Crónicas de los Los hijos de Apollo:

Los oscuros lugares del mundo: la obra de Edward Hopper (parte II)

Aglaia Berlutti
10 min readMar 30, 2021

(Puedes leer la parte I aquí)

Edward Hopper no era un pintor que creara a partir de golpes de inspiración. Mucho menos, de epifanías espontáneas, ideas nocturnas nacidas de providenciales miradas al mundo. La necesidad de pintar llegaba a fuerza de observación, con toda la paciencia de su mente laboriosa. Para el artista, la obra pictórica era un recorrido hacia espacios más elaborados de la identidad humana, porque no surgía sólo de la admiración plácida del entorno. Quizás por ese motivo, cada uno de sus lienzos atravesaba un proceso creativo complejo y casi doloroso. Todo comenzaba por una idea que atesoraba por horas, meses o días, dependiendo del estado de ánimo del artista. Luego, se vinculaba a un símbolo que en su mente, era el objeto real de su interés. “Imaginaba qué podía decir algo en específico, pero llegar a esa conclusión, podría llevar meses. Incluso años.

Cada cosa tiene un lenguaje y un trasfondo propio, capaz de entablar un diálogo con ideas más pertinentes pero a la vez, mucho más abstractas” escribió para explicar el largo trayecto de sus imágenes mentales al lienzo. Por último, cuando el laborioso proceso de pintura comenzaba, se volvía una especie de taciturno y malhumorado pensador, obsesionado con lo que ocurría frente al lienzo y nada más. Pintaba hasta caer exhausto, hasta quedarse sin fuerzas, hasta que la postura le provocaba dolor e incluso, verdaderos trastornos de salud. Pero para llegar a eso, habían transcurrido días enteros de consideraciones y depuraciones de ideas muy amplias, de condiciones de lo creativo a las que debía someter una cuidadosa mirada.

Hopper necesitaba contar historias como cualquier otro artista, pero también anhelaba que ese relato, fuera un recorrido por algo más denso que sólo lo que el lienzo y el óleo podía mostrar. El tan celebrado realismo del pintor, era también un recorrido hacia algo más duro de asimilar a primera vista: un objeto misterioso en mitad de un paisaje común. Cada decisión en sus pinturas obedecía a una estructura formal, algo que puede notarse en sus elaborados bocetos y en especial, en la cualidad de cada una de sus obras para abarcar cientos de interpretaciones simbólicas que todavía sorprenden por su profundidad. El pintor sometía a cada una de sus obras a una revisión exhaustiva, una depuración que debía responder a dos criterios esenciales. ¿Qué podía mostrar la obra? y después ¿qué podía sugerir la obra?

De modo que para Hopper pintar no era sencillo y no lo sería nunca. Lo que ocurría en sus cuidadosas escenas eran apenas el reflejo del largo proceso interior que permitía su existencia. Hopper estaba obsesionado con la meticulosa percepción del espacio y también, la observación del entorno para construir un discurso artístico. Tanto, como para pasar semanas dedicado a estudiar la textura de superficies específicas para lograr un efecto convincente. O para reflexionar acerca del modo en que la luz podría mostrar las sombras, los pliegues de las telas, las pequeñas irregularidades del suelo o las paredes. “Si debo depurar la imagen hasta que sólo sea una escena ¿no debería esa escena tener todos los significados posibles?” escribió en 1960, en un intento de explicar las noches en vela, las obras que consideraba, descartaba y volvía a comenzar. Los borradores llenos de las anotaciones más inverosímiles. Para Hopper todo era importante en el futuro lienzo: desde las líneas que se entrecruzaban invisibles en los personajes, hasta la ropa que llevaban, los pequeñas imperfecciones de la piel, la sombra que se extendía debajo de sus cuerpos para mostrar el tamaño y dimensiones de la habitación en las que se encontraban. Al final, la obra era el conjunto de los detalles, la percepción global de la atención a la belleza y a la concepción del poder que podía percibirse bajo la condición del tiempo que transcurría y se sostenía en todo un conjunto de metáforas visuales de perfección casi inquietante.

También fue en 1960, cuando Hopper recibió la visita del artista Raphael Soyer en su famosa casa junto al acantilado de Cape Cod. Para entonces, Hopper se había hecho con una sólida reputación y era además, un pintor lo suficientemente reconocido como para despertar curiosidad. Además, había un incipiente mito alrededor de su figura. Si sus obras asombraban por su peculiar mirada de la realidad y desconcertante nivel de percepción, Hopper lo hacía por su carácter extraño y desconcertante. Su matrimonio con la aspirante a actriz Josephine Nivison, artista en ciernes y de personalidad tan singular como la de su marido, hacía correr ríos de tinta. De modo que cuando Soyer llegó a la casa, sabía que al menos, encontraría una de las desconcertantes escenas que se rumoreaba ocurrían entre el matrimonio. Después, de todo, se trataba de un pintor de considerable renombre que pasaba meses recluido antes de dar la primera pincelada y una mujer que según se comentaba, estaba tan fascinada con el carácter de Hopper, que seguía sus excentricidades como un juego de espejos. “Y no sólo encontré rareza, comprendí mejor a la pareja” comentó después el pintor y grabadista ruso.

