Crónicas de la lectora devota:
“The Nickel Boys” por Colson Whitehead.
En el año 2014, un grupo de estudiantes de arqueología, encontraron un amasijo de huesos humanos en medio de una excavación. Se trataban de los restos de docenas de víctimas torturadas y asesinadas en la escuela estatal para niños Dozier en el Panhandle de Marianna (Florida). Hasta entonces, la magnitud de los crímenes cometidos contra las víctimas había sido desconocida — uno de los tantos rumores sobre maltratados en una institución estatal — pero el hallazgo, mostró con inusitada crueldad las pruebas sobre lo que los niños confinados a la escuela habían sufrido por más de cinco décadas. A pesar de las pruebas, aún restaban unos cuantos meses más, para que los horrores del del reformatorio de Florida llega a su fin.
Los crímenes de odio son el secreto vergonzoso de la cultura occidental. Uno que además, se oculta bajo todo tipo de justificaciones que buscan atenuar su gravedad bajo una alarmante indiferencia. Una interpretación de la forma en que la sociedad interpreta el prejuicio y lo normaliza bajo una pátina injustificable de vicios dolorosos. La historia que el escritor Colson Whitehead narra en The Nickel Boys, no es sólo un recorrido a través de los horrores ocultos bajo la superficie de una norteamérica indiferente, sino también, una reflexión sobre el peso que aplasta la tentativa inmediata de dar voz y rostro a las víctimas. La novela de Whitehead narra uno de los capítulos más retorcidos del sistema educativo y de justicia de norteamérica, pero también es un reflejo del poder de los secretos, de la tentativa colectiva de mantenerlos ocultos y el terror aparejado que historias semejantes llevan a cuestas.
Durante décadas, los horrores que los niños y adolescentes recluidos en el Reformatorio Dozier de Florida, estuvieron a la vista de todos. Niños con marcas de golpizas, traumatizados, aterrorizados y otros que desaparecían de los registros públicos sin que hubiera la más mínima explicación sobre su paradero. Para cuando las tumbas fueron descubiertas y el escándalo estalló, el número de víctimas era imposible de cuantificar: más de once generaciones de niños en situación de abandono, violencia o bajo el cuidado del estado habían pasado por sus instalaciones y algunos, habían sido asesinados bajo métodos de horror y tortura que sólo recién se analizan bajo la luz de nuevas evidencias. Luego de casi tres años de excavaciones, un exhaustivo informe de 168 páginas dio cuenta de la recuperación de 51 cuerpos, pero también, de un largo recorrido escalofriante sobre las terroríficas condiciones que sufrieron las víctimas antes de morir. La mayoría de los restos mostraban rastros de torturas y todos habían muerto luego de recibir varios disparos a quema ropa.
Colson Whitehead no pretende escribir una crónica sobre los sucesos ocurridos en el reformatorio o tampoco, una reconstrucción de los terrores ocultos en sus paredes. En lugar de eso, el escritor se decide por un camino intermedio y sin duda, más doloroso: el de tratar de comprender a través de la ficción como una tragedia de semejante magnitud se mantuvo oculta a la vista de las autoridades y los vecinos localidad rural de Marianna. ¿Había sido el reformatorio un lugar inexpugnable que mantenía a buen resguardo sus secretos? ¿O se trató de una fría y despiadada indiferencia para con los niños recluidos en el lugar? Cualquiera de las dos posibilidades resulta inquietante y es esa brumosa línea entre ambas cosas, lo que obsesiona a la voz narrativa del escritor y la que brinda una extraña profundidad a su relato. The Nickel Boys no es un relato sencillo y no pretende serlo: Hay una dureza corrosiva en la forma en que Whitehead analiza el dolor y el sufrimiento racial que conlleva al olvido de docenas de víctimas sin dolientes. “La muerte era un espacio silencio, una no existencia en la que incluso, estaba negada la mera posibilidad del recuerdo”.
Para Whitehead, la novela es algo más que una narración pausada sobre una tragedia espantosa: en la imaginaria Academia Nickel de Eleanor, Florida, el miedo cunde en medio de los secretos de puertas cerradas y silencios marciales. Los niños recluidos en la institución que imagina Whitehead han perdido “el reflejo del terror” y son incapaces de hacer otra cosa que mirar con horrorizada distancia la incesante seguidilla de horrores que les acompañan a diarios. Gritos, el sonido de golpes, súplicas, el chasquido de un látigo. En el Instituto, la disciplina se imparte durante la noche y siempre en la oscuridad. Al amanecer, las marcas son menos amenazantes y se llevan ocultas. “Son negros, por lo tanto, los moretones pueden ocultarse” reflexiona con refinada crueldad uno de los personajes. Y es esa frase la que podría resumir la durísima dinámica del horror que habita en cada lugar de la Academia que Whitehouse imagina con escalofriante detalle a partir de la Dozier. Una y otra, terminan fundiéndose en una imagen única que el The Nickel Boys hilvana en una colección de durísimas imágenes retorcidas.
