Crónicas de la loca neurótica.

El día que Batman me reclamó por ser una feminista y el arte de la maravilla en un país sin nombre.

Aglaia Berlutti
20 min readDec 17, 2019
Este hombre que está aquí, se ha tomado la molestia de cuestionar mi pensamiento político. ¡Que honor!

*En el ascensor*

— ¡Vecina! ¿Que tal está el bebé?
— ¿Cual bebé?

Silencio incómodo. Se me escapa una carcajada que no puedo contener.

— Se llama “kilos de más” vecino — respondo — así lo puse.

Hace unos días, pensé que durante el año me esforcé muchísimo por mejorar mi manera de escribir, pero sobre todo, por contar historias adultas. Nada de pequeñas anécdotas graciosas, de hacer chistes fuera de lugar, juegos de palabras sin el menor sentido. Menos aún, insistir en usar en mitad de conversaciones con desconocidas, mis habituales referencias pop. Pero en realidad, soy incorregible. Ya me lo decía una de las monjas bigotonas que me educó, a la que solía enfurecer mi hábito de hacer chistes malos — realmente muy malos, querida concurrencia — en los momentos más tensos y formales.

— ¿Cómo se te ha ocurrido preguntar qué pasaría si a la hostia de Superman le añadían Kryptonita?

Esta es una anécdota que mi madre y mis tias suelen recordar con mucha claridad: fue la primera vez que me expulsaron del colegio — la primera de docenas — y de las pocas, por una razón tan fútil como un chiste. Pero tenía diez años y la cuestión de la santidad de los símbolos cristianos, me tenía fascinada. Si existía un poder semejante ¿tenía el mismo efecto en todos? ¿Incluso para los que no profesaban la fe cristiana? ¿O para Superman, vecino del desaparecido Krypton?

— Sabes que es una cosa ridícula que le hayas dicho a esa mujer una cosa así — dijo mi madre, aburrida, cansada — ¿para qué hacerlo?

Ah, había muchas razones pero a mi madre no le gustaría escuchar ninguna. En primer lugar, porque me encontraba en un salón con cuarenta y cinco alumnas más, un viernes por la tarde, mientras la Monja en cuestión desgranaba el rosario y trataba de hacernos repetir las letanías. Aunque me educaron para respetar las creencias ajenas, en realidad, tenía la clarísima sensación que estaba a punto de caer al suelo muerta o dormida de puro tedio. La otra razón era más simple: ya por entonces, era aficionada a mezclar mundos, creencias, ideas en una florida combinación que ni yo misma entendía todas las veces. De modo que la idea de lo que podría ocurrir si un alienígena tomaba el cuerpo de Cristo relleno con la única sustancia que podía matarlo, me pareció lógica. ¿No se supone que Dios podría protegerle? ¿Que el mismo acto de la comunión era inherente a una inmediata salvación? La pregunta no fue del todo malintencionada, aunque si bastante inoportuna. La Monja estaba tan aburrida y acalorada como yo en aquel salón diminuto repleto de alumnas. Me dedicó una de sus miradas duras — las frecuentes — y después, me envío a la dirección. “De donde no espero que vuelvas”.

— No tenías necesidad de buscarte esto.
— ¿Pero qué tiene de malo hacerse preguntas estúpidas y raras?

Esa también era una buena pregunta. No tan buena como Superman y la Hostia, pero también me intrigó lo suficiente como para tenerme los tres días del castigo, haciéndome preguntas sobre por qué incomoda en tantas maneras que alguien diga algo inesperado, extraño, sólo estúpido. Aclaro, tenía diez años y no pensaba en términos tan sofisticados, pero si tuve la vaga idea que el humor y la curiosidad eran de ese tipo de cosas que podían molestar si iban juntas.

— ¿Y cómo te miró la Monja?

Mi prima C. era más divertida que mi mamá por supuesto y le encantó todo el lio de Superman, el sacramento y la expulsión fulminante. Cuando al final le pregunté si de verdad me había excedido, si era irrespetuoso lo que había hecho, se encogió de hombros.

— ¿Lo hiciste para molestar a la vieja esa?
— Sí — admití sin más — pero también quería saber. ¿Qué es Dios? ¿Cómo lo entiende ella?

