Crónicas de la lectora devota.

A Burning de Megha Majumdar

Aglaia Berlutti
12 min readJun 17, 2022

Las redes sociales, la hipercomunicación pero en especial, las relaciones de poder contemporáneas entre gobiernos y ciudadanos, mediatizadas por la inmediatez y el sostén de la gran conversación virtual, son temas sobre los que se ha reflexionado con frecuencia en la literatura de la última década. En especial, la percepción del peso de las redes sociales en la forma en que nos comprendemos y nos miramos unos a otros a través de ellas. Tal vez, por reciente, la tecnología de la intercomunicación virtual aún carece de limites o al menos, no tiene uno lo suficientemente claro como para definir el peligro y las implicaciones que el aforo virtual puede simbolizar. Se trata de un caudal de información imposible de cuantificar, una cantidad infinita de datos personales más o menos privados que están al alcance de cualquiera y son accesibles desde cualquier parte.

Para la escritora Megha Majumdar la cuestión es incluso más retorcida, al relacionarse directamente con nuestra perspectiva sobre la identidad, la responsabilidad moral y la concepción sobre como concebimos el bien en una época sin parámetros claros y que la cual los datos, son una forma de reinterpretación de nuestro lugar en el mundo. En su novela debut A Burning, la autora se hace preguntas inquietantes y la mayoría de las veces incómodas, sobre la posibilidad del uso de los datos en redes como una forma de amenaza perenne o mejor dicho, un reflejo retorcido de nuestra percepción sobre la seguridad y los espacios de protección que podemos encontrar en plataformas de uso corriente ¿Qué ocurre cuando la información sobre nuestra vida personal pueden utilizarse contra nosotros? Aunque no lo menciona de manera directa, Majumdar reflexiona sobre las situaciones que utilizan la web como una gigantesca base de datos que permite no solo conocer los hábitos de los usuarios, sino también cualquier detalle que facilite recopilar información sensible sobre su contexto. Una idea preocupante y sobre todo alarmante, si toma en cuenta que las estadísticas insisten que el 60% de la población mundial tiene acceso a Internet y utiliza las redes sociales. Un caldo de cultivo para la violencia.

Pero para Majumdar, las redes sociales son algo más que un mero vehículo de información y comunicación: son reflejos de la convulsa condición humana contemporánea, en busca de un concepto sobre la justicia, el amor, la desazón y la esperanza que necesariamente debe asimilarse a través de las múltiples versiones sobre la realidad que lo virtual puede ofrecer. De modo que la autora, no sólo estratifica la condición de ineludible del uso de las diferentes plataformas online, sino también, se cuestiona nuestra versión de la moralidad, el miedo, la culpa y la responsabilidad colectiva. De hecho, A Burning es una ficción que supone una reflexión meticulosa sobre la condición de la mirada invisible sobre cada hecho que ocurre a nuestro alrededor como punto de partida. Y lo hace, desde un tipo convicción acerca de la necesidad de comprender el entorno moderno, que se sostiene sobre un realismo inquietante: La primera gran escena de la novela, muestra un incendio provocado que se convierte en un asesinato en masa sin testigos. Se trata de una tragedia a gran escala que salta a los medios tanto virtuales como tradicionales como una acusación implícita ¿quién esconde el secreto del posible culpable?

Majumdar analiza la cuestión desde el matiz del miedo: la tragedia no sólo involucra a las víctimas, sino a todos los que rodeaban la escena, una estación de tren en la que una multitud en pánico borró cualquier rastro o huella sobre los posibles resultados. La situación se hace más crítica, a medida que es obvio que no sólo los posibles responsables jamás podrán ser descubiertos, sino que las autoridades carecen de la tecnología o incluso, el método, para analizar el crimen en toda su envergadura. La escritora describe el horror desde la percepción borrosa de un testigo: el fuego que se extiende a través de la estación, evita que los aterrorizados pasajeros del tren puedan escapar. De pronto la confusión es un gran estallido de gritos y miedo. Majumdar convierte la escena en el centro medular de la narración que vendrá: el incendio es a la vez un hecho y una metáfora, una mirada aterrorizada sobre la impunidad y algo más amargo relacionado con la culpa multitudinaria. Para cuando las autoridades policiales y sanitarias logran llegar, la estación se encuentra el medio del caos, los escombros aun arden, las víctimas lloran a los muertos. Y por supuesto, el o los culpables han desaparecido entre el humo irrespirable, entre el hecho del incendio como un hecho que arrasa y la percepción de un asesinato en masa que excede todo calculo sobre su gravedad. “Los muertos no tenían nombre, tampoco lo que había ocurrido, tan rápido, una avalancha voraz de muerte” describe con sobriedad Majumdar mientras replantea la percepción sobre el miedo y la incertidumbre.

