Crónicas oscuras:
Los grandes cronistas de época (parte III)
(Puedes leer la parte II aquí)
El reflejo del tiempo en palabras:
En su libro Las calamidades del Autor publicado en 1812, Isaac Disraeli insiste en que “De todas las penas que puede sufrir un personaje femenino, nunca sufrirá más que la autora que le dio vida”. La rarísima frase, encierra la forma como buena parte del mundo literario comprendía la labor de la escritura en una época en que el impulso creativo era un estigma. Y en especial, la forma en que la mayoría de las autoras, lograron reflejar en buena parte de su obra, el tiempo en que vivían, las vicisitudes que atravesaban y el sufrimiento moral que debieron enfrentar. En un mercado literario compuesto esencialmente por hombres y controlado hasta el último paso por hombres, la mujer escritora debía atravesar un violento estándar de crítica que la convertía en un sujeto improbable de producción imposible. A pesar de eso, a finales del siglo XIX (para ser más exactos entre los años 1871 y 1891) el número de mujeres que se autodenominaba escritoras en el censo de Londres pasó de 255 a 660, una cifra tan alta que llevó a la cámara de los Lores a escribir un reclamo sobre “la permisividad de los maridos y los padres”. En el corto sermón, se instaba a los “tutores masculinos” a “prestar especial atención” a las actividades creativas femeninas. “Siendo que su aumento anuncia descontrol y sin duda impudicia”.
No se trata de una frase casual, por supuesto. Buena parte de las escritoras victorianas comenzaron sus carreras en el mundo de la literatura gracias a la colaboración y el apoyo de los hombres de su vida. Elizabeth Barrett Browning (1806–1861), publicó por primera vez su epopeya homérica La batalla de maratón en una edición privada publicada por su padre y que tuvo veinte ejemplares. Con todo, siendo que el mundo editorial continuaba siendo caótico y no se encontraba estructurado bajo legislación alguna que regulara sus límites y capacidades, el mero hecho de ser publicada convirtió a la jovencísima poeta de apenas trece años en escritora. Lo mismo ocurrió con Christina Rossetti (1830–1894), que publicó su primera selección de poemas a los diecisiete años, gracias al esfuerzo de su abuelo, que logró imprimir la colección y lograr su venta en diversas librerías. También, ambas poetas tuvieron acceso a revistas la New Monthly Magazine, que publicó poemas selectos de tanto una como otra autora, lo que se convirtió en un hito de su época. Para Rossetti, la situación incluso se hizo más elaborada y cercana al ámbito artístico, cuando comenzó a participar como colaboradora directa en la revista “Pre-Raphaelite The Germ”, fundada por su hermano Gabriel y que acogía y publicaba todo tipo de textos relacionados con el arte y la belleza utópica de la época.
Las escritoras se volvieron cada vez más audaces: Margaret Oliphant (1828–1897) escribió su primera novela a los dieciséis años y la envió a varias editoriales, bajo seudónimo, en donde fue publicada de inmediato. A los veintiún, escribió y publicó Pasajes en la vida de Margaret Maitland (1849) que se convirtió en un éxito instantáneo, que se reflejaría en Katie Stewart (1852), una novela episódica publicada por la revista especializada Blackwood. Una y otra vez, las mujeres escritoras encontraron en la publicación de revistas y privada, un medio de acceder al gran público y aunque la mayoría terminaría por escribir bajo seudónimo a pedido de grandes editoriales, su esfuerzo abrió una puerta para la literatura femenina, que nunca volvió a cerrarse.
Al final, la voz del tiempo:
Narrar desde la ficción el tiempo y la historia siempre ha sido una forma dolorosa de recorrer el mundo a través de la palabra, en especial por el hecho que los escritores se han encontrado en medio de la circunstancia de lidiar con los temores y los prejuicios de la época en que nacieron, además de las esperanzas e ideales que con frecuencia desean plasmar. Charles Dickens en especial, es un buen ejemplo de la manera como la literatura tiene la capacidad de transformar los ámbitos que le rodean, desde la traducción de lo social y lo espiritual en narraciones que recorren la identidad colectiva de forma más o menos efectiva.
La novela La Casa desolada se publicó por entregas semanales entre los años 1852 y 1953, un fenómeno frecuente que permitía al autor crear novelas que podían transformarse a medida que el ámbito que le rodeaba, se transformaba en algo por completo nuevo. En especial, en medio de una circunstancia cultural como la que atravesaba la Londres que se encaminaba directamente hacia la época moderna, en medio de dolores y temores. “En ocasiones, abro la ventana y no recuerdo en cual ciudad me encuentro” comentó una ocasión Dickens, en una burla evidente sobre la forma acelerada en que el perfil de la ciudad parecía transformarse a diario. “No tengo sé muy bien que veré hoy o qué encontraré al correr el tiempo” escribió en uno de sus diarios. “Escribir es vencer al tiempo o al menos, recordar por qué ocurrió todo lo que ocurrió”.