De la misma manera que los sucesos en los que se basa, la novela de Whitehouse avanza a través de un recorrido inquietante por todo tipo de misterios. Desde el reformatorio de pasillos inusualmente silenciosos, hasta el hallazgo de un cementerios repleto de cuerpos sin identificación, The Nickel Boys retrata el sufrimiento y el miedo desde una distancia objetiva, neutra y por momentos, abrumadora. La novela tiene la capacidad de evocar ambas circunstancias desde lo terrorífico, sin caer en la descripción de detalles morbosos o apelar al sentimentalismo. Lo que ocurre en la Academia es un enigma, como también lo es, la manera simple y desapasionada con que se analiza sus implicaciones. Para Whitehead es de considerable importancia mimetizar el horror bajo situaciones de estricto orden cotidiano: los niños de pie bajo el sol, a la espera de acudir a los salones de clases se miran a unos a otros con ojos enormes de puro terror. Más allá, a escasos metros de distancia, el descampado en los que los cuerpos se pudren bajo la vista de quienes le rodean, son un cataclismo a la percepción del horror oculto. Whitehead une ambos escenarios, los enlaza hasta crear una única versión de la realidad. Y mientras tanto, el miedo se convierte en el único elemento que se hace cada vez más notorio en la novela.
Pero sobre todo, la novela deja claro que la atrocidad sufrida durante más de cincuenta años por los reclusos de la Academia (espejo de los niños asesinados en Dozier) ocurrió debido la racismo. Whitehead no deja de recordar que las víctimas ocultas, olvidadas y sin nombre, eran niños negros. Niños sin padre ni madre, criminales de poca monta de piel oscura que el estado relegó a un tipo de castigo terrorífico y sistemático. La tragedia en The Nickel Academy (de la misma forma que la de Dozier), ocurrió porque se trataban de víctimas que antes de morir, eran invisibles. “Todo el lugar debía ser arrasado, borrado de la historia. Aniquilado de la memoria colectiva” cuenta Whitehead mientras uno de los personajes arroja paletadas de tierra sobre un cuerpo. El verdugo carece de nombre y la víctima, también. Pero uno es blanco y el otro negro. Para el que arroja la tierra, la convicción de un crimen sin castigo carece de matices. La víctima despojada incluso de su derecho a ser recordada, sólo es una eventualidad, un dolor corrosivo en medio de una crónica incompleta sobre un sufrimiento cultural inexpresable.
Para Whitehead la cosa está clara: las tragedias que involucran crímenes de odio se analizan desde una perspectiva netamente norteamericana, que incluye una culpa leve, inmediata y superficial y un olvido rápido. O al menos, una mirada casi tímida sobre la envergadura de una tragedia como la que describe en su libro y la que ocurrió en la vida real. El racismo es un peso real, condiciona la forma en que se comprende lo ocurrido. “De haber sido chicos blancos, la noticia de sus muertes sería parte de la historia del país. Pero sólo son chicos negros, de modo que deben ser olvidados” escribe Whitehead para analizar la escalofriante perspectiva de una cultura en la que el color de la piel, determina incluso el reconocimiento de la propia existencia.
Para Whitehead se trata además, de mostrar las implicaciones que lleva aparejado el secreto en cualquier crimen de odio: “¿Cuales otras tragedias de hombres, mujeres y niños negros yacen bajo la tierra, ocultas, sin que a nadie le importe?” se pregunta el escritor y lo hace, bajo la especulación que el horror de Dozier es sólo la punta del Iceberg de algo más corrompido y aterrador. Después de todo, tanto en su novela como en la vida real, la tragedia de los niños asesinados se descubrió casi por casualidad. En la ficción, una compañía inmobiliaria tropezó con los restos de las docenas de víctimas sin nombre. En Dozier, fueron estudiantes de arqueología, sin ninguna experiencia forense. Tanto en el espejo como en el reflejo, los restos sufrieron el descuido de un encuentro fortuito. Tanto uno como el otro, fueron circunstancias de puro azar que apenas si pudieron romper el ámbito de lo privado.
