Crónicas de los hijos de Atenea

La búsqueda de la justicia, el silencio y el atributo de la fe (parte I)

Aglaia Berlutti
8 min readMay 31, 2022

La literatura contemporánea dedica una buena cantidad de tiempo a especular sobre el miedo y lo cotidiano. Y en especial, los terrores, dolores y sufrimientos colectivos. Se trata de una reacción inevitable: la ficción se convirtió durante las tres últimas décadas en una caja de refracción que sostiene y establece un diálogo doloroso con la realidad. Si en la década de los sesenta y setenta, la novela fue el vehículo idóneo para profundizar sobre los cambios, dolores y complicadas relaciones con ideas sociales recién nacidas, en las siguientes, se medita sobre sus consecuencias. O en cualquier caso, acerca de todos los pequeños lugares que ocupan las esperanzas, ideales y miserias de una cultura en plena transformación.

No es un recorrido sencillo. Buena parte de las grandes novelas de los últimos treinta años (incluso, en el ámbito del género), son alegorías más o menos elaboradas sobre la pérdida, la búsqueda de la identidad y al final, lo que perdemos y obtenemos a través del dolor. No son recorridos literarios novedosos, pero sí, la forma en que se asume que estos grandes estratos de las emociones humanas, ya no forman parte del individuo o se experimentan de manera única. Con el nuevo milenio, la experimentación en el lenguaje, la fórmula y la condición de lo narrativo como espejo, la sociedad se convirtió en una maraña de líneas y conceptos acerca de un todo conjuntivo. ¿Qué ocurre en las grandes tragedias? ¿Las que atañen a ciudades y países? ¿Las que tocan el centro sensible de cómo comprendemos nuestra vida?

La literatura contemporánea es una fuente inagotable de preguntas incómodas. También, un recorrido, en ocasiones tenebroso hacia el sufrimiento como hilo conductor de ideas más complejas y personales. La literatura, que profundiza en espacios oscuros de la mente y el espíritu del hombre, se enlaza con un sentido del otro más inquietante. El espectro temible y desigual de lo que nos une y a la vez, nos separa por completo. Esa condición del todo — somos uno y la mentalidad de colmena — pero, que vincula la experiencia personal a todo lo que nos rodea. Un juego de espejos angustioso que la literatura lleva a un nuevo nivel.

Una mirada contemporánea al dolor

Una bomba explota en un concurrido Mercado de Delhi y asesina a casi una veintena de ciudadanos, entre ellos dos hermanos de 11 y 13 años. Su amigo le sobrevive, aunque traumatizado y roto por el miedo. Así comienza , The Association of Small Bombs (2016) de Karan Mahajan, una de los libros más despiadados y hermosos acerca de la violencia que se hayan publicado en la última década. Una historia que medita el horror y el duelo, pero, también, sobre la posibilidad de la esperanza. La segunda novela de Mahajan tiene una sensibilidad profunda que evade cualquier lugar común sobre la descripción del temor, el horror y la culpa del sobreviviente. Concebida como ondas narrativas que avanzan y rodean una tragedia inimaginable, se mueve a través de la angustia existencialista y el sufrimiento íntimo con una delicadeza que sorprende por su complejidad.

Como un disruptivo caleidoscopio de historias, el argumento analiza el duelo, el trauma físico y psicológico del sobreviviente como parte de un terror contemporáneo de enormes implicaciones. Devastadora, impredecible y muy consciente del tránsito emocional e intelectual de la víctima, la novela reflexiona sobre el sufrimiento desde lo marginal. Lo hace además, con una delicadeza conmovedora, una mirada hacia las pequeñas grietas de la vida cotidiana que convierten a la obra en un manifiesto intimista de las tragedias invisibles.

De hecho, el mayor triunfo de Mahajan es sin duda ese: su envidiable manejo del dolor como parte de la historia cotidiana. El escritor no evade la obsesión de su voz literaria sobre el tema, sino que crea algo mucho más duro al narrar en detalles fragmentados el paisaje del miedo. Mahajan rompe la narrativa tradicional en busca de una forma de contar historias mucho más realista y lo logra, a través de un cuidado mosaico de escenas y arcos argumentales que meditan sobre el bien, el mal, la política, la muerte y la soledad. Eso, sin atenerse a ninguna idea preconcebida acerca de la emoción espiritual o el sufrimiento intelectual puede ser. Como novelista experto, Mahajan usa todo tipo de recursos para recordar al lector que el escenario de la tragedia sigue vivo a pesar del tiempo transcurrido, de la percepción de sus consecuencias, la del consuelo y el tránsito de las historias a través de la vida común.

Pero sobre todo, Mahajan sabe que cuenta las vicisitudes de seres humanos. Cada escena, la preocupación por los alcances de la naturaleza espiritual de la supervivencia, se manifiesta como una expresión de realidad. Las lágrimas, risas y largos silencios de los personajes se estructuran entre sí para mostrar todas las aristas de la soledad en un discreto realismo que se obsesiona con pequeños símbolos para sostenerse. Las velas encendidas, los cánticos de luto, las imágenes de habitaciones vacías, las manos extendidas en la oscuridad luego de temibles pesadillas meditan sobre el miedo y la incertidumbre, pero también reflejan con enorme simplicidad el hecho básico de la ausencia.

Pero además de eso, Mahajan no deja de observar la realidad elemental y directa sobre la cual se sustenta su novela. El hecho del bombardeo — su realidad física, sus consecuencias — gravita sobre lo cotidiano como una presencia invisible y dura de asimilar. Y los personajes reaccionan a ella con la sensación sempiterna e inevitable de la amenaza incontrolable. De la certeza que la violencia puede ocurrir — y que, sin duda, volverá a ocurrir — y que la aparente tranquilidad de la que disfrutan es solo una imagen engañosa de la realidad.