De modo que es probable que Dickens imaginara varios de los impactantes sucesos de la historia, en medio de la influencia de lo que vivía y aprendía sobre Londres, la ciudad que le asombraba por su enorme cualidad para transformarse. Es conocida la enorme disciplina del autor al momento de escribir y también, la manera en que dedicó buena parte de su obra literaria a puntillosos análisis simbólicos sobre los temores de un país que avanzaba hacia lugares desconocidos.
La Casa desolada, ese discreto pero potente testimonio acerca de la supervivencia, fue escrita antes Louis Pasteur y Robert Koch descubrieran la relación entre los gérmenes y las enfermedades comunes, así que la forma de Dickens de asumir los grandes dolores de su época, tienen una relación directa con la necesidad de recordar a sus lectores lo que podían hacer para proteger a quienes les rodeaban. Para el autor, la solidaridad era algo necesario y lo plasmó, como parte de su descripción sobre lo que Inglaterra necesitaba para sostenerse a pesar de todo lo que ocurría, esa lenta erosión de la humanidad en favor de la máquina.
Dickens decidió narrar a las esperanzas de su época y dejó para la posteridad, el pensamiento humanista de sus congéneres, esa percepción sobre el bien moral como un objetivo poderoso que era necesario alcanzar antes o después. Una presunción sobre la bondad en una época cínica que asombró — y conmovió — a los lectores contemporáneos al escritor y que todavía, forma parte del peso esencial de la obra del autor como legado al futuro.
Los dolores turbios, los temores inquietantes:
En contraste directo con la forma en que Dickens analizó la solidaridad, la enfermedad y en especial, la manera en que sus personajes reaccionaban a las grandes desgracias, se encuentra Jane Eyre de Charlotte Brontë, publicada seis años antes que la novela de Dickens y que de hecho, muestra un aspecto por completo distinto de la enfermedad y la forma en que la cultura en que nació, comprendía los dolores de los pobres y desamparados. Por supuesto, las diferencias entre Brontë y Dickens son tan considerables como para analizar dos estratos por completos distintos del mismo país: Para el autor, la vida podía aspirar a la esperanza. Como buen optimista que era, sus novelas trágicas tenían un profundo trasfondo de redención que se vinculaban a la capacidad de sus personajes para luchar contra el infortunio y lograr el triunfo a base de voluntad, amor o a menudo ambas cosas. Aunque consciente de los rigores de la pobreza y también del miedo, para Dickens, la época que le tocó vivir podía enfrentar los horrores a través de la concepción del hombre como un espíritu elevado en busca de una forma de manifestar la bondad.
Pero las circunstancias que rodeaban a Brontë eran por completo distintas y sin duda, la diferencia radicaba en que la vida de la escritora había sido un recorrido por los sinsabores y dolores de una época violenta, en la que además, sufrió todos los rigores que la Inglaterra en plenos cambios entre el reinado de Guillermo IV y la llegada de Victoria trajeron consigo. No sólo procedía de una familia pobre que intentaba sobrevivir como podía en condiciones cada vez más complicadas, sino también, padeció en carne propia los dolores de la discriminación por su género y clase social. A menudo, Charlotte se describió como una “mujer infeliz” y también, como una que debía luchar “con las manos abiertas” por encontrar su “su propósito” en un tiempo en que “sentía que siempre se encontraba al borde de la muerte”.
Y eso se reflejó en sus personajes: en la clásica Jane Eyre, el mundo es un lugar inhóspito, plagado de peligros y sufrimientos, que la protagonista soporta como puede en mitad de todo tipo de desgracias. Siendo apenas una niña, Jane debe enfrentar la muerte en la escuela de caridad en la que se encuentra. Brontë describe la tragedia de su personaje con una escalofriante belleza, que sin duda, es parte de las vivencias de la propia escritura y una crítica solapada a sus padecimientos durante su época en un internado similar en el que casi pierde la vida en circunstancias muy semejantes a la que padecía su heroína. Brontë y sus hermanas padecieron maltratos y violencia en la Escuela de Hijas del Clero en Cowan Bridge, en las que cursaron algunos años de estudio y que solía ser el destino habitual de las niñas pobres que aspiraban a algún tipo de educación o incluso, intentaban sobrevivir a la pobreza sometiéndose a voluntad al maltrato continuado a los que le sometían en lugares semejantes. La experiencia fue tan brutal que marcó a la familia para siempre, por lo que Charlotte Brontë dejó por escrito los horrores a que había sido sometida, en palabras de Jane, una huérfana que no podía aspirar a otra cosa que al sufrimiento.
