Crónicas de los hijos de Hades:
Cuando el miedo lo es todo (parte I)
Cuando tenía diez años, Algernon Henry Blackwood tuvo una pesadilla aterradora que nunca olvidó. Se vio a sí mismo caminar entre un camino de fuego, que después se abría hacia el filo de un abismo negro. Más abajo, los demonios esperaban, entre llamaradas azules y negras. Despertó entre gritos, enfermó por días pero al curar, fue directamente al escritorio del estudio de su padre. “Y comencé a escribir” contó después. “Escribí hasta sentir dolor en las muñecas, hasta que mi madre me hizo poner en pie y me obligó a comer. Pero ese día, escribí mi primer cuento y supe a qué quería dedicar mi vida”.
La anécdota se ha contado de diversas formas y en distintas ocasiones, pero deja algo claro. Para Blackwood, la idea del miedo era algo tan personal como para formar parte de su vida. Una percepción sobre la oscuridad interior que construyó a partir de todos los matices de un puñado de historias personales. Un relato interminable, extraordinario y profundo sobre el hecho del miedo como parte de lo biográfico o mejor dicho, como punto central en su vida intelectual. “Nunca dejé de tener miedo a esa pesadilla” comentó en 1949 “y por ese motivo, quizás jamás dejé de escribir”.
Nacido en Shooter’s Hill, ahora parte del sureste de Londres, Blackwood también vivió sus primeras grandes experiencias capitales durante su infancia. La zona fue una de las más afectadas por la gran Plaga que azotó la ciudad durante casi cinco años y fue testigo, de la muerte de cientos de personas. La gran mayoría, eran mendigos y desfavorecidos que morían en la calle y cuyos cadáveres nadie se atrevía a tocar por horas, días enteros. El autor recordaría después, el ver los cuerpos descomponerse — “cambiar con lentitud, bajo la luz del sol y volverse criaturas petrificadas de tétrica dulzura” — y después, finalmente ser arrojados en fosas comunes. Blackwood llegó a ir a uno de los tantos entierros en masa, de pie en una loma, para mirar el espectáculo.
El que luego recordaría noche a noche, fue el gran sepelio de casi dos docenas de personas, bajo la lluvia de un tormenta de verano que no paró un solo momento durante toda el tiempo en que estuvo de pie y observaba el temible espectáculo. Dibujó bocetos, escribió algunos párrafos. Mucho después, admitiría que esa noche, que los días siguientes de obsesión por la muerte y lo profano, fue la génesis de sus preocupaciones literarias. Pero en especial, de su necesidad de entender la forma en que el arte, la belleza y el tiempo podían enlazarse hacia algo más elaborado, tétrico y temible de lo que podría haber creído. “Aprendí a escribir mientras tenía miedo, lo cual hace que cada palabra esté empapada de sinceridad” explicó muchos años más tarde.
Pero Blackwood no se limitó solo al terror. El escritor también escribió cuentos infantiles, dedicó especial interés a la dramaturgia e incluso una casi inabarcable colección de cuentos cortos de ciencia ficción y fantasía. Con todo, su principal interés literario siempre fue el miedo. Y en especial, el terror como un eslabón de algo más íntimo. Ya para “La casa vacía y otras historias de fantasmas” la forma en que podía comprender la naturaleza de lo sobrenatural se emparentó con una búsqueda formal de un lenguaje propio sobre el miedo. Después de todo, para el autor, era de considerable interés, comprender lo terrorífico como algo más complejo. No solo necesitaba asustar — “lo cual, en términos prácticos, no es del todo difícil” — sino también, llegar a un vínculo con el lector que le llevara hacia algo más retorcido. “El miedo se concibe como un espejo, temes lo que miras” dijo en 1936.
Ya para entonces, el escritor tenía una considerable relevancia en el mundo literario pero también, por su extraño comportamiento general. Tenía aficiones estrafalarias como la de visitar cementerios para escribir — “a veces, la narración está ahí, cercana y dolorosa” — y también, era parte de grupos de investigación sobre lo oculto que eran algo más que meras organizaciones de disfrute o pasatiempos peculiares. Por ejemplo, el Ghost Club de Londres reunía creyentes en lo sobrenatural para organizar búsquedas e investigaciones estructuradas sobre lo oculto.
Un trayecto hacia la oscuridad
Más de una vez, Blackwood comentó y aseguró que parte de su experiencia con lo enigmático, provenía de sus encuentros con “criaturas inexplicables y entes sin nombres”, que conocía gracias a su participación en las actividades del club. Ya fuera cierto o una de sus frecuentes bromas siniestras, lo cierto era que Blackwood también formaba parte de la organización rosacruz de la Orden Hermética de la Aurora Dorada. En realidad, más que un grupo de entusiastas por lo oculto, la Orden era una estructura jerárquica obsesionada con la magia, la alquimia y con la práctica de todo tipo de prácticas sobre conocimientos relacionados con la idea de lo misterioso.
