Crónicas de la hijas de Hestia

El hogar, el fuego y los pequeños espacios poderosos (Parte III)

Aglaia Berlutti
8 min readJun 9, 2022
Escena de la calle, Gloucester de Edward Hopper

(Puedes leer la parte II aquí)

La voz narradora de Una habitación propia de Virginia Woolf es Mary Beton, una evidente alter ego de Virginia. La autora no lo disimula y dota al personaje de innumerables similitudes consigo misma. Mary es una inglesa de clase media alta, como también lo era Virginia. Beton, además, parece ser el símbolo de lo que toda mujer desea y analiza desde el mundo de las palabras, o lo que desea obtener de él. También, hay una reinterpretación del concepto sobre el hogar, el tiempo y la importancia de los espacios, que al final acompañaría a Woolf a lo largo de su vida.

De Mary Beton nace la inspiración del cuarto propio, luego de una visita al recinto de Oxbridge, construcción mental que combina los nombres de las importantes universidades inglesas Oxford y Cambridge. A través de las vivencias de Beton en la universidad imaginaria, Woolf analiza la exclusión de las mujeres en la educación universitaria y, lo que es aún peor, de la vida intelectual de su época; vedadas, golpeadas por la realidad. Las puertas de las habitaciones de creación cerradas por mero prejuicio pero, a la vez, buscando un lugar propio donde expresarse. Llamar suyo. Un país intelectual con fronteras visibles en las que el mundo — y sus dolores — solo entrarían si el silencio se lo permitía.

Para Woolf escribir era una forma de crear refugio y hogar. Lo aseguran sus biógrafos, marido, hermana, cualquiera de sus amigos y conocidos. No sólo escribía, conversaba en voz alta con sus personajes, se paseaba de un lado a otro, repitiendo en voz alta parlamentos imaginarios de un mundo extraordinario que sólo ella podía ver. Y ese espacio de diálogo entre los personajes — la duplicidad del tiempo y la forma de comprender el lugar real o imaginario — se convirtió en un estrato de profunda importancia para la escritora. Como si su mente se encontrara a una distancia considerable de lo mundano, lo simple y lo vulgar, más cercano a un territorio desdibujado en algún lugar de su mente. Pero Woolf, también era una mujer hedonista, venática y que disfrutaba de lo real con una impulsividad que aún asombra a quienes la imagen, pálida y lánguida, como escritora trágica. Porque Woolf era muy terrenal, durísima: le gustaba fumar puros — y lo hacía con el desparpajo del experto — , jugaba bolos con mucha habilidad y escribía a maquina a toda velocidad. Lo hacía riendo en voz alta, gritando cuando había necesidad. También era feminista, pacifista, una crítica literaria, una libre pensadora muy elegante y directa. En suma, Woolf resumió esa época de transformaciones y de cambios que le tocó vivir.

En una ocasión, le ofrecieron un doctorado honoris causa que rechazó con una nota tajante, educada pero que no dejaba lugar a equívocos. Contó Leonard, su devoto viudo, que cuando le preguntó el motivo de la respuesta, la furiosa y siempre cínica Virginia le respondió con una frase aparentemente sencilla: «no todo está dicho». Una síntesis curiosa y muy sincera sobre su vocación por la escritura: escribía por pasión, en el entusiasmo de la inspiración, con los dientes apretados, tecleando con una fuerza tan contundente que más de una vez se quejó que ninguna máquina de escribir soportaba «sus raptos de felicidad». Porque para Woolf, escribir lo era todo: las palabras creaban el mundo a su alrededor, lo reconstruían a conveniencia. Escribir era no sólo un medio de comunicación sino su firme convicción de luchar, a brazo partido y de la mejor manera que conocía, contra sí misma.

