Crónicas de los hijos de Apolo

La oscuridad interior, el talento, la maravilla y la aventura de un espíritu salvaje (Parte III)

Aglaia Berlutti
9 min readSep 28, 2022

(Puedes leer la Parte II aquí)

En 1816, George Gordon Byron abandonó Inglaterra para siempre. Se había divorciado de Anna Isabella Noel Byron, engendrado una hija que se convertiría con el tiempo en una destacada científica y escrito la obra que le hizo famoso. Las peregrinaciones de Childe Harold le convirtió no sólo en uno de los hombres más conocidos del país, sino además en uno de sus más destacados autores.

La fama borró también el recuerdo amargo de las malas críticas y ataques que había sufrido con Horas ociosas (1807) y Bardos ingleses, críticos escoceses (1809). De la noche a la mañana, Byron se convirtió el epítome del poeta maldito, del romántico por excelencia y en especial, del autor productivo que desconcertaba a sus contemporáneos. William Wordsworth y Robert Southey, expresaron su desconcierto por el estallido de semejante reconocimiento, por lo que Byron dedicó tiempo y esfuerzo en ridiculizarlos y enemistarse con ambos. Mucho más complejo aún, cimentó su figura como poeta a base de la confrontación, la polémica y el escándalo, lo que hace complicado desligar su vida del ámbito general del escándalo que creó a su alrededor.

No obstante, su obra poética tiene la capacidad y la tuvo por entonces, de sostenerse en sí misma, de abarcar su poder personal y sobre todo, la forma en que su figura analizó y configuró un nuevo tipo de poesía y creación, afianzado en el tiempo, en la belleza y en la búsqueda de las grandes preguntas existencialistas. No obstante, ese subtexto profundo, estaba rodeado de un recorrido incómodo por lo burlón, por lo extraño y lo potente. Una mirada angustiosa y potente sobre el transcurrir de su propia época y lo que le rodeaba como representante máximo de un tipo de rebeldía subversiva, difícil de analizar sin tener en cuenta que rompió cánones, reconstruyó el lenguaje poético de su generación y otorgó una dimensión desconocida a la lectura abierta del plano esencial del verso.

Sus cartas, diarios, elucubraciones por escrito — a veces sin fecha, párrafos desordenados que ordenados en lenta secuencia cuenta una historia dentro de una historia — son la forma más completa de comprender el tránsito entre el rebelde impenitente que Byron fue en algún punto entre su adolescencia y primeros años de la veintena y el escritor, uno concienzudo y que desarrolló su trabajo a fuerza de corregir con paciencia y a menudo de forma lenta, los errores de sus primeros poemas. Él mismo reconocería que al principio era un “poeta muy malo” que se divertía parodiando Alexander Pope y John Dryden, lo que le valió críticas, más discusiones en torno a su mirada sobre la voz poética y en especial, un largo y duro debate sobre lo que esperaba lograr con su obra.

Byron se encontró en una extraña situación: se burlaba al mismo tiempos de las corrientes contra las que se habían rebelado Wordsworth, su enconado enemigo y a quien consideraba “el epítome de la corrección sin brillo”. Pero a medida que la burla quedó atrás y comenzó a avanzar hacia un territorio más fértil, más complejo y extraño, comprendió que su trabajo poético, era de hecho, la base misma de todo lo que imaginaba para sí mismo en el ámbito literario. Fue entonces comprendió que aunque la parodia, la sátira y la burla eran tan entretenidas como fenómenos fugaces que le permitían seguir cimentando su fama como el hombre más notorio y desagradable de Londres, necesitaba reconstruir su personalidad literaria. Hacerlo a fondo y bien. Reconstruirla como una eminente mirada y consecuente construcción sobre un diálogo contra lo que se oponía y permitir que la paradoja que constantemente era parte de su vida, tomara un sentido más rico.

Comenzó a reconstruirse y a desmontar pieza a pieza la máscara que había mostrado hasta entonces en público. Para 1816 y en plena huida de Inglaterra, dedicó largas noches en barco y en viaje por tierra al estudio. “En lugar de dedicarme a la disipación, que se supone es todo lo que me sostiene, estoy por volverme un erudito” escribió a Anna Isabella Noel Byron, con quien todavía intercambiaba una que otra carta, a pesar del notorio divorcio y la enemistad entre ambos. “Deberías encontrar una forma de demostrar que eres más que un hombre perturbado por todo lo que bulle en su interior”, respondió Anna.