Mi prima se encogió de hombros. Nos separan ocho años y por supuesto, pertenecemos a generaciones distintas, lo cual a cierta edad, equivale a vivir en mundos por completos diferentes. Pero aún así, siempre hemos encontrado la forma de conversar. De pequeña, era la única persona “adulta” a quien le podía confiar semejantes cuestiones sin llevarme un regaño. Pero en esta ocasión no hubo respuesta.

— Yo te digo, ríete de lo que te de la gana — me dijo — al final ¿qué más queda?

Seguramente me lo decía por salir del paso, por sacarse de encima a la prima pequeña que tenía que cuidar, pero me gustó la frase. Me gustó el pensamiento que reír estaba bien, que el sentido del humor tenía un lugar importante en la vida, en la forma de expresarse. De nuevo: no soy ninguna genio y por supuesto, no pensaba en términos semejantes. Pero si llegué a la conclusión que reír no era digno de castigo, de molestia, de regaños. Reír y hacer preguntas, tenía un cariz de vida como pocas cosas los tenían a mi alrededor. De modo que ¿Por qué no hacerlo?

— Porque te van a joder…
— Dijiste una grosería — le recordé a mi prima en tono neutro.
— Y diré muchas más — soltó una carcajada — haz lo que quieras. Al final es lo importante.

Hacer lo que quiera. ¿Quién hace algo semejante a los diez años? Yo no, por supuesto, aunque volví a la escuela al lunes siguiente y la Monja del rosario me dedicó una larga mirada apreciativa. Cuando se acercó, la miré con tranquilidad.

— Algo te habrá enseñado todo esto — dijo.
— Algo — repetí.

Y sonreí. O en mi mente, me veo sonriente, de pie, ufana. Vamos Monja demoníaca, ven aquí y castígame, que te voy a seguir preguntando si el lazo de Hestia no es más efectivo que un confesionario, si no es más práctico que Superman lleve las almas al cielo, si Batman debe decirle al sacerdote que tiene una baticueva para comulgar, si Linterna Verde cometería blasfemia si crea un rosario verde, que pasaría el doctor Manhattan se pasea desnudo por la sacristía. Pero por supuesto, no pasó así. Lo más probable es que apreté los labios — era los tiempos prehistóricos antes de la ortodoncia y había mucho que mostrar en ese apartado — y corrí al patio, haciéndome preguntas, riéndome en secreto. Sintiéndome libre sólo por hacerlo.

*En el ascensor. Un vecino me mira la camiseta que llevo puesta*

— ¡Vecina! ¡No sabía que le gustaba Raphael!
— ¿Raphael?
— ¿No es ese el de su camiseta?
— ¡No! ¡Es Carl Sagan!

Silencio incómodo.
— ¿También es cantante como Raphael?
— ¿Carl Sagan? No señor, es astrofísico.
— ¿Es Astrofísico y canta?
— ¿Pero quién dijo que canta?

Hace unos días, escribí un artículo sobre el manterrupting, ese fenómeno incómodo que hace que algunos hombres consideren del todo natural interrumpir de forma frecuente y sin motivo la conversación de una mujer. No es que sea el tema más urgente en la agitada agenda feminista mundial, pero de vez en cuando, es bueno recordar a la audiencia, que el feminismo es mucho más que coreografías multitudinarias, debates muy serios sobre temas sesudos y debates sobre grandes posiciones políticas. Que la defensa por los derechos de la mujer, comienza también en las pequeñas cosas, en el aprecio de sus ideas y palabras — orales y escritas — pero sobre todo, en el hecho de asumir que los pequeños cambios, son extraordinarios.

Me llevó esfuerzos escribir el artículo, porque por lo general tengo un tono de voz chillón — italianamente chillón, nada más — , me empecino con los temas y suelo ponerme bastante intratable sobre algunos tópicos. De modo que interrumpirme no es lo que se dice fácil, a menos que quieras soportar a una mujer enfurecida que te mira con ánimo de pelea a media que sube la voz hasta que solo la escuchan los perros. Bromas aparte, mi grupo de amigos está integrado por hombres fantásticos, adorables, sensibles e inteligentes con quien conversar es una delicia. Así que escribí del tema por todas las mujeres que…bueno, las interrumpen y no pueden hacerlo. ¿Eso es un chiste? Es bastante malo, de ser así.