Según sus propias palabras, Woolf agonizaba lentamente. Más allá de esa ferocidad suya, de ese hedonismo salvaje que muchas veces fue considerado imprudente e impúdico para una dama de su época, padecía los rigores de la depresión. Una tan profunda, tan insoportable, que la hacía permanecer encerrada en su dormitorio, muriendo a cuenta gotas, sintiendo ese dolor de la soledad que hiere, del aislamiento espiritual que nada vence. Era entonces, cuando a pesar de eso — o quizás debido a ese sufrimiento misterioso y abrumador — comenzaba a escribir. Sin detenerse, rememorando la belleza de campos en flor y cielos siempre azules, dotando de vida a personajes extraordinarios que le sobreviven. Woolf luchaba entonces contra la oscuridad, la que se acechaba, la que consumía ese ardor suyo por vivir. En medio de una época pesimista y melancólica, en medio de los trozos perdidos de un siglo movedizo y sin identidad, Woolf luchó contra el desconsuelo con la palabra. La enarboló como la única bandera reconocible, como la única capacidad de redención posible. Entonces se recuperaba. La extraordinaria, que disfrutaba de manera muy visible la vida, fascinada por el amor conyugal, de la cercanía de sus amigos, de esa Londres que amó y odió a partes iguales. De contemplarlo todo, para escribirlo después, para verterlo en la hoja, para crear algo nuevo a partir de lo corriente, lo obvio. Para Woolf ningún tema carecía de importancia: todos tenían el brillo que podían inspirar un párrafo, una reflexión, una imagen perdurable. Escribía para consolarse y también para comprenderse, para afirmar su intuición que estaba construyendo una carrera basada en las letras — a pesar de su época, su sexo, la mirada reprobadora de una sociedad limitada — , y continuar recorriendo el mundo a través de su mente.

La mirada literaria al secreto privado

Una vez, Woolf le contó a uno de sus íntimos amigos que jamás dejaba de imaginar lo que deseaba escribir. Lo comentó en medio de una de esas reuniones tumultuosas en casa de su buena amiga Lady Ottoline Morrell, por quien sentía una extraña combinación de simpatía y amargura. «Nunca nada está completo, siempre debe revisarse, reconstruirse, reescribirse». De nuevo, la insistencia en el mundo incompleto, a punto de derrumbarse, quebradizo, sin sentido. Woolf y sus contemporáneos, heredaron una época triste y oscura, una postguerra que destrozó el mundo victoriano y creó algo más, mucho más incierto y real. Solía meditar sobre el mundo que le había tocado vivir asumiendo que «eran los restos de una guerra no sólo de armas, sino de épocas» y mirando las heridas recién abiertas como una forma de aprendizaje. Como hedonista que era, intentó recrear el siglo trastocado en imágenes — «muchas, impensables imágenes» — y también en pequeños diálogos imaginarios — «toda época tiene un rostro» — hasta crear una manera de comprenderse a sí misma y a su trabajo literario amplia y rotunda. La mujer que escribe lo que mira, la mujer que escribe lo que sabe.

Para Woolf fue el final de un largo transitar por el dolor, entre las sombras. La depresión se volvió pertinaz, insoportable. Sólo pensaba en la muerte, a toda hora, por todos los motivos. Pensaba en la de su marido Leonard, quien era judío y lo que podría ocurrir si los Alemanes invadían Inglaterra. Releía sus libros en la búsqueda del consuelo, de alguna palabra que pudiera reivindicar el dolor, la angustia incesante. Pero no lo encontró. Recorría Londres, la ciudad con la que tantas veces pareció identificarse y luchar, como un espíritu errabundo, incapaz de reconocer en los escombros los lugares que hasta entonces había amado.