Byron se tomó en serio el consejo y pasó los siguientes años, dedicado de manera obsesiva a comprender a la literatura como un método académico y después, una pasión que le comenzó a enloquecer “Empecé una comedia y la arrojé al fuego porque el escenario se parecía demasiado a la realidad”. Se encontraba por entonces en Italia, enfurecido por la necesidad de escribir “tal y como sabía que podía hacerlo” y también por el transcurrir lento y poderoso de lo que ocurría en su interior. Para 1816 y en medio de docenas de cambios en su vida que incluían de nuevo encontrarse en en medio de escándalos, amoríos, discusiones en público con conocidos y desconocidos y al final, incluso un público enfrentamiento con miembros de la corte debido a su título nobiliario, había encontrado el camino que le conduciría a una profunda y rara satisfacción. “Todo se trata de romper la última de todas las máscaras” escribió a Percy Shelley, luego de una noche de escritura. “Y creo que estoy a punto de lograrlo”

Las estrellas, el sol, la búsqueda de la eternidad

Fue también en 1816 cuando decidió vivir en Suiza, para vivir algunos meses con Percy Shelley, Mary Shelley y su médico personal John William Polidori. Ya por entonces, había descubierto que el pie torcido era el menor de sus problemas y sufría de todo tipo de dolores y enfermedades sin explicación, que aumentaron su urgencia por crear y también, por elaborar algo más profundo que la mera idea de una grotesca sucesión de burlas poéticas. Shelley intentó ayudarle y de hecho, parte de la célebre estancia en la Villa Diodati, alquilada por Byron, estuvieran dedicadas al aprendizaje. El clima se volvió violento, agreste, “cada vez más irrespirable”. Una noche de tormenta, Byron retó al resto de sus acompañantes a escribir el cuento de terror más aterrador “que pudieran concebir sus almas pecadoras” y del esfuerzo, Mary Shelley escribió Frankenstein y Polidori su relato El Vampiro. “Fue una noche aburrida con hijos terroríficos” diría después el poeta.

Para Byron fue también una época prolífica, en la que escribió El himno a la belleza intelectual, El sueño, Estancias a Augusta, El sueño, Prometeo, Oscuridad y Manfredo. Pero todavía no estaba satisfecho. De hecho, comenzó a escribir una colección de cartas a sí mismo, en la que intentaba comprender el motivo de su insatisfacción, del hecho de no encontrar una sola manera de asumir el costo “emocional y moral” que le llevaba escribir. Al final, una noche estuvo a punto de romperse los dedos de pura frustración y terminó por redactar una carta angustiada y sin fecha, a su yo futuro “más allá de la muerte” y aplastado por el tiempo. “Separar mi yo de mí (¡oh, esa maldita egolatría!) ha sido siempre mi único, mi absoluto, mi más sincero motivo para dedicarme a la literatura”.

Sin duda, la separación del yo fue el primer paso de Byron para crear una connotación hacia la modernidad, la obra con independencia de su autor, el poder del creador sin que su legado artístico tuviera relación directa con lo autobiográfico o lo meramente vivencial. A su pesar, años más tarde Byron reconocería que había emprendido el mismo camino, aunque en dirección contraria que había comenzado el odiado Wordsworth, pero este último, a través de la especulación de la naturaleza divinizada.

Bryon asumió el reto, pero dobló el costo estético y artístico: todos sus poemas asumían la existencia de algo más allá de sí mismo, pero a la vez, lo ridiculizaban y lo llevaban a lo simple, la diminuta búsqueda de lo burlón y lo extravagante. Bryon encontró que la burla no debía — o podía — sólo basarse en su concepto de lo ridículo, limitado o lo temible, sino abrir espacio a todo lo que podía abarcar un concepto tan amplio como la búsqueda de cierta oscuridad en lo bello. Y también quizás obsesionado por el concepto de lo hermoso — que comenzaba con su aspecto físico — también estaba obsesionado con lo búsqueda de lo excelso más allá de las páginas de los libros y sus poemas “No soy capaz de recordar nada ni remotamente parecido a la transparente belleza de mi prima. Parecía haber sido hecha de un arco iris, toda belleza y paz”.

Con frecuencia, se considera que Byron alcanzó su madurez poética en Beppo (1818) y Don Juan (1819–1824), su poema inacabado debido a su muerte y marca el final de una acelerada evolución mental y espiritual. A un año de morir, Byron escribiría a Shelley. “Creo firmemente que encontraré en las estrellas y en el infinito, en el espacio de oscuridad entre ambas cosas, una definitiva belleza”.

