Crónicas de la lectora devota:
Los errantes de Olga Tokarczuk.
En ocasiones, las rarezas literarias tienen una intima relación con la capacidad de sus autores para crear una versión alternativa de lo que se supone, es un género literario. Después de todo, escribir es un ejercicio de imaginación y las reglas que suelen imponerse, una forma de añadir cierta consistencia al caos y a la percepción del hecho de escribir como una gran abstracción. Pero a la reciente ganadora del premio Nobel de Literatura Olga Tokarczuk, las reglas no sólo no le interesan sino que además, su forma de escribir está más relacionada con la audacia que con el método, lo cual convierte a su libro “Los Errantes” en algo mucho más extraño que una simple colección de anécdotas, como se le ha tratado de definir.
“Tengo pocos años. Estoy sentada en el alféizar, a mi alrededor hay juguetes esparcidos por el suelo, torres de cubos derrumbadas, muñecas de ojos saltones. La casa está a oscuras, en las estancias el aire, poco a poco, se enfría, se debilita. No hay nadie; se han marchado, han desaparecido, cada vez más tenues se pueden oír todavía sus voces, su arrastrar de pies, el eco de sus pasos y alguna risa lejana. Al otro lado de la ventana el patio aparece desierto. La oscuridad se desliza suavemente desde el cielo. Se posa sobre todas las cosas como un negro rocío,”
El libro comienza de esa forma. No menciona hacia dónde se dirige, que quiere contar ni mucho menos qué es en realidad, está colección de ¿apuntes? ¿anécdotas? ¿pequeños fragmentos de textos más amplios que por algún motivo la autora desechó? No hay un hilo conductor real en medio de la exquisita recopilación de vivencias de Olga Tokarczuk, que no sólo asume la singular labor de dotar a su mente de personalidad — por momentos, el texto tiene la cualidad de parecer un monólogo interior de imposible intimidad — hasta la forma en que crea con audacia, algo más poderoso e irónico. En realidad, Los Errantes es una colección de confesiones autobiográficas, que están unidos por la curiosidad de la autora: Tal pareciera que Tokarczuk abarca en el texto una buena cantidad de sus inquietudes y además, las vincula entre sí para elaborar algo más profundo que una mera descripción o narración. Tokarczuk vincula desde viajes hasta su enciclopédico conocimiento de todo tipo de matices sobre la vida actual, hasta crear un fresco a colosal escala sobre el pensamiento contemporáneo. Lo mejor es que lo hace desde el humor, la buena voluntad de contar historias y una maravillosa prosa, cargada de un sarcasmo exquisito que dota a cada parte del libro de una personalidad propia. Un recorrido profundo, extraño y singular por la forma en cómo concebimos el mundo intelectual pero sobre todo, como se enlaza con algo más profundo en la mente de un escritor.
Los Errantes sin duda podría catalogarse como un viaje, aunque en realidad no lo sea ni tenga intenciones de serlo. Pero es una travesía, al fin y al cabo: desde las danzas Maoríes — que Tokarczuk describe desde su particular simbolismo con un asombroso conocimiento sobre el tema — , la vieja y angustiosa historia sobre el traslado del corazón de Chopin a Varsovia, hasta pequeñas pinceladas de historia universal, enlazadas y construidas alrededor de la idea del recorrido. Tokarczuk viaja y mientras lo hace recuerda. Y además, escribe. La combinación de esas tres nociones sobre el traslado psicológico, mental y espiritual, brindan a Los Errantes un aire de movimiento perpetuo que sorprende por su efectividad. La escritora no intenta elaborar la idea de una travesía, sino que la sostiene sobre toda la visión del bien, el mal, la moral, el tiempo, la pérdida y los pequeños dolores ocultos en las grandes historias, con una delicadeza asombrosa que sorprende por su precisión.
