Crónicas de los hijos de Neftis

La oscuridad en búsqueda de un sentido en medio de una noche de estrellas muertas (Parte I)

Aglaia Berlutti
13 min readMar 7, 2022
Boris Karloff como el monstruo de Frankenstein

Hace más de dos siglos Mary Wollstonecraft Shelley, comenzó a escribir una historia. Era un juego, una apuesta, una forma de demostrar que la literatura era para ella, más que un ejercicio práctico intelectual. Está vivo fue lo primero que anotó en la página en blanco. Después diría que no tenía una idea real hacia qué historia le conduciría esa única frase. Años más tarde, insistiría que se trataba de visiones, un sueño asombroso. De una pesadilla convertida en una narración que la consumió en una obsesión perenne por casi tres años. Pero en realidad, esa noche, la jovencísima aspirante a escritora solo deseaba narrar una antigua fascinación.

Está vivo escribió mientras junto a la ventana estallaba una tormenta fría. Más allá, una erupción volcánica a kilómetros de distancia cubrió el mundo de ceniza. A su alrededor, Percy Bysshe Shelley, su hermanastra Claire Clairmont y el poeta Lord Byron, escribían. También lo hacía el silencioso y siniestro John William Polidori. Mary diría que por casi seis horas, lo único que escuchó esa noche “fue las voces de sus personajes, que entre gritos de agonía, nacían en la hoja”.

Parece una historia sencilla para la creación de la novela gótica por excelencia. Y quizás, incluso solamente sea una forma de disimular los años de dedicación, esfuerzo y miedo que llevaron a Mary Shelley a narrar el futuro de la literatura de horror en Frankenstein, o el moderno Prometeo. ¿Comenzó a escribirse la génesis de lo que sería el relato por excelencia sobre la vida y la muerte una noche de tormenta y gracias a una apuesta? Mary Shelley lo aseguró por años. También, que el tema de la muerte, le “deleitaba” — no le agradaban ni despertaban su curiosidad, le deleitaba, como escribió a Percy Shelley poco antes de contraer matrimonio — desde que era una niña.

De modo que, escribir de un hombre de ciencia que rompía las reglas de lo divino y lo humano para crear vida, parecía la transición evidente, necesaria y obvia en la visión de Shelley sobre la oscuridad interior. Para la escritora, que ya a los doce había escrito un pequeño relato acerca de un corazón encerrado en un tarro de cristal a través del cual un demonio miraba a sus víctimas, encontró en Frankenstein el centro esencial de su necesidad de contar las sombras. Pero también, continuó una vieja tradición que obsesionó a escritores antes y después de ella, por la majestad del cuerpo, por lo incorruptible de la idea que la vida, era un fenómeno llevado por fuerzas sobrenaturales.

Shelley, que paseaba por cementerios y se miraba al espejo para imaginar su muerte, según contaría a una de sus amigas cuando apenas era una adolescente, se obsesionó con la posibilidad de dar vida, pero no como madre. Ni tampoco como esposa. “De poder, evitaría ambas decisiones, pero no es algo sobre lo que pueda, ciertamente tener control” diría años antes de sentir un desesperado y violento amor por Percy Shelley. Así que escribía, soñaba con monstruos para luego, quemar los relatos, huir de ellos como si fueran pequeños estigmas a los que no encontraba nombre.

Mis cuentos son Golems, vivos en la oscuridad, pero cerca de morir por fuerzas que no comprenden. La hija de la proto feminista y filósofa Mary Wollstonecraft soñaba con una libertad absoluta, con escribir océanos de martirios, visiones mágicas y asombrosas sobre la materia y la maravilla de lo creado, incluso antes que eso formara parte de una única tendencia. Quiero ser la reina de los monstruos escribió en una de sus primeras y apasionadas cartas de amor al poeta Percy Shelley, que desconcertado apenas alcanzó a responder sé, por ahora, la reina de las palabras que sueño. Más tarde, Mary Shelley diría que la frase le hizo reír. Comprendí que Percy era muy niño o yo era muy vieja, a pesar de tener menos edad que la de él anotaría en uno de sus puntillosos diarios.

Mary Shelley quería crear vida. Lo mismo que Gustav Meyrink, casi un siglo después, cuando tomó todas las leyendas judías acerca del Golem y las relató en un libro en que logró amalgamar todos los terrores fortuitos de la cultura en la que nació y creció. Shelley y Meyrink, a la distancia de décadas, narraron los mismos terrenos y la misma oscuridad. Exactos lugares y dolores. Y ambos, encontraron una respuesta a la antiquísima ambición de arrebatar a los dioses el poder de dar la vida, de insuflar vitalidad a los monstruos y encontrar en la oscuridad respuestas a preguntas incómodas y dolorosas acerca de la identidad humana. Una percepción de lo sombrío que desafió toda consideración y estableció nuevos límites con respecto a la belleza, el miedo y la incertidumbre que aún perduran intactos.

