Crónicas de la loca neurótica.
Fragmentos del diario de un ansioso. Lo que nunca te contará un paciente psiquiátrico.
Lunes:
Desperté con la garganta cerrada de miedo, sin saber qué podía provocarlo. De modo que pasé los primeros minutos del día, tendida de costado mientras miraba con ojos entrecerrados la luz gris del amanecer. El corazón me latía muy rápido, tenía las manos aferradas a la almohada. Tanto miedo ciego, anónimo y sin motivo, pensé con cierto fastidio, ahora que comenzaba a recuperar el control. ¿Cómo explicar a alguien algo semejante? ¿La sensación que la ansiedad es un peso invisible que te agobia en cualquier momento? Me llevó esfuerzos apartar la idea y tomar energías para abandonar la cama. Casi no lo logré.
Desayuné sin apetito. Es uno de esos días en que el péndulo se desliza hasta el extremo frugal de las cosas. No tengo hambre, tengo escasa paciencia y fuerzas para nada que no sea llevar a cabo mi rutina diaria. De modo que me doy una ducha rápida y fría, me cepillo los dientes y me preparo un tazón de cereal con una brumosa sensación de hacerlo todo en automático. Sin placer, sin expectativas. Hay que continuar. Hoy es uno de esos días, me digo mientras bebo el primer sorbo de café muy azucarado del día. Uno de los malos.
¿Qué es un día malo para alguien que sufre de ansiedad? Pueden ser muchas cosas. Puede ser esa sensación de cansancio que te agobia desde un lugar de tu mente que no sabes como interpretar. Estás demasiado cansada (o cansado) para hacer otra cosa que llevarte llevar por las cosas que haces a diario, sin que eso te brinde la menor satisfacción o placer. Tan cansado que comenzar a trabajar es una combinación de gestos y tics que de alguna forma, recomponen el mundo. En mi caso, todo se trata de un equilibrio espacial: ordenar el escritorio, encender la portatil. Pongo en una cuidada pila los libros que utilizaré para mis investigaciones. Me dejo caer en la silla y contemplo sin mucho ánimo la hoja en blanco. Comienzo a escribir sin demasiado entusiasmo. Uno de esos días, me repito. Uno de los malos.
Más tarde, tomo la primera píldora del día — el antidepresivo — con un poco de jugo de naranjas. El sol brilla alto y la ciudad bajo mi ventana tiene un aspecto radiante, a pesar de los bordes destartalados de la crisis que sufre mi país. Pero es mi ciudad, después de todo. El lugar que llamo hogar a pesar de lo difícil que se ha vuelto vivir aquí, el enorme esfuerzo que lleva superar los obstáculos, trabas y sinsabores. La ansiedad borbotea en algún lugar de mi mente. Se hace enorme, una sensación pura y sin matices. Y cuando cierro los ojos — quiero llorar, necesito llorar pero no puedo hacerlo — todo se hace más doloroso, real. El miedo, otra vez, como lo tuve al despertar.
Martes:
Cuando mi psiquiatra me explicó que sufría de trastorno de pánico, me asusté. No se trataba sólo del hecho de padecer de una enfermedad mental de la que sabía en realidad muy poco, sino además, de encontrarme en mitad de un terreno desconocido sobre mi manera de comprender el mundo e incluso, a mí misma. De pronto, no se trataba de mis manías y rutinas, de mi aparente “excentricidad”, sino de algo mucho más preocupante y profundo. Por supuesto, también hubo algo de alivio: luego de años de luchar contra tipo de síntomas físicos y mentales a los que no había encontrado jamás una explicación obvia, descubrir lo que padecía supuso un punto de inflexión. Después de todo, la ansiedad es moneda común en nuestra época. Nadie está exento de sufrir la presión cotidiana, ese ritmo apresurado y en ocasiones insoportable de modus vivendi. Tal vez por ese motivo, el trastorno del pánico es un enemigo invisible, oculto, al que la mayoría de nosotros se enfrenta sin saberlo. O al menos sin calibrar su verdadera fuerza y todas sus implicaciones en nuestra vida cotidiana. Y es que el trastorno de ansiedad y el pánico podría llamarse el padecimiento de nuestra era y lo que resulta aún más complicado de asimilar, un hecho tan común que justamente por ese motivo, pasa desapercibido.