Tokarczuk es radical, ella misma lo ha dicho. Activista feminista, ya ha dicho en varias de las entrevistas luego de obtener el premio Nobel, que se toma “muy en serio”. Una frase que además suele acompañar con pulcros razonamientos sobre el origen y la naturaleza de sus posiciones políticas. Para Para la escritora, su obsesión por determinados temas — y sobre todo, la forma en que los vincula a su labor literaria — tiene una estrecha relación con su interés por lograr un gran cambio, una idea que incluye además la forma en que reflexiona sobre nuestra cultura. Para Tokarczuk, escribir es un ejercicio de conciencia, tan portentoso y sobre todo, tan doloroso como un recorrido sensorial por espacios sin nombre de nuestra memoria. Por tanto, su forma de asumir el recorrido de la existencia — la forma en que se comprende a sí misma y a lo que le rodea — es una mezcla que podía parecer incompleta sobre su experiencia en numerosos ámbitos. De modo que mientras cuenta una anécdota personalísima, también convierte al libro en un cuaderno de viajes. En cuentos, que van de un lado a otro de la vida de la escritora, creando la sensación que la biografía también es un viaje ficcional hacia sus valores, temores y terrores. También hay una buena cantidad de filosofía: la manera en que Tokarczuk reflexiona sobre el desarraigo de nuestra época, en contraposición a la soledad de siglos anteriores, es de una belleza dolorosa. A partir de la noción de las mesas vacías, las cabezas inclinadas sobre las pantallas de teléfonos celulares y el silencio que se extiende en todas direcciones, Tokarczuk logra elaborar una síntesis sobre la búsqueda de identidad. Hay una deliberada intención por reconstruir ideas de tal profundidad a través de trozos, fragmentos, pequeños párrafos de información desperdigadas de un lado a otro de la narración, que se sostienen a una través de una reflexión básica: No hay nada ordenado (ni debería haberlo) en el hecho de contar. “¿Qué deseamos crear a través de la escritura?” se pregunta Tokarczuk a medida que el libro avanza a través de todo tipo de datos, notas a pie de página, cortísimas narraciones cuyo único en común, es la vida de la escritora. El libro es una celebración a cierta forma de anarquía, pero también, al hecho que la escritura es un ejercicio formal de intuición, elaborado y sostenido a través del curioso talento de la escritura para sostener un único discurso en mitad de lo que parece una recopilación amplia de ideas dispares.
No es casual que el libro se titule Los Errantes, porque la mayor aspiración de Tokarczuk es dejar por completo claro que hay algo seminal, mutable y en perpetúa evolución, en medio de la literatura. O al menos, en su forma de interpretarla. No se detiene, avanza en todo sentido, evade las explicaciones sencillas, pero para Tokarczuk, la noción de lo sólido se desvanece a medida que el libro cuenta, narra, puntualiza, muestra, detalla y describe, sin decantarse por ningún estilo o género. Se trata, claro está, de una declaración privada de Tokarczuk, sobre cómo comprende y sostiene la escritura. Los Errantes es el equivalente de un nómada espiritual, de una transición que no se somete a definición a conclusión alguna. Tokarczuk deja claro que no pertenece a tribu o a corriente alguna, que los ideales que defienden le pertenecen con tanta fuerza y tanta belleza, como una versión elemental de lo que nos identifica. De modo que escribe, sin tradición que le una a ninguna parte o gentilicio con el cual nombrarse. “Lo he intentado muchas veces, pero mis raíces nunca fueron lo suficientemente profundas” dice la escritora y de pronto, todo el libro se convierte en una ola de escenas deslumbrantes sobre el pasado, el mito y la conciencia de Europa — o eso parece ser — para sostenerse sobre algo más extraño, profundo y elaborado. Para Tokarczuk la nostalgia no existe, no es más que un juego de espejismos. Y siendo así, la concepción sobre lo real — lo que puede ser, lo que será — varia y se transforma de acuerdo a la búsqueda de la intuición sobre el núcleo de lo que narra y sostiene — sin querer o quizás, con toda intención misteriosa — el libro.
