Crónicas de la loca neurótica
El bien y el mal: De Eva a la Diosa Afrodita, un recorrido por la maldad femenina.
Una vez dije a un amigo que sería una extraordinaria Final Girl. Me refería por supuesto, a la chica que sobrevive en toda película de terror luego de escapar de manera imprevisible a la persecución tenaz del asesino de turno. En mi caso, añadí, me aseguraría de machacar la cabeza del monstruo en cuestión hasta que pudiera ver sus sesos. Fueron las palabras exactas que dije. Lo hice sin mayor intención y de hecho, fue uno de esos pensamientos fugitivos y sin mayor trascendencia que se suelen formular en voz alta durante las conversaciones de madrugada. Nos encontrábamos en una de las frecuencias reuniones “de despedida” que suelen llevarse a cabo en Venezuela cuando alguien emigra y el ambiente en general, era una combinación de melancolía y tristeza. Mi amigo, un poco ebrio y todo gentileza, sonrió.
— Supongo que tendría que ir a salvarte. Ninguna mujer es malvada en realidad.
— ¿Lo dices en serio?
— La mujer puede enfurecerse pero dudo que haya una mujer capaz de matar y quedarse tan tranquila.
Nos quedamos en silencio, bebiendo el vino que había traído mientras los últimos invitados de la improvisada reunión iban de un lado a otro, un poco confusos e incómodos, imagino que sin saber como despedir al homenajeado, si es que se le puede llamar de esa manera. El ambiente era algo onírico y extraño. Sacudí la cabeza.
— Es decir, la mujer es buena por naturaleza.
— Mucho más que el hombre, supongo.
Imagino que mi amigo lo decía como un halago, pero en realidad no lo era. Pensé en todos los momentos que había tenido pensamientos verdaderamente retorcidos, fríos y la mayoría de las veces sangrientos a lo largo de mi vida. El hecho que la crueldad no me producía miedo o especial terror, a pesar que como toda persona civilizada, no sería capaz de infringirla. Pero esa limitación no tenía nada que ver con mi género, sino con el hecho de la moral y la ética de la cultura en la que me eduqué. Mi amigo me dedica una mirada burlona cuando se lo digo.
— Prefiero creer que las mujeres malvadas no existen — murmura — es una idea escalofriante.
La escritora Gillian Flynn probablemente esté de acuerdo con ese pensamiento, me digo con cierto regocijo. La escritora tiene una durísima visión sobre la cultura tradicional que mira a la mujer desde la perspectiva de una única dimensión admisible — la eterna compañera del género masculina, la figura pasiva — y construye un discurso que pondera de manera original el Universo femenino. Alejada de los tópicos habituales de la mujer, Flynn rememora a otras heroínas malvadas del cine como Mae West, pero brindándole un nuevo sentido, uno lo suficientemente turbio para hacerlo temible. Porque el estereotipo femenino que construye Flynn no es picaresco, mucho menos delicioso, burlón. Es una mujer inteligente, maquiavélica. Vengativa y dura. Una perspectiva donde los habituales elementos que suele celebrar la cultura sobre la mujer pierden valor, para crear algo que intriga por su profundidad y atemoriza quizás por su realismo.
Un buen ejemplo de lo anterior, es la conocida “Amy Dunne” del libro “Gone Girl”. Gillian Flynn crea un personaje que es sorprendente por el mero hecho de ser indefinible, ambigua, incluso despreciable. La autora la dota de todos los elementos que usualmente se desdeñan de lo femenino y la convierte en un símbolo novedoso sobre la identidad femenina sino que reconstruye, quizás con poca sutileza esa noción de la la mujer como fuente de bondad y de pureza, la mujer frágil, vulnerable. El personaje de Flynn tiene tantas dimensiones y tantas maneras de percibirse a sí misma — una serie de estratos hacia una profundidad turbia y definitivamente real — que por sí misma, es toda una declaración de intenciones. La escritora no sólo se rebela contra esa percepción tradicional de la mujer, sino contra esa interpretación única de lo femenino en el arte, la literatura y en el cine. Una complicada interacción entre lo que su personaje puede ser — y es — y lo que público percibe acerca de ella.