Entonces, la narración da un giro longitudinal y enlaza con algo más elaborado y extraño: un testigo que a la vez, no sabe que lo es. En realidad, este adolescente aturdido y desconcertado por la enormidad de un suceso que desborda su concepción de la realidad, apenas recuerda lo que vio entre la ventanas de su casa destartalada en el barrio que bordea la estación. El humor, las ráfagas ardientes de fuego en medio de la noche y los gritos de las víctimas, se convierten en una confusión de escenas que de inmediato, se afana en contar ante la vieja y destartalada pantalla de una portátil que apenas funciona. “Todo lo que vi, fueron autos, quemados, puertas fundidas y más allá, las figuras incandescentes de los quemados” se narra a sí mismo “¿A quién puedo contar algo semejante?” Jivan, que apenas entiende la repercusión del hecho que acaba de suceder, es parte de la enorme multitud que se acercó a mirar los restos incandescentes del horror. “Comenzó con un aullido en la distancia” escribe “Después, vino el fuego, a la vez y desde todas partes. Casi podría asegurar que pude ver a las figuras que arrojaban antorchas encendidas, las que huían en la oscuridad”.

Pero Jivan es pobre en un país en el cual serlo, es un estigma y sabe que su palabra no tiene el menor valor, ni ante la ley o cualquier otro ciudadano de la ciudad anónima en la que vive y que aunque Majumdar no lo indica, tiene un evidente parecido con Calcuta. Sabe además, que su testimonio podría ser peligroso, porque en su país, “la ley mira en otra dirección”. De modo que se calla, aunque sabe que lo que vio — o creyó ver, se repite, tendido en la oscuridad — puede ser la clave para comprender un incidente que mantiene desconcertado al mundo a su alrededor. “Podría ser un testigo, pero sólo soy un observador” finaliza. Mira la pantalla, aparta las manos temblorosas. Jivan no es un analfabeta — poco después sabremos que ha recibido algo de educación formal — y sabe que las palabras tienen un valor, un sentido y un orden. También, que el mero hecho de tener información privilegiada sobre una situación que le sobrepasa es un riesgo que no desea correr. De modo que guarda silencio, asume que la verdad saldrá a la luz o de no hacerlo, será otro misterio “entre los tantos que sacuden a este país, en el que nadie tiene rostro” se dice a sí mismo mientras mira la estación incendiada, en la que aún yacen algunos cadáveres humeantes.

Pero para Jivan, la noción de la tragedia es descomunal y lo es, por el simple hecho que está en todas partes. En las portadas de los periódicos que lee sobre el hombro de la multitud que rodea los quioscos de periódicos. En las conversaciones en medio de la construcción en la que trabaja, en el pequeño y ruinoso restaurante en el que almuerza. El colosal asesinato en masa cautiva y obsesiona a todos quienes conoce y de pronto, también a él. “No es tan sencillo sólo ignorar cuando sabes qué ocurrió” piensa, atormentado por una culpa abstracta, la sensación que algo bulle en su interior sin que pueda brindarle un nombre. “Sé que algo ocurrió, vi a los hombres que lo hicieron. O creí verlos. ¿Me convierte no admitirlo en parte de lo qué ocurrió?” Las elucubraciones de Jivan son simples, pero también, están rodeadas de algo más temible: el regusto de una responsabilidad que lleva a cuestas con dificultad. Al volver a su pequeña choza, se detiene junto a los rieles del tren quemado, lo observa, asimila los detalles. Sabe qué debe hacer algo, incluso siente que la necesidad se convierte en algo enorme, peligroso y tentador. “¿No me convertiría en alguien conocido de admitir lo que sé?” se pregunta y lo hace, mientras mira su Frontpage de Facebook. Todos sus parientes y conocidos, hablan sobre la tragedia. Todos a quienes conoce, le interesa y les preocupa el tema. “¿Debo decir lo que sé?”

