Crónicas de los hijos de Apolo

La oscuridad interior, el talento, la maravilla y la aventura de un espíritu salvaje (Parte II)

Aglaia Berlutti
10 min readSep 27, 2022

(Puedes leer la parte I aquí)

George Gordon Byron, sexto barón de la línea de los Byron, estaba loco. O eso era lo que aseguraban sus parientes, su exesposa e incluso, sus amigos más cercanos, que le idolatraban y cuidaban de él en sus peores momentos. De hecho, según Lady Caroline Lamb, no solamente estaba demente a “niveles que de ser menos acaudalado habría preocupado a las personas correctas”, sino que además era peligroso saberlo. Byron solía hablar de la locura como una cualidad, pero también, estaba convencido y sin duda, entusiasmado con la posibilidad que la demencia — que había heredado de una larga línea de parientes de comportamiento extravagante — la llevaba a una dimensión por completo nueva, que solía resultar incómoda e incluso, un “riesgo para quienes le rodeaban”.

El mismo Byron alimentaba el mito lo mejor que podía: solía presentarse en bailes, declamaciones y reuniones de alta alcurnia envuelto en túnicas, fumando pipas con olores exóticos, la mayoría de las veces desconocidas para la concurrencia. De hecho, es la misma Lady Caroline Lamb la que relataría después uno de los “grandes momentos” Lord Byron. Según recoge la biografía The Private Life of Lord Byron (2018) de Antony Peattie, en una ocasión Byron llegó a un salón en la que se reunían varios de los poetas jóvenes más conocidos de su época.

Él aún no lo era y era conocido apenas, por sus debates políticos sobre la pobreza, los límites del Imperio y el poder establecido como “el gran y violento censor de la vida de los súbditos”. De modo que nadie esperaba que llegara a una declamación poética vestido en sedas de las Indias, un turbante y cubierto de una “serie de joyas familiares de oro y piedras preciosas”. Llegó además, haciéndose acompañar de dos mujeres que anunciaron su nombre y abrieron las puertas con grandes ademanes.

Percy Shelley después diría que el asombro general pasó a disgusto por la evidente y opulenta burla a los modales cortesanos, pero que por supuesto, nadie “que se comportara así, podía pasar inadvertido”. Y no lo hizo. Durante todo el año 1808 no se habló de otra cosa que de Byron en Londres. De sus atuendos imposibles y “casi demoníacos”, de su belleza “hipnótica”, incluso de su cojera inexplicable, que no disimulaba y siempre atribuía a todo tipo de sucesos distintos, aunque después se sabría que solo era un defecto de nacimiento.

En realidad, Byron cimentó su celebridad en una cuidadosa percepción sobre lo extraño y logró construir un personaje que sorprendió a quienes le rodeaban. Porque en realidad, aunque caprichoso, rebelde y en ocasiones violento, era también un hombre brillante que tenía una profunda autoconciencia sobre su talento, sus límites y dolores. También, era un escritor que aprendió de sus errores y de hecho, fue de uno de los pocos en los que se puede analizar una evidente y progresiva evolución en su obra como conjunto. “Fui muy malo, pero terminé siendo realmente muy bueno” diría después a Lamb, que a pesar de las peleas, separaciones y en ocasiones amenazas, públicas, fue una de sus mejores amigas durante buena parte de su vida.

Bryon era muchas cosas a la vez, en una época en la moral inglesa exigía una definición inmediata y la mayoría de las veces, precisa. El reinado de Jorge IV del Reino Unido, estuvo signado por los cambios de la regencia y también, por la victoria de las Guerras Napoleónicas en Europa. Era un hombre con un carácter adusto y también, firme creyente de una moral rígida como “una forma de ejercer un buen gobierno en que la fidelidad al Reino, también sea una forma de demostración de fe y convicción”.

El carácter de Jorge IV era extravagante, pero quizás preocupado por el hecho que pudiera ser comparado con su padre — que pasó buena parte de su reinado aquejado de un severo caso de demencia — su comportamiento extravagante — con fiestas, amantes y una serie de favoritas que escandalizó a la corte — fueron seguidas por períodos de “autoridad y penitencia moral”. Durante buena parte del tiempo en que fue príncipe regente, Lord Liverpool controló como pudo el gobierno y las decisiones de poder como primer ministro, algo que continuó haciendo una vez que el Rey llegó al trono de manera formal. Pero aun así, en la Corte había una constante preocupación por el comportamiento del Rey, que desde los dieciséis había dado muestras de un temperamento incontrolable y además, con una predilección más que evidente por crear un tipo de dominio sobre las esferas del poder en que primara el personalismo. “De modo que si un día el Rey despierta con la rabia natural de su edad, será un mal día para el reino”, se quejó Lord Liverpool en una carta privada. Para los veinte, Jorge IV estaba consciente de todo lo que se esperaba de él, pero en especial, de la búsqueda de valores que necesitaba demostrar para batallar contra la creciente ola de descontento en las calles.