¿Es entonces Amy — y por tanto la mujer que describe — un figura misógina? Lo es, en la medida que el personaje encarna lo que parece ser la visión inmediata sobre la mujer que los hombres temen que exista. O al menos, así lo sugiere Gillian Flynn durante su entrevista a Lev Grossman
(http://time.com/3429666/gillian-flynns-marriage-plot/). Y es que la maldad de Amy — cual sea la manera como se entienda el término mal actualmente — parece radicar en la forma se percibe su frialdad. Porque Amy es una mujer que al contrario del estereotipo tradicional de la mujer, es cerebral hasta lo abrumador, carece de esa emotividad frágil e incluso blanda que se le atribuye a la mujer literaria, cinematográfica e incluso, a la real. Porque Amy no sólo mata — lo que podría convalidar su cualidad de villana sin necesidad de otra cosa — sino que además utiliza su razonamiento, capacidad de deducción y sobre todo, su frialdad como un arma. Así que Amy no sólo es una asesina, sino también una mujer desnaturalizada. Una mujer inusual e incomprensible. Y aún así, Flynn insiste que su venganza es totalmente femenina, que cada una de sus acciones tienen un motivo que cualquier mujer podría comprender. ¿Es entonces Gone Girl — libro y película — una aproximación a un tipo de mujer original y desconocido? ¿Un tipo de villana atípico que sorprende por comportarse de la misma manera que hasta ahora se le atribuye a un hombre agresivo? La cuestión parece ser un tema recurrente en el arte, la literatura e incluso en esa sistemática reflexión sobre nuestra visión cultura de la mujer. ¿Dejó de existir la chica buena?
El fenómeno no es exclusivo de Gone Girl y probablemente no termine con la novela de Gillian Flynn. Durante los últimos años, hay una proliferación de personajes femeninos, profundos y tridimensionales no sólo en el cine sino también en la Televisión (Girls, The Good Wife, Nurse Jackie, Don’t trust the Bitch in Apartment 23, Homeland o 30 Rock –cuánto te vamos a echar de menos, Liz Lemon). Mujeres de temperamento impulsivo, violento. Mujeres que gritan groserías, mujeres con durísimas opiniones sobre si mismas y sobre lo que le rodean. Mujeres inquietantes, con cientos de dimensiones emocionales y mensajes.
Aún así, lo que plantea Gone Girl parece ser un nuevo paso, una nueva percepción sobre esa feminidad que hasta entonces fue un símbolo elemental para la percepción de la mujer real. La maldad de la mujer cultural parece reflejar en realidad, esa otra dimensión de la mujer cotidiana, la mujer que finalmente se ve reflejada en el arte más allá del estereotipo.
La Iglesia católica suele llamar a las mujeres “hijas de Eva”, haciendo clara referencia a esa docilidad y también, “talante pecaminoso” que suene asumirse de la figura de la mitológica primera mujer. No se trata de una comparación amable: a Eva se le atribuye el primer pecado (el de la desobediencia) y por tanto, es el origen de todos los posteriores males que padece la humanidad. De la misma manera que la griega Pandora (cuya curiosidad también nos llevó al desastre como raza) Eva se erige como el símbolo de todo lo que una mujer es y debe evitar ser, por lo que se le debe condenar. Una forma de concebir lo femenino desde lo restrictivo, lo limitado y el castigo posible. Porque a estas mujeres mitológicas, se les condena por esencia y se les acusa por el simple hecho de “rebelarse” (cuando no debieron y en realidad, no pudieron) contra la imagen de la mujer plácida, callada y maleable que la mayoría de las culturas antiguas consideraban necesaria. La mujer, como parte del decorado de la historia. Envuelta — y bien sujeta — en ese anonimato histórico que parecía denigrar su mera existencia.
