanto: Michael Chaves toma decisiones inteligentes con respecto a la forma de mostrar su personaje pero no lo suficientemente audaces para aglutinar la simbología aparejada a “La Llorona”. Claro está, en este primer recorrido de Chaves por el cine de horror abunda el meta lenguaje y la referencia a grandes clásicos: de nuevo la muerte infantil se analiza desde su condición antinatural ( y de forma muy parecida a la recién estrenada “Pet Sematary” de Kevin Kölsch y Dennis Widmyer) pero mientras el dúo de directores convertían la muerte en una puerta abierta al desconsuelo convertido en anzuelo hacia un tipo de mal primitivo, “La Maldición de la Llorona” avanza en sentido contrario y se centra el terror escenificado con espejos ovalados que reflejan la aparición, el uso de elementos como huevos (símbolo de la vida) y puertas que se abren y cierran de manera misteriosa (un reflejo sobre antiguas leyendas sobre el paso de la vida y la muerte) sin atreverse a brindarles un sentido esencial. “La Llorona” es una aparición inquietante, pero ni mucho menos conmovedora o que apele a la memoria más antigua de la cual proviene. Lo mismo podría ser un espectro sin nombre, con una motivación misteriosa, que la encarnación de la furia femenina en nuestro continente. Y quizás, ese es el mayor error en el planteamiento de la película.
Aún así, la falla real de la película no se encuentra en el hecho de encasillar a un personaje pluridimensional en las limitadas fronteras del cine de Terror. Hace dos años, Ari Aster transformó la historia de una tragedia familiar en quizás la mejor película sobre cultos misteriosos de la última década. “Hereditary” tomó lo mejor de “El bebé de Rosemary” de Roman Polanski, a la vez que elaboró una mitología propia sostenida casi de manera coyuntural sobre todo tipo de elementos reconocibles sobre el terror y la idea del miedo oculto bajo lo cotidiano. Con su dirección limpia, llana y directa Chaves intenta lo mismo, pero el resultado es menos efectivo y el trayecto, pierde la oportunidad de encumbrar a “La Llorona” en algo más que un rumor convertido en una leyenda de mediana efectividad. La película carece de la concepción del mito, pero además, elabora una mirada profundamente circunstancial sobre lo que lo engendra y lo mantiene a través del tiempo. Con su limpia compresión sobre el cine del terror, la película ignora la conexión entre la cultura que dotó de personalidad y peso a “La Llorona” en la mitología latinoamericana y pierde la oportunidad de incluirla en un imaginario más amplio y duro. Después de todo, “La Llorona” es una herencia cultural construida a partir de una línea de elementos más profundos que emparentan directamente con su carácter de símbolo colectivo. Resulta lamentable que una mitología así de profunda, amplia y extraña se reduzca a una película de terror menor y carente de verdadera personalidad. Un desperdicio en el discurso pero también en la connotación más profunda que el personaje simboliza a nivel cultural y social.