Crónicas de los hijos de Hermes
Contar la historia de cada día, el bien y el mal (Parte I)
Para Charles Dickens, la enfermedad, el dolor y el sufrimiento estaban vinculados de manera indefectible a la naturaleza humana. Mucho más aún, cuando debía enfrentarse al hecho que la evolución moral y ética, no se encontraba a la par de los progresos industriales que ocurrían a su alrededor. Dickens se encontró en mitad de un suceso histórico de proporciones extraordinarias: la llegada de la una tecnología rudimentaria destinada a suplantar la mano de obra del hombre común, cambió a Inglaterra — y después al mundo — en sus bases constitutivas.
En más de una ocasión se ha dicho que Dickens fue un escritor del siglo XIX que miró el mundo con la inteligencia y profunda dureza del siglo XXI. Una extraña combinación que sin embargo, parece definir mejor que cualquier otra cosa la prosa inolvidable de un autor insigne e indispensable en la literatura universal. Tan poderoso como Balzac, inquisitivo como Dumas, poderoso en su visión de lo cotidiano y lo humano como Stendhal, Dickens brindó a la literatura no sólo una renovada mirada sobre el género de la novela, sino de esa emoción cercana y turbia que brinda a sus historias una esencial belleza. Dickens no solo brindó una inestimable belleza a cada una de sus creaciones literarias — no en vano David Copperfield es considerada “la novela más novela de todas las novelas” — sino que además, logró el prodigioso logro de atraer la atención del mundo hacia el dolor real, el de la calle y la insoldable tristeza el corazón humano. El escritor mostró tragedias que hasta entonces eran invisibles — como la situación de niños en orfanatos — y también la crueldad del siglo XIX, además de crear una nueva manera de comprender a Inglaterra, por entonces imperio Incontestable. Porque Dickens, además de escritor, fue un duro y crítico observador de su época.
Era un hombre complejo. Con una curiosa sensibilidad, reflexionó acerca de las vicisitudes de una época de ruptura con mucha más claridad que otras grandes plumas de su época. A diferencia de la gran mayoría de sus contemporáneos, el escritor se negó a sucumbir al recurso fácil del cínismo. Dickens era un soñador, un hombre integro y ufano que miraba el mundo con una enorme y casi ingenua esperanza. Tal vez por ese motivo, uno de sus libros más recordados y el que confirmó su fama mundial “Un cuento de Navidad” sea una oda al espíritu humano, una moraleja moral astuta disfrazada como un cuento de niños. Con una maravillosa ternura, brindó un sentido emocional y profundamente espiritual a una fecha que parecía no sólo representa lo mejor y lo peor de un mundo desigual, sino también que define esa visión optimista del un siglo de progreso. No es casual, que un buen número de historiadores están convencidos que la publicación de la obra transformó por completo la manera como la Navidad se percibía en una Londres herida por la racionalidad y el positivismo. Para el año 1843, la cultura inglesa se había vuelto árida y descreída y la narración de Dickens, tan humana como esencial, creó toda una dimensión sobre la ternura y el poder del espíritu del hombre. “No sé si la idea de las navidades blancas convenció a Scrooge, pero desde luego nos convenció a nosotros”, escribió Chesterton en una cita rescatada por la BBC para un reportaje titulado “Seis cosas que Dickens dio al mundo moderno”.
Dickens conservó la inocencia y más de una vez, insistió en que esa necesidad de ver el mundo con sencillez — nunca con simplicidad — fue lo que le permitió sobrevivir al sufrimiento de una realidad agónica.
El futuro a través de los escritores.