De modo que tomó la decisión de disciplinar al Imperio por medio de una severa noción de la moral. Eso, a pesar de su comportamiento disoluto y de su conocida afición a los burdeles. En especial, luego del moderado escándalo que produjo su relación con Mary Robinson, poeta y actriz que durante buena parte de la vida del Rey, tuvo una considerable influencia en sus decisiones y en especial, su concepción sobre el bien y el mal. Mary, que obtuvo fama y reconocimiento propio por su talento, también fue la causa de una buena parte de las habladurías en contra del Rey, lo que desencadenó inevitables comparaciones con el reinado irregular y caótico de su padre. En reacción, Jorge IV se volvió rígido y con “una exigencia constante” por la moral de sus alumnos.

De modo que Byron, en toda su excentricidad y capacidad para la provocación, era un atentado vivo para la forma en que el Rey Jorge IV trataba de imponer el orden. Con dieciocho años cumplidos, Byron elaboró pieza a pieza, una versión de sí mismo que causaba sorpresa e incluso miedo allí a dónde iba e incluso, despertaba suspicacias entre su círculo más cercano, que llegó a preguntarse si se trataba de verdadera locura o una de sus puestas en escena. El poeta tenía una larga reputación de vicios, una moralidad pagana que llegó a aterrorizar a una Londres especialmente puritana e incluso, rumores sobre el hecho que practicaba “rituales mágicos” y todo tipo de excesos inmorales.

Pero en realidad, Bryon estaba creando “un buen escenario sobre el cual actuar a futuro”. El poeta, que siempre estuvo convencido, que de una manera u otra sería famoso y tanto como para asombrar a “una generación que llevaba con dolor el pudor”, era buen amigo de sus amigos, un aplicado estudiante que sabía “la profundidad” de sus fallas y un hombre que dedicó buena parte de su vida al debate político “ágil y de interés”. Además, era toda una celebridad solo por su aspecto físico. Durante sus veinte, fue considerado el hombre “más hermoso y tentador del Imperio” y Samuel Taylor Coleridge, llegó a escribir que sus dientes eran “los portales abiertos del sol” y sus dientes “tantas sonrisas inmóviles” que le recordaban “la primavera, la juventud, todo lo extraordinario”.

Un hombre extravagante en mares peligrosos

Pero sobre todo, Byron era un provocador. Uno que, sin duda, sabía qué líneas tocar para mantenerse en boca de todos en Londres, a pesar de que durante los primeros años de la veintena, su producción literaria fue más bien poca, mala y sin ninguna trascendencia. Según Peattie, había algo mutable, incomprensible y la mayoría de las veces impredecible en Byron, que durante su adolescencia comprendió que su mente era un lugar más complicado de lo que parecía.

De hecho, en Londres solía contarse con insistencia como en una noche de Teatro amateur y cuando Byron apenas contaba con dieciseis años, había interpretado cinco papeles distintos en menos de seis horas. De un misántropo marcado por la llamada “marca de Caín” (de la muerte y el dolor) hasta un dandi frívolo. Byron interpretó todos los papeles de forma tan creíble que al final, el público dobló su asistencia sólo para asombrarse con el chico cojo, noble y de impactante belleza que pudo representar a criaturas infames y terribles “de un modo casi natural”. La anécdota se convirtió en leyenda y para cuando Byron escribió su primer gran ensayo en contra de la “moral que asfixiaba la creatividad”, cronistas y un considerable número de periodistas dedicaron líneas enteras a la anécdota, que consideraron de “una monstruosidad atractiva”. Por entonces, Byron contaba con veinte años, era causa de asombro de la ciudad y también de la gran pregunta ¿qué hace a un artista serlo?

Porque para entonces, no podría decirse que Byron fuera célebre por algo más que su audacia. Nacido el 22 de enero de 1788, su vida fue una sucesión de extrañas situaciones que al final, le convencieron que “todo futuro es una tormenta”. De hecho, el futuro poeta y el aristócrata más conocido de su tiempo creció en la pobreza, luego que su padre abandonara a su madre en medio de un desastre financiero familiar a gran escala. Cuando el futuro poeta contaba con apenas tres años su padre murió, lo que hizo que la situación se hiciera más confusa, dolorosa y complicada para madre e hijo. “Mi madre tenía recursos, pero no la inteligencia para salir adelante” diría con crueldad el escritor acerca de su madre, Catherine Gordon Byron.