Al menos, para mi lo fue. Desde muy niña, luché contra mi nerviosismo y ansiedad. Tenía numerosos temores, fobias y remilgos, tantos como para que mi vida cotidiana se volviera complicada y en ocasiones insoportable. Recuerdo que durante la adolescencia, me preguntaba con frecuencia por qué motivo me atemorizaban y me preocupaban cosas que a la mayoría de la gente no. Por qué razón circunstancias tan sencillas como hablar en público, presentar una tarea, hacer preguntas en voz alta a un profesor, incluso agradar o no a mis amigas, suponía una experiencia tan estresante que me dejaba exhausta. La mayoría de las veces me culpaba a mi misma: me llamaba “débil”, “quejosa”. También, me acostumbré a pensar que mi familia — en ocasiones sobreprotectora — tenía “la culpa” de mi constante zozobra, de esa inquietante sensación de siempre encontrarme al borde del desastre. El caso es que jamás imaginé que el conjunto de síntomas y comportamientos que sufría podían ser algo más que una reacción desproporcionada a ciertas ideas. Era mucho más fácil, asumir que era “cobarde” y sobre todo “incapaz” de afrontar la vida como el resto de las personas que conocía lo hacia. Un pensamiento, claro está, que además me producía una indecible tristeza. No es sencillo asumir que no eres tan fuerte como aspiras y sobre todo, tan firme como quisieras ser.
Luego del diagnóstico, las cosas no cambiaron demasiado en ese aspecto. Al principio, no sólo no creí padeciera de nada especial y de hecho, me negué a recibir terapia y medicinas. Tenía la convicción que no la necesitaba y que lo único que me ayudaría a mejorar sería “enfrentarme a mi debilidad”. Fueron años confusos y dolorosos: tenía crisis de pánico y ansiedad con tanta frecuencia que comenzaron a afectar mi vida cotidiana, tanto como para distorsionar mis rutinas diarias. Comencé a aislarme de mis amigos para evitar explicar mi, en ocasiones, extraño comportamiento. Dejé de frecuentar celebraciones, reuniones e incluso, me convencí que la mejor manera de lidiar con la perpetua sensación de angustia que me agobiaba, era simplemente no salir a ninguna parte. De manera que además de la ansiedad insistente que me atormentaba, también comencé a lidiar con un temor recurrente e insoportable a los espacios abiertos, a las aglomeraciones e incluso, a la simple interacción social. Unos años después de mi primer diagnóstico, me encontré no sólo luchando sin armas contra un trastorno cada vez más violento, sino contra una invalidante sensación de haberme encerrado en un espacio vacío, rodeada únicamente de mis temores. Abrumada y afligida tuve que aceptar que en algún punto del trayecto había perdido el control de mi vida y que necesitaba retomarlo.
No es sencillo admitir algo así. No es sencillo asimilar la idea que debes someterte a un tratamiento médico y psiquiátrico para recuperar algún tipo de estabilidad mental que te permita encontrarte tu rostro en el espejo. No es sencillo superar el miedo. Porque cuando sufres de un trastorno de ansiedad y de pánico, todo es miedo. A todas horas, por todos los motivos. Por todas las razones, incluso las más pequeñas. Cada pensamiento se convierte en una engorrosa prueba de esfuerzo mental y físico que llega a resultar insuperable. ¿Qué ocurre cuando el enemigo con el cual debes luchar eres tu mismo? ¿Qué pasa cuando cada cosa que ocurre a tu alrededor te provoca miedo, una irracional sensación de angustia y de dolor? ¿A quién acudes cuando en realidad el sufrimiento emocional que sufres es parte de procesos mentales y físicos que apenas comprendes?
Me llevó años asumir que necesitaba no sólo ayuda psiquiátrica, sino también, comprenderme a mi misma. Mis particularidades, formas de asumir el padecimiento que me atormentaba, incluso ideas tan obvias como analizar mi comportamiento más allá de la vergüenza que suele producir un trastorno semejante. Además de eso, que era imprescindible que quienes me rodeaban entendieran que era exactamente el trastorno que sufría, lo cual no era sencillo. La idea esencial de tener que contarle a alguien un sufrimiento tan privado y abstracto, me producía una enorme confusión. En una ocasión, una de mis de mis amigas más queridas, me insistió que ese no sólo era el primer paso para retomar el control de mi vida, sino de respetar mis emociones.