“¿Existe en norteamérica el reconocimiento de la tragedia por encima del prejuicio racial?” se pregunta el escritor y lo hace sin dramatismo alguno. Whitehead deja claro que el trayecto entre la forma en que la cultura norteamericana digiere tragedias semejantes al hecho de hacerlas visibles, es doloroso, cuando no del todo infructuoso. El secreto, de nuevo, pende como una idea inquietante en mitad de algo más amplio y desagradable. “Hay tragedias sin rostros que yacen bajo la tierra, escondidas y la mayoría preferiría que siguieran de ese modo” sentencia Whitehead, con una dolorosa objetividad que hace aún más profunda la implicación de su novela. Tanto Dozier como la ficticia Nickel, son sólo lugares y para la mayoría de los norteamericanos — los que imagina el escritor y los testigos de la tragedia de Florida — únicamente nombres en un mapa. La estratificación del secreto — otra vez y tantas veces que la novela se extiende en la mitificación del acto reflejo de ocultar y disimular — se hace una noción sobre la identidad del blanco de mediana edad de un país racista. “El color de tu piel es el motivo por el cual existes”.
Lo que resulta más escalofriante de la novela de Whitehead es que su intención es visibilizar la tragedia de Florida, pero logra algo más: desafía las convenciones en un país que aún se plantea la cuestión de su identidad racial. El escritor cuestiona el hecho que cualquier esperanza de superar el racismo atraviesa la necesidad de reconocimiento de tragedias colosales como la que cuenta el libro y en la que se basa, lo cual no ocurrirá de inmediato ni tampoco, será algo que pueda analizarse desde la perspectiva de un país roto por la discriminación como EEUU. “El pecado original de norteamérica es negar sus dolores y convertirlos en pequeñas batallas épicas moralistas” escribe Whitehead con un cinismo tétrico. Pero al final, esa reflexión resume al libro, la sociedad que contempla los dolores como inevitables. “El racismo está bajo la piel del norteamericano y es un hecho asumido. ¿Se puede luchar contra un rasgo inevitable?” En cualquier otra historia, la mirada durísima de Whitehead, podría parecer melodramática o exagerada, pero el escritor se limita a contar los hechos. Uno a uno, los cuerpos de los niños de la ficticia Academia Nickel, emergen de la tierra para contar sus secretos. Uno a uno, los niños de Dozier fueron descubiertos y sólo dos años después, el primero de ellos identificado. “De haber sido blancos, el clamor será un sufrimiento unánime. Pero sólo son nuestros, nuestros hijos muertos” escribe Whitehead con inquietante dureza.
Para Whitehead la permanencia de la memoria es indispensable para el ritmo de su novela. Una y otra vez, insiste en recorrer el camino entre el niño que muere y el cadáver sin nombre. “Porque el olvido selectivo, es un tipo de violencia desconocida y punzante”. Por supuesto, también describe la forma como el sistema legal estadounidense socava y sabotea la posibilidad de la revelación, en la que la identidad es también una forma de justicia. “Imaginar a los chicos que existieron antes de la fosa común, de los huesos mezclados entre sí es necesario para devolverles al mundo” plantea. Y también, apunta hacia el teorema de la verdad, en una sociedad que prefiere ocultar sus secretos como puede y de la menor manera que puede. “La verdad” dice Whitehead, “está oculta bajo la tierra, pero también en la ambición de mantener las desgracias de los negros disimuladas bajo una avalancha de culpa expeditiva”.
Whitehead no busca señalar culpables: para el escritor es bastante claro que luego de casi cien años de muertes y asesinatos, tanto en la ficción como en la realidad, es casi imposible hacerlo. Pero aún así, The Nickel Boys es un alegato sobre la necesidad de comprender el dolor y la afrenta contra la memoria de una comunidad como parte de la lucha histórica por su reconocimiento. Para un escritor como Whitehead, que huye de lo complaciente y también de la posibilidad de redención, la historia de The Nickel Boys es una rara combinación entre la expiación y la necesidad de comprender la identidad en un país que insiste en mirar fuera de las fosas abiertas. “Los muertos llevan secretos a cuestas” escribe “y la historia de todos los dolores negros en un país que los ignora, también”. Toda una declaración de intenciones sobre la posibilidad de meditar sobre los secretos que se esconden, no sólo a simple vista, sino también gracias a la hipocresía colectiva. Una durísima concepción de la realidad.