Y aunque Blackwood insistió en varias ocasiones que en realidad, no “estaba del todo convencido del lugar que ocupaba la oscuridad en su vida” — haciendo referencia a su constante trabajo sobre el tema de lo sobrenatural — si tenía el interés de continuar todo un recorrido hacia la raíz de lo que se considera temible. Blackwood deseaba escribir sobre el miedo, pero también de la experiencia humana de lo terrorífico. Como hombre victoriano que era, estaba profundamente interesado en la idea de la ciencia como una forma de redención, pero también, en el hecho de lo inexplicable, esa franja de conocimientos que no calzaba en ninguna parte ni tampoco formaba parte de algo más congruente con sus creencias.
Para Blackwood, que vivió la mayor parte de sus primeros años obsesionado con lo que se escondía en lo desconocido, escribir sobre el temor era casi algo natural. “Mi falta de mundo, incluso a los 21 años, era anormal”, escribió en 1948 “No solo nunca había fumado tabaco ni tocado alcohol de ninguna clase, sino que nunca había pisado un teatro, ni había ido a un hipódromo que nunca había visto, ni había sostenido un taco de billar, ni tocado una carta”. Parece haber sido tolerante con los demás, pero decidido inquebrantablemente a encontrar su propio camino. Por un lado, llevaba la cinta azul que significa pertenencia a la organización de la templanza, Band of Hope, y apreciaba la profundidad de la fe de su padre, que describió como “genuina, inquebrantable, constante y sincera”.
La descripción era la de un joven de su época, recluido y perdido en el tiempo y en el miedo. “Pero también creí que había algo al acecho. Tan peligroso, tan temible y tan inquietante como para que me empujara al fondo desde el que había mirado por primera vez los demonios”. De una u otra manera, Blackwood estaba condenado al miedo, al desastre y a la búsqueda de lo primitivo en lo misterioso. “Somos lo que tememos, de la misma forma que amamos lo que reconocemos. Pero si el amor nos dulcifica, el miedo nos envilece. Dos partes de la misma moneda”.
El tiempo misterioso y todas las formas del terror
Se suele decir que el género del terror es una aproximación consistente al concepto del mal de la época de la cual proviene. Toda una comprensión sobre lo moral, basada en símbolos reconocibles y sobre todo, trascendentes. Y es por ese motivo, que el terror como propuesta siempre parece sostenerse sobre un discurso atemporal y profundamente alegórico. Una percepción sobre lo que somos tan profunda como inquietante, tan retorcida como intrigante.
Blackwood lo sabía. Como buen hijo de la iluminación y de la rebeldía intelectual de finales de Siglo XX, no encontró una mejor manera de rebelarse contra las estrictas creencias de sus padres — fue hijo de una pareja de estrictos cristianos que la lectura de todo tipo de literatura que para entonces, era prohibida no sólo para los niños, sino para buena parte de los adultos. Y es que Algernon Blackwood fue un intelectual precoz: en una ocasión afirmó que apenas con diecinueve años, ya había leído Bhagavad Gita y diversos tratados teosóficos, toda una rareza para su época. Más tarde, estudió por iniciativa propia budismo e hinduismo y después, todo tipo de ciencias ocultas, lo que lo hizo un ferviente creyente en lo oculto y sobrenatural. Porque para Blackwood, aficionado no sólo al enigma de la existencia humana sino a la idea de lo misterioso como una forma de terror, estaba convencido que la realidad y la fantasía se mezclaban en líneas difusas e intrincadas, hasta crear una noción de lo sobrenatural casi personal.
Tal vez por ese motivo, a los treinta y un años a la Orden Hermética de la Golden Dawn, una asociación donde encontró no sólo un lugar adecuado para profundizar en su incansable búsqueda sobre lo oculto, sino además, una nueva interpretación sobre el mundo. Quizás sólo entonces, encontró la pieza necesaria para construir su especialísima visión sobre el horror: Poco después, este escritor discreto, que por años luchó contra su propia timidez y temor al rechazo, crearía lo que sería su más lograda invención literaria: la colección de relatos John Silence, Physician Extraordinary (1908), una cuidadosa reinterpretación de lo paranormal, lo terrorífico y lo absurdo que cimentó las bases de una perspectiva sobre el miedo. Ese análisis casi científico — y hay quien llegó a insinuar que muy real — de lo desconocido.
El éxito de John Silence se basa justamente en esa combinación de elementos que convierten cada una de sus aventuras no sólo en una interesante trama de suspense detectivesco sino en una reflexión sobre la naturaleza del miedo — lo que consideramos aterrorizante — y más allá, la búsqueda incesante de conocimiento del hombre. Porque John Silence — tan notoriamente semejante a su autor — es un investigador nato, un espíritu curioso que comprende lo sobrenatural desde un punto de vista original: una herramienta para enfrentarse a ese terror oculto que la realidad parece ocultar en su aparente fragilidad. El personaje, una combinación de erudito en ciencias ocultas con un literato de salón, no sólo logra crear una interpretación intrigante sobre lo que lo misterioso es sino además, simbolizar ese hombre victoriano, tan obsesionado con el conocimiento y el poder del intelecto.