— Un trastorno de pánico suele mirarse como un secreto vergonzoso y no lo es. Es un sufrimiento mental y físico que necesita no sólo ser asumido desde esa perspectiva, sino además, respetado desde su profundidad. Eso terminará replantearte la manera como lo analizas sino como te afecta.
Mi amiga tiene una hija adolescente que también sufre del trastorno. Por años, ambas han lidiado juntas con los durísimos síntomas. Y siempre, me ha asombrado la sinceridad pero sobre todo, la completa firmeza como ambas reflexionan sobre lo que puede ser un padecimiento que afecta tu vida diaria de tantas maneras distintas. La escuché, con el corazón latiendo muy rápido de impaciencia y como no, miedo.
— Van a creer que estoy loca — balbuceé con dificultad. Puede parecer ser sencillo pero a la larga, se trata de un temor muy concreto. — No sé si…pueda soportar tener que explicar o…
— Podrás — me insistió — , es el único camino.
Lo fue. Recuerdo esa conversación, sentada en la sala de espera, mientras aguardo mi turno con mi nuevo psiquiatra, una mujer que no conozco muy bien. El anterior al que acudía emigró hace un mes: una historia que ya he vivido al menos cuatro veces en la última década. Venezuela tiene sus métodos para recordarte que sufrir de un trastorno de ansiedad en un país con una crisis tan colosal como la que sufre el mio, es un elemento a tener en cuenta. Uno muy grave que no puedes olvidar nunca. El mero pensamiento me hace enfriar las manos, me acelera la respiración. Por último, hago todo lo contrario y contengo el aliento. El miedo, el miedo. Tanto miedo.
El nuevo psiquiatra es un hombre joven que sabe escuchar. Eso es bueno, me digo mientras trato de explicar con dificultad que vuelvo a tener crisis de pánico y ansiedad con mucha frecuencia, que tengo la sensación mi cuerpo es incapaz de vencer la resistencia que me provoca un país es escombros, la noción que la amenaza está en todas partes. Un peso invisible que sujeto con torpeza y que nunca puedo sobrellevar del todo.
— ¿Qué amenaza? — pregunta. Suspiro.
— La crisis económica. La inseguridad. Es imposible sentirse seguro en alguna parte, tener…algo de control.
Se me llenan los ojos de lágrimas. Trato de lo que no lo note. Pero lo hace: me extiende una caja de cartón con toallas de papel y me seco las mejillas. Él me mira con paciencia, los ojos muy grandes detrás de los anteojos de aumento.
— El control es una ilusión, pero para ti además, es la forma en que intentas recuperar algún equilibrio — dice — Venezuela es pura incertidumbre y lidiar con esa percepción de las cosas, te hace daño. Es lógico, es natural.
No sé que responder a eso. Me quedo en silencio, miro la caja sobre mis rodillas. Las piernas rígidas. Cada parte de mi cuerpo se tensa para recordarme el agobio, el miedo que persiste. La sensación que la vida se me escapa entre las manos. Cuando vuelvo a llorar, mi psiquiatra se inclina para mirarme a los ojos.
— Podrás hacerlo. Lograrás estar mejor. Pero tienes que creerlo.
¡Ojalá pudiera! pienso y siento una cólera blanda, deslucida. Ojalá pudiera creer en algo semejante. Pero no puedo. La ansiedad no me lo permite. No es un enemigo fácil de vencer.
Miércoles:
En medio de la calle, de pronto la multitud de transeúntes, el sonido del tráfico, la temperatura y el miedo, ese que me acompaña a todas partes, me sofoca. Siento como los brazos y la espalda se me tensan en una especie de movimiento misterioso, que me deja paralizada y dolorida. Me contengo, con los dientes apretados, los ojos llenos de lágrimas. Y de pronto, solo logro tomar una bocanada de aire, los pulmones aplastados por el miedo, por una sensación de profunda angustia. Tengo la impresión que el mundo a mi alrededor se sacude, se hace borroso. El miedo se hace insoportable. También mi dolor.
