Crónicas de la lectora devota:

The Glass Hotel de Emily St. John Mandel

Aglaia Berlutti
9 min readMay 22, 2020

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A menudo, el éxito argumental de un libro, suele provocar que el autor deba encontrar la manera de superar el éxito en el siguiente, sin saber muy bien cómo hacerlo. Se trata de un desafío considerable: un buen libro es una confluencia de condiciones, que quizás no se repetirán de inmediato y que de hecho, es más que probable no vuelvan a ocurrir de la misma forma y con la exacta precisión que el escritor necesita. De modo que la siguiente obra a una muy exitosa, suele ser un desafío de fuego, una prueba personal y también, un rasante que pocos escritores suelen afrontar sin problemas. Si a eso añadimos el hecho que el material previo, además coincide con una situación de índole mundial, las dificultades del autor se multiplican de forma exponencial.

Tal vez por ese motivo, la nueva novela de Emily St. John Mandel The Glass Hotel, se concentra en un escenario reposado, surreal y casi siniestro, en un aparente intento de alejarse de Station Eleven (publicada en el 2014), en la que un virus mortal — cuya cepa mortal nació por la confluencia de la gripe común y la porcina — devasta al mundo hasta sus cimientos. Un libro semejante en la actualidad, no sólo es un recorrido por los temores colectivos, sino uno de los tantos ejemplos de la obsesión insistente de la literatura por metaforizar los terrores universales. En lugar de eso The Glass Hotel, es una especie de mirada minuciosa sobre la arrogancia, el miedo y el dolor contemporáneo, todo analizado desde la óptica de la posibilidad de lo incontrolable. Para la ocasión, Mandel traslada el paisaje lóbrego de su anterior novela a un lugar casi onírico, que abarca una mirada provocadora acerca de la manera en que concebimos lo que nos aterroriza y evade una explicación simple. Sin recurrir a lo sobrenatural, Mandel logra crear una atmósfera angustiosa que reflexiona sobre la naturaleza humana en más de una manera.

Pero la escritora no se deslinda del todo de Station Eleven: de hecho, hay varios indicios que sugieren que ambas novelas transcurren en el mismo universo o al menos, bajo las mismas circunstancias. Por otro lado, también Mandel deja caer casi por accidente, la insinuación que todo lo que narra en The Glass Hotel, pasa un poco antes del contagio del virus que imaginó en su anterior obra, lo que crea una intrigante subversión del tiempo que pocos escritores se atreven a construir y mucho menos, con la habilidad con que lo hace Mandel. Como conjunto, ambas novelas narran sucesos presentes y futuros para complementarse, sin dejar de ser un experimento de valioso interés sobre el tiempo como una forma de comprender la noción de la identidad. Pero además, tanto una como la otra, funcionan con absoluta independencia, como si ambas pudieran sostenerse en una súper estructura que cohesiona ideas intrigantes en un magma narrativo de extraña belleza.

Si en Station Eleven, el argumento seguía las peripecias de un grupo de actores en mitad de una tragedia mundial, en The Glass Hotel, la posibilidad que la llamada “Gripe de Georgia” ataque en toda su virulencia es lejana. Tanto como para que sea una breve insinuación en mitad de eventos más complejos y también, para que la escritora pueda intentar deconstruir el manido recurso de la precuela: con su aire levemente accidental, la sensación que lo cotidiano se desmenuza con lentitud, la novela no intenta contar lo que ocurrió antes del golpe de la pandemia que lleva el mundo a escombros, sino que refleja en toda su perezosa realidad, como lo era mucho antes, en una especie de instantánea de lo cotidiano, mezclado en medio de algo más elaborado, pesaroso y en ocasiones, incómodo. La tragedia está muy cerca de ocurrir…o puede ser sólo la presunción de lo inminente, un elemento que la narración incorpora como un hábil elemento de presión. Cual sea el caso, The Glass Hotel avanza con lentitud pesarosa hacia el desastre y en más de una manera.

