Crónicas de los hijos de Apollo

La nota de una lira de oro y la presunción de la belleza (parte II)

Aglaia Berlutti
8 min readMay 24, 2022
Narciso de Michelangelo Merisi da Caravaggio

(Puedes leer la parte I aquí)

Pablo Picasso no era una buena persona: según sus allegados, era grosero, díscolo, ególatra y violento. Dora Maar contó en más de una ocasión, que la necesidad de atención y amor del pintor resultaba “apabullante”. Marie-Thérèse Walter terminó destruída moral y espiritualmente luego de una larga relación con Picasso: tuvo que batallar con la presión de enfrentarse a la por entonces esposa del artista, la bailarina rusa Olga Khokhlova y además, con la ambivalencia de Picasso, que no sólo no se divorció de su mujer sino que sometió a Marie-Thérèse al escarnio público. La llamada niña Picasso terminó hundida en la bebida y en 1977 se suicidó, luego de afirmar que su vida había destruida por un monstruo llamado Pablo. Françoise Gilot, que fue amante desde los 21 años de Picasso, contó en una entrevista a The Sydney Morning Herald, la abrumadora y en ocasiones insoportable personalidad del pintor. Pablo era una persona maravillosa para estar con él […] Pero también era muy cruel, sádico y despiadado con los demás y consigo mismo.

Lewis Carroll también era una persona detestable: no sólo sentía una enfermiza predilección por las niñas pequeñas — a las que fotografiaba desnudas en posiciones eróticas — sino que además, era un hombre seco y rígido que provocaba antipatía inmediata. Según sus contemporáneos, el diácono de Oxford era un hombre “desagradable, que tenía mal olor y además malos modales”. Al final, su reputación le llevó a un desagradable encontronazo con varios de sus amigos más cercanos y a un ostracismo social que nunca pudo superar del todo, a pesar de la fama y reputación que sus libros le habían brindado. Soy un paria sin nombre llegó a escribir en sus diarios, quizás la única declaración personal en las largas páginas de sucesos cotidianos que componen la memoria del autor.

No obstante, tanto Picasso como Carroll, hicieron historia y son recordados por sus magníficos aportes al arte y la literatura. Lewis Carroll escribió uno de los libros para niños más queridos del género — además de crear todo un mundo inexplorado y lleno de posibilidades — y todavía, un buen número de estudiantes de un sin número de carreras científicas aprenden los rudimentos de las matemáticas puras y la lógica, gracias a sus libros. Picasso logró crear toda una nueva manera de analizar al arte desde la desnaturalización de la figura humana. Su obra — monumental, diversa y sobre todo, capaz de transformar lo que hasta entonces era considerado hermoso en algo más profundo y diverso — sigue siendo el epítome de una irreversible transformación conceptual.

Parece haber algo de contradictorio en el hecho que una gran obra de arte provenga de un artista cuyo comportamiento personal sea censurable y del todo aborrecible. De hecho, los ejemplos anteriores, ponen en tela de juicio la mera noción del arte que dignifica, lo cual sin duda es una idealización de la labor artística y más allá, de la expresión del arte como un lenguaje personalísimo capaz de transmitir ideas complejas. Tanto Picasso como Carroll demuestran que el legado artístico no está reñido con el comportamiento de su creador o que al menos, no debería estarlo. No obstante, la relación entre la personalidad de la artista y el producto de su talento en ocasiones es tan confusa que termina creando una inevitable discusión sobre el hecho artístico como impronta personal. O lo que es lo mismo, la versión de la realidad como reflejo de quién somos o al menos, de cómo nos comprendemos. ¿Es menos valiosa la obra de Picasso por su larga lista de relaciones románticas fallidas y violentas? ¿Pierde calidad la aproximación al surrealismo de Carroll por su escabrosa percepción sobre la lujuria? Pero vayamos más allá ¿El arte depende directamente del buen comportamiento de su autor para ser tomado en cuenta y sobre todo, celebrado como parte de algo más profundo y sentido?

No son preguntas sencillas de responder. Hace años, se analizaron en relación al legado del fallecido director de cine Bernardo Bertolucci. Su muerte, avivó la antigua polémica sobre el arte y la línea que separa a su creación del comportamiento del autor. Además de las habituales alabanzas a su trabajo y la enumeración de su larga lista de aportes al cine, la mayoría de los comentarios con los que tropiezo en las redes sociales, se refieren a sus confesiones sobre la forma en que maltrató a la actriz María Schneider durante la filmación de su ya icónica El último Tango en París. Unos años atrás, el director había confirmado en un un documental “presionó y manipuló” a la por entonces jovencísima María, para lograr “una actuación creíble”.

Envuelto en el esplendor del mito que le rodeaba, Bertolucci admitió en cámara que “Quería su reacción (de María Schneider) como una niña, no como una actriz”. Y contó sin prurito alguno, que necesitaba que “llorara y pudiera mostrar emociones verdaderas” por lo que la sometió a todo tipo de juegos mentales hasta lograr su propósito. Además, afirmó no “sentirse arrepentido” del maltrato que había sufrido la actriz. La afirmación despertó un largo y doloroso debate sobre el abuso de poder en Hollywood que de inmediato salpicó la extensa y hermosa obra del autor. Al momento de conmemorar su memoria, la circunstancia al completo pareció aún lo suficientemente cercana como para que se debatirse entre frases altisonantes, el valor de la obra de Bertolucci de cara a su comportamiento personal y sobre todo, a lo que parece una execrable personalidad. No obstante, cabe preguntarse ¿Invalida la calidad de la obra de cualquier artista el peso de sus errores, crímenes y sobre todo, la manera en que concibe su propia personalidad?