Jueves:
La primera vez que sufrí una crisis de ansiedad, no supe que me ocurría. Perpleja y abrumada, creí que enloquecía, un paroxismo de pura emoción que no supe ni pude controlar. Me avergoncé, me sentí profundamente culpable. ¿De qué me responsabilizaba? De mi “dramatismo”, “exageración” e “Hipersensibilidad”. O al menos, así asumí el golpe de sentirme tan vulnerable y frágil. No se lo conté a nadie — a pesar que la sensación que me derrumbaba físicamente me aterrorizó — y preferí creer que había sufrido una “vulgar” crisis de nervios. Ese tipo de cosas locas que suelen ocurrir a la quienes carecen de autocontrol.
Tenía dieciséis años cuando sucedió. Era la Universitaria más joven de mi salón de clase y también la más confusa. Todavía no estaba segura si había tomado la decisión correcta al comenzar una licenciatura en derecho y esa vaga sensación de incertidumbre se convirtió en otra cosa: una punzante angustia con la que debía lidiar con frecuencia. Diariamente, despertaba con una sensación de tensión que me costaba un esfuerzo considerable superar. Levantarme de la cama también era complicado: todos los días tenía que convencerme que podía hacerlo, que tenía al menos que intentarlo. Y a pesar de toda esa incomodidad, de los dolores estomacales, de las migrañas súbitas y la progresiva sensación de perdida de control, continúe pensando durante un buen tiempo que simplemente se trataba de “exageraciones” mías. Después de todo, nadie parecía enloquecer por tener que subir al Metro o enfrentarse a un temor insuperable por llevar a cabo el examen de alguna asignatura. Por tanto, lo que sufría debía ser una anormalidad, una idea exagerada de la realidad.
Sobrellevé con mucho esfuerzo mi trastorno de pánico durante los años Universitarios. Ya por entonces, sabía que sufría de algún tipo de padecimiento mental, pero la mayoría de las veces, me parecía más fácil disminuirlo o menospreciarlo que enfrentarme a él. Después de todo, era una estudiante exitosa, una becaria con un futuro prometedor y además, una mujer joven que se sentía relativamente feliz con su vida. Pero de vez en cuando, la sensación que una angustia insuperable me desbordaba, volvía para recordarme que algo estaba pasando, que realmente estaba sufriendo un tipo de trastorno que no podía controlar. Además, esa necesidad de ocultar lo que me ocurría se mezcló con esa especie de vergüenza diaria de “estar loca”. Porque así se resume, en nuestra sociedad tan profundamente árida en ocasiones y sobre todo, que poco comprende el valor de la salud mental, esas dolencias invisibles, inexplicables en ocasiones, pero tan dolorosas como cualquier otra. Continué insistiendo — intentando convencerme, quizás — que lo que me ocurría era un síntoma de mi naturaleza dramática, de mi personalidad ansiosa y por último, una muestra de malcriadez. Incluso cuando el trastorno empeoró y me sentía constantemente profundamente agotada por el solo hecho de contener mi miedo y mi pánico, continué pensando que no se trataba de un padecimiento mental, sino de un rasgo de carácter. Algo que debía ocultar lo mejor que pudiera, que debía disimular.
Muchos años después, sabría que muchas veces, la ansiedad no se diagnostica de inmediato y de manera directa, sino a través de un segundo padecimiento. Como me ocurrió a mi: A los veintiún años padecí un grave trastorno alimenticio que me llevó al consultorio de un psiquiatra. Fue entonces cuando descubrí — admití, más bien — que esa abrumadora y constante sensación de miedo y estrés, era parte de un problema físico y bastante serio, por cierto. Escuché a mi psiquiatra sin creérmelo, como si su punto de vista me permitiera mirar mi trastorno de una manera totalmente distintiva me aliviara. Como si sus palabras hicieran visible mi dolorosa relación con mi vida y mi manera de comprenderla.
- Un trastorno de ansiedad es un padecimiento que puede empeorar y aumentar si no recibe tratamiento. O propiciar otras conductas más graves — me explicó — y no se trata de tu malcriadez, tu educación o tu autocontrol. Se trata de una enfermedad y como tal debes asumirla. Y brindarte la oportunidad de comprender que te ocurre para que puedas mejorar. No hay vergonzoso en lo que sientes y mucho menos, es tu culpa.