Los fantasmas de Dickens reflejos de la idea básica y profundamente existencialista sobre la huella del hombre sobre la tierra, a pesar incluso de la muerte. “Siempre he observado que se requiere una fuerte dosis de coraje, incluso entre las personas de mayor inteligencia y cultura, cuando de lo que se trata es de compartir las propias experiencias psicológicas, especialmente si éstas adoptan un cariz extraño”. Así arranca su relato Juicio por asesinato, recogido en el volumen Para leer al anochecer, uno de los tantas historias de la pluma del escritor que usaba lo sobrenatural como recurso y también como escudo de su propia mirada al temor. Y es que los aparecidos de Dickens siempre tienen algo moral y significativo que expresar, como cuitas del presente o premoniciones inquietantes, en una evidente necesidad por dejar abierta la aspiración del hombre y la verdad como una legado de la memoria. Los fantasmas de Dickens, como sus detalladas descripciones sobre el sufrimiento, la pobreza, la soledad y el abandono, encarnan historias de redención, que avisan lo que ocurrirá o incluso, son parte significativa de esa noción de verdad y justicia en el que escritor insiste en su obra.
Por ese motivo, el talento extraordinario de Dickens no puede separarse de su vida, su entorno, el contexto, su mirada y sobre todo, esa Londres indiferente, maravillosa, moderna y pero aún, así árida, que tanto amó y observo con ojo crítico. Es imposible comprender a Dickens, sin las calles tormentosas de una ciudad que se contempla así misma como centro de la modernidad. Para comprender su obra y su trascendencia, Dickens debe ser analizado en el contexto de su época y de la cultura que le educó y le formó.
Londres y Dickens forman una única idea literaria. De hecho, Peter Ackroyd escritor y biógrafo del autor, sostiene en su libro Dickens publicado en 1990 que “Londres influyó tanto a Dickens que se puede decir que su genio dependió del entorno londinense, fue un gran visionario que vio en las calles de Londres un universo entero, de alegría, de sufrimiento. Los dos estaban profundamente conectados y entre los dos crearon el más maravilloso retrato de la humanidad en el siglo XIX”. Una parte esencial de la obra de Dickens no sólo se limita a mirar a Londres, sino que la transforma en un personaje, la recrea con un espíritu propio que sin duda la hace una parte esencial de la historia y la visión que asume como parte de sus historias. Quizás, con su inquebrantable optimismo, Dickens no pudo mostrar a la Londres real a plenitud. Escondió sus pequeños defectos, sus tristes trozos de mezquindad y angustia. Pero aún así, la Londres que surgió de la pluma de Dickens no sólo resulta una criatura extraordinaria e inolvidable, sino ese fantasma inevitable que habita en cada obra del autor. La lección que se aprende, la mirada que se asume como real y hermosa.
Más allá de su magnifico legado literario, Dickens logró conjugar en un mismo espacio de letras y páginas, dos visiones yuxtapuestas de una misma idea metafórica: Londres como un personaje, la época Victoriana como telón de fondo y la necesidad de reivindicación como aspiración elemental de todo espíritu ilustrado. Y en medio de esa inexplicable mezcla, el fantasma del sufrimiento, de los horrores que ocurren en la periferia. Como deja muy claro Steven Pinker en su ensayo The better angels of our nature: “Oliver Twist y Nicholas Nickleby abrieron los ojos de la sociedad sobre los malos tratos a los niños en los albergues y orfanatos”. Hasta entonces la pobreza era parte de la Londres desconocida, del rostro oculto de una sociedad que se mira así misma con un refinamiento engañoso e hipócrita. A través de la pluma de Dickens, la ciudad se redescubre, la belleza se transforma en algo más elemental y sustancioso y lo trascendente, en una huella perdurable de pura interpretación moral.