Según contaría después el propio Soyer, descubrió a Hopper sentado en una silla de madera respaldo rígido, mientras observaba con los ojos muy abiertos la colinas que rodeaban la casa. Lo hacía con el asombro “de un espectador desconcertado” y de hecho, Soyer llegó a preguntarse “si aguardaba algún portento”. Por otro lado Josephine se encontraba sentada a su lado, pero miraba en dirección opuesta y disfrutaba al parecer, de contemplar en silencio el océano. Soyer se quedó de pie entre ambos, sin saber qué ocurría o si en caso de ser así, debía interrumpir la escena. Finalmente se atrevió a preguntar de qué se trataba la escena. “Eso es lo que hacemos”, le dijo a Soyer a Josephine. Después suspiró y como si se trata de un perfomance, se acomodó en la misma posición de Hopper. El artista ruso contaría que un único rayo de luz bajaba desde la montaña e iluminaba el amplio patio de la pareja, hasta crear la sensación que todo ocurría en un lugar privilegiado e inaccesible. “Él se sienta en su lugar y mira las colinas todo el día, y yo miro el océano. Cuando nos encontramos hay controversia, controversia, controversia” añadió después, Josephine. Soyer contaría después, que la pareja continuó allí hasta que por último, Hopper extendió la mano, tomó la de su esposa y le miró en un lento gesto de reconocimiento. “Y allí estás” dijo. Para entonces, Soyer estaba tan sorprendido como para pensar en una posible obra basada en la en apariencia, inexplicable escena. Más tarde y mientras cenaban una frugal comida “de aspecto tan delicado que parecía una de las pinturas del anfitrión”, Soyer recibió una cordial explicación sobre lo sucedido. “Edward pensaba en una pintura que está a punto de suceder” diría.

Una anécdota parecida contaría el pintor y crítico estadounidense Guy Pène du Bois, que también visitó la casa y encontró a Hopper sentado en lo que describió “en un trance contemplativo”. Para la ocasión, Josephine no se encontraba en la casa, de modo que Pène du Bois aguardó por horas hasta que por último, Hopper le miró y le sonrió. Hasta entonces, había estado sentado en una silla al borde del mar, la cabeza inclinada, sin expresión. El crítico le pregunto si se tratara de algún tipo de condición física o mental, si ocurría algo que quisiera compartir en confidencia. Hopper sonrío y sólo contestó “estudiaba una obra”. Una década más tarde, Pène du Bois relataría que casi treinta y seis meses, Hopper le envió una carta para explicar qué había querido decir en esa ocasión casi inquietante “me dijo que le había llevado años convertirse en la pintura de una nube en el cielo”. La frase críptica, en realidad resumía los largos meses de creación del paisaje que puede verse a través de la pintura Woman in the Sun, que culminó en el año 1960. “A veces, las pinturas son como venas de algo vivo que nace a partir que puedes descubrir su presencia” explicaría el pintor al crítico.

La hidra de cien cabezas.

No obstante su lento y en apariencia trabajoso proceso, Hopper llegó a pintar 800 obras, entre los que se incluyen óleos, acuarelas y grabados, así como una interminable colección de dibujos e ilustraciones. Por supuesto, las más conocidas son la que retratan a la ciudad de Nueva York, que en realidad, más que pinturas, tienen la apariencia de cápsulas temporales, suspendidas en una especie de grieta conceptual que todavía resulta difícil de comprender. Hopper pintaba para detener el tiempo, según su propia confesión, pero también para analizar el tránsito de lo real hacia algo más elaborado. Entre ambas cosas, el pintor analizaba la vida estadounidense, sus dolores y pulsiones, desde una convicción primaria: lo real yace bajo cierta quietud asombrada.

Hopper dedicó buena parte de su obra a reinterpretar la realidad, pero en realidad, su mayor interés era crear misterio a partir de escenas cotidianas. Hay una cualidad contemplativa en todas sus obras, que tiene una directa relación con el hecho de sostener un discurso que involucra al espectador de manera directa. Quizás por ese motivo, sus obras continúan pareciendo actuales, a pesar de sus casi cuarenta años de antigüedad. Hopper pintaba para crear enigmas y líneas narrativas que se entrecruzan para narrar algo más elaborado y singular. Y lo hace, al yuxtaponer la idea sobre lo que se mira en contraposición con lo que se insinúa. No hay ordinario en las obras de Hopper, a pesar que sus escenas parezcan serlo y de hecho, tengan toda la apariencia de la vida cotidiana.