Volviendo al tema, no es un artículo que pensara levantara pasiones o nada semejantes, hasta que un usuario en Twitter, decidió que era un buen momento para recordarme que “la agenda feminazi de izquierda edulcorada” (es una frase textual, querido público) utilizaba métodos misteriosos para manifestarse. Le hubiera dado el tratamiento habitual — block, olvido — a no ser porque el augusto comentarista tuvo a bien de bautizarse como…Bruce Wayne. Sí, lo digo en serio. Un hombre llamado Bruce Wayne, vino a decirme que estaba mal ser feminista. A mí, una nerd en estado puro. No supe como tomarme aquello. Además de la risa, claro.

Veamos, antes de continuar, vale la pena aclarar que mi relación con Batman es de larga data. Es mi superhéroe favorito, el que más admiro, el que considero más simbólico. Por favor ¿podría ser de otra manera? Hablamos de un sujeto devastado por la muerte a balazos de sus padres, que se transforma en un adulto traumatizado, levemente despiadado y que bordea la locura a diario. Una criatura nocturna y ambigua que promete no matarte pero bien puede romperte las piernas, el cráneo y dejarte bien cerquita de la muerte. Además, tiene un alter ego que el mundo real sería algo así como el Kim Kardashian de una Gotham imaginada por David Mamet. ¿Se puede ser más perfecto? ¿Se puede ser más extraño, inquietante? Pues Batman es todo eso. Además de todo, tiene una obsesión semi erótica por un villano con el rostro deforme basado en Conrad Veidt y tiene tan poco sentido de sus fortaleza física y limites, que ha tenido la osadía de intentar caerse a puño limpio con Superman, que debió sentir pena de ver a este monstruo dickesiano con toques góticos, retándole a una batalla a muerte. Para bien o para mal, Batman es la encarnación de la osadía del débil, del dolor convertido en una catarsis tenebrosa, en la posibilidad del bien y del mal muy cerca del mundo tal y como lo conocemos, al borde de la barbarie y la anarquía.

Pues bien, Bruce Wayne, el encantador hijo de las Tinieblas de una ciudad grotesca, me reclamó por mi pensamiento político. Lo hizo además, con un argumento blandito, sin ningún sentido. Sacado de las profundidades de no entender demasiado que una mujer necesita batallar por sus derechos porque nadie lo hará por ella. Y que esa misma mujer, puede tener el cabello largo, muchas tarjetas de créditos — deudas también — , creer en el libre mercado y considerar al comunismo como la octava plaga bíblica. ¿Bruce Wayne sería izquierdista o ultraderecha?

— ¿De verdad te estás preguntando eso?

Mi amigo A. sacude la cabeza mientras me escucha. Nos encontramos en un café pequeño de Caracas, mientras estornudo sin parar. Vuelvo a estar resfriada, cansada y sin voz, porque al parecer, parte del paquete de casi llegar al cuarto piso de mi vida, implica que cualquier cambio de temperatura me afecte de manera capital. Así que aquí estamos, con la nariz hinchada, los ojos entrecerrados, dolor de cabeza, fiebre, pero con buen café por delante. Y debatiendo, porque no puede ser de otra forma, sobre la postura política de Batman.

— Pero claro, no es Batman, es lo que representa.

Hay algo interesante en las nuevas mitologías. En la forma en que se conectan con la psiquis colectiva y la manera en que se elaboran como pequeñas y extrañas versiones de la realidad. Recordé por supuesto, la hostia con Kryptonita. ¿Me animaba el mismo deseo infantil de simplemente fastidiar? Oye, pero aquí hay algo, pensé. Estornudé de nuevo. Me sequé la nariz con el pañuelo. Me froté los ojos. ¿Para qué vine en primer lugar? Ah, sí. Mi psiquiatra insiste que debo salir de vez en cuando de mi reclusión de mujer ansiosa. Y escojo exactamente el día en que me lleva esfuerzos respirar, moverme e incluso hablar. Porque así soy.

(En realidad, es por el café y el buen chocolate, recordemos que mi vecino creyó que era la feliz madre de unos diez kilos de más)

— ¿Y qué representa?
— Hay una idea muy singular que rodea a los cruzados enmascarados. Moore la teorizó muy bien en Watchmen: el alter ego colectivo busca la justicia o la crueldad. No hay términos medios. Te cubres la cara porque la justicia te pondrá en peligro o te vuelves peligroso, dices lo que no te atreverías en otras circunstancias. Ese es Batman.
— Y por eso te parece curioso el tipo de Twitter.
— Me parece curioso porque seguramente cree que lleva a cabo su propia cruzada — respondí — ha de estar convencido que hay algo esencialmente bueno en lo que hace. Que las feminazis o como se las imagina son un peligro latente que sacudirá el mundo tal y como lo conocemos.