La muerte y la incertidumbre en una palabra

Crear vida es quizás una de las obsesiones más antiguas del hombre. Se trata de una visión ancestral del acto creativo como hecho trascendente pero más allá de eso, una demostración absoluta de la capacidad de nuestra especie para construir el mundo según la medida de su imaginación. Porque no se trata de la capacidad de procrear: en realidad, se relacionaba con el don misterioso de insuflar inteligencia y poder, a la manera de la Divinidad. Crear vida de la nada. Equiparar el acto creativo humano con lo desconocido. Un matiz que simboliza quizás un primitivo — poderoso — anhelo de la humanidad y la forma más depurada de vanidad cultural.

El Golem es quizás el símbolo más poderoso de esa antiquísima aspiración. En las leyendas más antiguas de la criatura, un sabio podía dar vida a la materia a través de una combinación de letras que formaban una palabra sagrada. A la manera del Dios bíblico, la creación nacía del verbo como origen: un monstruo rudimentario de obedecer órdenes sencillas y lo que resulta más intrigante aún, manifestarse bajo la voluntad de creador. Como alegoría, el Golem resume cierta ambición intelectual incontestable y también, la capacidad del pensamiento antiguo para hacerse preguntas existenciales de peso y valor. ¿De dónde provenimos ¿Quiénes somos? ¿A quién debemos nuestra existencia? Y sin duda la más importante de todas ¿Qué es la vida en realidad?

La mitología judía ideó para el Golem de enorme importancia. Le define como una criatura de barro que gracias a la magia más antigua del pueblo favorito de Dios, cobra vida desprovista de libre albedrío. Esa pequeña salvedad convierte al Golem en un monstruo, más que cualquier otra. Porque su vida — nacida de la magia y los misterios, de la misma manera que en la antigüedad se concebía la creación del hombre — estaba sujeta a la voluntad de su creador. A sus caprichos y la mayoría de las veces, a su avaricia. De nacer como una leyenda gracias a un salmo bíblico, el Golem se transformó en una advertencia, pero también, en un reflejo de los temores inauditos del hombre medieval y los siglos siguientes. Para la mayoría de los alquimistas, estudiosos del ocultismo y cabalistas, el Golem era una criatura destinada a destrozar a su creador y también, la percepción del hombre sobre sí mismo. Convertido en una pesadilla, la criatura pobló las pesadillas de la Praga del siglo XVI. Su figura contrahecha, temible y violenta parecía estar en todas las historias, aterrorizar por el mero hecho de la posibilidad de su existencia.

¿Qué era el Golem? ¿Una advertencia? ¿Un temor convertido en un monstruo con la apariencia de un hombre contrahecho? Del horror que inspiraba la mera presencia de la criatura, nació la extraordinaria novela de Gustav Meyrink y también cientos de obras semejantes, entre la que podría contarse incluso el Frankenstein de Shelley, con toda su carga filosófica y temible. No obstante, el Golem es mucho más que una curiosidad histórica o mitológica. Es una mirada a un tipo de sofisticado terror que construye una visión sobre la vida y la muerte a mitad de camino entre lo inquietante y lo directamente descorazonador.

La belleza en la oscuridad

Por extraño que parezca, la primera mención real de la posibilidad del Golem se encuentra en el Talmud — el texto más importante del judaísmo — y se centra en quizás la leyenda más conocida del cristianismo: los primeros versículos del Génesis. En ellos, se narra como Adán fue creado a partir del barro, un proceso exacto al que después se usaría para crear a uno de los monstruos más conocidos de la antigüedad. Una y otra vez, se menciona el atributo divino de generar vida a partir de la materia inanimada y dotarlo de inteligencia, la suficiente como para reconocer la identidad de su creador y la de sí mismo. El Adán bíblico, recién nacido de las manos de Dios judaico, resumió la aspiración del hombre antiguo por comprender el proceso de la creación de la vida, y además, la capacidad del hombre para emularla. Como la metáfora más elaborada sobre la posibilidad de la vida como un fenómeno independiente a la naturaleza, el primer hombre creado también encarnó la mayor incógnita sobre el enigma de la vida como ente individual.