La respuesta llega de manera casi inesperada. De nuevo en Facebook, un vídeo muestra a una mujer que llora de pánico y dolor por la muerte de su esposo e hijo en la tragedia. Grita, se tira del cabello, suplica que alguien “le escuche”. También agrega que la policía abandonó el caso. “Nadie cree en realidad que sea importante la muerte de los pobres” dice el post que acompaña el material audiovisual, que apenas tiene dos “Me gusta” en medio del mar de información superficial y bulliciosa que lo rodea. Para Jivan es más que suficiente. Se trata de una forma de entender la tragedia que evade una explicación sencilla y que le sacude, por el mero hecho de asumir que a nadie le importa en realidad lo que ocurre, sino su espectacularidad y el impacto mediático que pueda causar. Jivan, obrero, lector ocasional, no analiza la cuestión en términos tan sofisticados, pero si comprende lo suficiente como para entender que el Gobierno, la policía o quien sea mueve los hilos del poder, no tiene real interés en hacer otra cosa que utilizar la tragedia en masa para un tipo de publicidad expeditiva y retorcida. Una y otra vez, la noción sobre la verdad, la mentira y sus matices son más obvios. “Nadie sabe lo que es cierto, salvo yo” escribe Jivan, consternado.

Por supuesto, ocurre lo inevitable: luego de unos cuantos días de leer el post de la madre desconsolada, decide dejar su opinión. Escribe sobre la noche de la tragedia, deja claro que no se trató de un hecho casual — como insinúan algunos funcionarios en televisión en redes sociales — y además, agrega que la incapacidad de la policía para descubrir a los culpables, es cuando menos, un acto de mezquindad tan terrible como el ataque. Al final remata con una frase lapidaria: “Si nadie hace nada para descubrir que ha sucedido ¿no es un acto terrorista tan violento como quemar la estación”. De inmediato la publicación se llena de Me gusta y también de comentarios que alientan y apoyan su punto de vista. Por un instante, Jivan es el centro de atención, el héroe que dice lo que nadie se atreve, el hombre que podría descubrir la verdad. Las frases grandilocuentes y románticas se suceden y Majumdar las utiliza para reflejar la forma en que las redes sociales son capaces de moldear la realidad. Para cuando apaga el bombillo desvencijado de la única habitación de la Choza en que vive, Jivan está convencido puede cambiar el mundo. De hecho, cree que lo ha hecho.

Es entonces cuando A Burning cambia de ritmo y tono: La policía aparece en el barrio de Jivan para arrastrarlo fuera de su chabola y acusarlo de asesinato. Lo hace, mientras el barrio entero mira consternado y le señala, en medio de la confusión de gritos y golpes que la captura lleva aparejada. “¿Cómo pueden creer que he sido capaz de algo que ni siquiera puedo comprender?” se queja el personaje a gritos, mientras la muchedumbre levanta el puño y exige justicia. Los funcionarios golpean a Jivan, le sacuden sobre la tierra apisonada del suelo y le muestran como un dudoso trofeo de la justicia. De pronto, no sólo se convierte en el único culpable, sino en el hombre que ensambla con su mera presencia — y confesión velada — un hecho de proporciones monstruosas. No es sólo un asesino, sino también, un hombre que atacó a oscuras, con la malicia de un perpetrador astuto. “Y lo ha confesado” dice un comentarista televisivo “Lo hizo de su propia mano, para que no quedara duda de su osadía”.

Lo que sigue es una vertiginosa caída en los infiernos, en las que Majumdar muestra a las redes sociales, la comunidad virtual e incluso, la concepción sobre el bien y el mal en nuestra época. Jivan se encuentra en medio de la controversia, no sólo por lo que escribió en Facebook, sino por toda la información que las redes sociales ofrecen sobre su vida. Soltero. Un hombre que jamás ha tenido un trabajo estable. Uno que vive en un barrio pobre con algunos lujos de dudosa procedencia. Su pequeño mensaje de apoyo a la viuda sollozante se convierte no sólo en el principal motivo por el que se le acusa, sino la prueba irrefutable que le convierte en el único sospechoso de un ataque a gran escala contra la ciudad. Jivan pierde la oportunidad de la enmienda, del perdón y la defensa, a medida que la curiosidad publica escudriña sus redes sociales, que sustentan su aparente culpabilidad desde la versión insistente del hecho irrefutable de una confesión pública. Un chivo expiatorio virtual más que conveniente en medio del caos que el asesinato en masas ha dejado a su paso.