Y al final, las sombras más delicadas

En 1821 y renacido su fuego y amor por lo político, Byron escribió al Comité de Londres para la Independencia de Grecia sobre sus intenciones de apoyar con su nombre y dinero a la causa. Hasta entonces, Byron había dedicado energías y esfuerzos a otras batallas del ámbito social y cultural, como el movimiento de los carbonarios en Italia. Pero ninguna otra le atrajo tanto y fue tan importante en su vida como la insurrección nacionalista griega que que intentaba poner fin al control turco sobre la nación.

“Tengo la sensación que debato, me enfrento y debato contra la barbarie desde la fortaleza del conocimiento occidental de la verdad” escribió a Shelley, para narrar su súbito entusiasmo por una revuelta que sorprendía por su medida virulencia. Los turcos dominaban el mar y las costas, mientras que el pueblo griego se escondía en las montañas. Byron decidió ayudar con buena parte de su fortuna y dedicar todo su efervescente vitalidad, a una lucha que consideraba “más grande que todo lo que podía crear en una hoja de papel”.

Byron soñaba con la gloria y lo hacía con el ímpetu de renacida adolescencia. Tenía treinta años, estaba convencido de la necesidad de la “justicia” y en especial, luchaba no sólo para salvaguardar la causa Griega, que consideraba justa, sino también por sostener una especie de épica extraordinaria en la que podría honrar todas las grandes proezas de los Byron, que ahora contaba una grandilocuencia emocionada propia de un niño. De 1822 a 1923, participó en la emancipación Griega, a medida que sentía que más allá de las palabras y todo lo que había soñado en la literatura, era la noción de lo que llamaba “la libertad perdurable”, lo que podía brindar sentido a su vida, tal y como lo imaginaba. “Necesito creer que la crueldad puede ser erradicada, que somos algo más que la finitud de la historia”.

Pero durante los primeros meses de 1824, la salud de Byron comenzó a deteriorarse. El 17 de febrero de 1824 sufrió un ataque epiléptico que le dejó tan débil y en mal estado de salud, que varios médicos le recomendaron guardar reposo e incluso, un eventual traslado por barco a Inglaterra. Se encontraba entonces en Mesolongi y el poeta se negó por completo a la mera posibilidad de “regresar sin haber devuelto a Grecia la libertad”. El 9 de abril y en contra todas las indicaciones médicas, salió a cabalgar en medio de una tormenta. La excursión se volvió una pesadilla que terminó con un recorrido de casi nueve horas bajo la humedad y un torrencial lluvia. Para el 12 de abril, Byron agonizaba, aturdido y aterrorizado por la eventualidad de la muerte. “No puede ser así, no tan sencillo, no tan simple” escribió. El 18 de abril todavía tuvo fuerzas para escribir unas cuantas líneas sobre el amor y la furia. “No hay nada como el espíritu decidido a vivir”. Al día siguiente y luego de nueve días de torrenciales aguaceros, un sol pálido y borroso, en medio de los viento de tormenta, apareció en medio de las montañas. Byron abrió los ojos unos minutos y después, le médico que le acompañaba diría que murió contemplando ese breve destello de luz azul.

La noticia causó consternación en Inglaterra y su cuerpo fue trasladado por mar para ser enterrado en la iglesia de Santa María Magdalena, en Hucknall, en el condado de Nottinghamshire. Ese día, otra tormenta formidable azotó la región y hubo relatos que rayos azules estallaron en el cielo mientras Byron bajaba a la tumba. “Quizás sólo fueron rumores, pero me gusta imaginar que dejó el mundo en la plenitud del asombro” diría después el dramaturgo alemán Johann Wolfgang von Goethe. Luego escribiría una elegía a su obra, a su desenfreno, a su belleza. Pero en especial a la insólita grandeza de un hombre que trató de encontrar la belleza y quizás, sólo terminó por encontrar su reflejo y una cierta desazón. “Descansa en paz, amigo mío; tu corazón y tu vida han sido grandes y hermosos”.

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Aglaia Berlutti

Bruja por nacimiento. Escritora por obsesión. Fotógrafa por pasión. Desobediente por afición. Escribo en @Hipertextual @ElEstimulo @ElNacionalweb @PopconCine