Crónica de la lectora devota:

Real Life de Brandon Taylor.

Aglaia Berlutti
9 min readMar 13, 2020

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La novedad de la vida adulta, los cambios que conlleva y sobre todo, la estructura que sostiene la noción sobre la madurez, son algunas de las preguntas que obsesionan a los escritores contemporáneos, sobre todo los que decidieron analizar su vida y relación con la realidad desde la ficción. Tal vez por ese motivo, Real Life la extraordinaria novela debut del cuentista Brandon Taylor sea una muy discreta, directa y desconcertante: ¿Qué es lo consideramos normal? ¿Cuales son los límites de la realidad o de qué forma la comprendemos? Se trata no sólo de cuestionamientos durísimos, sino también de una convicción profunda de encontrar una respuesta sobre lo que puede ser la identidad y la connotación de quienes somos, a través de un juego de espejos que muestre todas las facetas del cómo concebimos la mutable noción sobre nuestra vida. “¿Es una pregunta sencilla? ¿La que implica entender qué es la vida real? no lo sé, pero me afano por descubrir la posibilidad de una respuesta” escribe Taylor en una de las primeras páginas de su sencilla narración.

Pero no por sencilla, Real Life es menos poderosa y dura en la forma de plantear ese terreno desconocido de los primeros años de la adultez. Taylor intenta el arriesgado experimento de contar una historia que podría ser genérica a no ser por su forma de utilizar a su personaje como metáfora de un tipo de curiosa reflexión sobre condición escindida del hombre como víctima de su sufrimientos secretos. Se trata además, de un recorrido por los espacios dolorosos y temibles de la mente en mitad del crecimiento y la comprensión sobre la naturaleza de la vida más allá del hogar paterno. Ese auto descubrimiento a menudo azaroso, largo y complejo, es también una condición sobre la forma en que asumimos las transformaciones íntimas como parte del asombro por la vida como un fenómeno desligado de la experiencia filial. Taylor escoge la experiencia de Wallace en su primeros pasos por un campus Universitarios, para enfrentarse a la idea consciente y persistente sobre la independencia, la identidad y la búsqueda de los primeros grandes retos que sostienen la personalidad. Todo eso, bajo la disyuntiva si realmente la universidad es una experiencia real — en toda su extensión — o sólo una mirada levemente solapada de lo que hay más allá del resguardo de los salones de clases y los pizarrones.

Se trata de una idea audaz, claro, si se analiza bajo la concepción que la vida puede ser — o no — lo que ocurre en esa primera gran experiencia controlada fuera lo estrictamente doméstico. Wallace, afroamericano, gay y también, todo lo tímido que puede ser un muchacho que apenas abandona la casa de sus padres para enfrentarse a lo que le espera en un mundo por completo, plantea con su mera existencia — y experiencia — la pregunta si la Universidad, es tan sólo otro ámbito protegido o podría llamarse la vida real, como conjunto de experiencias en estado crudo. Después de todo, Taylor mira al personaje desde una óptica cálida y casi cariñosa, una criatura de enorme inocencia en medio de un mundo estrafalario que se transforma a marchas forzadas. Pero aún así ¿Esta es la vida real? La pregunta se repetirá varias veces, conectada e interconectada con algo más poderoso, singular y profundamente elocuente sobre las formas en que se entreteje la experiencia íntima sobre la vida y más allá, quienes somos una vez que encontramos un sentido nuevo a lo que deseamos comprender sobre los lugares desconocidos de nuestra mente.

Wallace sobre todo, es un personaje dual. No solamente cursa una licenciatura en la que es el único chico de color — “¿No hubo bioquímicos negros antes o sólo abandonaron los salones por pura reacción?” se pregunta con cierta inocencia — sino también, por descontado, el único abiertamente gay. La combinación le convierte en alguien a la margen de la dinámica del resto de los alumnos y sobre todo, en medio de una situación cada vez más incómoda de asumir el peso de su identidad. De modo que dedica buena parte de su tiempo a estudiar, en acudir al laboratorio y a convencerse que el aislamiento, vale la pena. Lo que le lleva al siguiente gran cuestionamiento de la novela ¿Es la vida real una forma de exilio? Wallace se lo pregunta en todas las ocasiones en que se encuentra a puertas cerradas, ensimismado en los libros o aferrado a sus apuntes. Para el personaje su ritmo y su rutina se resume a las puertas que debe abrir o intentar hacerlo, a la concepción sobre su nuevo estilo de vida — “alejado de mis padres, es mucho más sencillo descubrir lo diminuto de mi existencia” pondera con cierto aire trágico — y también, la búsqueda de su propio sentido de la pertenencia. Wallace va de un lado a otro, aterrorizado por la simplicidad de sus dolores y también, por la colosal ausencia de los cimientos que habían sostenido su vida hasta meses atrás. El resultado es un recorrido angustioso y también, profundamente honesto, sobre esa primera gran necesidad de encontrar una definición personalísima sobre el absurdo, lo temible y lo inquietante. Una versión de la vida que se ajuste a la idea más perentoria sobre lo que concebimos como normalidad.

