Crónicas del mundo de los titanes:

La oscuridad y la puerta al misterio (parte I)

Aglaia Berlutti
7 min readDec 6, 2021

Hermann Hesse fue un hombre singular desde la cuna. Fue el primogénito de un misionero báltico conocido por su fanatismo religioso y de la hija de un famoso lingüista. De manera que Hesse creció en un hogar donde la religión y el lenguaje — ambas cosas mezcladas, en ocasiones — eran de enorme importancia. Tanto como para el que niño estuviera convencido durante buena parte de su infancia que cualquier pensamiento fuera del ámbito religioso o algún error gramatical, eran pecados por necesidad mortales. No sólo eso: Hesse recibió sus primeras enseñanzas a través de los salmos, el órgano del templo y con la repetición constante de plegarias piadosas. Como resultado, el joven Hesse creyó firmemente que la fe era la única forma de expresión intelectual. Como si el dogma y la literatura fueran indivisibles.

Pero Hesse era de naturaleza rebelde. A pesar de la insistencia en el discurso de la fe por la fe supo encontrar un resquicio que le permitió escapar de la presión familiar. En más de una ocasión, el escritor confesó que probablemente habría muerto de melancolía — esa extraña compresión de la tristeza — de no haber podido huir a los campos que circundan su natal Calw-Württemberg, pequeño lugar de la Suabia. En sus correrías, Hesse aprendería el valor de la imaginación: hablaba con los pájaros, se inventaba correrías fantásticas en mitad del bosque y se permitía la oportunidad de pensar más allá del altar y el rezo. Con los años, Hesse se convencería que esa dualidad — el hombre pío versus el hombre soñador — darían origen a su particular punto de vista sobre el espíritu humano.

De inmediato, la vitalidad de Hesse — la mental y la física — entraron en conflicto con la estricta vida de la familia, que a medida que el muchacho fue haciéndose mayor, se hizo más asfixiante y abrumadora. Hesse, convencido de la necesidad de subsistir emocionalmente más allá de lo obvio de la fe, luchó contra sus fuerzas contra las restricciones y la moral que le abrumaba y de alguna manera, logró encontrar un sistema de pensamiento propio que le salvó del canibalismo emocional doméstico. Eso, a pesar que pasó buena parte de su infancia estudiando latín, griego, gramática y estilística para preparar el examen gracias al cual le admitirían como teólogo evangélico en el seminario de Tubinga. El mismo Hesse, se recuerda como un adolescente pálido y cansado que ya por entonces, comenzaba a pensar en la trascendencia, la locura, la belleza y la pasión de maneras totalmente nuevo.

Quizás por ese motivo, decidió ser escritor. Hesse confesaría en algunas de sus dispersas memorias que la rebeldía al dogmatismo le salvó pero también, le hizo replantearse su vida entera desde las sombras. Porque Dios estaba en todas partes, aunque él no pudiera comprenderlo del todo y esa certeza obnubilada y desconcertada, le hizo asumir que debía asumir su vida a la medida de lo divino. Que aunque no pudiese entregarse por completo a la religión, si podría hacerlo a esa necesidad desesperada de crear y analizar lo inefable a través del acto creativo. Y así, construirse . De la existencia libre y rebelde que se brindó desde la naturaleza, Hesse buscó una forma de comprenderse mucho más amplia que las pequeñas contradicciones de la angustia existencial. De manera que, en medio de la obsesión por la independencia intelectual, encontró el medio de construir una idea perenne sobre lo que deseaba expresar. Así que el anti-intelectualismo, la sensualidad poética y la salida siempre irónica del escepticismo fueron sus conquistas literarias. Una consecuencia lógica de lo que el Hesse enaltecido por la diferencia, asumió real y sobre todo, coherente desde ese poder de definirse moralmente que encontró en medio de sus disputas morales.

Un viaje a ninguna parte

Hesse nunca se detuvo en sus búsquedas. Viajó a la India en busca de un nuevo sentido espiritual, en una especie de depuración progresiva y necesaria del doloroso vínculo con su infancia. Se re elaboró así mismo como sujeto de una identidad voluble (el escritor que formula sus ideas a partir de las dudas ) y finalmente encontró la fortaleza para analizarse sobre cómo parte de una extensa reflexión sobre los motivos y circunstancias del ser humano como fuerza creadora. Un Hesse joven en su necesidad de aprendizaje y muy viejo, en su búsqueda de valores y temores. Una búsqueda que además le condujo a una idea muy concreta sobre la existencia a partir del dolor y la experiencia. El Hesse escritor encontró en la dualidad del Hesse hombre y falible, una grieta para sostener sus propios argumentos sobre el pensamiento aparente. Y a través de ella, se libró de cualquier vínculo angustioso, ignoró la ilusión del nihilismo y finalmente encontró un punto de reflexión sobre la búsqueda incesante de la individualidad. Un preludio a la locura.