“No he sabido germinar, no me nutro de la savia de la tierra” escribe Tokarczuk y quizás, esa sea la descripción más sincera de Los Errantes, toda una oda concienzuda a lo que no existe, lo imperecedero, apátrida, sin forma y lugar en el mundo. Para la escritora, el mundo se encuentra en constante crecimiento — “No hay una frontera en medio de las fronteras, si miras con atención” — y esa expansión — intelectual, moral, cíclica, casi violenta — la que condiciona su forma de escribir y crear un libro que desafía la norma tácita que todo texto debe conducir hacia algún tipo de mensaje, lugar o concepto. “Los Errantes” no sólo no lo hace, sino que evade cualquier construcción de la memoria, lo que sostiene sobre los errores, lo que se pierde y puede encontrarse en mitad de una narración pulcra, sin ataduras por un sistema de valores y sin duda, por una condición experimental que Tokarczuk asume con absoluta osadía. “Mis libros tienen tapa blanda porque están destinados a perderse” escribe y sin duda, es esa carencia de toda conexión lo que hace de la escritora y su obra, una singular combinación entre una ambigua condición sobre la soledad del que crea — ¿estamos solos al analizar el mundo — con el que reflexiona acerca de algo más profundo.
Para Tokarczuk la única patria a la que pertenece, reconoce y sobre todo asimila como parte de sus vivencias es “el vaivén de los autobuses, el traqueteo de los trenes, el rugido de los motores de avión y el balanceo de los ferrys”. Hay una idea poderosa en el hecho de un escritor desprovisto de todos los pequeños métodos y mitos que se atribuyen a la labor de escribir. Para Tokarczuk no existe ninguno y por ese motivo, su mezcla de arte, la creatividad, la sexualidad y el rostro intelectual contemporáneo es toda una sorpresa por la riqueza de los matices en los que elabora una versión literaria sobre el caos del tránsito — mental y físico — que nuestra época permite. La escritora va de un lado a otro — la escritura que crea, también — y mientras este viaje continuo avanza, la narración de sus vivencias se hace una combinación elaborada y profunda sobre algo más extravagante sobre lo corriente. La inteligente combinación de tópicos que además, analiza nuestra cultura desde sus debilidades. La reflexión además es mucho más amplia que la simple capacidad de Tokarczuk para temas múltiples con idéntica habilidad: hay una profunda búsqueda de significado, sentido y forma en estos pequeños análisis sobre la identidad y la expresión formal de un siglo plagado de contradicciones. Y Tokarczuk los analiza con precisión, con una profunda capacidad para desdoblar esa búsqueda de respuestas — ante todo, la escritora se hace preguntas — y también, del sentido real y complejo de la individualidad en una sociedad efímera que se transforma en búsquedas inmediatas.
Tokarczuk divide el libro en pequeños fragmentos, casi por instinto y de manera no lineal: la escritora analiza el mundo, pero sobre todo, las dimensiones sobre lo que consideramos inamovible y es esa contradicción — un libro abierto a interpretación, una mezcla de estilos, un gran experimento exitoso en contraposición a tópicos absolutos — lo que convierte al libro en un pulso crítico que asombra por su flexibilidad. Se adentra en el análisis del ser humano, sus aspiraciones y deseos, pero también sobre lo que se esconde bajo la noción de esa esperanza tardía por comprender lo que nos une y nos desune. Tokarczuk no sólo explora la posibilidad de la literatura y la narración como una simple forma de hedonismo sino que se adentra en el hecho que su inmutabilidad y atemporalidad. El resultado es un ingenioso libro trampa, que el lector tendrá que asumir como parte de un secreto dentro de un secreto, una versión del tiempo y de la belleza que se une en medio de dobles lecturas y una construcción no lineal sobre lo que consideramos de considerable importancia.