Por supuesto, se trataba de leyendas conocidas por buena parte del Oriente Medio incluso antes de su recopilación por el pueblo judío. Ya en Egipto se contaba la historia de una criatura nacida de arena y el aliento de Ra que vagaba por el desierto en busca de víctimas. En Babilonia, una criatura nacida del miedo y de las entrañas de la tierra aterrorizaba a los viajeros incautos. El Golem judío quizás sea la concreción no solamente de leyendas semejantes sino también, del terror compartido por los pueblos antiguos sobre lo que podía aguardar más allá de los límites de lo desconocido. Las primeras referencias judaicas al Golem fueron escritas por rabinos llevados a Babilonia luego de la destrucción del templo de Salomón. Hay insistentes menciones sobre profetas y sabios con capacidad para otorgar una forma primitiva de conciencia a criaturas menores. Al menos en una oportunidad, se menciona que Jeremías creó un Golem grabando la palabra divina de la vida en la frente de un monstruo de barro. Una y otra vez, la noción del Golem parece relacionada con la curiosidad científica e incluso, la búsqueda de respuestas sobre dudas existenciales a través de medios mágicos, lo más cercano a la ciencia en las sociedades antiguas.

Aun así, el Golem era considerado un ritual proveniente directamente de la sabiduría Divina. Una y otra vez, se insiste en el hecho que como criatura creada para servir, carece de inteligencia autónoma y de la capacidad de discernir el bien del mal. Aun así, el Golem metaforiza un tipo de horror que los primeros textos sugieren como lo inexplicable. Capaz de asesinar, destruir, arrasar, pero también de proteger, el Golem bíblico tenía un elemento de guardián implacable y también, de frustrada aspiración creacionista.

No obstante, con el transcurrir de los siglos la criatura dejó de pertenecer exclusivamente a la mitología judía y su rastro puede rastrearse en todo tipo de leyendas y narraciones mágicas europeas e incluso cristianas: A Santo Tomás de Aquino se le atribuían poderes creadores — y la capacidad de crear criaturas sin rostro que le protegían”— y según algunas narraciones fechadas hacia el año 1000 DC, el Papa Silvestre creó una mujer de tierra para hacerle compañía, a la que terminaría destruyendo por incordiar sus oraciones con una incansable conversación. En el siglo XII y XIII aparecieron por toda Francia y Alemania volúmenes manuscritos que aseguraban poseer el secreto para dar vida monstruos sin voluntad. Durante la Inquisición, se condena la posibilidad de “hacer surgir a voluntad” a criaturas inexplicables. En buena parte de Europa del Este, la leyenda de monstruos sin rostro y con una leve apariencia humano se propagaron a medida que la migración judía se hizo más numerosa en el continente, sobre todo en Praga. Para finales del siglo XIX, se trataba de una comunidad floreciente y culta. La leyenda del Golem, que seguía formando parte de las creencias más acendradas en la comunidad, se convirtió de inmediato en una de las más conocidas de la ciudad.

De hecho, la leyenda más conocida sobre el Golem procede de Praga. Según la historia, un rabino de nombre Yehuda Low Ben Becadel logró descifrar la palabra con la cual Yahvé insufló vida por primera y a través de ella, creó una criatura extraordinaria sometida a su voluntad. No obstante, el monstruo escapó de su control y llegó a destruir el Ghetto judío, convirtiéndose en una fuerza imparable que el rabino únicamente detuvo cuando logró borrar la palabra escrita en su frente — o retirar de su boca el papel con la palabra escrita, según otras versiones — y destruir su la fuerza de su ira ciega. Y aunque la historia es imposible de analizar desde lo literal — aunque el rabino Yehuda Low Ben Becadel fue un personaje histórico real — es evidente que la noción sobre una criatura dotada de vida, pero no de voluntad creada a partir del enigma y prácticas ocultistas, siguió formando parte de la cultura judía incluso bien entrado el siglo XV.

Mucho más intrigante resulta la noción que para buena parte de las creencias judías — incluso las muy ortodoxas contenidas en el Talmud — la posibilidad de otorgar conciencia a través de rituales mágicos era lo suficientemente real y en apariencia creíble, como para despertar suspicacias. En más de una ocasión, la figura del Golem parece encarnar algo más que un aviso filósofo. La insistencia en el peligro de la vida sin espíritu, sin personalidad, sin la capacidad de comprender el abismo de su existencia, como se afirma indicó el rabino Low, demuestra que para el judaísmo el Golem era una metáfora no sobre la vida sino el temor a la incertidumbre que nace a partir de un acto creativo ciego.

La creación y el paisaje tenebroso: ¿Qué esconde la palabra secreta?
Frankenstein es quizás la referencia más inmediata a todas las preguntas existenciales que el Golem encarna como símbolo. Para Mary Shelley — que estaba obsesionada con los misterios de la vida y la muerte — la posibilidad de crear vida era algo más que una idea mágica y tenía mucha más relación con la noción del terror hacia la fugacidad de la existencia del hombre. Para Shelley, la mera noción creacionista era más que un pensamiento filosófico o incluso, mágico. La escritora se empeñó en brindar a su criatura — tan cercana al Golem bíblico en origen y posibilidad — un rasgo de poderosa autoconciencia que rompe por completo con la antigua idea que cualquier creación humana podía carecer de razón y voluntad.

