Crónicas de la lectora devota:
El Instituto de Stephen King.
El miedo es parte del pensamiento humano y lo es, porque es quizás una de las pocas emociones que además, refleja un sentido profundo acerca del pensamiento del hombre como parte de la sociedad y la cultura que crea a partir de sus límites. Por esa razón, es probable que en más de una ocasión se ha insistido que Stephen King reinventó el género del terror literario, o lo que puede ser lo mismo, le dotó de un rostro moderno. Después de todo, es uno de los pocos escritores de género de la actualidad, firmemente decidido a crear una noción sobre el miedo limitada al efectismo, la comprensión del monstruo elemental o incluso, de lo terrorífico como algo ajeno a lo cotidiano.
Sin duda ese es el motivo por cual su más reciente novela El instituto es una mezcla de crítica social y cultural con una versión del terror construida a la medida de nuestra época. Con su olfato infalible para analizar el tiempo y el contexto, es uno de los pocos autores que utiliza la cultura pop como telón de fondo para meditar de manera inquietante sobre nuestra sociedad a la manera de un misterioso caldo de cultivo de lo que nos aterroriza. Y en la novela, esta percepción sobre la realidad escindida es mucho más clara que nunca: con mirada sobre los terrores conspirativos actuales, también se trata de un análisis burlón sobre los dolores sociales que King ha venido analizando en público y en que la narración, adquiere un nuevo matiz. Lo sobrenatural está presente, pero también, una visión sinuosa y casi invisible sobre la realidad que sustenta un terror aún mayor: el que puede provocar el hombre y que de hecho provoca, como el monstruo más peligroso y violento de todos.
En El Instituto la normalidad es una gran simulación. El escritor es capaz de describir el ocio y detalles en apariencia insustanciales, para elaborar algo mucho más complejo y violento. El largo prólogo de la novela (que avanza a través de la vida de un policía caído en desgracia y su periplo por la norteamérica profunda) es la oportunidad ideal para que el escritor reflexione sobre sus temas favoritos. Tim, aplastado bajo el peso de la culpa y la soledad del desarraigo moderno, es el símbolo de esa percepción de la realidad escindida que el autor considera de considerable importancia. Y es quizás, ese lento trayecto hacia la nada — el olvido, metaforizado otra vez por un pueblo a la periferia, desconocido y atemporal — lo que brinda a la narración su aire de inquietante y doloroso pesimismo.
Pero El Instituto es algo más que eso. Como en todas las novelas de King, el suspense es una criatura extraña, ambivalente y casi corriente, sostenido sobre esa pasividad insistente que convierte la incertidumbre en algo por completo nuevo. Una irrupción en la irrealidad que se manifiesta como un gran estallido sensorial. Lo anormal que crea y medita sobre lo fundamental de lo consideramos real. Y en esta ocasión, la anomalía la encarna Luke, un muchacho de doce años de formidable inteligencia pero también, con un secreto que guardar. Tanto Tim como Luke crean extremos exactos de la misma idea y cuando las historias de ambos comienzan a fluir en paralelo, el libro encuentra su mejor ritmo y sentido. Como escritor King intenta reelaborar las reglas del miedo y lo hace con una precisa construcción de ideas: Ninguno de los libros de King carece de un poderoso, profundo e incluso conmovedor elemento humano. Todos sus monstruos se miran al espejo y se sobresaltan con la imagen que les devuelve el espejo — como ese tétrico vecino de Salem’s Lot encerrado en un ático, incapaz de afrontar la raíz de su nueva naturaleza — o Christine, convertida en vehículo de venganza y nuevos vicios. En El Instituto los monstruos son hombres y mujeres de aspecto ordinario, que llevan ropas médicas y que llevan a cabo experimentos científicos en avanzadas y anónimas instalaciones del gobierno norteamericano. Lo sobrenatural está allí pero a la vez, la tendenciosa percepción del miedo iniciático que nace de lo más profundo del alma humana.
Para King el terror es indivisible de lo evidente y palpable: en El Instituto esa concepción es mucho más arraigada pero sobre todo, poderosa que en otras de sus novelas más recientes. Para hablar de la norteamérica profunda, de sus horrores y esperanzas, el escritor encuentra una manera concreta, realista y práctica de describir sucesos imposibles, que crea una inmediata complicidad con el lector. En el universo del escritor, lo imposible y maravilloso forma parte de un sustrato de la realidad misma, lo que le permite convertir a cualquier narración en una reflexión sobre el mundo como mirada elocuente sobre la identidad y la individualidad. Con El Instituto encuentra una hábil manera de narrar hechos de naturaleza violenta y sobrenatural desde un ángulo cotidiano: asesinatos cometidos por hombres y mujeres corrientes, monstruos que habitan pueblos de aspecto anodino, violentas visiones sobre la naturaleza humana disimulados en el cariz de lo obvio y lo natural.