En Jane Eyre la tragedia es palpable y de pronto, es evidente que la Inglatera que describe la autora es muy distante a las ejemplarizantes visiones de voluntad y amor por el prójimo de Dickens, que se popularizarían una década después. En las novelas de la escritora, las vicisitudes y dolores son muy claros, tanto como para que la muerte sea un destino deseable incluso, en medio de las fatalidades que acechan a los personajes. “Algunas niñas tienen amigos y parientes capaces y deseosos de sacarlas del foco del contagio” cuenta Jane, en lo que sin duda, es un eco de Brontë, rescatada por su padre en medio de la epidemia de peste que asoló la escuela “Algunos se van a casa solo para morir; algunos mueren en la escuela y son enterrados rápidamente, la naturaleza de la enfermedad impide el retraso. Aquellos que son vulnerables se vuelven, durante una epidemia, más vulnerables” relata Jane, que no es otra cosa que un recorrido por el mundo que Brontë logró sobrevivir, pero que le costó a buena parte del censo del colegio de Cowan Bridge.
Brontë es específica en la forma de contar lo que ocurría puertas adentros de la pobreza real en una Inglaterra que se transformaba a diario bajo el peso de decisiones políticas y monárquicas confusas. Y todo ocurre en medio del clima asfixiante de las novelas, “Las clases se dividieron, las reglas se relajaron. A los pocos que continuaron bien se les permitió una licencia casi ilimitada”. Incluso la muerte de Helen Burns, la amiga de Jane que muere entre sus brazos luego de meses de agonía, es un ejemplo temible sobre la orfandad y el miedo, convertido en situaciones casi inevitables en un país el que los desposeídos eran anónimos, invisibles y a menudo, carne de cañón para todo tipo de crueldades. Y mientras la Esther Summerson de Dickens es un modelo de abnegación, amor y el poder la voluntad, los personajes de Brontë son sólo víctimas, apesadumbradas, agotadas y destrozadas por las circunstancias a su alrededor.
Brontë describe con espeluznante detalle la forma en que la enfermedad diezma la escuela y al final, Jane es una sobreviviente imprevisible de una tragedia que nadie conocerá. “Pero no hasta que su virulencia y el número de sus víctimas llamaron la atención del público en la escuela. Se investigó el origen del flagelo y poco a poco salieron a la luz varios hechos que despertaron la indignación pública en un alto grado” cuenta Brontë a través de sus personajes. El dolor y el miedo son presencias inevitables, abrumadoras, destructoras de la moral, pero en especial, son parte de la manera en que Jane vive en medio de rigores y el asedio del miedo. “Con el tiempo, me convertí en la primera chica de la primera clase; luego fui investida con el cargo de maestra” Jane escapa a su destino a la manera que Charlotte quiso hacerlo, sin lograrlo. Y mientras la novela avanza — y el personaje se topa con el amor, una herencia inesperada y al final, la felicidad — es evidente que el centro real de la narración es la muerte, lo inevitable y el terror del olvido, todo en medio de un clima desgarrador de miseria. Algo que Brontë muestra a través de una imagen desgarradora de la tumba de Helen Burns, un recuerdo fragmentado en la mente de Jane. “Durante quince años después de su muerte … solo estuvo cubierto por un montículo de hierba; pero ahora una tablilla de mármol gris marca el lugar, inscrito con su nombre”. Al final, Jane escapa a la muerte y a la pobreza, algo que Brontë intentó a través de su obra y logró solo a medias.
Charles Dickens estuvo convencido que escribir era una forma de “rescatar la esperanza”, Mary Shelley de “encontrar sentido a la oscuridad” mientras que Charlotte Brontë insistió en que las palabras “podrían obrar deslucidos prodigios”. Cada uno de ellos narró el tiempo en que vivió de una manera por completo distinta, pero a la vez, completo esa mirada al tiempo y a la permanencia de la memoria que aun subsiste y aun sigue siendo importante. De nuevo, la escritura como espacio único en medio de las sombras, una versión de la identidad colectiva que sobrepasa cualquier frontera y que brinda sentido a la vida, más allá de sus horrores y dolores. Una forma de libertad.