Algunas personas tienen ideas extrañas sobre el mundo. Lo simplifican a niveles comprensibles, los consumen desde puntos de vista frágiles que les permiten no cuestionar el orden que sostienen las cosas. De modo que los extremos, son en realidad una misma cosa: todos depuramos hasta lo imposible las ideas más complejas, las más duras de asumir, las más complicadas.

— De modo que Batman sería…
— Batman es Capitalista — salta mi amigo — compra bancos y esas cosas. Le gusta el dinero.
— Bueno, es que ese es su superpoder.
— Ya quisiera tenerlo yo.
— Iron Man le copió la idea.

Mi amigo suelta la carcajada. Y yo también, aunque después termino estornudando, aturdida, afiebrada. Pero sí, vale la pena reírse, vale la pena hacerse preguntas ridículas. Sobre todo si Batman aparece por allí para cuestionarte tus ideas.

*En el supermercado. Intento decidir cual es el cilantro y cual es el perejil. Una mujer me mira sostener las ramitad y mirarlas con cuidadosa atención*

— Llévese la olorosa — me dice.
— Quiero Perejil, ¿es esa?
— No tengo idea — sonríe — pero mejor la que huele bonito. Al final la vida es así de simple.

Una de mis amigas insiste que siempre escribo historias tristes y un poco dramáticas. Cuando no de terror, claro. Esas son mis favoritas: siempre muere alguien de manera sangrienta (muy sangrienta, a ser posible) y hay al menos un par de monstruos, para no decepcionar al público hipotético. También amo las casa embrujadas, los lugares con el terror al ras de la tierra, los bosques…

— Agla, no sigas, la idea se entendió — me interrumpe mi amiga — el hecho es que ya es suficiente de historias tristes.

Vaya, ¿dije eso en voz alta? No sé qué responder a continuación. La verdad es que sí, mi radar sobre lo cotidiano se inclina con mucha frecuencia a contar el país en ruinas que heredamos de una revolución que jamás existió. Siento una especie de deber ineludible de hablar sobre las colas en la calle, la ciudad hostil, los emigrantes, las ausencias. Todo eso en un tono doloroso y casi trágico. Pero la verdad…mi vida es mucho más que eso, me digo con la taza de café entre las manos. Una buena taza de café, en realidad. Alguien me lo envió en un paquete certificado desde Colombia y el olor suculento se extiende por toda la cocina, vívido y apetitoso. Bueno, tengo café, me digo. Eso eso bueno. Y en plena hiperinflación, prosigo en mi mente mientras mi amiga me mira con una ceja enarcada. No todo es tan ¿qué?

— Funesto o melodramático, te pasan cosas muy graciosas — dice mi amiga.
— A todos.
— A ti con más frecuencia.

La verdad, me pasan muchas cosas sin sentido con singular y exuberante frecuencia, para ser exactos. Tengo vecinos chismosos, amigos estrafalarios y también, un blog que tiene una buena media de lectura de casi mil visitantes diarios, que me deja las anécdotas más extrañas. Además…

— Eres feminista.
— Lo dices como si fuera un condicionante para la rareza.
— ¡Pero lo es!

Lo es, claro que sí y no puedo evitar reír a carcajadas cuando lo admito en voz alta. Ser feminista en un país machista es enfrentarte a todo tipo de críticas, lidiar con la incredulidad ajena y como si eso no fuera suficiente, con la agresividad del macho alfa lomo plateado local, que intenta dejarte claro cada vez que puede — y si es bastante más de lo soportable — que estás equivocada. Y a Bruce Wayne, de vez en cuando, no lo olvidemos, que llega desde la profundidades de Gotham para plantearte sus inquietudes políticas sobre feministas con afiliación al partido Nazi. Pero en esencia, los que todos quieren dejarte claro es que estás equivocada: Que lo estás en todo lo que planteas y que el mundo algún día te lo dejará claro, ya sea por las ilustradas “criticas” de los esforzados lectores de memes y artículos de clickbait, como por el hecho que admita que este un país — continente — incorregible y por tanto, luchar contra la corriente no tiene ningún sentido. Pero continúo intentándolo, claro que sí. Y lo hago por puro gusto además.