Por supuesto que, esa aproximación al terror no era novedosa en la literatura, aunque si poco frecuente. Fue Sheridan Le Fanu quién creó al primer personaje referencial del género, en el año 1872: un detective de lo oculto que sorprendió y cautivó a sus lectores por su extraña mezcla de detective al uso y conocedor de artes ocultas. No obstante, el escritor no pudo cristalizar lo que quizás uno de sus proyectos más ambiciosos: un año después de la primera publicación de las aventuras del fisiólogo Alemán Martin Hesselius, murió. De manera que la obra, compuesta por cinco relatos independientes, quedó incompleta, aunque allanó el camino a lo que sería después un género de creciente popularidad en el siglo XIX: la novela policíaca mezclada con interpretaciones sobre lo sobrenatural o directamente, historias de fantasmas. Décadas más tarde, Hesselius, a quien Le Fanu dotó de una magnífica inteligencia y una erudición sorprendente, sería reinterpretado en la figura del conocido personal Abraham Van Helsing, el científico que se enfrentó al poderoso Conde Drácula en la novela de Bram Stoker.
El género pareció encontrar un terreno fértil donde prosperar: desde las visiones tétricas de Edgar Allan Poe sobre casos detectivescos profundamente inquietantes (como sus Crímenes de la Rue Morgue) hasta el mismísimo Sherlock Holmes con su extraña aventura en El Sabueso de Baskerville, la idea del intelectual que luchaba contra las fuerzas sobrenaturales sedujo a toda una nueva generación de lectores. La idea, parecía resumir la obsesión por el conocimiento del siglo y sobre todo, esa necesidad — secreta, insistente — de comprender lo misterioso desde una óptica cínica. Porque aunque el siglo XIX fue el siglo donde el pensamiento moderno construyó las bases de la objetividad y la frialdad científica actuales, el temor hacia lo desconocido continúo tan vivo como en épocas anteriores. Escritores de renombre analizaron su personalísima postura sobre el miedo a través de personajes extraordinarios: Robert E. Howard dio vida a Solomon Kane, una especie de inquietante inquisidor del siglo XVII que recorría el mundo en busca de aventuras sobrenaturales; Seabury Quinn, ya en pleno auge de las pulp, escribió con detalle sobre las enormes cualidades intelectuales de Jules de Grandin. No obstante, ninguno asombró y cautivó tanto como John Silence, el parapsicólogo de Algernon Blackwood, quizás debido justamente a su notorio conocimiento realista sobre el ocultismo y algo más sutil: su enorme comprensión de la naturaleza humana.
Varios críticos literarios han sugeridos que el personaje de Silence se benefició del hecho que Blackwood fue un escritor tardío. Publicó su primer relato con casi treinta años y luego escribió sin pausa hasta su muerte en 1951. Y durante todo ese tiempo, hizo de Silence un personaje cada vez más profundo, humano y poderoso. Porque John Silence no era sólo una parte de la historia sobrenatural, sino que desde su perspectiva y visión, Blackwood analizó el miedo, la fragilidad del hombre, el terror a lo desconocido. En más de una ocasión, Silence parece ser más que una criatura de la imaginación del autor, su alter ego: Blackwood dotó a Silence con su propio carácter y además de eso, le imprimió una seriedad, una férrea moralidad, que lo hizo célebre — y también muy criticado — entre los lectores acostumbrados a personajes ambiguos y sobre todo, a la visión fría e impersonal del investigador. Sus relatos, profundos, con una magnifica estructura y solidez, crean escenas imaginativas, espeluznantes, pero también creíbles, un elemento con el que Blackwood logró construir toda una apariencia de realidad para su personaje. En su momento de mayor celebridad, varios periodistas ingleses llegaron a preguntarse si las meticulosas y siempre asombrosas aventuras de John Silence, no serían la forma como su autor contaba al mundo sus peripecias dentro del mundo de lo oculto. Para Blackwood, esa percepción sobre su obra era asombrosa e incluso incomprensible. “Escribo sobre lo que temo, lo que sueño, lo que no logro comprender a primera vista” dijo en una oportunidad, con respecto a su obra “Y Silence es desde luego, una mirada profunda a mis propios temores y curiosidad”. Una respuesta ambigua, que no pareció zanjar las dudas y si, avivar la imaginación popular sobre el tema.
Muchas veces se criticó a las historias de John Silence por su elevadísima moralidad, su ética a toda prueba. Incluso, Lovecraft insistiría que uno de los puntos blancos de la enciclopédica obra de Blackwood sería esa necesidad de justificación de lo absurdo, esa visión creadora y redentora de lo sobrenatural. Sin embargo, la trascendencia de John Silence — como personaje y precursor de todo un género literario — está más allá del debate simple sobre sus motivaciones y limitaciones. Blackwood, entusiasta no sólo de lo oculto, sino de la necesidad de comprensión que se oculta en toda búsqueda, supo brindar a su personaje de una inquietante visión realista sobre el mundo de lo enigmático y sobrenatural. Una mirada sutil, sobre ese otro parámetro de la realidad, que parece construir el terror como parte de lo que consideramos cotidiano, cercano. Incluso comprensible. Un buscador de la verdad esencial.