Fue una revelación que me desconcertó. Por años me había convencido que lo que sufría era una consecuencia de mi mal carácter, mi incapacidad para manejar situaciones estresantes o incluso, mi cobardía. Entender que el trastorno de ansiedad era una enfermedad me sacudió, me hizo reconstruir varias opiniones y conceptos sobre mi misma pero aún más, me hizo asumir la responsabilidad — ahora sí, la real — sobre lo que podía o no hacer para mejorar. Fue un proceso lento y gradual, pero que me brindó la oportunidad de mejorar en la medida que el padecimiento fue una idea real que debía comprender y no una visión distorsionada sobre mi misma. Una nueva perspectiva incluso sobre mi salud mental y lo que fue aún más revelador y satisfactorio, mi propia identidad.
Viernes:
Luego de varios año en terapia, fui diagnosticada formalmente con un paciente de TAG (trastorno de ansiedad generalizada), un padecimiento que dificulta el control sobre las emociones y sobre todo, mi capacidad para sobrellevar situaciones muy estresantes. Y es en algún punto, perdí el control de como asumo y construyo mis decisiones, mi ideas y más aún, mi interpretación sobre el mundo. Un paciente de TAG puede verse superado y aplastado por preocupaciones muy sencillas y con frecuencia, les lleva mucho esfuerzo diferenciar sus temores y la realidad.
- La ansiedad puede provocar que simplemente no puedas lidiar con las actividades diarias — me explicó mi psiquiatra — como si tu mente fuera incapaz de discernir entre los temores reales y tu percepción sobre ellos. La ansiedad aumenta, el temor a lo que pueda ocurrir te sofoca y finalmente, se convierte en un síntoma físico que no puedes comprender en realidad. Es esa confusión sobre lo que te ocurre lo que dificulta el diagnóstico y peor aún, complica un posible tratamiento y solución.
Nuestra segunda sesión me resulta más cómoda que la primera. Llueve y el golpeteo de las gotas en la ventana me relajan, algo que me ocurre muy pocas veces. Pero aún tengo las manos cruzadas con fuerza sobre el regazo. Los dedos aferrados con tanta fuerza a la tela del pantalón que llevo, que cuando regrese a casa, descubriré que tengo ampollas en las yemas. Pero el sonido de la lluvia hace todo más soportable. Indoloro, quizás.
Durante los momentos más duros de mis crisis de angustia, solía preguntarme si a todo el mundo le afectaba de la misma forma que a mi la ansiedad y la angustia. Me tomó unos cuantos años entender que el trastorno de ansiedad, los ataques de pánico y otros padecimientos relacionados con la salud mental, pocas veces son tomados en serio y sobre todo, asumidos como un cuadro clínico real. Como me ocurrió a mi, muchísimos pacientes están convencidos que la angustia, el miedo, la ansiedad y el dolor pueden ser controlables por un mero esfuerzo de voluntad. Y si bien en cierto que todos nos preocupamos en menor medida por problemas comunes como la salud, el dinero y dilemas domésticos, la manera como nos afecta es de hecho una reacción por completo personal y distinta en cada uno de nosotros. Mucho más, si esa preocupación constante se convierte en invalidante, como le ocurre a los que sufrimos un trastorno de ansiedad crónico.
- El trastorno de ansiedad generalizada es un cuadro médico absolutamente real — prosigue el psiquiatra — hay una idea muy común y abstracta que la ansiedad es una problema de carácter. Se habla de autocontrol, de intentar “tranquilizarse”, y esa percepción minimiza lo que asumimos como enfermedad mental.
El doctor me cuenta que atiende a unos diez pacientes mensuales con trastornos de pánico y ataques de pánico, que nunca habían sido diagnosticados. Me explica que la gran mayoría confunde lo que sufre con algún tipo de cuadro médico cardíaco y es que usualmente, los síntomas pueden ser muy parecidos: el paciente puede sentir calor o frío extremo sin razón aparente, hormigueo en las manos o perder la sensibilidad en algunos dedos y en casos muy agudos, sentir náuseas, dolor en el pecho, o sensaciones asfixiantes. Además, los ataques de pánico usualmente provocan una sensación de irrealidad, miedo a una fatalidad inminente, o miedo de perder el control. Todo lo anterior, crea una reacción inmediata y violenta de temor y profunda angustia.
- Muchos pacientes con trastorno de pánico o ansiedad visitan todo tipo de médicos de diversas especialidades hasta que finalmente comprueban o asumen, que es lo mismo, que lo que les ocurre es mental — me explica — e incluso en ese momento, luchan contra la idea de estar “locos”. Porque en Venezuela, la salud mental se define en ideas muy concretas y rudimentarias. Y “la locura” parece abarcar toda una serie de padecimiento que van desde verdaderos problemas de comportamiento a cuadros ansiosos, todos comprendidos de la misma manera y desde el mismo punto de vista impreciso.