— Yo contaría lo de los fotopipes — dice mi amiga con una sonrisa de pillete — lo contaría en un buen artículo.
— ¿Para qué?
— Porque eso también te pasa. No sólo las primas que se van o la soledad…

Me río de nuevo. Que te envíen un fotopipe — así le llamamos en Venezuela a una fotografía casual de un pene masculino, la mayoría de las veces anónimo — es una experiencia que te hace dudar con seriedad de la salud mental de la humanidad. La de quien lo envía y por supuesto, la propia. La idea se me ocurre cada vez que abro un mensaje privado en cualquier red social e incluso en mi correo y encuentro una fotografía de un pene. Así, sin más. El pene en toda su gloria circuncidada — si ese día tengo tanta suerte como para ganarme el Loto Florida — o con su bonito capuchón hinchado y a veces, con algo que puede ser papel higiénico…o quién sabe qué. Con o sin vello púbico, con una barriguita que cuelga y lo hace parecer un fenómeno salido de la grasa o con un vientre plano, que le brinda la oportunidad de curvarse a la derecha o la izquierda, según lo que la biología ordene. Con una gran vena robusta o un hilito azul. Siempre erectos, porque si vamos a enviarle un fotopipe a la feminazi, tiene que demostrar que hay un macho feliz de su gran faloactractivo. Al final, la cosa es lo mismo: Estoy viendo un trozo de carne ajena — un trozo de carne erecta — que intenta ¿qué? ¿Provocarme? ¿Llevarme a un rápido estado de lujuria? ¿Aleccionarme? Ya dejé de hacerme esas preguntas. Ya dejé de preguntarme en qué podía estar pensando un varón funcional de más de diecisiete al enviarme un primerísimo primer plano de su órgano sexual. Ya dejé de preguntarme por qué alguien podría creer que la imagen de un pene sin nada más que añadir, puede resultar atractivo. Y como ya no me pregunto nada, entonces ahora los bautizo. Con el poder y la Gracia que me ha concedido el buen humor patrio, me lanzo en la definitiva labor de llevar alegría a mis fotospipes dándoles un nombrecito.
La cosa se pone divertida entonces. Por ejemplo, hace una semana me llegó “Zulbarán”. Un pene largo, torcido a la derecha, moreno y con tanto vello púbico para recordar a los bigotes de Pancho Villa. Así que “Zulbarán”. Descargo la imagen, le añado el nombre. Y también un par de ojitos en Photoshop. Ahora “Zulbarán” tiene el aspecto de un revolucionario mexicano. Le agrego un sombrerito. ¿No es lindo? Listo y a la carpeta.

Después me llegó “Johnny English”. Debo mencionar que ese día había publicado un artículo sobre feminismo, lo que hace que los machos alfa lomo plateado que me leen, necesiten demostrarme que mi argumentación está equivocada…porque bueno, a ver ¿Por qué ellos tienen pene y yo no? Pues parece. Johnny English es pálido, largo y parece tener problemas para mantener en posición de ¡firme!. Hay un mechón rubio por algún lado, de modo que le agrego un bastoncito y un bombín. ¡Johnny! ¡Ya puedes contarme sobre la Reina de Inglaterra!

— ¿Ves? eso es divertido — dice mi amiga entre carcajadas.
— ¿Te parece?
— ¿A ti no?

Para ser franca, no creo que sea divertido. En realidad es un tipo de agresión sutil, una forma de…Ah, vamos…sacudo la cabeza y le doy otro sorbo a la taza de café que tengo entre las manos. ¿No dicen los grandes pensadores de este siglo aglutinados en perfectos memes de ocasión que lo importante no es lo que ocurre, sino como reaccionas? Suspiro. Este año he tenido que reaccionar a muchas cosas — por decirlo de la forma más sencilla — y asumir que no tengo el menor control en la mayor parte de los aspectos de mi vida. Soy la doña más joven del mundo, me digo con frecuencia. Un “alma vieja” en el cuerpo de una mujer en los treinta y pocos que sigue intentando vivir de alguna manera creativa e independiente en un país, que no tiene la intención de permitirlo. Pero lo intento, claro. Lo intento, sin duda. A diario y a pesar de todas las cosas que como caraqueña — Venezolana — debo afrontar con cierta actitud de superhéroes a capa caída.