Por siglos, se ha insistido en que el talento es una forma de locura y probablemente sea cierto. También, que el comportamiento artístico suele carece de los límites morales y éticos más frecuentes. Los padecimientos mentales, vicios, excesos parecen acentuar esa necesidad del hombre de expresar ideas complejas a través del arte. Jackson Pollock tenía una personalidad errática y autodestructiva. Thomas Wolfe era pendenciero y violento. Charles Bukowski, alcohólico. Arthur Rimbaud estaba obsesionado con el opio y desde luego, el conocido mito sobre su conducta desordenada y sexualmente ambigua le brinda una extraña profundidad a su obra inmortal. Y aunque no necesariamente se debe estar loco para crear — en contra de lo que parece ser una creencia popular — si parece ser requisito para la creación la absoluta abstracción, esa ruptura entre lo racional y cotidiano. La visión del mundo interpretado a través de la subversión de las ideas.

¿Es entonces la necesidad de creación una forma de trastorno mental? O quizás solo se trate, como sugería Graham Green (refiriéndose a la escritura) “de una forma de terapia; una necesidad definitiva de escape de la realidad”. Cual sea el caso, la creación parece encontrarse definitivamente relacionada con esa absoluta pérdida de control, de esa búsqueda de un lenguaje análogo al habitual, para construir ideas comprensibles. E incluso más allá, el arte como espejo de quienes somos y en el caso de la locura, de lo que nos separa por completo del mundo que nos rodea. Una grieta definitiva entre nuestra personalidad — o los elementos que la forma — y nuestra capacidad para comprender la realidad.

De la belleza al tiempo que se muestra, lo retorcido y el dolor

Los artistas tienen sobre todo, una gran necesidad de encontrar nuevos e íntimos medios como vías de comunicación. Y es esa necesidad de reconstruir los espacios y los que consideramos natural, lo que hace que el artista deba replantearse nuevos estratos de la realidad, una dimensión totalmente nueva de lo que puede ser su concepto sobre la realidad y la fantasía. Tal vez eso podría explicar por qué, el extraordinario pintor sueco Carl Hill que estaba confinado a sus habitaciones, arrojaba sus dibujos por las ventanas a la que pasaba. Un intento desesperado de comunicación y de encontrar una visión de si mismo fuera del parámetro de la normalidad.

El cuestionamiento sobre la conducta de un artista parece ser parte imprescindible de la forma en que se comprende su aporte, aunque ambas cosas no parezcan tener el mismo sentido ni tampoco, ser ideas paralelas entre sí. ¿Invalida el estilo de vida de un artista su obra? ¿La dignifica, destroza, le hace perder validez? Es un cuestionamiento que podría extenderse no sólo a las actuaciones delincuenciales, abusivas o violenta del artista, sino también al espectro contrario: ¿Hace el sufrimiento o la bondad de un artista mucho mejor su obra. Después de todo, el arte siempre ha sido una manera de trascender más allá de sus limitaciones físicas, de la enfermedad o la vejez, lo que lleva aparejado que la obra refleje el esfuerzo del artista por luchar contra sus dolores, demonios espirituales o psiquiátricos e incluso, su propia historia.

Ya lo decía el escritor Anatole Broyard, al contar la experiencia que significó para él crear estando gravemente enfermo: “quería decirle a la gente cómo es una enfermedad grave, las ideas y fantasías sin precedentes con las que nos llena la cabeza, las inesperadas sensaciones de inquietud y las alteraciones que introduce en nuestro organismo. Para una persona gravemente enferma, hablar de otras conciencias es como la sangría que recomendaban los médicos para reducir la presión”. Y es probablemente por ese motivo, que los artistas de cualquier ámbito crean incluso al borde de la muerte, construyendo lo que será probablemente su última palabra a la humanidad. Una interpretación del arte como legado personal — más que cultural — y que intenta, crear incluso más allá de la muerte. ¿Hace este supremo esfuerzo una obra más valiosa? ¿O se trata de un espejismo relacionado con y la noción sobre el dolor como una forma de purificación de la obra artistica?

Sin duda, se trata de un tema inquietante: La conducta — buena o mala — del artista no debería ser el parámetro a través de la cual, pudiera analizarse su obra. El argumento más común para sostener un planteamiento semejante, es que el arte se nutre directamente de la personalidad de su autor, por lo que la conducta es sólo una demostración — reflejo — de lo que sustenta la propuesta conceptual del artista, cualquiera sea su rama de expresión. Pablo Picasso utilizó y canibalizó a cada una de las mujeres con la que mantuvo relaciones románticas, lo mismo que Oskar Kokoschka. Michelangelo Merisi da Caravaggio era conocido por su hábito a la bebida, las peleas en bares y también, su tendencia a pelear cuchillo en mano con los habituales contertulios de las tabernas que frecuentaba. Francisco de Goya era siniestro e incluso se le acusó en más de una ocasión de violento y pendenciero. Pero aún así, su obra sigue siendo mucho más importante que su vida privada. ¿Cual es la diferencia que en unos casos la diferencia sea tan clara o que en otros el debate trascienda la idea moral y se convierta en un supuesto absoluto? Es la gran pregunta que probablemente, continúe sin respuesta en el futuro.

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Aglaia Berlutti

Bruja por nacimiento. Escritora por obsesión. Fotógrafa por pasión. Desobediente por afición. Escribo en @Hipertextual @ElEstimulo @ElNacionalweb @PopconCine