A medida que la guerra se hizo inevitable, Woolf sintió que los síntomas de la locura — ese yo fugitivo al que tanto temió por tanto tiempo — comenzaron a ser más obvios, cercanos. Ese trastorno mental invalidante, destructor. Le atacan terrores inconfesables, una sensación de angustia que era incapaz de controlar. «Muero un poco cada noche, en este silencio interminable», escribió atónita y agotada, cada vez más cercana a la brecha definitiva. Porque a medida que el dolor se hizo tan agudo como insoportable — esa herida intelectual que caló hondo y fuerte en su psiquis — descubrió con horror que el remedio que siempre había utilizado para alejarse del miedo — la palabra constante, la adición a la palabra que siempre logró sostenerla incluso en los momentos más duros — comenzaba a diluirse. A ser mucho menos efectivo. Eso, a pesar que nunca perdió el temple literario, esa tentativa insistente de crear un estilo fluyera al compás del tiempo, que pudiera desmenuzar la realidad en cientos de visiones y escenas distintas. Pero en sus últimos años, su prosa tiene algo de huida, algo de dolorosa perdida. Algo de esa angustia de continuar en movimiento a pesar de los dolores, la abrumadora sensación de haber perdido hasta los últimos elementos de si misma.

Esa pulsación entrecortada e infinita de la escritura de Woolf es quizás su huella más perdurable en la literatura. Decía que lo había aprendido de Proust, maestro en el arte de atrapar el tiempo en frases inolvidables, una manera de conjugar el presente y el futuro en un verbo simultáneo que quería abarcar esa métrica incesante del tiempo. Pero además de eso, Virginia supo imprimir a su trabajo literario una vulnerabilidad que roza la fragilidad sin serlo, una lento y doloroso análisis del mundo que creó una visión del mundo a medio camino entre la confesión y la observación. Quizás lo aprendió del Ulises de James Joyce, que solía decir «le había afectado en lo esencial de cualquier escritor» pero muy probablemente, lo aprendió sola. Esa yuxtaposición de las perspectivas de lo real, lo imaginario, lo profundo y lo venial. Esa interpretación de lo que se escribe como un todo extraordinario que abarca el mundo. Para Woolf era importante esa perspectiva Universal, de abarcar hasta el último detalle. Obsesionada con no ser tomada en serio, solía pensar que toda literatura, debe lograr englobar el mundo, «comprenderse así misma», en un laberíntico análisis de perspectivas cada vez más complejo.

Sus biógrafos suelen comentar que no descansaba nunca. De hecho, jamás dejaba de estar en movimiento: una laboriosidad incesante que combinada con su necesidad de escribir a toda hora la dejaba exhausta. Un extravío que parecía provenir de una necesidad muy concreta de no tomar un segundo para pensar o analizar, de escuchar al mundo que la rodea. Con frecuencia insistía que quería lograr una forma de escribir fluida y abierta que contenga la vida, sin menosprecio o falsificación alguna. Y para eso había que vivir, al borde, en la pasión, a toda hora, llenando cada minuto del día de palabras, pensamientos, quehaceres, vivencias. Que no quede nada para el vacío, que no haya nada para el extravío o el dolor.

El diario del año 1941 quedó inconcluso, una oda a esa vertiginosa carrera para huir del horror de sí misma. Muchos años después, Leonard se dedicó con esa paciente que siempre dedicó a su mujer en vida, a leer diario por diario hasta encontrar lo esencial de cada uno. Los reúne y crea un nuevo libro, que después sería llamado el mejor libro de Woolf. A Writer’s Diary. Un testimonio profundo, doloroso y bellísimo sobre el oficio y la certidumbre de escribir. Una mirada amplia y profunda sobre la palabra como método de creación y salvación. Una palabra que resume ese mundo incompleto, irrealizable, de la Woolf trascendental y eterna.

Quizás, finalmente, Woolf, encontró la manera de decir todo lo que deseaba expresar: Una imagen difusa, elegante y sensible sobre sí misma, más allá de la muerte. O quizás, gracias a la muerte misma.

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Aglaia Berlutti
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Written by Aglaia Berlutti

Bruja por nacimiento. Escritora por obsesión. Fotógrafa por pasión. Desobediente por afición. Escribo en @Hipertextual @ElEstimulo @ElNacionalweb @PopconCine

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