El “mal” cultural y la rebeldía, sugieren cierta individualidad que para durante siglos le fue negada a la mujer por la sociedad. La identidad de lo femenino siempre pareció depender de cómo el hombre le concebía, incapaz de subsistir — y existir — más allá de los límites de una imagen ideal confusa. Por ese motivo, la concepción de lo maligno de la mujer siempre está sujeta a algo incontrolable, a su cualidad “incompleta” y la mayoría de las veces, obra de su naturaleza descuidada y pesimista. Como si la decisión moral de lo perverso — sujeta a un objetivo moral y una percepción sobre lo ético intelectualmente compleja — estuviera vedada para la mujer.
Parte de ese argumento sobrevive en las ideas que expresa mi amigo, que de hecho he escuchado cientos de veces, repetidas en todo tipo de contexto. Una y otra vez se usa el determinismo biológico no sólo para analizar el prejuicio sino además, darle al argumento cierta consistencia. Que no lo digo yo, parece insistir esa salvedad sobre los intríngulis del código genético, lo dice el cromosoma que nos separa. Y con eso parece ser suficiente para sustentar una serie de ideas incompletas e insuficientes para justificar la mirada condescendiente sobre la mujer.
— ¿Por qué sería escalofriante?
— Porque las mujeres son madres, la imagen de la protección y la bondad. Pensar lo contrario…es un poco…
Me pregunto que pensará mi amigo sobre las investigaciones judiciales e históricas que demuestran que la Alemania Nazi, por ejemplo, más de quinientas mil mujeres se incorporaron al servicio militar durante la Segunda Guerra Mundial para servir al frente y que 3.500 de esas mujeres, se convirtieron en guardias de campos de concentración — casi el mismo número de hombres — siendo tan temibles, implacables y crueles, como sus homólogos masculinos. Que la mayoría de las mujeres nazis ejercían poder de fuego contra los reclusos en campos de concentración y participaron como miembros activos del ejército, en torturas y matanzas. ¿Cómo puede definirse ese tipo de violencia tan pragmática como la de asesinar por métodos científicos, de hambre y frío a un grupo étnico? ¿No se supone que ese especialísimo ADN femenino debería inclinar a todas las mujeres hacia un espontáneo rasgo de protección y cuidado?
— ¿Sabes quien es Ilse Koch? — le pregunto a mi amigo. Parpadea.
— ¿Es…una ministra Nazi? — pregunta.
— Era la esposa de Karl Koch, comandante del campo de Concentración de Buchenwald. Fue considerada una de las mujeres más crueles de su época: coleccionaba trozos de piel de víctimas con tatuajes y según rumores, asesinaba mujeres jóvenes para elaborar lámparas con el cuero de su piel.
Mi amigo no dice nada. Me dedica una mirada entre confusa y levemente irritada. Sonrío sin querer.
— Al igual que Irma Grese, pertenecía a las “Guardianas Nazis”- prosigo — un grupo de varias mujeres que fueron reconocidas por la violencia con que sometían a los prisioneros judíos en los campos de concentración.
La violencia femenina existe por tanto y quizás, por las mismas razones obscenas y temibles que existe la masculina. Incluso, parece tratarse de lo mismo: Una percepción sobre la capacidad para la agresión y la violencia que no sólo no distingue el género sino que además, hace evidente esa necesidad impenitente y concluyente de la violencia como rasgo natural. Así, sin más. Sin atenuantes o reflexiones al respecto.
Mi amigo vuelve a quedarse callado. Supongo que no hay mucho que decir a eso. Pero no puedo evitar pensar en cómo esa noción de la mujer bondadosa, suscribe a lo femenino a un límite muy preciso sobre lo que la mujer puede ser. No me refiero claro, al hecho que la violencia pueda definir a la mujer — no creo que pueda definir a nadie, en todo caso — sino que esa insistencia de la bondad como concepto — sin matices y en un estado de pureza cercano al ideal — crea una visión irreal sobre la mujer y le resta complejidad como individualidad. Después de todo, tanto la rebeldía como el “mal” son contradicciones a la norma, al hecho real la moralidad como parte del pacto de convivencia social. Extremos ilegales, temibles, al límite de la frontera de lo comprensible. ¿Por qué la mujer se asume fuera de ese extrarradio primitivo y esencial, tan humano?