“Hice mi primer viaje a través de los campos, a pie. Durante mucho tiempo nadie advirtió mi desaparición, lo que permitió que me alejara bastante. Recorrí todo el parque; después, por caminos de tierra, atravesando maizales y prados cubiertos de caléndulas y surcados por zanjas de drenaje, logré alcanzar el río. El río, de todas formas, era omnipresente en la llanura, empapaba la tierra bajo la hierba, lamía los sembrados” cuenta Tokarczuk y a partir de allí, enlaza su vital necesidad por el traslado — que describe de forma muy llana y casi simple — por su necesidad del crecimiento y la evolución espiritual, que vincula a la necesidad impenitente y casi profana de desacralizar cada cosa que se asume de importancia en nuestra época. De modo que “Los Errantes” medita sobre lo que somos como sociedad, pero a la vez, lo que fuimos o al menos, lo que fue Europa en mitad de una serie de líneas anudadas entre sí por la experiencia existencial de la escritora. A medida que la narración — o narraciones — avanzan, la concepción sobre lo real y lo irreal, también rompe líneas y pequeñas construcciones sobre la conciencia colectiva como algo más elaborado, más sustancial y profundo de lo que tenemos y esperamos. Se trata de una mirada a la psiquis cultural contemporánea, pero sin una reflexión académica, sino más bien, un anecdotario consistente sobre lo que somos, intentamos encontrar, sostenemos como un largo recorrido hacia lo que nuestra época considera invaluable.
Olga Tokarczuk siempre ha insistido que es “egoísta” en la medida que sus conflictos privados le parecen de infinita relevancia en contraposición. Una dura afirmación, si tomamos en cuenta que estudio psicología y buena parte de su trabajo temprano, son lúcidos tratados sobre la mente humana. Pero quizás debido a eso — a la capacidad para analizar desde la raíz el dolor y la inconformidad del hombre moderno — para la entonces psicóloga en ejercicio, era mucho más misterioso los propios parajes in completos de su mente. Durante sus primeros años, Tokarczuk escribía con la sensación que utilizaba su mente como espacios cerrados a los que no podía acceder sólo desde la palabra, por lo que comenzó a preguntarse si la labor metódica del escritor podía sofocar su talento, por el mero hecho de reducirlo a un espacio concreto. Y para este espíritu inquieto, asombrado y desconcertado por la finitud humana, por su cualidad monstruosa, por los bordes abiertos de lo inexplicable, escribir era algo más que un ejercicio de repetición de ritmo. La escritora decidió viajar por el mismo motivo por el que decidió abandonar el ejercicio de la psicología “Necesitaba un recorrido real por algo más allá de lo que podía narrar a mí misma”. Toda una declaración intenciones sobre su forma de elaborar paisajes y entornos literarios, pero más allá de eso, del cómo profundiza en lo que considera el arte de narrar.
Por supuesto, Tokarczuk no es una persona común. No solamente está obsesionada con el saber — lo cual deja claro en más de una ocasión en todos sus libros — sino también, con “lo incompleto, monstruoso y repulsivo”. La escritora se cuestiona sobre todo tipo de temas que juntos, tienen la desordenada apariencia de una enciclopedia sin data ni forma. De un lado a otro, salta de leyendas urbanas europeas a sucesos históricos de relevancia, con la consciente percepción que el saber — como conjunto de ideas — es mucho más complejo e intrigante que las ideas que se formulan, unidas entre sí por una mirada alternativa sobre la identidad cultural. Por supuesto, se trata de preguntas que se han formulado una y otra vez a través de la historia, pero Tokarczuk decide hacerlas sin entrar en el terreno de la erudición sino desde la emoción y lo conmovedor, algo impensable en reflexiones y ensayos de la misma temática. Con una rara capacidad para profundizar en la complejidad desde la intuición Tokarczuk abre un debate invisible con el lector, le invita a mirar las diferentes alternativas en temas en los que parece todo dicho. Es entonces cuando la escritora encuentra el sentido en su discurso elocuente. Todos los ángulos inéditos de sus lúcidos puntos de vista parecen enlazar entre sí para crear una única pregunta insistente: ¿El arte vive para reflejar nuestra cultura? ¿O la cultura avanza y se manifiesta a través de la evolución del arte?