Mary Shelley nació en una época donde la religión se sustituyó por la curiosidad científica, de manera que el Golem nacido de su imaginación no era obra de la inquietud de la fe ni la de la necesidad de comprender al Creador, sino de la ambición y los delirios de grandeza de un hombre obsesionado con la muerte. A diferencia del simple proceso del barro — y la percepción judaica del cuerpo humano como parte del ciclo natural de la vida — el Frankenstein de Shelley es una criatura nacida de la muerte misma: con el compuesto por trozos de cadáveres, el monstruo es algo más que un experimento animado por la voluntad divina. Además, Shelley dota a su Viktor Frankenstein de un conocimiento tortuoso sobre la posibilidad de creación. El monstruo nace no debido a una palabra divina, sino a la electricidad.

Por supuesto, Frankenstein es en realidad una profunda y retorcida alegoría sobre los peligros de la ciencia. Como obra, es una visión de ruptura con la noción de la incertidumbre de la existencia y el papel del conocimiento científico como una forma de expresión del conocimiento humano. Al contrario del Golem, que intentaba explicar la existencia del hombre a través del prodigio, el portento y conocimientos arcanos, la criatura de Mary Shelley es algo más que un monstruo inconcebible, mucho más cercano a la alegoría de la derrota del hombre por controlar la naturaleza como una noción de identidad colectiva. De manera que Shelley — que sin duda conocía las implicaciones de las leyendas del Golem y su extraña relación con el ocultismo, la magia y otros modos de conocimiento basadas en la fascinación por lo desconocido — llevó la noción de la vida a un nuevo nivel. El monstruo de Frankenstein redimensiona al Golem y a su vez, crea una nueva percepción sobre el horror, el miedo y la comprensión de los límites del conocimiento humano.

¿Qué simbolizó el Golem para una cultura convencida de su comunicación con un poder creacionista superior? ¿Con un pueblo que tomó la creencia religiosa como una forma de vida? ¿Y qué metaforiza en contraste el Frankenstein de Shelley que lleva la misma idea de la capacidad del hombre para insuflar vida — y crear identidad — a través de la ciencia? ¿Son ambas percepciones de la capacidad creativa extrema de una misma idea? ¿Se trata de una necesaria e inevitable evolución de lo que comprendemos como la creación y el hecho del hombre como individuo? Porque supuesto, mientras el Golem parece encarnar la voluntad judía como comunidad, el monstruo de Frankenstein analiza la percepción del monstruo como una medida de invidualidad, percepción e incluso, un tipo de retorcida belleza. Más allá de eso, el Golem y el monstruo de Frankenstein padecían del mismo mal imposible de definir: eran terrores concretos que se materializaron en ideas filosóficas concretas o moralejas. Entre ambas cosas, el temor que provocaba el Golem y el rechazo que sufrió el Frankenstein literario refleja quizás la más inexplicable de las reacciones humanas: el terror a la diferencia, el miedo a lo que no puede definir con facilidad. Ambos monstruos comparten entre sí un hilo de significado, la capacidad de encarnar un terror simbólico que nuestra mente no logra clasificar con facilidad ¿Se trata de una paradoja? ¿O quizás de una percepción visceral sobre la existencia del hombre como parte de una noción incompleta sobre lo que somos como especie?

La connotación del monstruo, el hombre creador y sobre todo, la percepción sobre lo que somos como colectivo y cultura, se transforma a través de los años. Quizás por ese motivo, el investigador Masahiro Mori abarcó la cuestión en uno de los tratados más influyentes de la historia de la robótica. Publicado en 1970, la investigación analizaba la idea del Valle inquietante y el rechazo natural que cualquier hombre sentiría hacia criaturas no humanas, que, sin embargo, tuvieran aspecto o características humanas. Una repulsión absoluta que Mori jamás pudo explicar pero que dejó claro, era la respuesta a cualquier cosa “creada por el hombre con el objeto de acercarse al hombre”. Como si se tratara de la frontera entre lo aterrador y un cierto tipo de esperanza frustrada, la teoría de Mori engloba quizás el último estadio de una percepción sobre la conciencia creativa que aún permanece incompleta e inexplicable. De la misma manera que nuestras dudas existenciales más profundas. Nuestra casi ingenua necesidad de brindar sentido y forma a la irracionalidad de la existencia.

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Aglaia Berlutti

Bruja por nacimiento. Escritora por obsesión. Fotógrafa por pasión. Desobediente por afición. Escribo en @Hipertextual @ElEstimulo @ElNacionalweb @PopconCine