Pero a medida que la novela avanza, Wallace comienza también a brindar detalles sobre su pasado, su infeliz infancia pero sobre todo, el hecho que el dolor de un pasado lleno de cicatrices y traumas a medio digerir, le sostienen de manera desigual en medio de algo semejante a una angustia existencial no resuelta. No sólo tuvo un pasado que describe como “desesperadamente infeliz” sino que además, alienado bajo la idea de la pobreza, la mezquindad y cierto reproche a sus aspiraciones. Así que el estudiante aventajado, tímido y dedicado, es también un sobreviviente que ha tenido que luchar por conservar cierta integridad mental en medio de todo tipo de debacles. La universidad es de hecho para él, un espacio desconocido hacia el cual puede escapar, con “su vida anterior cortada como una catarata”. La vieja casa, los padres violentos, el rechazo de quienes le rodeaban, es sólo un recuerdo. “Ya no es real” dice y lo escribe en el cuaderno de notas que lleva a todas partes. Lo escribe, una y otra vez, las manos abiertas sobre las hojas en blanco. Lo hace en los escasos momentos en los que no está trabajando ni tampoco, aferrado a los libros. Hay algo de errático en la manera en que Wallace intenta mantener a flote la cordura, la ecuanimidad y la noción del orden. “Soy un hombre gay y negro, que ya no debe ocultar una cosa ni temer a la otra” explica a su cuaderno de apuntes “pero aún así no puedo evitar seguir obsesionado con cerrar puertas, mirar sobre el hombro y ocultarme. Cuando el único miembro de su grupo de amigos que no es estudiante le visita y le insiste en que “Hay más en la vida que programas y trabajos”, Wallace le responde: “No estoy completamente seguro de que eso sea cierto”.

La cúpula que protege a Wallace del pasado y del futuro se hace por tanto, más incómoda, dolorosa y firme a medida que la vida universitaria se vuelve más monótona. Para Taylor es de considerable importancia describir punto a punto lo que busca y lo que necesita en medio del descalabro de todo lo que comprende como parte de su experiencia rutinaria. La Universidad por tanto se hace irreal, monótona, borrosa. Un grupo de experiencias interconectadas entre sí que sostienen y elaboran la condición sobre la vida (cómo la concebimos y como la comprendemos) como algo más profundo y elaborado de lo que la novela parece sugerir. Si en las primeras páginas Wallace es un estudiante en busca de su lugar en el mundo, para el segundo tramo es un hombre que rehuye la definición en medio de una Universidad que define como “muy blanca” y que también, asume como coto particular de pacifica condición de paz y tranquilidad. De hecho, la novela tiene la particularidad de redefinir la realidad una y otra vez, hasta crear la noción que capa tras capa, Wallace encuentra que hay algo más que el sostén triste y poco sólido de su relación con personas que no le entienden, no le comprenden y al final, son tan distintas a él como una concepción de la bondad casi abstracta. En una de las escenas más curiosas de la novela, el personaje habla sobre sus amigos — y — “su grupo particular de personas blancas” — y la concepción elocuente de lo que puede comprender como “espacio de lo que somos, perdidos, excluidos, destrozados y desiguales, en medio de la derrota de lo cotidiano”. Taylor dibuja una ciudad atípica, febril y anónimo, a cuyos habitantes llama “personas reales” y se sorprende de la cualidad extraña y caleidoscópica de la identidad al extrarradio, la que toma forma a pesar de los dolores y se sostiene a medida que avanza en condiciones atípicas hacia algo más desconcertante. Wallace, que sabe que sus diferencias son marcas invisibles en la piel, que aun así, le hacen resaltar sobre la multitud, rescata “cuán rápido se olvidó de moverse entre esas personas, que parecen ásperas y feas cuando lo miran”.