Pero no dejo de seguir ¿qué? ¿luchando? ¿Eso no es grandilocuente y melodramático? Seguramente Raúl Amundaray — galán eterno de la televisión Venezolana, antes que vayan a Google a verificar — estaría orgulloso de mí. Como sea, sigo con la terquedad intacta y esa es la clave, me digo. A pesar del clima enrarecido del país abrumador, de la sensación que el desastre está muy cerca. Bueno, en realidad el desastre tiene cerca casi veinte años completos, de modo que no es nada nuevo, ni tampoco nada en especial que no pueda superar. Me lo digo con cierta alegría malsana, mientras lucho por equilibrar mis finanzas, por no dejar que la depresión me venza o incluso, la simple especulación de lo que podría ocurrir en un país sin norte, me agobie. Vivo y lo intento hacer como cualquier otro ciudadano del mundo. Cualquier otro hasta que…te recuerdan eres Venezolano.

Escena recurrente: Primera clase Online del Máster de escritura creativa. (Esto ocurrió hace dos años)

Estoy tan nerviosa que casi dejo caer la portátil en dos ocasiones. Finalmente me obligo a mantener las manos sobre el escritorio y escuchar con atención. El resto del grupo se presenta y la interfaz del Hangout me muestra rostros que veré durante los próximos tres años. Tres norteamericanos, un australiano, dos argentinos, un colombiano. Y yo, por supuesto. Sonrío al presentarme y por un momento, tengo la imagen absurda que soy una Miss de pasarela, de las que se idolatran en mi país. “Soy Aglaia ¡De Venezuela!” tengo deseos de gritar. Pero no lo hago y en lugar de eso, me presento en voz baja, torpe. Mi inglés oral no es la gran cosa — mi acento deja mucho que desear — pero al menos me hago comprender lo suficiente como para que el resto del grupo me mire en silencio. ¿Qué dije? ¿Se me coló un “fuck” y no lo noté? pienso con las mejillas ardiendo de verguenza anticipada. Uno de los norteamericanos se inclina.

— Oh Aglaia, so sorry.

Ah, “el pésame”, pienso con cierta resignación. Para hacer el cuento corto: de unos años a esta parte, cada vez que debo presentarme en alguna parte y especificar mi nacionalidad, recibo además de una instantánea solidaridad, el pésame. Lo digo por completo en serio: hará nueve meses, en un curso corto sobre Grafología online que llevé a cabo, escuché por casi veinte minutos a un Rumano lamentar mis “penurias” y “mi dolor”, lo que hizo que el grupo entero se tomara unos minutos para rezar por los dolores de mi país. Todo eso con el interfaz del Hangout en modo intermitente — soy cliente de internet ABA de CANTV, el servicio público más ineficiente del continente — y los nervios a flor de piel. Pero es inevitable, supongo. Es parte de esta situación extravagante que atraviesa Venezuela. De modo que siempre agradezco la solidaridad, el pésame, los rezos, respondo las preguntas. Al menos, las que no directamente morbosas. Las “¿De verdad hay gente que come de la basura?” las ignoro. Las “¿Y como se siente vivir en comunismo?”. Las “¿qué ocurre contigo que sigues allí?”.

Pero a veces, las conversaciones del pésame terminan en divertidas tertulias sobre como es vivir en el parque temático Comunista más grande del mundo, después de Cuba, por supuesto. Mis amigos se compadecen, pero también insisten que vale la pena el esfuerzo. “Venezuela es un Paraíso en malas manos” dice Drew, de Wisconsin, que ha visto muchas veces la película “Up” de Pixar y está convencido que el país entero está lleno de Tepuyes y cascadas mágicas. O Michael, australiano, que tiene una imagen idílica de calles llenas de mujeres de cuerpos esculturales paseando en Bikini. “Pero debes conocer a alguna Señorita de pasarela” me insiste de vez en cuando. Sonrío. “No, Mike. Abundan mujeres bellas, pero no como las imaginas” “No sabes como las imagino” dice con los ojos brillantes. Oh, me apuesto a que sí lo sé, pienso.

