Crónicas de la ciudadana preocupada:
Pequeños fragmentos de olvido.
El doctor me mira por encima del tapabocas. Aunque lo intente no puedo descifrar su expresión o sacar conclusiones solo por ese trozo visible de su rostro. ¿Me esperan buenas o malas noticias? Contengo la respiración, siento un miedo genuino y casi ingenuo. ¿Qué me dirá a continuación? Durante el último mes, paralizada y minimizada por la fractura en el hombro que sufrí, he aprendido a comprender que la incertidumbre también es espacial, biológica. Una línea que une al cuerpo con un espacio primitivo y amargo de la mente, que aun no logro descifrar del todo. D modo que aguardo, con el puño derecho apretado contra el plexo solar, la muñequera rasguñando la piel y la sensación general que me encuentro al borde de un desastre privado.
— Estás mejorando de manera apropiada y rápida — dice el médico entonces — estarás bien en unas semanas más.
Quiero gritar de alegría, me gustaría llorar de puro alivio. Pero sigo muy quieta, medio encorvada en la silla incómoda. El rostro cubierto por la máscara de tela gruesa, el cabello apretado y recogido a la nunca. Hay algo irreal en la escena, en la distancia helada entre el doctor y yo — me ha pedido con mucha seriedad me mantenga alejada a un metro exacto -, el silencio de la clínica solitaria más allá de la puerta y de la ventana abierta hacia la calle desierta y medio envuelta en hilos de humo gris. No tengo nada que celebrar, me digo. O sí, quizás, pero el pensamiento de hacerlo en esa solemnidad, en ese clima de amenaza me parece obsceno, por completo inadecuado. Muevo la cabeza, suspiro, me pregunto que debo decir a continuación.
— Debes tomarte todo con calma — prosigue — sé que debe parecer un tiempo muy largo, semanas de inmovilización y terapia. Pero te aseguro que son del todo necesarias. Después, agradecerás todo este proceso.
Se me ocurre explicarle que no se trata sólo de la fractura, sino del hecho que sucedió en medio de una emergencia sanitaria mundial que obligó a un confinamiento general. Que en mi caso, la cuarentena y la restricción de movimiento, son casi la misma cosa: comenzaron a la vez y en mi mente se confunden en una única experiencia traumática. Que me encontré recluida en casa para escapar de un enemigo tenaz y peligroso, a la vez que tuve que lidiar con ser incapaz de moverme con libertad, incluso escribir para liberarme a medias de la sensación de claustrofobia y miedo. Como una criatura sin rostro en una jaula invisible. La cuarentena dentro de la cuarentena. Un tipo de agobio que poco a poco se convirtió en un hecho casi de naturaleza violenta, implacable, dolorosa más allá del hueso roto y los músculos aplastados bajo las franjas de lona que sujetaban la mitad del cuerpo.
Pero creo que al médico no le interesará demasiado ese relato amargo y casi patético. Aunque no puedo ver su rostro, es evidente que su atención e interés están muy lejos del consultorio y las imágenes radiológicas extendidas frente a él en el escritorio. Me habló entre murmullos, que teme salir a la calle, que en casa están sus dos hijos y que “no puede correr el riesgo de contagiarse”. Todo eso, sin que yo haya hecho otra cosa que entrar al consultorio siguiendo sus instrucciones. Hay algo tenso y duro en la forma en que pidió respetar de forma escrupulosa la llamada distancia social, la manera en que permanece en silencio mientras intento explicar como ha sido mi convalecencia. De modo que me callo también. Nos separa una línea solemne, helada, como si fuéramos partes de ideas distintas de la realidad, separados por un borde enorme e invisible por completo infranqueable.
— Todo va a cambiar — dice de pronto — Todo. De ahora en adelante, todo será distinto.