En El Instituto el terror nace de la capacidad del hombre para temerse a sí mismo — la cualidad monstruosa confundida con el temor subyacente que reelabora una idea de lo habitual — y también, para encontrar en lo desconocido, una mirada hacia lo inquietante como terreno fértil de la fantasía colectiva. El bien y el mal en la novela forman parte de una dimensión de enorme peso real: tal vez por ese motivo sus personajes hacen frecuentes referencias a la cultura pop y de hecho, es uno de los pocos escritores de terror que crea dimensiones del género para sostener sus historias. Cada giro argumental de la novela tienen una apariencia inofensiva, pero el terror palpita como una transgresión a las leyes de la realidad justo bajo esa imagen quebradiza que se sostiene con dificultad. Una proeza argumental que el escritor construye desde lo notoriamente obvio hacia algo más inquietante, profundo y enrevesado. La raíz de un mal primigenio que parece palpitar como un dimensión invisible en la que el terror es una forma de expresión de ideas tan antiguas como la humanidad misma.
Tal vez ese sea el motivo por el cual, El Instituto tiene una cierta percepción de lo inevitable que las hace familiar, unida por un hilo conductor que desarrolla un sustrato coherente entre todas las obras del autor, aunque en esta oportunidad, la novela parece ser independiente al resto de la obra. A pesar de su aire localista — tan norteamericano — que en ocasiones convierte la narración en una asimilada reflexión sobre la cultura y su trasfondo sobre lo que crea y sustenta el miedo, El Instituto es una obra inteligente que conserva su aire de crítica global. Por supuesto, King es un buen hijo de la norteamérica saludable y progresista, lo que hace que sus novelas estén plagadas de banderas de la Unión, discos de vinilo, celebraciones del cuatro de Julio y grandes nociones sobre la sensibilidad del país. Pero es justo ese elemento doméstico y costumbrista, lo que permite a King desarrollar un escenario bajo el cual subsiste el miedo como elemento real. La oscuridad bajo la oscuridad. Los terrores siniestros escondidos bajo una pulcra postal de lo inevitable, obsoleto y venial.
King creó toda una nueva mitología del terror, basada esencialmente en el mal absoluto y encarnado bajo una percepción de la identidad cultural. En el “Instituto”, el mal es tradicional pero también, extrañamente relacionado con los miedos que se transforman en nuevas versiones de la realidad. King tomó las supersticiones colectivas, la vulnerabilidad de la comprensión del miedo como una parte indivisible de la mente humana y la desarrolló como un ente individual capaz de sostener un sentido de la vulnerabilidad completamente nuevo.
En la novela, el concepto de lo infantil y la infancia se encuentra por completo divorciado del oasis de inocencia y pasiva tranquilidad que la literatura de género suele construir, como una idea que envuelve cierto espacio de paz y belleza en contraposición al horror de la vida adulta. Para King, el miedo comienza justo en medio de los primeros terrores de infancia, de los ojos abiertos en la oscuridad, las manos abiertas y aterrorizadas, el corazón roto por el miedo. Y esa correlación de ideas, las que se sostienen entre sí para crear el ambiente opresivo y claustrofóbico en El Instituto. La realidad aparente y fragmentada de lo que consideramos verídico se transforma en otra cosa, se elabora como un discurso nuevo y temible. En la infancia residen los verdaderos monstruos.
Como mirada a la norteamérica que tanto preocupa a King en la actualidad El Instituto es un recorrido por las pulsiones de los terrores invisibles a los que nos enfrentamos a diario. Pero también, es una crítica durísima sobre el miedo convertido en parte del paisaje cultural y la mirada insistente del autor en las raíces sociales del país en que nació. Entre una cosa y otra, El Instituto es un raro híbrido entre una novela de terror (que lo es) y una sátira siniestra sobre un país roto por los terrores inconfensables. Una mezcla que en manos hábiles, habría resultado blanda y sermoneadora, pero que en las de King es una búsqueda intencionada del peso de un discurso misterioso sobre la identidad colectiva. Tal vez, el mayor triunfo de la novela.