Pero uno se acostumbra al pésame, las preguntas, las bromas, la sensación de ser un bicho raro de un país del siglo XIX en la mitad de la cultura millennial, claro está. El ser humano es un animal de rutinas y llegados a cierto punto, incluso las pequeñas tragedias cotidianas te hacen reír. Una vez leí que en el ghetto de Varsovia, los judíos que sabían había una posibilidad bastante alta de morir, bromeaban al respecto como si tal cosa. “Nos vemos en la jabonera” es una frase que se repite mucho en el libro “Treblinka” de Chil Rajchman. Y también en el no-tan-exacto-y-si-muy-dramático “Tatuador de Auswitch” de Heather Morris. Al parecer, siempre hay espacio para reírse incluso en mitad de una conflagración mundial. Grande como un gran genocidio. Grave como una crisis humanitaria que arrasa un país entero desde hace más de dos décadas. O una más local, si al caso vamos. Hay espacio para enamorarse, para tener grandes celebraciones. Para sentir la maravilla de triunfar en lo que amas. Y más de una vez. Este año me ha ocurrido. Este año vi mi fotografías colgadas en una de las galerías más prestigiosas de la ciudad en la que vivo y también, en medio de un evento en Miami que me hizo sentir profundamente honrada. Mi segunda novela a las librerías y lloré a lágrima viva mientras la contemplaba en el anaquel. Comencé a escribir en varias de mis páginas predilectas. Hubo espacio para la felicidad, por tanto. Sería hipócrita y poco agradecida de no admitirlo. Mi amiga Raomely me lo dice con frecuencia “No hay mayor acto subversivo que ser feliz” insiste. Y al menos, he comprobado que la mayor parte de las veces, hay una noción sobre el humor que está allí, que te salva y que te permite persistir.

Y sí, he reído mucho este año. A pesar de la hiperinflación, de la represión, del miedo en todas partes. Me reído a carcajadas con mis vecinos indiscretos, mis amigos poco cuerdos. Los desconocidos ingeniosos. Y sobran, en Venezuela. Sobran las risas, los abrazos, los buenos momentos. Celebrar por tener entre los brazos a un bebé que considero mi sobrino (sí, yo, la bruja comeniños ¿qué les parece?), encontrar espacio y el tiempo para sacudir los brazos y bailar. Mirarme en el espejo desnuda y sonreír. Oh sí, tenía años sin hacerlo. De manera que se puede ser feliz. A pesar de todo, quizás por todo.

— Bueno, cuenta eso — insiste mi amiga.
— ¿Y como se cuenta algo así?
— No lo sé. ¿No eres escritora pues?

Ah, “escritora” que palabra tan grande y tan bonita. Y tan dura de sobrellevar (viene la queja, piensa el lector. Allí viene el drama). Pero no, aquí no hay drama posible. Escribir me ha salvado la vida (literal), me ha llevado a lugares en lo que jamás imaginé estar. Escribir me ha hecho ser la mujer que siempre soñé e incluso, una por completo nueva. Escribir me ha permitido sostener mi cordura, aprender sobre como mirar al país con amor, no obstante las heridas y cicatrices. De manera que esto es lo hago para vivir y sobrevivir: escribir. Escribir y pensar que las palabras son un hogar. Un lugar seguro. Lo que describe la realidad con pulso firme.

— Y los fotopipes — dice mi amiga. Reímos a carcajadas.
— Que no falten — respondo.

Brindamos por la histórica frase con el último sorbo de café. Caracas, la furiosa, la violenta, la capital más peligrosa del mundo, pende bajo mi terraza. Tiene un aspecto casi amable, con su luz de caramelo, como diría mi amiga Arianna y el cielo de un azul extraordinario. Una ciudad que es parte de mi vida, que lo será a dónde sea que vaya después. Como el país, como esta huella indeleble que lo que sea que haya ocurrido en Venezuela — aún necesito descifrarlo — dejó en mí. Brindemos con café, entonces. Un último sorbo. Un buen sorbo. Uno que valga por un año extravagante, doloroso pero que aún, puedo celebrar.

***

*En el ascensor*

— ¡Vecina! ¡Que bueno que la veo mucho más sana!
— ¿Más sana? ¡No estaba enferma!
— ¿Usted es así de pálida?
— ¿ “Así” cómo?

*Silencio incómodo durante seis pisos*

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Aglaia Berlutti
Aglaia Berlutti

Written by Aglaia Berlutti

Bruja por nacimiento. Escritora por obsesión. Fotógrafa por pasión. Desobediente por afición. Escribo en @Hipertextual @ElEstimulo @ElNacionalweb @PopconCine

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