Majumdar toma la osada decisión de convertir a un país anónimo en una controversia que podría aplicar en cualquier otro del mapa actual. Desde el inevitable partido político que intenta apoyar a Jivan para convertirlo en un martir de los medios, hasta la complejidad de las diferentes relaciones de poder que se establecen alrededor de su culpabilidad. Se trata de un recorrido angustioso a través del hecho que la información en nuestra época no es sólo el vehículo a través del cual se analiza nuestra procedencia, identidad e importancia dentro de la sociedad, sino también las inevitables consecuencias de la forma en que compartimos la información y alimentamos al personaje, que sostiene los datos que aportamos al espacio virtual, sin norte ni confín. Condenado sin otro motivo que una admisión abstracta de una responsabilidad inclasificable, Javin se convierte en símbolo de algo más elaborado: la forma en que el mundo contemporáneo analiza la información y la convierte en un cúmulo de aspectos que pueden ser utilizados a favor o en prejuicio de quien la suministra.

Claro está, Jivan no comprende de inmediato la magnitud del conflicto que le convierte en víctima propiciatoria. Encerrado y convertido en un rostro habitual en noticieros y redes sociales, sólo está consciente de su importancia como elemento real que pueda señalarse como responsable de un suceso inexplicable que de inmediato, pierde real importancia en beneficio de la controversial posibilidad de su figura como victimario. La corrupción burocrática, las líneas complicadas de la ley que evitan que el personaje pueda defenderse una vez que comprende es el principal y sin duda sospechoso, de un hecho colosal y temible, se unen en un reflejo de una cultura obsesionada con la posibilidad de entender al individuo a través de su rastro virtual. Para Majumdar es de considerable importancia dejar claro que el trayecto de Jivan a la cárcel comenzó mucho antes del incendio en la estación de tren. Pobre, sin familia, un maestro despedido en un colegio rural por su intención de enseñar más allá de los libros de textos, el personaje siempre ha sido incómodo para los pequeños rastros del poder con que se cruzó en su trayecto hacia la cárcel en la que languidece. “Siempre fue sospechoso” escribe uno de las maestras con las que trabajo. Alguien comparte en Facebook una fotografía suya borracho. “Nunca fue confiable, le temía”. Poco a poco, la vida real de Javin desaparece diluida y destruida por la necesidad de quienes le acusan y le señalan sin duda alguna como culpable. “Creo que jamás le conocí” confiesa un hombre que de hecho, no llegó a tener otro trato con Jivan que compartir una fotografía en medio de la obra de construcción en la que trabaja. “Era un extraño y también una amenaza”.

Al final, Majumdar toma la consciente decisión de llevar la historia y sus personajes, hacia parajes extraños sobre la convivencia en la actualidad y también, la concepción sobre lo moral, que quizás convierte en tercer tramo de la novela en una complicada combinación de puntos de vista sobre el mundo moderno, la hipercomunicación y la credulidad colectiva. Pero aún así y aunque por momentos parece perder el pulso A Burning sorprende por la posibilidad de ser algo más que una fábula, una denuncia o simplemente, una ficción basada en la paranoia moderna. “Somos culpables sólo por parecerlo” escribe Jivan a uno de sus abogados “y eso, es quizás, algo con lo que sea imposible luchar” una mirada inquietante hacia los terrores que se sostienen sobre el bien y el mal, pero sobre todo, el recorrido relevante y complicado de lo que somos como parte de una comunidad anónima, incontable y cada vez más compleja que gravita sobre el mundo, tal y como lo conocemos en la actualidad.

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Aglaia Berlutti
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Written by Aglaia Berlutti

Bruja por nacimiento. Escritora por obsesión. Fotógrafa por pasión. Desobediente por afición. Escribo en @Hipertextual @ElEstimulo @ElNacionalweb @PopconCine

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