Lo primero que advierte el Lobo Estepario de Hesse, es que lo que se leerá a continuación es solo para los locos. Una afirmación que sobresalta y de inmediato atrapa. La frase se convirtió de hecho, en el estandarte que identifica lo que Hesse, en la voz de Harry Haller tenía que contar. Un aviso, una advertencia quizá, muy semejante a esa otra que Dante Alighieri había hecho a sus preocupados lectores siglos antes, en la puerta del Infierno que les esperaba unas palabras más allá Abandonad aquí toda esperanza”. Casi con el mismo tono de invitación un poco atemorizante, Hesse deja bien claro que El Lobo Estepario es una reformulación de la conciencia, una manera críptica de analizar la mente humana o muy probablemente, su simple comprensión del mundo.

El Lobo Estepario simboliza esa cualidad oscura y turbulenta del ser humano, ese otro rostro inquietante que habita bajo esa máscara de normalidad que nos empeñamos en llevar sin saber muy bien las razones. Hay quien insiste que la novela no es más que una biografía disfrazada de Hesse. Es probable que así sea: la manera como recorre los intrincados caminos y carambolas de lo inusual y lo confuso de la mente humana, no parece ser casual, aunque las piezas solo encajan por obra de esa necesidad del autor de contar una historia complicada y dura. El temor, creando una idea que subyace bajo las palabras, que apenas se paladea mientras se avanza en una historia que desconcierta al lector página a página.

También se ha dicho que el libro es un tratado de psicología disfrazado de novela. Puede parecerlo pero es sin duda una de sus ingeniosas máscaras para ocultar esa otra visión del espíritu del hombre que muestra de manera casi descarnada. Porque Harry Haller, el Lobo Estepario, es el reflejo de esa visión interior complicada y dura que todos padecemos a diarios, esa reflexión incesante y muchas veces descarnada del mundo que nos rodea. El Lobo Estepario no es una novela sencilla, muchísimo menos accesible: es una meditación incesante de cada elemento e idea que rodea al personaje principal, un paseo por el Infierno mental y personal de este Lobo Estepario egoísta, violento, altanero, antisocial, agresivo, solitario, que dedica buena parte de su vigilia — de la realidad — a cuestionarse, analizando cada aspecto del mundo y de sí a través de la única arma que conoce: la cólera y el desconcierto. Haller no deja de escribir y reflexionar un solo momento: en medio de su profunda tristeza, se debate en dudas y tormentos existenciales que parecen recrear no solo su mundo interior, sino lo que parece ser una enorme alegoría a la angustia, al sin sabor de lo cotidiano, a ese vacío existencialista que todos analizamos alguna vez. Entre la racionalidad y la locura, Haller parece encontrar un espacio para una mirada cínica y precisa sobre su propia confusión — ¿La Locura? — que lo sacude cada vez con mayor fuerza: un debate interminable entre el comenzar el día siguiente o cortarse las venas con una cuchilla de afeitar.

Es esa oscuridad dura y pura del Lobo Estepario lo que hace al personaje femenino de la novela, Armanda, su némesis, una antítesis completa de esa criatura solitaria y abandonada de la esperanza que se esconde detrás del rostro indiferente de Haller. Armanda es un torbellino de luz en la vida del Lobo: la figura femenina como vía de escape a la atmósfera opresiva de su forma de vida. Furiosamente vital, Armanda destruye todo paradigma y conclusión que hasta entonces sostuvieron a Haller en el filo de la cordura. Lo arroja directamente a la disyuntiva de comprenderse quizás a través de ella, o por contraste de su visión de la realidad, que contradice completamente la suya.

No obstante, nada es tan sencillo en la historia que cuenta — o que desea contar entre reflejos y realidades aparentes — El Lobo Estepario. Nada es tan puro en interpretación ni mucho menos concreto. Porque tal vez el mayor mérito de Hesse al crear esta visión retorcida de la realidad sea una crítica durísima hacia lo que consideramos culturalmente aceptable, lo social como identidad, la temida normalidad: la felicidad de la vida a través de la observación y disfrute de pequeños e inmediatos placeres, de la pasión y sensualidad, del sexo, del vino, de la droga. Una contraposición helada y sin cortapisas a esa visión reflexiva e inquietante de El Lobo Estepario, de su aguda necesidad de encontrar sentido y quizás justificación a su parte más destructiva y dolorosa.

Sin duda, El Lobo Estepario reflexiona sobre esa dualidad irreductible del ser humano — luz y oscuridad — pero más allá, los límites de la locura, la verdadera, la inquietante, la punzante, la que insiste en obsesionarnos en más ocasiones de las que podemos admitir. HallerHesse — solo intenta mostrar esa construcción de mil rostros distintos que crean el alma humana, que se debaten en los laberintos de la mente, en medio de la necesidad de comprensión y más allá, una idea simple sobre la condición humana. Simple falibilidad.

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Aglaia Berlutti

Bruja por nacimiento. Escritora por obsesión. Fotógrafa por pasión. Desobediente por afición. Escribo en @Hipertextual @ElEstimulo @ElNacionalweb @PopconCine