Y es que la idea que una mujer pueda ser violenta, agresiva o “malvada”, nos resulta incomprensible. Nos resistimos a ella, intentamos catalogarla en algún estrato que le reste consistencia. Como si se tratara de un rasgo inadmisible. Hasta hace menos de tres décadas, en buena parte de los países de Europa las mujeres que participaron en crímenes junto a sus maridos, eran exoneradas por “obedecer la potestad matrimonial”, aunque su participación en cualquier crimen fuera tan evidente y activa como la de su marido. ¿Por qué esa sutil diferencia entre la violencia entre géneros? ¿La violencia femenina es distinta a la que puede ejercer el hombre? Sin duda, la cultura y sus exigencias, hace que la mujer perciba la violencia de manera diferente al hombre y quizás, ese ligero matiz es lo que haga por completo distinta la manera como se asume.
Hace poco, la escritora Katherine Quarmby comentaba en un artículo que publicó el El País sobre la violencia femenina, que las ramificaciones de lo que hace — o no — violenta a una mujer son inquietantes y la mayoría de las veces, difíciles de analizar. Cuenta Quarmby que la violencia en la mujer tiene un ingrediente sociológico que lo hace inquietante. Y para ilustrar la idea, cuenta un testimonio temible: Durante el genocidio ruandés, había grupos de mujeres que arrojaban pimienta de cayena por las casas, sabiendo que eso haría estornudar a los niños escondidos, lo que permitiría su captura y asesinato. Lo que la autora llama ese “profundo conocimiento de la infancia” y sobre todo, esa natural comprensión sobre el comportamiento infantil, hacen que el crimen tenga una connotación nueva y temible. Desconocida para la sociedad.
Y sin embargo, ¿se trata de la violencia femenina — o la admisión de su existencia en todo caso — algo más enrevesado que la mera dificultad de asumir que la mujer puede llegar a ser violenta? Mi amigo — y toda la idea que maneja al respecto — está convencido que sí.
— El hecho que una mujer o un grupo de mujeres pueda ser violentas no quiere decir que lo que digo carece de razón — argumenta ahora mi amigo, incómodo — el crimen y su posibilidad es algo real. ¿Pero y la rebeldía? Toda mujer es sumisa por necesidad. Y eso no es malo.
Por supuesto, hablamos de dos ideas distintas, pienso con cierto cansancio, aunque por buena parte de la historia una mujer rebelde pudiera ser considerada criminal o algo peor. Pero sí, la rebeldía femenina parece encontrarse al límite de lo que se considera comprensible dentro de las características que se supone definen al género. ¿Qué ocurre con todas las mujeres que han luchado para oponerse a un sistema que las minimiza y las infravalora? ¿Que ocurre con las Simone de Beauvoir del mundo? ¿Las Mary Wollstonecraft? ¿Las Margaret Mead? ¿Las Simone Weil? ¿Las millones de mujeres a través de la historia que han resistido esa noción de la bondad más parecida a la estupidez moral que les han querido endilgar? ¿Son excepciones a la regla? ¿Mutaciones biológicas e intelectuales aún inclasificables? ¿O se trata de algo más complejo, fruto de esa sutil discriminación a la que se somete a toda mujer por el solo hecho de serlo?
Claro está, no es equiparable la violencia de un asesinato con el enfrentamiento ideológico de las ideas, a la lucha del canon tradicional que se le impone a la mujer. Pero ambas cosas parecen sugerir el hecho que la mujer suele ser idealizada como para perder la noción de esa tridimensionalidad de carácter y de temperamento que no hace no sólo humanos, sino además individuos?
— La maldad es una posición intelectual — respondo por último — lo que es malo para ti, puede ser bueno para mí y viceversa. Y eso vale para mujeres y hombres.