Pero en realidad, parecen pertenecer a otro lugar, un espacio sin tiempo, etéreo y formidable. Todas sus paisajes de aspecto clásico y en apariencia simple, están destinados a narrar historias a través de sus imperfecciones y una honda preocupación por el transcurrir del tiempo. Pero a la vez, Hopper necesitaba entender la naturaleza humana desde la distancia de la complejidad. Y lo hacía dejando un rastro de lo que parecían pequeños trozos fugaces de espacios sin explicación. Ángulos que no coincidían del todo, rostros asimétricos, cielos de aspecto sobresaturado. Las escenas de Hopper eran perfectas en la pulcritud de su simbolismo, pero a la vez, dejaban una huella sobre la vida que les habitaba.

Esa combinación provocó discusiones de todo tipo sobre la obra de Hopper, en especial en su etapa más singular entre 1940 y 1950. Hubo un largo y público debate sobre el hecho que Hopper era un gran artista estético, pero que su técnica era pobre y que incluso, los detalles en apariencia intencionados en sus pinturas, eran en realidad, una evidente incapacidad técnica. Según el famoso crítico Clement Greenberg, el mundo pictórico de Hopper era una combinación de una técnica “miserable” a la vez de una sensibilidad “acartonada y artificial” para expresar ideas complejas sobre la naturaleza humana.

Pero a pesar de la evidente antipatía de Greenberg hacia Hopper, el crítico pudo describir mejor que cualquier otro, la dualidad insistente y poderosa en la obra del pintor “Hopper simplemente resulta ser un mal pintor. Pero si fuera un mejor pintor, lo más probable es que no sea un artista tan superior” escribió en 1946, a raíz de la extensa discusión que abrió la obra “Lobby de Hotel”. La pintura, criticada y alabada a partes iguales por su imagen sobre el espacio y el contexto como una forma de narrar una idea profunda sobre la identidad norteamericana, hizo que críticos y contemporáneas se preguntaran en voz alta si el juego de sombras y ángulos de Hopper era en realidad un juego de símbolos y no meros accidentes. Al final, el pintor llegó a dar una declaración corta en medio del debate “pinto lo que veo a simple vista y lo que imagino, puedo ver”.

Pequeños fragmentos de olvido

La frase se recordaría por años para describir la propia personalidad del artista. Considerado una de las personalidades más desconcertantes del mundo artístico estadounidense, Edward Hopper era también un enigma para la mayoría de sus contemporáneos. Silencioso, alto y corpulento, era famoso por no asistir a ninguna de sus exposiciones, negarse a la exposición pública e incluso, rechazar cualquier tipo de discusión sobre sus obras. En realidad, se trataba de un hombre que estaba obsesionado con la cualidad contemplativa del arte y más allá de eso, con la idea persistente que toda obra oculta un misterio. Y entre esos misterios, estaba por supuesto, su propia personalidad. No respondía entrevistas y todas las cartas que escribía, estaban compuestos de todo tipo de lenguaje críptico e incluso, juegos y acertijos la mayoría de las veces incomprensibles. A cualquier pregunta o consideración sobre su obra, la respuesta era prácticamente la misma “Toda la respuesta está en el lienzo”, respondía obstinadamente.

Hopper era conocido por sus silencios, incluso en la década de los años ’20, cuando apenas empezaba y su estilo causó confusión. Las escenas eran radiantes, cuidadosas, pero también repletas de errores de proporción y escala. “El mundo habita detrás del mundo”, contestó en 1928, cuando se le preguntó el motivo por el cual la pintura Ventanas en la noche, era una rara combinación de tonos fuertes y pequeñas aristas de luz, que a la vista, no guardan equilibrio alguno. El pintor se negó a explicar la desproporción entre las ventanas y la las persianas, la desigualdad de las sombras. Pero desde luego, descartó que se trata de un hecho casual.

El historiador de arte Lloyd Goodrich, llegó a decir que toda la obra del pintor estaba basada en la capacidad de desafiar la cualidad de la perfección, al mismo de crear una connotación de inquietante lucidez “Era famoso por sus silencios monumentales; pero al igual que los espacios de sus cuadros, no estaban vacíos. Cuando hablaba, sus palabras eran producto de una larga meditación. Sobre las cosas que le interesaban, especialmente el arte … tenía cosas perceptivas que decir, expresadas concisamente pero con peso y exactitud, y pronunciadas en un tono lento, reticente, monótono” describió.

De hecho, más tarde Goodrich diría que una de las cosas que más le llegó a asombrar sobre Hopper, fue el hecho que estaba convencido que sus obras eran descripciones cuidadosas de un espacio interior difícil de definir. “Pinto lo que no puedo decir” diría en 1932, para tratar de explicar la placidez asimétrica, sobresaturada y singular de su obra Room in Brooklyn. La obra se debatió por carecer de real belleza, pero algunos críticos se asombraron por su sutileza “Es un monstruo de mil cabezas, como un hidra llena de secretos” dijo Hopper en una carta a Goodrich. “No hay más que decir sobre ella”-

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Aglaia Berlutti

Bruja por nacimiento. Escritora por obsesión. Fotógrafa por pasión. Desobediente por afición. Escribo en @Hipertextual @ElEstimulo @ElNacionalweb @PopconCine