De hecho, la culpaba de la mayor parte de sus males. Insistió durante toda su vida que su pie deforme y motivo de su cojera, era debido a la insistencia de Catherine de llevar corsé la mayor parte del embarazo, algo que jamás le perdonó. La vanidad herida — en más de una ocasión, se enfureció hasta las lágrimas cuando se le llamaba el hombre “perfecto, salvo por un defecto” — le hizo además, creer que todos sus problemas físicos provenían de su madre. También la señaló de “hacerle gordo y con tendencia a los carillos deformes”. Byron estaba obsesionado con cada aspecto de su apariencia, tanto como para someterse a una sucesión de dietas absurdas, beber hasta el exceso y llevar a cabo extenuantes rutinas de ejercicio. “Soy hermoso y eso es un hecho, la fealdad es la contradicción a mi naturaleza”, escribió a Percy Shelley, que no comprendía demasiado bien el extraño comportamiento de su más cercano amigo.

Por supuesto, Byron era incapaz de explicar su angustia existencial que se relacionaba con su aspecto físico. La obsesión se volvió mucho más abrasiva en 1798, cuando con apenas diez años, su tío abuelo paterno falleció sin descendencia, lo que provocó heredara el título de Lord y la abadía de Newstead, la casa familiar de la larga línea de destacados Lores. La riqueza fue una fuente de maravillas, le proporcionó un esmerada educación, pero también, la completa convicción que debía ser atractivo, en medio de una época en que la belleza, el talento y la opulencia era una misma cosa. Dejó de comer, se obligó a caminar derecho, buscó médicos y con quince años, decidió vestir largas túnicas que le permitían ocultar el pie torcido y la pierna más corta. Pero todavía seguiría sufriendo del miedo, la verguenza y la furia que le producía el defecto físico. “Soy un horror en medio de un jardín de belleza”.

Pero todavía, faltaba la obsesión más desesperada y fulminante en la vida de Byron. Más allá de sus deseos de ser reconocido, de ser admirado y adorado, estaba el de ser admirado. Y eso sólo lo conseguiría de una manera: con la escritura.

La celebridad, la huida, el tiempo

Byron llegó a decir que las palabras eran prescindibles. Lo dijo en una de las tantas paradojas que marcaron su carácter y que le hicieron fuente de innumerables comentarios a lo largo de su vida. En sus puntillosas cartas (que sustituyen de manera parcial la existencia de sus diarios, quemados por sus amigos al momento de su muerte), deja claro que Byron necesitaba la escritura para conmoverse, pero no especialmente para expresarse. Una idea extraña que llegó a desconcertar a quienes le consideraban uno de los grandes escritores en ciernes. Por supuesto, entre las cartas y los fragmentos de sus diarios que sobrevivieron al desastre de la quema, hay una semblanza profunda de la vida de Byron entre 1813 y 1824. Una que además, muestra y según la selección del curador de turno, cual era su versión del mundo, hacia dónde le conducía escribir y cual deseaba fuera su legado.

En 1812 y luego de batallar por años con la obra que producía en privado y dos trabajos menores que recibieron críticas duras, publicó Las peregrinaciones de Childe Harold. Fue una osadía, en especial para el propio poeta, que había lidiado dudas sobre su talento (suyas y de profesores) durante buena parte de vida. De hecho, por años estuvo convencido que no valía la pena la publicación editorial o a través de sus propios recursos. Pero al final, lo tomó como un paso inevitable. Y triunfó. Lo hizo con semejante resonancia que se convirtió no sólo en uno de los hombres más conocidos de Londres, sino del país entero. La popularidad fue de tal contundencia, que se le consideró un “reformador, el hombre recién nacido de la nueva poesía”. Se escribieron largos ensayos sobre su sorprendente debut literario y por supuesto, sobre su aspecto físico. Para entonces, había alcanzado su plenitud física, perdido la apariencia regordeta de la adolescencia y desconcertaba por su extraña convicción sobre “el lujo inexplicable”, lo que le hacía vestir con todo tipo de atuendos. Londres sucumbió al asombro y por tres años, Byron fue el centro de todos los comentarios y alabanzas. Entonces, el autor a punto de la consagración, la belleza masculina encarnada, el ideal inglés, hizo lo que mejor sabía hacer. En 1816 abandonó Inglaterra para siempre, para crear una leyenda que aun continúa desconcertando a buena parte de sus lectores.

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Aglaia Berlutti

Bruja por nacimiento. Escritora por obsesión. Fotógrafa por pasión. Desobediente por afición. Escribo en @Hipertextual @ElEstimulo @ElNacionalweb @PopconCine