Dickens, más allá de su fama, de su compromiso con la verdad y la razón, fue un hombre de su época. Vivió y escribió en una ciudad que se consideraba la capital del mundo. Y por si eso no fuera suficiente, fue testigo de las transformaciones de un siglo que cambió la historia y construyó el presente: Para 1851, la población urbana se convirtió en mayoritaria en el Reino Unido. Londres y de hecho, Inglaterra resurgió de su historia para convertirse en algo más fecundo, pero también destructor. La prosperidad — y la promesa de obtenerla — transformaron para siempre el rostro de la ciudad: con los cientos de desposeídos que viajaban de todas las regiones del país para vivir en condiciones muchas veces de una pobreza atroz. Justo en el epicentro de toda esa recreación y destrucción, de esa poderosa nueva mirada al futuro, Dickens se asombró y se horrorizó por lo que contaba la nueva visión del mundo, por el sufrimiento insoportable y las promesas enormes de milagros y portentos. Una Londres industrializada que extendió su influencia a toda Europa y creó a toda una nueva generación de escritores y visionarios. Los niños perdidos de una época de milagros desconcertante.
Una ciudad que era el mundo.
Para 1853, la pobreza en Londres se volvió más cruel, mucho más dura de superar y en especial un síntomas de los tiempos que convirtió la economía — y sus consecuencias — en un peso cultural de carácter moral. La riqueza altruista y la miseria de solemnidad, se volvieron para descubrir una sociedad desigual, corrompida por la codicia y cada vez más displicente. Los grandes males que asolaban a una época de profundos contrastes se convirtieron en consecuencias intelectuales de una rápida evolución formal hacia una cierta catástrofe invisible. Si por un lado, la mera existencia de la máquina y sus ventajas comenzaron a sacudir la forma en que se percibía el mundo — a la vez, que la ilustración devoraba las creencias y la fe en lo invisible — la nueva concepción del hombre como marginal en su propio mundo, derrumbó los últimos espacios acerca de la importancia del ser humano, como parte indivisible de su historia. Una concepción del futuro que llevó la desesperanza allí a dónde fuere y que también, destrozó una serie de percepciones sobre lo filosófico, lo dogmático y lo religioso. Asombrado y quizás, desconcertado por la oleada de transformaciones, Dickens llegó a escribir en uno de sus meticulosos diarios “tal vez no se trate del final de los tiempos, pero sin duda, es el final de algo”.
La frase puede parecer sencilla pero no lo es. De hecho, llegó a inspirar mucho de la obra del escritor, que se obsesionó con la debacle de una Londres cada vez más dura y violenta. De hecho, sus narraciones se volvieron espejo de un tránsito entre la Europa que aun abrazaba el romanticismo y lo gótico, hacia una mirada mucho más cínica y dura sobre la realidad. Eso podría explicar el capítulo 31 de su novela La Casa desolada, un prodigio de sobriedad pero en especial, un retrato fiel de lo que estaba ocurriendo puertas adentro a lo largo y ancho del Imperio Británico hacia las últimas décadas del siglo XVIII. Publicada en veinte entregas desde 1852 hasta 1853, es una larga crítica al sistema legal inglés, pero también, una mirada sustanciosa sobre el trayecto de la sociedad que Dickens conoció hacia algo más corrupto y doloroso. No obstante, es el capítulo 31 el que muestra la intención del escritor de analizar la cultura en que nació, el papel del miedo hacia el futuro que comenzaba a ser parte de una idea más general acerca de la identidad y en especial, una mirada sobre la enfermedad, ese espacio inexplicable y todavía, fruto del azar, que colindaba con la fría percepción de la revolución industrial.