La locura. Vaya palabra esa. ¿Estoy loca? ¿Eso es lo que ocurre? Sería tan sencillo que eso fuera todo, que fuera suficiente con esa palabra, pero por supuesto, no lo es.
Sábado:
Un paso a la vez, pienso mientras camino por la calle repleta de paseantes. Aún siento la ligera ansiedad que me golpea las sienes, como si se tratara de un leve recordatorio del pánico que otras veces me ha dejado paralizada, golpeada. Pero en esta ocasión, puedo sonreír. Puedo avanzar y de pronto, el mundo no es un lugar inhóspito y aterrorizante, sino un momento de la realidad. Una manera de mirarme a mi misma, quizás.
Domingo:
Hace unos días, un cliente a quien acababa de conocer me comentó que era “bastante distinta” a como me había imaginado. En fotografía suelen ocurrir cosas parecidas — para mucha gente, la profesión sigue siendo “cosa de hombres” — pero en esta ocasión, tuve la impresión había algo distinto en la forma en que lo comentó Un poco aturdida, esperé a que me explicara semejante frase, sin saber aún si tomarlo a insulto o de qué otra manera.
— Ah no no, me refiero a que se ve bastante tranquila — explicó — me la imaginaba…un poco más nerviosa.
— ¿Por qué?
— Leí varios de sus artículos sobre…la enfermedad que sufre. Pensé…que estaría un poco…
Se sonrojó. Intenté no sonreír divertida mientras tomaba un sorbo de la taza de café que tenía entre las manos y lo contemplaba luchar con su incomodidad. ¿Qué pensaba este buen hombre? ¿Imaginaba que la mujer con quién había conversado por semanas a través de escuetos correos y cortas llamadas telefónicas llegaría con la camisa de fuerza a cuestas? ¿Con las manos temblorosas? ¿Que me echaría a llorar por alguna razón inexplicable? Aguardé hasta que mi interlocutor logró retomar el hilo de la conversación, pasándose un pulcro pañuelo por la frente.
— Estoy loca pero no incurable — le dije. Me miró con los ojos muy abiertos — No se preocupe, me río de mi misma siempre que puedo.
Ahora fue él quien sonrió. Noté el alivio en su rostro e supuse que mi tono burlón había disipado la tensión en la conversación. Luego de algunos minutos, suspiró con un gesto casi melodramático, agregó un par de cucharadas de azúcar al té que tomaba y sacudió la cabeza.
— Lo que pasa es que le leí y pensé que el pánico era una cosa…incontrolable.
— Lo es — afirmé — pero pasado el tiempo, las cosas mejoran.
Mi cliente se refería claro, al trastorno de pánico y ansiedad generalizada que sufro. He escrito sobre el tema el suficiente tiempo como para encontrarme familiarizada con la sorpresa, los prejuicios y la cautela ajena. Pero desde hace más de una década, me propuse normalizar el hecho de padecer un trastorno psiquiátrico que requiere terapia y medicación. Por supuesto, en un país tan prejuicioso como el mío — y con tan poca empatía con circunstancias semejantes — ha sido una labor titánica. La mayoría del tiempo, escucho comentarios como los de mi futuro cliente o comentarios directamente crueles sobre mi estado mental. En una ocasión, un escritor al que acababa de conocer me dijo que me veía “sana para acabar de salir del manicomio” — a lo que le respondí que eso era debido a la sangre con que me había bañado antes de asistir al lugar en que nos encontrábamos — y en más de una vez, he tenido que lidiar con la discriminación que provoca el desconocimiento sobre lo que en realidad, es un cuadro médico como el que sufro.
— ¿Se llega a mejorar de algo así? — preguntó el hombre. Oh, esto va para largo, pensé con paciencia.
— Sí, pero para hacerlo se requieren algunas cosas.
El hecho es que sí, sin duda se puede mejorar de un trastorno de pánico como el que sufro (y que padece, según cifras la OMS, el 35% de los adultos entre los 25 y 45 años) pero se trata de un proceso arduo, que requiere esfuerzo, trabajo, pero sobre todo, comprender que cualquier padecimiento de índole psiquiátrico requiere atención médica y farmacológica apropiada, a la que muy pocos pacientes tienen acceso.
