Crónicas de la lectora devota:
Crossroads de Jonathan Franzen
Narrar lo cotidiano es quizás uno de los puntos más complicados en la literatura contemporánea. No sólo se trata de analizar el tiempo, las diversas corrientes de la vida como un hecho ficcional. También, de englobar la noción sobre la normalidad sobre una condición más amplia y menos evidente que la de enumerar situaciones comprensibles, cercanas y reconocibles. Para la ficción actual, el reto es el contrario al que se enfrentó John Updike, que trató de recrear la percepción de la vida cotidiana desde cierto ámbito doloroso y pesimista. O incluso, las reinvenciones dolorosas de Iris Murdoch, en la búsqueda de un sentido de lo realista que además, tuviera la capacidad de reflexionar sobre lo dramático. Las pequeñas y discretas batallas de los común suele ser un recorrido por algo más duro de asimilar. Una audaz reinvención de la identidad colectiva en favor de profundizar en la connotación de lo íntimo. ¿Quienes somos puertas adentro de lo doméstico? ¿que nos define más allá del deseo de pertenencia, que la cultura impone y la mayoría de las veces resulta invencible?
De la misma manera manera que Sylvia Plath con The Bell Jar — un recorrido cuidadoso por el sufrimiento intelectual y moral de las mujeres de su época — autores más jóvenes como Sally Rooney, Maggie O’ Farrell y Lisa McInerney, también han dedicado durante la última década un recorrido enigmático y complejo sobre lo cotidiano. Una mirada sobre el hecho del día a día como algo más que una colección de anécdotas incompletas. La condición de la vida en un mundo extraño, a menudo caótico y casi siempre relacionado con las obsesiones y dolores de personajes al extrarradio y en medio de decisiones capitales de la vida adulta, se ha convertido en un subgénero por derecho propio. Uno que se alimenta de lo biográfico — Rooney llegó a comentar en una entrevista que su vida era un “mosaico de vivencias con mitología propia y netamente literarias” — con algo más elaborado y simbólico sobre la normalidad.
Poco a poco, la necesidad de evadir las grandes discusiones literarias en favor de algo más privado, creó una línea de reflexión sobre el individuo que evade explicaciones sencillas. Más allá de eso, se trata de una reflexión convincente sobre la habitual mirada sobre lo que algo más pequeño que una percepción global sobre el tiempo y lo que conforma una idea imprecisa sobre la personalidad contemporánea. Para bien o para mal, la literatura que mira con cuidado el mundo íntimo de quien lo relata, es un nuevo espejo para la reflexión mayor sobre líneas y percepciones acerca de la verdad, las conexiones emocionales y el sentido del absurdo de la vida como planteamiento espiritual.
Tal vez por ese motivo, el libro Crossroads de Jonathan Franzen, sea una un vuelo rasante sobre la amplitud — en todos sus pequeños detalles — de la vida de una familia. De hecho, el escritor comienza el relato con una frase tan profunda como singular: “Todos los días, la vida vuelve repetir sus momentos simples”. Para el escritor, el diario devenir de la historia no es solo un hito — una forma de narrar — sino también, una connotación sobre la plenitud o en este caso, la silenciosa contracción de la mirada hacia el pasado y el futuro. De hecho Crossroads parece fluir en una única dirección: una especie de presente continuo que sustituye al tiempo en una narración a fragmentos que termina por ser un todo más complejo.
Convertida en un mosaico con varias miradas paralelas sobre la historia, Crossroads es una novela que utiliza recursos habituales como la narración de hábitos y la descripción de espacios privados, para crear la sensación que la vida que transcurre — la sensación de oleada hacia algo más poderoso y sustancial — es un único hilo narrativo. Antes o después, la vida acaece. Antes o después, cada miembro de la familia disfuncional que la familia retratan son parte de una misma historia. Antes o después, la mirada de la narración sobre las vicisitudes que les vinculan entre sí, sostendrán algo más poderoso y vital que un simple retrato de lo cotidiano.
Ambientada en 1971, Crossroads permite a Franzen tomar una buena cantidad de tiempo e interés en narrar a la época como otro personaje. Lo hace con una deliciosa y pormenorizada descripción del tiempo como los objetos y las situaciones que lo muestran. La voz del narrador, por momentos fría y objetiva pero en otros, cercana y casi delicada, detalla los coches “enormes como buques, con el metal cromado que brilla sol y tan espaciosos en el interior como para que una familia pueda pensar que está bien, gastar los ahorros en otro lugar que les pertenezca”. Franzen, experto en narrar grandes épicas diminutas, convierte a Crossroads en un recorrido extraño y sugerente por los símbolos sociales y culturales, hasta dotarles de una cualidad metafórica. Desde los abrigos de piel de oveja que visten los personajes — “hace calor, pero el abrigo es tan necesario como la piel o la sonrisa en el rostro para ser parte del día que transcurre” — hasta las cenas familiares de una familia promedio, en Crossroads todo se encuentra enlazado hacia un recorrido lento hacia el centro de un relato, que a primera vista, no parece contar otra cosa que la vida común.
Sin embargo, el escritor tiene la habilidad suficiente para relatar con cuidado lo que considera esencial para dar paso a lo que delinea con una firmeza deslumbrante. “Cada día, la mesa familiar está servida con salsa, sopas y pan. Un paisaje conocido y discreto, entre los que se dibujan fuera de la ventana, desdibujados por el rápido olvido”. Franzen está convencido de la posibilidad que toda historia merece ser contada y Crossroads, en toda su cualidad para sublimar lo esencial y lo pequeño, no es la excepción. La Chicago de una década convulsa se transmuta en un escenario movedizo, en paisajes al margen de la vida familiar que de vez en cuando, colisionan con relatos desdibujados sobre la moral y el dolor pasajero. Es un invierno especialmente crudo, uno que “tinta la ciudad en un blanco con toda la sustancia de la oscuridad” y que “hace del frío una cortina rota. La calle está cubierta de nieve, pero también de la sensación del olvido. Te concentras en no caer, en no resbalar, para no pensar en lo que guardas en que alguna región de la memoria”.