— No es tan sencillo.
— ¿Por qué no?
— Durante toda la historia la mujer ha sido símbolo de bondad — me insiste.
La Diosa Afrodita (Venus para los Romanos) era una Diosa de cuidado. Quizás la más peligrosa del panteón Olímpico. No sólo era capaz de mover los hilos del amor y las pasiones con toda libertad — lo que provocaba todo tipo de consecuencias — sino que además, tenía el poder de provocar el amor como una noción profunda y compleja sobre la existencia. No es casual que Afrodita protagonizara la mayoría de los enfrentamientos entre dioses, creyentes e incluso, formara parte de la mayoría de gestas semi históricas del mundo Antiguo. Afrodita, imprevisible, portentosa y cruel, era la representación de la emoción humana más incomprensible.
Pero más allá de eso, la magnífica Afrodita representaba un tipo de mujer temible, una feminidad agresiva, devastadora e inevitable que la mayoría de las veces resultaba toda una amenaza para la primitiva visión de Grecia y luego de Roma sobre la mujer. Porque la Diosa, con su libertad sexual, intelectual y corporal, su profundo conocimiento de la naturaleza humana de sus fieles creyentes — la hacían heredera directa de los dones de las Diosas primigenias y nutricias que le precedieron. Afrodita además, tenía diversas encarnaciones para representar el “amor” pero también a la mujer: desde la Victrix a la Anadiomene, la Diosa era el poder de la complejidad absoluta sobre lo femenino. Una representación multidimensional de la mujer que apabullaba a las tímidas representaciones de la divinidad femenina en cualquier otra mitología.
Porque Afrodita amaba — y eran tan apasionada como provocar conflictos estelares — pero también odiaba y era todo lo violenta como se suponía podía ser una deidad de su categoría. No había nada bueno ni malo ese poder ancestral que representaba no sólo con su mera existencia como parte de la noción sobre lo sagrado de los griegos y romanos, sino con el poder de su culto. No había región en el mundo antiguo donde Afrodita no fuera temida y admirada. Donde no se suplicara su intervención. Donde no fuera un poder implacable y maravilloso.
Pienso en la Diosa, mientras mantengo la extraña conversación con mi amigo y todo lo que me hizo reflexionar. En el tipo de feminidad que encarna y simboliza, tan alejada de la frágil, engañosa y taimada Eva. Porque Afrodita, en todo su poderío, era la metáfora de un tipo de poder femenino que nadie desdeñaba ni se atrevía a menoscabar. Una capacidad para la creación y la destrucción que asombraba y atemorizaba a la vez.
Claro está, hablar sobre la feminidad es resbalar un poco por terreno inestable. El tema está en boga — que bueno — pero no siempre es comprendido de manera concreta — que preocupante -. Igualmente, siempre que se analiza, encuentras que la visión cultural y social al respecto tiene muchos rostros, tal vez uno por cada opinión, visión y perspectiva. Y eso si me parece extraordinario. Hasta hace muy poco, la mujer tenía una única dimensión.
Los últimos invitados ya llevan sus carteras y chaquetas al hombro. La anfitriona está de pie junto a la puerta, con una sonrisa mecánica y una expresión cansada. De inmediato capto la indirecta y tomo mi pequeño morral y me lo cuelgo en la espalda. Mi amigo me mira con los ojos entrecerrados.
— Toda esta conversación fue una hipótesis ¿No? — pregunta.
Me mira de arriba abajo. Nos conocemos hace más de cinco años y en más de una ocasión, ha insistido en que no comprende mis chistes crueles y mi hábito de mirar videos sobre autopsias. Ahora, hay algo inquieto en su expresión, como si…¿qué? Me encojo de hombros, le dedico mi mejor sonrisa dulce, esa que es toda hoyuelos y dientes visibles.
— ¿Por qué no?
No me mira al salir. Y me hace reír que tampoco lo hace cuando nos despedimos un rato después. Naturaleza humana, me digo caminando hacia mi automóvil. Imprevisible y frágil.