Lunes:
Despierto de nuevo con un nudo de ansiedad en la garganta. No sé qué soñaba y después no lo recordaré. Pero la ansiedad está allí de nuevo. Una sensación ponzoñosa, tan dura de sobrellevar que me echo a llorar aunque no me he levantado de la cama. ¿Cuantas veces me ocurre lo mismo? ¿Cuantas veces me dejo llevar por el agobio? No lo sé.
En una escena de la película “The Avengers” (Joss Whedon-2012), el doctor Bruce Banner — Mark Ruffalo — se vuelve para mirar al resto del equipo de superhéroes, justo antes de convertirse — en apariencia a voluntad — en la criatura enorme y de piel color verde llamada Hulk. A unos metros de distancia, el Capitán América — encarnado por el actor Chris Evans- le devuelve la mirada intrigado.
— Doctor Banner ¿Cual es su secreto para disgustarse tan pronto? — le pregunta , cuándo Banner encorva los hombros y se prepara para acometer la transformación. Banner sonríe casi con malicia mientras los hombros se le ensanchan y todo su cuerpo se deforma para transformarse en el peligroso alter ego del científico.
— Ese es mi secreto — confiesa — Siempre estoy disgustado.
Se podría decir que el buen doctor Banner y la pandilla de ansiosos del mundo compartimos el mismo secreto. Porque cuando alguien me pregunta cómo logro controlar mi natural nerviosismo y neurosis, no puedo evitar sonreír con tristeza. Porque la verdad es que siempre estoy ansiosa. De la mañana a la noche, siempre estoy al borde del desastre emocional. O al menos, creyendo que lo estoy.
Lo sé, suena melodramático. Nadie que no haya sufrido un cuadro de ansiedad aguda entiende realmente lo que significa la constante sensación de miedo que te abruma a toda hora. Y hablo de toda hora: desde que despiertas, preocupado por todo lo que tendrás que hacer — y probablemente no podrás llevar a cabo — , hasta que te vas a dormir obsesionado por ciento de imprecisas proyecciones sobre el dolor, la angustia, la desazón y el temor. No resulta un panorama sencillo de explicar y mucho menos de entender, pero es exactamente lo que sucede. De manera que como el doctor Banner — que siempre está muy cerca de convertirse en un monstruo peligroso e incontrolable — , el ansioso siempre está a punto de estallar. De avanzar hacia ese terreno impreciso donde las fobias y preocupaciones se entremezclan para crear un terreno minado que seguramente estallará la menor provocación.
Y no se trata que el ansioso no pueda — o quiera — controlarse o que algo — alguien — a su alrededor le provoque la insistente sensación que le acosa a cada minuto en que está despierto. La ansiedad es un padecimiento psiquiátrico que afecta la vida corriente de quien lo sufre. Incluso en las más mínimas cosas. De manera que el ansioso siempre se encontrará a medio camino entre intentar controlarse — sin lograrlo — o en pleno estallido y tratando de controlarse también. Por supuesto en medio de una situación tan caótica y sofocante, el ansioso debe aprender a vivir no sólo con las consecuencias de su trastorno sino también con las pequeñas cosas de la vida cotidiana que no deberían afectar a nadie …pero que en nuestro caso si lo hacen. No hay nada sencillo para un ansioso y de hecho, cada día significa un esfuerzo considerable en avanzar hacia cierta normalidad. En encontrar algún punto de equilibrio entre el temor — esa sensación desconcertante que te deja sin control de tu mente en mucha más ocasiones de las que deseas admitir — y la vida que deseas vivir. Una idea que no siempre logras conciliar pero que sin embargo, continúas intentando lograr siempre que puedes.
De manera que sí, la ansiedad para alguien que la sufre es un elemento constante a toda hora, todos los días y en cada momento de su vida. Y por ese motivo, pensé que la mejor forma de ilustrar cómo es la vida de alguien que padece cualquier trastorno relacionado al estrés, ansiedad y pánico, es describiendo situaciones aparentemente sencillas que para cualquiera de nosotros no lo son tanto. Pequeñas escenas cotidianas que parecieran ser simples fragmentos rutinarios que para cualquiera que soporta el miedo a toda hora, no lo son.