Como libro, “Los Errantes” tiene la ambición de concentrar en una única mirada anecdótica, la convicción de la autora que la escritura se crea a través de los retazos de historia perdidos en medio de su recorrido incesante por el mundo. Quizás por ese motivo, los mejores momentos del libro, son aquellos en los que Tokarczuk mezcla sus historias personales como sus investigaciones, conclusiones y análisis sobre el estado del mundo, la tecnología y al intelectualidad de nuestra época. Con una habilidad que asombra por su pulcritud, la escritora saca provecho de su conocimiento del psicoanálisis y desmenuza nuestra época en sus pequeños dolores y tragedias desde la empatía. Tokarczuk profundiza y crea paralelismos entre su vivencias y temas tan variados como la relación madre — hija, el viaje de la niñez a la feminidad plena y avanza para finalmente referirse a los patrones de género, siempre desde una distancia intelectual que brinda a la reflexión una singular fuerza.
Tokarczuk divaga con enorme libertad para analizar la certeza de nuestra época o lo que es lo mismo, la capacidad del individuo moderno para creer — asumir — la existencia de la verdad absoluta. Para la escritora hay una percepción dual en la idea del cuerpo contra la mente y lo engloba, esa noción tan occidental de intentar dividir ambas cosas en marcos de referencia evidentes y cruciales, sin lograrlo. Hay algo extrañamente lógico en su búsqueda del axioma del yo y del temor en medio de todo tipo de referencias a la literatura (posmoderna, post-estructuralista, post-feminista, post-colonialista) de finales del siglo XX. Como si piezas de un mecanismo incompleto se tratase, intenta abarcar el conocimiento intelectual como una forma de expresión de la identidad. Y de alguna forma, vincula esa percepción de quienes somos — o cómo nos comprendemos en todo caso — con la primera mitad de su libro, en el que el conocimiento avanza a través del arte y se manifiesta a través del cuerpo y la mente de manera conjuntiva. Es esta rica combinación de reflexiones y agudos puntos de vista lo que hace que por momentos, la voz literaria de Tokarczuk parece desbordar los meros planteamientos del libro. Hay un profundo conocimiento sobre los extremos y grises de nuestra sociedad de consumo, de la percepción del lugar del individuo frente a la maquinaria inmediata de nuestra época pero también, de esa combinación del conocimiento con una evidente frialdad, que la escritora ataca a través de una creación literaria a mitad de camino entre lo conmovedor y lo analítico.
El último tramo del libro demuestra que además escritora, Tokarczuk está obsesionada por los recovecos de lo misterioso que esconde lo narrativo: la cualidad fragmentada del libro se multiplica, se hace más complicada, extraña y asombroso. Una noción de trozos de información y narración acerca de nuestra época, la realidad que nos rodea e incluso los pequeños dolores privados que la cultura manifiesta como pequeños espacios vacíos de significado, a los que Tokarczuk sostiene a través de ideas consistentes y poderosas sobre la identidad. Como si se tratase de una percepción de la profunda soledad moderna — y sobre todo, de la aspiración de la belleza que forma parte de nuestra percepción más ideal sobre el conocimiento — la escritora concluye su obra con una mirada poderosa sobre la identidad universal, de los espacios inexplorados de nuestra mente y sobre todo, la fragilidad de esa intención de dotar de significado a lo que podría no tenerlo. En medio de todo lo anterior, Tokarczuk parece muy consciente de la necesidad de la literatura actual por asumir la condición humana desde su fragilidad pero más allá de eso, su infinita capacidad para construir y crear.
Tokarczuk lleva a una nueva dimensión la llamada «mirada masculina literaria» y lo hace con una pulcritud de propósitos y una mirada objetiva sobre la creación de espacios intelectuales y emocionales que asombra por su precisión. Esta colección de ¿ideas? ¿anécdotas? ¿lugares inexplicables? crean un espacio tridimensional donde el análisis conceptual parece reconstruir la noción de la identidad y cómo la comprendemos a través de un frío cinismo y un extraño sentido del humor. Descarnada, en ocasiones en apariencia obscena en su crudeza, el libro que crea una brillante e inteligentísima mirada sobre nuestra época, reconvertida en una construcción complejísima sobre nuestros temores y absurdas batallas morales de corta o inexistente amplitud intelectual. La escritora se convierte entonces en una cronista de la condición humana con una habilidad única para elaborar una visión sobre el temor y la debilidad del hombre — como su propio dolor y reflejo — y algo más elocuente: una noción profunda sobre la identidad bastarda y disruptiva de nuestra cultura.