Pero Crossroads en realidad, no es solo una colección delicada de detalles. Es la historia de los Hildebrandt. La familia de seis — los padres que se aborrecen entre sí y los hijos que tratan de sobrevivir al desencanto — son un grupo curioso de personalidades que podrían tener algo de estereotípicas a no ser por la forma en que el escritor les brinda una inusual vitalidad. Russ Hildebrandt, un Pastor agrio que detesta el hecho de encontrarse confinado a un matrimonio desgraciado, pasa la mayor parte del tiempo conteniendo el enojo y disimulando el desencanto a través de “interminables discursos moralistas que a nadie le importan”. Su esposa e hijos el ignoran (en el mejor de los casos) y en el peor, los enfrentamientos son agrios por el mero hecho de ser rutinarios. “En la casa de los Hildebrandt las discusiones suelen acabar en refriegas imaginarias. Russ sabe que sus hijos desearían golpearle, su esposa abandonarle y al final, él también desea que todo a su alrededor estalle en descontento. Pero la mesa familiar sigue servida, la crema y la sopa en su lugar. Beber el jugo mientras el hijo de nueve aguanta el llanto es una forma de entender que el tiempo es cruel en su simplicidad”.
Además de todo el conflicto dentro de las paredes domésticas, Russ también debe enfrentar a Rick Ambrose, su némesis y la figura más popular de la Iglesia que preside. Allí en dónde Russ es gordo, desagradable, rígido y sermoneador, Rick es divertido, agradable y atractivo. “Es una prueba divina a la paciencia pero también, a la envidia” piensa Russ en una letanía que le obliga a sonreír mientras Rick ríe a carcajadas, cuenta sobre la motocicleta que manejó en su juventud y hace más evidente que nunca que el Pastor es una reliquia del pasado. La noción sobre esa peculiar concepción de la rivalidad, es una especie de región inexplorada que se extrapola a la vida familiar. “Infeliz en la mesa, infeliz en el púlpito, infeliz en el amor, infeliz en la envidia. Tal parece que Russ no tiene un lugar en el que no deba ser retado, reprendido, comparado, aplastado, contemplado con ojo crítico” dice Franzen y poco a poco, comienza a dirigir la novela hacia lo que en verdad desea narrar. Para su segunda mitad, la narración adquiere un nuevo ritmo y en especial, un tono más oscuro, ambiguo y doloroso. Y el objetivo de la profusa narración de detalles cotidianos queda claro. Esta no es una novela que sólo esté interesada en la vida común de Russ, sino que describe la lenta degradación de este Pastor ejemplar, en una versión suya más dura, violenta y quizás desagradable de lo que podría parecer en un principio.
De hecho, cuando Franzen brinda a Crossroads toda su extraña libertad y necesidad por recorrer un espacio nuevo, la narración entera se ensancha hacia direcciones nuevas. Hacia percepciones que colindan y chocan entre sí para entablar paralelismos brillantes y miméticos con el mundo que rodea a Russ. El personaje es una araña, un monstruo que se desdice y contradice, el hombre que duerme junto a su esposa y sueña con momentos de dolorosa e íntima violencia, el Pastor que lee La Biblia mientras le corroe la avaricia. Cada punto en extremo, que crea ángulos y segmenta la novela en una narración cada vez más incómoda y engañosa, hace de Crossroads una novela en la que parecen moverse varias historias a la vez. O en el mejor de los casos, en la que los hilos de dolor y de miedo se entrecruzan en los símbolos que Franzen creó para representarlos.
Cuando la novela llega a su alarmante y extraño final, Franzen demuestra porque se le considera en la actualidad, uno de los mejores escritores jóvenes estadounidenses. Russ se convierte en un monstruo cada ve más voraz, implacable y sobre todo hipócrita. Y a través de él, las inquietudes que la novela desea abarcar, se hacen más profundas, incómodas y rotas por especulaciones desiguales sobre el tiempo y la condición de la humanidad, en toda su singular brutalidad, generosidad y capacidad para el odio. Franzen sabe que no es sencillo dirimir la cuestión si en cada rostro común se oculta un secreto doloroso, pero su recorrido hacia ese dolor, esa percepción de la búsqueda y esa alarmante necesidad de reivindicar el olvido hace de su narración una mirada alternativa hacia algo más poderoso, vehemente y frugal.
Crossroads es la primera parte de lo que Franzen a explicado será “una trilogía” sobre el tiempo y los pormenores de una idea en común sobre la lenta perversión de lo humano por el simple hecho de la erosión de lo espiritual. Un tema en apariencia sencillo, como todos los de Franzen pero que, como demuestra en Crossroads es también una manera delicada y potente de elaborar una reconstrucción de los secretos bajo la superficie, de la multitud de encuentros y desencuentros en medio del horror, el miedo y la especulación insistente. “No hay nadie que pueda huir de sí mismo, aunque lo intente” dice el autor en uno de los momentos más duros de la novela. “Y de ser así, hay una búsqueda insistente entre el bien y el mal, como algo más amplio de lo que se supone puede entenderse en primer lugar”. Russ, que se esfuerza en sonreír, que batalla contra el desamor, que está herido por el desencanto está a punto de estallar. ¿Qué ocurrirá después? Quizás, la disyuntiva que Crossroads maneja con mayor facilidad y sin duda, una considerable capacidad para el desconcierto y la percepción del dolor.