En la escena claves del capítulo, Esther Summerson — personaje principal — se da cuenta que es bastante probable esté contagiada de algún tipo de enfermedad que aunque el autor no describe del todo, podría tratarse sin duda de algún tipo de cuadro infeccioso de considerable gravedad. “Sufría de una fiebre muy fuerte” escribe apenas Dickens, pero en la Londres del autor, incluso un síntoma en apariencia tan simple, era motivo de preocupación y terror. Era la ciudad en la que apenas un tercio de los niños que nacían sobrevivían a los primeros meses de edad, en la que los jóvenes sufrían dolorosas deformaciones corporales debido a fracturas que jamás se curaban o lesiones de enfermedades venéreas que adquirían a muy temprana edad, en la que los adultos se suicidaban en las calles, morían de hambre o simplemente, colapsaban de cansancio en plena calle, la fiebre era sin duda el anuncio de algo peor, más doloroso y preocupante. Y Dickens, que se obsesionó no sólo con los cambios que acaecían en el país, sino la forma en que la cultura los mostraba, decidió describir detalle a detalle, la forma en que la Londres en que nació se había convertido en cuna de la tecnología de un futuro cada vez más cercano, pero también, en el rostro de todos los horrores del futuro. “Una vez temí lo que pudiera encontrar al despertar” escribió el autor a uno de sus editores “Todo ocurre tan rápido, que el futuro dejó de ser una promesa para convertirse en una amenaza”.
De modo que la mera frase de La casa desolada, es más que la descripción de un síntoma. Es la descripción de una época, de una circunstancia y de un temor colectivo. Dickens no era un absoluto un pesimista, pero sabía con exactitud la forma en que su país sufría transformaciones internas cuyas principales víctimas eran anónimas. De una u otra forma, Dickens tomó la decisión de encarnar la voz de los desposeídos, de convertirse en un reflejo de lo que ocurría más allá de las puertas cerradas de su estudio, en las calles inhóspitas y violentas, en los campos cada vez empobrecidos. De hecho, el célebre capítulo 31 de la novela es un recorrido asombroso por la forma en que Dickens sabía la cultura inglesa reaccionaba a la enfermedad, a la mera existencia de los desposeídos. “Corrí hacia la puerta de comunicación entre mi habitación y nuestro bonito salón, parar cerrarla con llave. La enfermedad quedó de mi lado de la puerta y tuve miedo. Pero también comprendí que era mi deber” cuenta Esther Summerson, como si se tratara de las reflexiones del autor, de utilizar la literatura como una forma de poner el acento en los dolores y sufrimientos de una sociedad cada vez más devastada por sus propios horrores y dolores invisibles.
Tal vez por ese motivo, se considera a Esther Summerson una de las grandes heroínas de la literatura inglesa: es en realidad la encarnación de los ideales de su autor sobre la posibilidad de la redención a través del esfuerzo, el trabajo y la bondad. En la Casa desolada, el personaje lucha contra la adversidad con las pocas armas a su disposición y lo hace, con la convicción que incluso podrá vencer a la temibles fiebres — ya fuera viruela, sífilis o la por entonces, mortal escarlatina — por un mero esfuerzo de voluntad. El poder de Esther radica en la idea que el corazón — ese lugar misterioso que Dickens intentó describir en tantas ocasiones y en formas tan distintas — también es el reducto de la fortaleza del hombre, en su búsqueda de significado a pesar de las crueldades del mundo que le rodea.
Al final, Esther enferma y aun en medio de los delirios, su primer pensamiento es para la bondad, la necesidad de proteger a quienes ama y al final, que su muerte tenga algún sentido más allá de la disolución. “Cuando sepa que estoy enferma, intentará entrar en la habitación”, dice Esther, en medio de dolores y temblores “¡Mantenla fuera, Charley, si me amas de verdad, hasta el final!” dice el personaje en una de las escenas más desgarradoras de la novela y sin duda, de la literatura universal.
Dickens estaba convencido que el mundo literario era la caja de resonancia sobre lo que ocurría en el real: por eso, dedicó un considerable tiempo y esfuerzo en elaborar ficciones que pudieran no sólo narrar el tiempo en que vivió, sino también, el tránsito de valores, convicciones y el pensamiento filosófico hacia algo por completo nuevo. “No sé qué ocurrirá después con los libros que lleguen a la luz bajo mi firma” escribió en uno de sus diarios “Pero sin duda, mostrarán el mundo en que viví, el que formó parte de mi vida y también, del recorrido de mi corazón por encontrar sentido a los terrores de los cuales fui testigo”.