“Mis padres no eran del todo una tribu sedentaria. Se mudaron muchas veces de un lugar a otro hasta que finalmente se asentaron por un tiempo en una escuela de provincias, lejos de cualquier estación de tren y de toda carretera merecedora de tal nombre. El mero hecho de cruzar la linde para ir a la pequeña ciudad comarcal se convertía en todo un viaje. La compra, el papeleo en la oficina municipal, el peluquero de siempre en la plaza del mercado junto al ayuntamiento, ataviado con el mismo delantal lavado y blanqueado una y otra vez, sin éxito, porque los tintes de pelo de las clientas dejaban en él manchas caligráficas, ideogramas chinos. Cuando mamá se teñía el pelo, papá la esperaba en el café Nowa, en una de las dos mesas que instalaban fuera. Leía el periódico local, cuya sección más interesante siempre era la de sucesos, con sus crónicas de robos de mermeladas y pepinillos de los sótanos donde se guardaban” cuenta Tokarczuk, como una metáfora formidable sobre la necesidad de escribir para desmenuzar el tiempo y sus vicisitudes. Tokarczuk no se considera una autoridad, sólo una observadora. Y una además, cuya mirada va transformándose con una rapidez asombrosa. Es esa contemplación de lo efímero y de lo sutil de lo que crea y sostiene la cultura es quizás lo más eficaz de un libro duro de asimilar.
“Los Errantes” ha sido comparado con “La mujer que mira a los hombres que miran a las mujeres” de Siri Hustvedt, quizás por la riqueza con que ambas mujeres lidian con temas en apariencia dispares entre sí pero que se complementan como un único bloque de información. Tanto para Hustvedt como para Tokarczuk, los ensayos y fragmentos son reflexiones de largo alcance sobre temas atemporales que son por completo válidos tanto en el momento en que se escribieron como después. Tokarczuk sobre todo, tiene la capacidad de extrapolar hechos disímiles con una comprensión sutil de sus implicaciones. De la misma forma que el libro de Hustvedt, “Los Errantes” atraviesa el incómodo terreno de la aseveración en estado puro — Tokarczuk es muy elocuente y elabora todo tipo de ideas sobre temas amplios — pero a la vez, construye una opinión creíble sobre casi todos ellos. La selección es rica, muy variada y casi al final, resulta agotadora en su puntilloso análisis sobre los temas preferidos de la escritora, que van desde el mundo femenino hasta la influencia de la cultura afroamericana en la literatura. Entre una y otra cosa, hay una amplia colección de tópicos que Tokarczuk analiza con cuidado y delicadeza. Para la escritora, es de capital importancia encontrar el elemento humano en cada tema que toca y en “Los Errantes” lo logra por completo.
Tokarczuk no es una mujer interesada en temas triviales y eso es notorio en que la escritora, lo trascendental ocupa buena parte de sus intereses privados. En la última parte de su libro, Tokarczuk medita sobre el alcance de la divinidad, la potencia del amor y la espiritualidad en un reconocimiento a la obra y trabajo del escritor James Baldwin. Pero no lo hace de manera directa sino a través de la capacidad del artista como traductor de la realidad en un axioma semejante al propuesto por Arthur Rimbaud dos siglos atrás. Como el poeta francés,Tokarczuk está convencida que el papel del artista es una mirada profunda e inquieta sobre lo misterioso del espíritu humano, a la vez que un recorrido doloroso a través de su oscuridad. Como si de una memoria continua se tratara, Tokarczuk pasa de un tema a otro, enlazándolos entre sí a través de su particular visión sobre lo moral y lo espiritual. En más de una ocasión, la misma escritora insiste que cada uno de sus libros forman parte de la “conciencia de mundo, del gran viaje de la cultura moderna” y no lo hace desde algún tipo de posición arrogante, sino del hecho básico que cada una de sus novelas de ficción y otras, han profundizado sobre la naturaleza del amor, el dolor y el miedo en un país golpeado por sus propios demonios. Quizás su mayor logro.