Todavía no he escuchado su voz real desde que le conocí. Llegué a su consulta en medio de la emergencia de la fractura y ya las medidas de seguridad estaban en todas partes. Estaba histérica de dolor, aturdida, tan aterrorizada que cuando apareció en la sala, comencé a llorar porque creí me haría mover el brazo o cualquier otra cosa que hiciera aun peor el suplicio. Pero apenas se acercó: la enfermera me aplicó el calmante, me enfundó en el inmovilizador, me dio otro analgésico cuando el sufrimiento físico me provocó nauseas. Él se mantuvo a distancia. Los ojos atentos detrás de la máscara. Lo escuché dar algunas órdenes, después explicarme con paciencia que esperar y al final, insistir en que debía tener paciencia. Los ojos me miraban por sobre la mascarilla, un poco almendrados y oscuros — anónimos — y pensé en medio de la nebulosa sensación que me dejó la combinación de medicinas, que de verle en la calle no le reconocería. Que no tendría idea de quien era. ¿En la calle? parpadeé. Miré por la ventana pequeña y rectangular de la habitación. El aire del mediodía barría las esquinas cubiertas de basura, las puertas cerradas. El polvo en el asfalto. Una soledad inquietante que más tarde, me pareció una alucinación.
Recuerdo la escena mientras el doctor habla en voz baja de la epidemia, de lo que ocurrirá en un mundo que debe enfrentar algo más grande y temible de lo que jamás esperó en su inocencia soberbia. Me habla de curvas de contagio, de la incapacidad de Venezuela para afrontar una situación semejante, de los duros meses que nos esperan. Habla en voz baja, apenas un cuchicheo y me pregunto si lo hace más para escucharse que para hacerse escuchar. Empuja con dos dedos el sobre de papel con mis radiografías. La cicatriz blanca sobre el hueso tiene algo de espeluznante.
— Hay que cuidarse — insiste — porque lo que viene es trágico.
No, no me lo dice a mí. De hecho, sólo parece recordar que me encuentro allí cuando me levanto y comienza darme indicaciones. Mejorar el consumo de calcio, ejercicios leves, descanso, no extralimitarme. Lo memorizo todo con cuidado, pero no dejo de pensar en lo que dijo. Todo va a cambiar. ¿El país? ¿El mundo? ¿La forma de afrontar el miedo? No lo sé. Siento de nuevo el vértigo del miedo, del cautiverio en medio de dos tipos de cuarentena: la interior y la exterior. El médico de pie a mi lado es un desconocido, un hombre que está asustado. Y sólo entonces pienso cuanto miedo he tenido durante estas cuatro semanas. Cuanto me obsesiona la posibilidad de morir, del mundo como un gran enemigo. Los ojos se me llenan de lágrimas, que rodean la máscara que llevo puesta y tengo una revelación simple: el doctor tampoco sabe quien soy. Como me veo en realidad más allá del gorro de lana que me cubre la cabeza y los ojos inquietos. Dos desconocidos, en un mundo nuevo. Extraño, apenas comprensible. Una llanura blanca e inquietante, sin fronteras ni nombre.
Mi prima conduce con lentitud por las calles y avenidas vacías para volver a casa. En realidad, hay una cierta ilusión de normalidad y eso me preocupa. Una docena de transeúntes avanza a pie, con el rostro y la cabeza cubierta. Un hombre me mira con ojos curiosos, la mujer a su lado se rasca la mejilla. Un muchacho lleva el barbijo colgado a la oreja mientras conversa por teléfono. En la avenida siguiente a la que nos encontramos, una larga fila de automóviles detenidos se abre paso por varios cientos de metros hasta desaparecer. Cuando pasamos junto a la aglomeración, miro hacia las ventanillas abiertas. Una mujer tiene el rostro descubierto y se ríe en voz alta. Otro conductor también parece haber decidido saltarse la precaución de la mascarilla y conversa con otro en plena calle. Subo el cristal y me hundo en el asiento del copiloto. Recuerdo la mirada angustiada del doctor. “El mundo va a cambiar” había dicho. “Nunca será el mismo”.
— Lo de la gasolina es cada vez más grave — dice mi prima — y no creo que mejore. En unas semanas, habrá carros abandonados por toda la ciudad.
No respondo mientras me imagino la escena. Durante la cuarentena, el suministro de gasolina en el país se detuvo o mejor dicho, el gobierno dejó de hacer esfuerzos por mantener la apariencia de normalidad en Caracas. Así que la frágil fachada que sostenía a la capital a salvo de los rigores que por meses ha sufrido la provincia, termina por desplomarse y dejar el andamiaje desnudo de una estructura corrompida e incompleta. El país petrolero por excelencia, no tiene las mínimas reservas para abastecer a su población. Caracas está llena de filas interminables de vehículos apagados, a la espera de poder comprar a un precio casi impagable para la mayoría, unos cuantos litros de gasolina, apenas suficientes para sobrevivir en medio de la incertidumbre. El paisaje es tan desolador como el de la cuarentena, con su silencio envuelto en la densa humareda de las quemas que tiñen a la ciudad de plata y azul. Las filas de vehículos que se extienden de un lado a otro, se convierten en un mapa de los desastres, en una hoja de ruta hacia una dimensión nueva de la emergencia.