Lo que atañe a la desazón

Tal vez por ese motivo, el escritor dedica atención al impacto de la bomba como hecho físico y criminal, aunque sin dejar a un lado su insistencia en los enfoques hacia las historias familiares que forman y sustentan el núcleo central de la narración. Mahajan analiza la repercusión política del atentado,, pero a la vez, regresa el punto de atención al hecho que el acto terrorista no es solo una circunstancia medible y cuantificable, sino una tragedia con la que debe lidiar buena parte de una ciudad aterrorizada. La novela no niega su cualidad anecdótica — todos los rostros reales y anónimos que desbordan lo noticioso y político de un evento violento — sino que, además, la dota de una rarísima belleza y sensibilidad.

Pero además de eso, Mahajan se hace preguntas pertinentes e insólita sobre la vida interior de las personas envueltas en un acto terrorista — tanto víctimas como perpetradores — y evita cualquier juicio moral que pueda empañar el análisis. De pronto, tantos los que sufren la violencia como quienes la cometen son parte de una única percepción sobre el peso de la consecuencia y la percepción de la culpa: Mahajan va más allá del señalamiento de la responsabilidad y la habitual juego de papeles entre la maldad y la bondad para conseguir algo mucho más duro de asumir. Tanto víctimas como perpetradores son seres humanos, sufren y se enfrentan a situaciones durísimas. Y bajo ese contexto, la novela alcanza un grado de incómodo cuestionamiento que le agrega una dimensión por completo original a las preguntas que se hace a lo largo de la narración. ¿Existe la posibilidad de la redención y humanización de un tipo de criminal sin rostro capaz de asesinar por un juego de valores que no comprendemos?

Mahajan no responde de inmediato ni de forma directa a una interrogante tan dolorosa, sino que se dedica a contar las historias que se esconden entre los escombros del miedo. Y es entonces cuando la novela encuentra su punto más alto: el escritor describe con sensibilidad las vicisitudes de los atacantes y les brinda un rostro humano. Les otorga una dimensión por completo humana a través de sus miedos, dolores y anhelos. Y el resultado es un sobrecogedor lienzo que atraviesa las heridas abiertas de unos y otros. Una persistente visión sobre lo que une, a pesar de la muerte y la sangre derramada.

Se trata de un acto de valentía — la novela recibió abundantes críticas por su visión casi compasiva sobre el terrorismo — pero también, toda una declaración de intenciones sobre los principios de Mahajan al tocar el tema del horror contemporáneo desde todos los puntos de vista. Lo medita y lo muestra desde su doloroso azar, desde el caos que invade cada percepción del tiempo y el espacio en el que se mueve las motivaciones y consecuencias de un acto terroristas. Asume de entrada que las tragedias carecen de sentido y su crueldad esencial reside justo en el hecho que son impredecibles y fruto de todo tipo de variables incontrolables.

Para Mahajan un acto terrorista tiene el mismo impacto y sucede desde el mismo terror ciego de un terremoto o una larga agonía hospitalaria. Entre todas las facetas del miedo y la fragilidad humana, la mirada hacia lo incontrolable, es la misma. Tiene exactas consecuencias sobre la identidad, voluntad y los límites de nuestra manera de comprender el mundo. El dolor transformándose en un hilo conductor de la historia humana.

Todos los estratos del sufrimiento

Mahajan está consciente del poder del hecho humano sobre las historias y lo deja claro desde las primeras páginas: el amor, el odio, el paso del tiempo son puntos claves para la historia, pero también lo es el humor, el desconcierto y cierta inocencia que brinda a la trama la justa fragilidad para ser creíble. Y aunque nadie podría describir The Association of Small Bombs como una novela tragicómica, los momentos ligeros tienen la capacidad de hacer real la transición entre las escenas más duras y las más íntimas. En una perfecta sincronía de elementos, Mahajan logra hacer reír y llorar con la misma aparente facilidad con que describe las durísimas escenas de dolor y angustia.

Pero la novela también tiene una enorme conciencia sobre su objetivo: un mapa del dolor real y al final, en medio de las risas y las pequeñas huellas de consuelo, aparecen las consecuencias irremediables del hecho de violencia. Nadie se recupera de una tragedia semejante y la novela lo deja claro con esfuerzo y una angustia existencial que asombra por su peso. La transición de los personajes — sus creencias, humanidad, incluso su fe y perspectiva del futuro — resulta tan descarnado como crudo. El dolor físico y mental se hace evidente, un tránsito de conciencia entre el ayer y el hoy que avanza con dificultad en medio de la desesperanza y el silencio de las pequeñas ausencias.

Al final, es una gran mirada al futuro que sobrevive a pesar de la devastación. Y Mahajan no lo disimula: es capaz de contar una historia global que se esconde en cada rostro e historia como una entidad vulnerable y rota por el desconcierto. En comprender todas las piezas rotas que sostienen el mecanismo engañoso y fragmentado de la realidad. Pero también, sabe el valor de las pequeñas cosas invisibles, de las escenas olvidadas a las periferias y recordarlas — reunir cada una, crear algo nuevo a través de ellas — es quizás el mayor mérito de su novela.

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Aglaia Berlutti

Bruja por nacimiento. Escritora por obsesión. Fotógrafa por pasión. Desobediente por afición. Escribo en @Hipertextual @ElEstimulo @ElNacionalweb @PopconCine