La novela narra la historia del financista Jonathan Alkaitis, un usurero sofisticado de Nueva York, que no tiene el menor prurito en hablar sobre la necesidad de conseguir dinero, por cualquier método “viable, efectivo y no necesariamente legal”. Además de eso, se comporta con la arrogancia del que asume que el dinero es el único instrumento valioso en cualquier decisión “cotidiana, personal e incluso íntima. El dinero es la primera palabra que debe pronunciarse para abrir puertas” escribe en una lujosa libreta de tapas de cuero en la que anota sentencias semejantes. Mandel además puntualiza que Jonathan tiene “la tediosa confianza de todas las personas con dinero … la suposición despreocupada de que ningún daño grave podría llegar a él”, lo que hace que además, tenga la predilección por utilizar sus cuantiosos recursos económicos para agredir, imponer su opinión y expresar su agresiva necesidad de control en cada oportunidad posible. “Soy despreciable y jamás lo he considerado en realidad, un defecto” escribe en su cuaderno, en una especie de resumen certero sobre su personalidad.

Pero además de estafador y un hombre obsesionado con cada dolar que posee, Jonathan también es el propietario del hotel que da nombre al libro, una especie de propiedad inquietante y surreal al norte de Vancouver (Canadá), al que solo se accede en barco y por supuesto, si Jonathan ha enviado invitación. Se trata, claro está, de una forma de brindar cierto aire de exclusividad, lujo y estatus a un lugar que su dueño describe como “un palacio improbable”. De hecho, lo es: la propiedad carece de belleza, se encuentra en medio de un valle hostil y está a punto de sufrir los estragos del clima. Pero de alguna u otra forma, Jonathan se las arregló para crear una especie de reducto sólo para ricos, “concebido como el último lugar del mundo privado” tal y como indica la publicidad ostentosa que envía a periódicos y revistas exclusivas. Por improbable que parezca, el hotel resulta una inversión redituable: con frecuencia, aloja a parejas acaudaladas, solteros en busca de prestigio social y al final, toda una pléyade de personajes que encuentran en el aislamiento y la promesa de prestigio, un buen motivo para el largo viaje al Norte en mitad de ventiscas heladas y un mar embravecido, que se hace cada vez más violento a medida que avanza el año.

En condiciones semejantes, el personal del hotel es también, parte de sus activos. “Entras, no sales. Aunque desearías hacerlo” dice Vincent, la mujer de inverosímil nombre y pareja de Jonathan, encargada del opulento bar del establecimiento. Su hermano Paul, compositor y con un duro historial médico y de adicciones a cuestas, se encarga de la limpieza. Al final, cada eslabón de la cadena, es una especie de percepción sobre la riqueza como una forma de distancia cultural insalvable: Vincent tiene un rápido olfato para complacer a sus clientes, pero estos pocas veces notan que está allí. “Podría ser un mueble y sería la misma cosa” comenta a su hermano con una furia lenta, bien disimulada. Sonríe, sirve el siguiente trago. Para Jonathan, las personas que forman parte de su vida, también son parte de un sistema mucho más amplio y sofisticado, del que carecen de toda importancia. “La inversión en lujo debe tener rostro humano” comenta con su habitual indiferencia a un interlocutor anónimo al otro lado del teléfono. Lo hace incluso, al referirse a Vincent, a quien insiste en amar “pero con reservas” y a pesar de la desazón estructural que supone la búsqueda de significado en medio de una situación que parece no tenerla.

Pero Mandel no se conforma con narrar las vicisitudes de un hotel o de su dueño inescrupuloso: en realidad, también deja caer de forma casi accidental que todos quienes habitan, sufrirán a no tardar una tragedia de considerable envergadura. Y lo hace, con recurso sencillo de comenzar su historia con los hechos que ya ocurrieron, sólo que no lo indica. The Glass Hotel es una mirada a la periferia del tiempo, un magma de hilos narrativos que se confunden entre sí para sostener no solamente lo que ocurre puertas adentro del hotel, sino lo que ocurrirá en la vida de sus habitantes. El juego de espejos temporales se hace cada vez más duro, cuando descubre las muertes, los dolores y horrores que atravesarán, entremezcladas con las narraciones cotidianas de un presente que se hace por momentos más borrosos. Como si se tratara de un purgatorio nimbado de un sufrimiento futuro, Mandel tiene la suficiente habilidad para crear escenas que suceden en dos planos temporales distintos, que no sólo se complementan sino también, se sostienen como una percepción esencial de lo inevitable. Todo lo que pasa y pasará en el Hotel, es cierto por el mero principio que cada personaje sigue la dirección irreversible del peso de sus decisiones y omisiones. Para Mandel, el destino no existe: es una red interconectada de certezas más o menos previsibles, que al final, se convierten en una idea más amplia y dura, en una oleada devastadora de un poder ciego.