— ¿Cuanto nos queda en el tanque? — pregunto con un sobresalto.
— Medio tanque, un poco menos — dice mi prima. Frunce el ceño sobre la máscara — eso se nos acaba en tres viajes más.
Me sobresalta la predicción. Pienso en la cuarentena, que a su vez se estratifica en otras tantas versiones del encierro. La censura que ha hecho que el gobierno detenga a periodistas y médicos que divulgan cifras que contradicen o minimizan las oficiales. Los servicios públicos que fallan hasta convertirse en una línea claustrofóbica de límites cada vez más duros de sobrellevar: los apagones cada vez más frecuentes, la conexión a la Internet intermitente y en ocasiones, inexistente. Y ahora, la escasez de gasolina, la posibilidad de cierta independencia de tránsito, limitada y restringida a lo básico. Me aferro el brazo dolorido, pienso en la sensación de estar atrapada en mi cuerpo, en medio de este gran escenario desolador de una cuarentena que no es otra cosa que puertas cerradas hacia el desastre inminente. De nuevo, tengo deseos de llorar, pero esta vez me contengo. Quizás porque noto que mi prima también quiere hacerlo y la sola idea me abruma. No imagino compartiendo este dolor, este miedo. Contagiandolo a alguien más. Miro por la ventanilla, hacia la calle tinta de humo inevitable, las siluetas de los automóviles como fósiles de una vida anterior que ya casi nadie recuerda. Al final, el paisaje desolado no es otra cosa que un reflejo de los terrores que estoy segura, nos agobian a todos. Nos aplastan con su peso. Nos arrebatan la identidad tanto como la máscara que intenta protegernos del desastre inminente.
Dos manos. Me miro la derecha y me sorprende su movilidad, la recuperada capacidad para moverse. La flexiono. La extiendo hacia adelante. De inmediato, el filo de dolor del hombro me recuerda que no estoy del todo curada, que todavía falta un largo trecho por recorrer. Pero aún así, la sensación de recuperar un exiguo control sobre mi cuerpo es asombrosa, tan poderosa que me encuentro sonriendo, desconcertada por esta libertad mínima. Durante un mes, la inmovilización me hizo sentir devastada, consumida en el núcleo de todas las cosas que me brindan refugio. No podía fotografiar o escribir, incluso leer, aturdida por el dolor que iba y venía en ráfagas secas. Ahora el dolor continúa, pero recuperé parte del poder de ¿qué? miro el teclado bajo los dedos. El corazón me late muy rápido. No lo sé. Hay cierta reivindicación tardía y ególatra en recuperar algunos espacios destartalados de tu mente, la oscuridad imprecisa y dolorosa que elabora un lenguaje misterioso. Puedo escribir, de nuevo. No como un acto de rebeldía ni y tampoco, una rutina con la que me enfrentaba para dominar el dolor.
Puedo escribir para contar, para narrar, para esperar, para sentir la forma en que se desliza el miedo y la furia — al menos ya puedo disgustarme de nuevo — en frases que conservar parte de esta tragedia en una talla misteriosa. Me miro otra vez ambas manos. La derecha flojea, uno de los dedos está inflamado. Aprieto una tecla y siento que un fino hilo de dolor me sube por el antebrazo hasta el hombro. Pero puedo soportarlo, me digo con los dientes apretados. Puedo seguir este largo trayecto hacia algo más extraño y desconocido. El dolor siempre estará supongo o lo estará por un buen tiempo. Mientras el mundo cambia, la realidad se desploma y la idea de la cuarentena se convierte en una sucesión de piezas rotas de la rutina que quizás podremos recuperar. Pero puedo escribir, pienso entre lágrimas. De una forma improbable, de nuevo soy un poco más libre, más determinada a continuar en este diálogo imparable con mi mente, de rasgar el fino velo que me confinaba al silencio.
Al otro lado de la ventana comienza a llover. La primera lluvia de la temporada. La ciudad gris y opaca aparece por un momento. Una primavera grotesca en mitad del miedo, la angustia, la abrumadora sensación de perdida. Pero primavera, al fin y al cabo.