Crónicas de la lectora devota:
Cool for America de Andrew Martin.
¿Somos especiales? Las grandes inquietudes de nuestra época podrían resumirse en esa única pregunta. Después de todo, esta es una cultura obsesionada con la comunicación y en especial, con la virtud de lo que se crea y se sostiene desde la vanidad colectiva. Todos buscamos los míticos quince minutos de amor de masas vaticinados por un Andy Warhol en estado de gracia. O esa exposición pública, que permite entender la identidad como parte de un subproducto extraordinario y portentoso, inacabado por todas las presiones de la cultura que devora al individuo. Cual sea la respuesta a esa pregunta, no es sencilla.
Andrew Martin desea responderla en su recopilación de relatos Cool for America, aunque no lo logra del todo. Se trata de una apuesta ambiciosa que abarca no sólo la percepción de lo moderno, lo contemporáneo y cómo es ser joven en los primeros años del nuevo siglo, sino también un trayecto extraño y doloroso hacia la pérdida de la inocencia de toda una nación. Todo bajo la apariencia de una rara comprensión sobre una generación educada frente a la pantalla y por Internet. ¿Deseamos ser famosos? ¿Deseamos ser reconocidos? ¿Deseamos ser amados por lo que mostramos entre líneas en un mundo sometido a lo virtual? Desde las primeras páginas de No Cops, el relato que abre el libro y muestra en cierta forma su tono y forma, es evidente que el escritor intentará mezclar su percepción sobre la juventud — y lo que nos hace jóvenes — con algo más extraño, doloroso y fracturado. Una idea que se hace más violenta e independiente a medida que las narraciones se hacen más complicadas, profundas y al final, conmovedoras.
No Cops comienza por una escena simple: Leslie tiene 27 años y manotea el teclado de su portátil, para intentar escribir un correo a su ex novio. No sabe por qué lo hace — Martin no le interesan demasiado los motivos — pero hay algo en el ímpetu con que escribe y borra cada frase que escribe, que tiene un gradual parecido con la obsesión. Leslie está furiosa — no sabemos por qué — , cansada, un poco triste, pero llena de vida. Tanto, como para que cada palabra sea una liberación que una vez escrita, es poca cosa para describir su estado mental. “Erase una vez una mujer que deseaba pudieran conversar. El chico y la chica. Ambos aterrorizados por el pasado en común y por el futuro que ya no tienen” escribe. Deja de teclear, las hormigas le trepan los dedos. Ella sacude la portátil, las manos y al final, descubre que no necesita escribir. O que la impulso a comenzar a hacerlo, no es tan importante después de todo. Leslie tiene miedo, una profunda necesidad de ser aceptada y comprendida. La agita una tormenta interior enorme. Pero, sobre todo, Leslie está viva. Tan terriblemente viva que cada golpe a las teclas, la risa nerviosa que le sube a los labios, la cabeza ladeada, es pura energía una persistente belleza que se sostiene sobre algo más elaborado.
No es casual que este sea el personaje que abra la puerta hacia el mundo de Martin. Fue parte de la novela debut del escritor Early Work publicada del 2018 y de alguna forma es la conexión entre el Martin que escribió una historia espléndida, frenética y dura a la que ahora regresa a través de un hilo pequeño y significativo. Y aunque Cool for America no es una secuela de la historia que el escritor narró en su primer libro, si es una forma de entender su amplia predilección por el universo de los hombres y mujeres de una época mutable. La segunda década del milenio es una combinación de promesas incumplidas, una estafa histórica que Martin describe desde cierta festiva nostalgia: “No sé qué esperaba podría ocurrir. ¿Me haría millonario desde el garaje o detrás de la pantalla? No ocurrió. Soy pobre, joven y estoy cansado” dice uno de los amigos de Leslie, mientras ella trata de entender su vida a través del crisol de la experiencia ajena. El chico sin nombre es un “huérfano” de una ciudad muy grande, lejos de su familia por primera vez y sin trabajo. “Es como si la pieza que le une al mundo, estuviera rota” escribe ella para describirle y como la carta al ex novio, también borra la frase.
Pero para bien o para mal, Leslie también forma de esa gran pléyade de expatriados de la rutina, las grandes metas y las aspiraciones generacionales, del chico con quien habla. En un impulso, se mudó a Missoula (Montana) y el traslado, le dejó empobrecida, perdida de sus principales vínculos y luego Martin nos contará, al borde del suicidio. Porque Leslie, que escribe cartas que borra apenas la ha culminado, está “deprimida y apenas empleada” en un periódico de tercera, mientras intenta sobrevivir en una ciudad hostil, sobrevivir a un departamento lleno de insectos. También sale con un hombre que describe como un “titan destronado” y por el cual siente rechazo a la vez que atracción. “Me gusta, deseo el sexo, pero no la intimidad que viene después” cuenta. Y sólo es el principio: aunque la historia es corta, por momentos extrañamente desligada del núcleo su argumento y por último, conmovedora e inquietante, Leslie es el primer personaje de docenas, que pueblan el libro de Martin con una mirada asombrada, desconcertada y en ocasiones, cruel sobre los jóvenes que envejecen en medio de un espacio amplio en el que carecen de metas, motivación e incluso, de la mera conciencia de sus privilegios y capacidades.