Pero todavía la novela decide abrirse paso hacia regiones más complejas y duras del personaje. Pronto, descubrimos que Wallace tenía un padre abusivo y maltratador, que tuvo que asistir a su funeral y fingir tristeza, mientras recordaba el dolor de las palizas y la humillación del rostro deformado por los golpes. Poco a poco, el Wallace inocente y bien intencionado se transforma con lentitud en algo más retorcido e inquietante. En un hombre paranoico que sospecha de su compañero racista, homofóbico y que además parece obsesionado con el impecable trabajo de Wallace en el laboratorio. “Le observo cuando mira mis muestras, mientras se desplaza de un lado a otro, como una criatura sombría, la sonrisa fría” describe Wallace, mientras se frota los brazos y recuerda las heridas del padre. Pero en realidad, la novela es lo suficiente ambigua como para sugerir que Wallace podría encontrarse paranoico, desolado o sólo enfurecido. Lo mismo ocurre con el supervisor que menosprecia el trabajo de laboratorio del personaje: “Le miro cuando pasa las hojas, los dedos abiertos, apenas roza las hojas con los dedos. ¿Es esa una mueca de repugnancia? No lo sé. ¿Podría saberlo?” Wallace se hace cada vez más retorcido, sospecha de todos.

Y además, sufre de un trastorno alimenticio. También de migrañas. Poco a poco el personaje sencillo de las primeras páginas, descubre también, todos los horrores bajo su sonrisa, los ojos amables, la ropa impecable. La vida real, se repite mientras vomita en el lavabo, mientras come hasta hartarse solo para que el destructivo ciclo comience de nuevo. La vida real, piensa mientras tiene la sensación que todos le miran, que todos le rehuyen la mirada. “Lo odio todo aquí” murmura “Veo el odio en todas partes”. Escribe la misma frase una y otra vez. Lo hace enfurecido, cansado, abrumado, afligido. Pero no encuentra alternativas“No sé a dónde ir o qué hacer”. Escondido en su habitación, cubierto por sábanas, temblando de miedo, Wallace comienza a pensar que la realidad se desploma a su alrededor, se hace insoportable. Un agotador goteo de dolor y miedo.

Para el tramo final de la novela, es claro que Taylor creó una complicada trampa para mostrar a un personaje de numerosas dimensiones, que termina por convertirse en un monstruo temible. En una de las escenas más duras del libro, Wallace impreca a sus amigos blancos a gritos, revelando pequeñas confesiones hechas en distintos momentos del libro y de pronto, es evidente que el personaje es una máscara, una grieta en medio de un lenguaje violento y apesadumbrado, una mirada hacia los dolores de algo más crudo. “La realidad, la realidad, la realidad. ¿Te lo preguntas? ¡No existe!” grita, borracho, botella en mano. Se tropieza, se ríe en voz alta. Los rostros aterrorizados de los amigos le miran. “¿Quién soy? ¿Qué es la realidad?” grita y de pronto, la sensación es que el tiempo transcurre en sentido inverso, que Wallace es un niño, que sueña con un refugio. Un hombre joven aterrorizado, una idea que se desplaza en medio de algo más extraño y duro de asimilar.

Al final, el gran triunfo de Taylor es crear la sensación que el libro es en realidad muchas nociones sobre la realidad, superpuestas y reconstruidas para algo más profundo, extraño y singularmente macabro. Como si se tratara de un recorrido por espacios desconocidos sobre la identidad, de lo que creemos ser y en lo que deseamos creer. ¿Qué es la realidad? se pregunta este libro con una prosa irregular, casi apresurada, como si el mismo Wallace quisiera escapar de sí mismo a través de la narración intrincada y brillante de Taylor. ¿Quienes somos? Se pregunta otra vez el personaje y de pronto, el parece avanzar hacia algo más extraño y angustioso, curioso y violento de lo que podría suponerse en un principio. Un tramposo juego de espejos de una inquietante dureza.

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Aglaia Berlutti

Bruja por nacimiento. Escritora por obsesión. Fotógrafa por pasión. Desobediente por afición. Escribo en @Hipertextual @ElEstimulo @ElNacionalweb @PopconCine