Por supuesto, este argumento audaz se basa en lo engañoso. A medida que la trama avanza, las diversas pistas sueltas sobre los sucesos que se avisoran en el horizonte, se mezclan en una especie de tormenta perfecta a punto de engañar. Hay una crisis financiera en puertas, lo que provoca que Jonathan avance hacia un futuro cruel y una muerte espantosa. Hay una pandemia a punto de ocurrir, lo que condenará a sus empleados a huir y a enfrentarse a la situación más allá de los muros aislados del hotel. Cada uno de los huéspedes son fantasmas — morirán por hambre, se suicidarán, se dispararán unos a otros — pero en el momento en que Mandel narra la historia, sólo son un grupo de felices desconocidos en medio de un paraje desértico y lujoso. Jonathan mira su mundo con una sonrisa afectada. “El universo se resume en todo lo que hacemos para crear el propio” sentencia, sin saber que a meses de distancia, su Paraíso inquietante será sólo ruinas de un imperio fatuo que no pudo evitar ser devastado por una colosal tragedia en puertas.

Pero antes que la desgracia ocurra, Mandel se asegura de conmover con la humanidad de sus personajes, incluso Jonathan, que de arrogante fanfarrón, termina convertido en un patético y nervioso esclavo de sus obsesiones. Las voces narrativas cambian poco a poco y de pronto, se convierten en un fractal cada vez más complicado sobre los habitantes del hotel. “Habíamos cruzado una línea de lo que podría definirnos, eso era obvio” dice Vincent “pero después fue difícil decir exactamente dónde había estado esa línea”. La frase podría carecer de significado, a no ser por el hecho que sostiene el paso de los personajes a meras piezas de orfebrería de la historia, a hombres y mujeres en mitad del terror. Cuando la tormenta financiera se desata, las primeras noticias llegan al hotel: una llamada satelital hace que uno de los huéspedes corra hacia el desértico paraje que rodea el establecimiento. No sólo no regresará, sino que será el anuncio de una monstruosa e invisible tragedia que ocurre paso a paso. El saber y no saber — la posibilidad que la historia se haga preguntas convincentes sobre la imposibilidad de cambiar el futuro — es un riesgo que Mandel toma con una maestría que sorprende. Y a medida que muestra lo que está a punto de pasar — lo absoluto transformado en tragedia — la novela se hace un recorrido circular a través de la tragedia, pero también, algo más profundo y doloroso.

Al final, la novela es un trayecto agridulce por algo más doloroso: las esperanzas rotas, las que carecen de sentido, las que dejan de existir poco a poco. La tormenta llega, la mirada hacia el futuro se diluye. Y Mandel convierte a sus personajes en testigos ideales de dolor y el horror que les espera “Ella sentía que, por cualquier medida racional, estaba viviendo una vida extraordinaria”, escribe Mandel, a pesar que alrededor del personaje, el mundo se desploma, las sombras se hacen más lóbregas y los horrores se multiplican. “Al final, sólo vemos lo que deseamos ver”. Una mirada delicada e improbable sobre los futuribles, que en realidad no es tiene mucho de original pero que Mandel logra estructurar como una búsqueda de la identidad, una mirada hacia lo temible y al final, una caída estrepitosa entre las sombras. Todo en un mismo movimiento narrativo, ejecutado con la brillante precisión de un metrónomo invisible. Quizás su mayor logro.

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Aglaia Berlutti

Bruja por nacimiento. Escritora por obsesión. Fotógrafa por pasión. Desobediente por afición. Escribo en @Hipertextual @ElEstimulo @ElNacionalweb @PopconCine