Para Martin, nuestra época es un escenario y lo muestra de a poco, en narraciones que se hacen cada vez más incómodas a medida que el escritor parece encontrar cierta dirección entre las situaciones que cuenta. En el siguiente relato “With the Christopher Kids”, un joven sin nombre se reúne con su familia, a quien no ha visto por años. Por extraño que parezca, casi podría decirse que se trata de un personaje del relato anterior — de hecho, Martin juega con algunas pistas mal intencionadas — pero en realidad, sólo es un hombre cualquiera, que, como Leslie, también está solo, fuera de su elemento y en busca de una forma de comprender lo que vive. Acaba de sufrir una ruptura amorosa de considerable envergadura y dedica buena parte del tiempo a beber. También aspira algunas rayas de coca ocasionalmente “pero no duele tanto, la mente no es tan violenta, como cuando todo deja de existir. En este mundo fracturado, no sé qué es lo que busco. Pero quizás pueda encontrarlo, si insisto en la eterna persecución de lo que somos, lo que queremos comprender. Este mundo que sólo son letras en una pantalla, imágenes felices. No hay nada detrás de algo así”.
Por supuesto, Martin juega con el metalenguaje: la larga queja de su personaje sin nombre, parece profundizar los dolores de Leslie y a medida que avanza el relato, es evidente que sus cursis lugares comunes y sus pequeños extravíos de hijo pródigo, en realidad son una búsqueda de significado al dolor. En casa, le esperan su madre y su hermana por Navidad, pero ambas, son imágenes lejanas de una vida que no le pertenece y a la que no aspira regresar. Pero debe hacerlo “¿A dónde mierda pueda ir sino es a casa? La casa, ese último lugar, al que llegas con las manos vacías y todas las derrotas”. Mientras toma el valor de dirigirse a la casa materna, se automedica con medicinas para la depresión, que, combinadas con el alcohol y la droga, hacen estragos en su lucidez. “Estoy vivo, muerto, a medias, el brazo cae en la calle, me arrastro, la risa se me escapa, soy un borbotón de sangre de heridas sin cerrar” escribe en la palma de su mano. La imagen podría parecer edulcorada, de no ser porque el anónimo personaje está sentado en la calle, la mano abierta por una herida profunda, a solas bajo una nevada implacable.
De algún modo, logra llegar. O al menos, la siguiente escena del relato le muestra compartiendo cocaína y medicamentos con su hermana, quien recientemente salió de un largo período de rehabilitación. Ambos terminan mirando al techo desde el suelo “cada quien en su infierno” y el personaje anónimo se retrotrae a un tipo de miedo cada vez más violento, extraño y doloroso. Cuando su hermana deja de reír — o quizás nunca lo ha hecho — abre los ojos. La mano de ella está extendida junto a la suya. “Dedos blancos, dedos rígidos”.
Martin tiene la pulsión de acabar los relatos con imágenes tan crudas como la anterior y pasar al siguiente cuento, sin fórmula de resolución. Todo parece ocurrir en un mismo momento, bajo el mismo espacio, aunque es notorio que ninguna de las historias está directamente relacionada. Hay algo sombrío en la manera en que el escritor describe el apetito de amor moderno, la desesperanza como una forma de vida que se alarga indefinidamente, la manera en que cada hombre y mujer que no rebasa la veintena, está en la búsqueda del tiempo privado y la forma como empuja nuestras vidas hacia pequeños espacios descarnados, a punto de resquebrajarse en el miedo.
Podría decirse que ambos relatos marcan la forma como el libro continuará su recorrido hacia un núcleo profundo y duro sobre la vida actual. En la historia que brinda título al libro, la historia de amor es la ruptura del canon de todas las pequeñas fábulas románticas, con una cámara de fotografía y un asesinato de por medio. Uno, además, lo suficientemente cruento como para que el libro de pronto, parezca un espacio temible que refleja la naturaleza humana. El siguiente “Short Swoop, Long Line”, una relación sexual devastadora en medio de una incómoda situación familiar. Es quizás el único relato con un lugar para las risas, que, además, sostiene cierta concepción que lo contemporáneo es algo más que una colección de pequeñas desgracias.
Cada una de las historias de Martin, tiene un aire extrañamente absurdo que colinda con cierta noción de lo inexplicable. Las circunstancias que ocurren no siempre tienen una lógica evidente, pero no se echa en falta. El escritor tiene la habilidad suficiente para meditar sobre la condición humana, la sociedad de consumo, las hipertecnificadas líneas de comunicación y el testimonio de una generación rota con el suficiente buen pulso, para no caer en tremendismos. Sin ser amable pero tampoco condescendiente con sus personajes, Martin alcanza cierto grado de sofisticación y elegancia que equiparan su libro, a una búsqueda iniciatica hacia la raíz de la identidad contemporánea. El escritor no deja de recordar una y otra vez, que la condición humana actual no es sencilla y que la ambición — esa persistente sensación que la vida es algo más que una búsqueda de nombre y forma — es tan destructiva como inevitable “Es agotador. ¿Por qué es tan imposible simplemente relajarse y ser una persona?” dice un personaje, en medio del llanto, con una copa en la mano y en la otra, el teléfono móvil. Lo sostiene, levanta la mano, toma una fotografía. En la imagen, el rostro lloroso y cansado sólo es joven, convertido en otro más en medio de la avalancha de imágenes — identidades, nombres e historias — que arrasan todo nombre y todo espacio. Para Martin, vivir en nuestra época es un pesar sin conclusiones claras. Tampoco es una mirada vacía a la oscuridad. “Sólo se trata de un pequeño martirio” susurra Leslie a punto de caer borracha de nuevo, por enésima vez, tan cerca del alcoholismo como para que sea casi inevitable “Voy en una dirección, aunque todavía no sé cuál sea”.