Crónicas de los hijos de Apollo
La búsqueda de lo extraño, lo doloroso y lo hermoso (Parte II)
J. M. Coetzee escribe con la misma facilidad sobre su infancia, acerca de desgracias rurales y también, acerca de parábolas levemente religiosas. Lo hace con una austeridad que resulta dolorosa y en ocasiones, casi siniestra. El escritor está convencido que la palabra es “una puerta que se abre en un espacio que debe ser comprendido, nunca definido”. Lo cual podría parecer un juego de palabras ingenioso e incluso tramposo, a no ser que es la mejor forma de definir sus novelas. Hay algo preciso y duro en como Coetzee describe el mundo. No hay una palabra que parezca excesiva y de hecho, la gran sensación es la frugalidad. Y no obstante, a medida que las historias avanzan, esa frugalidad se vuelve aguda como un cuchillo. Coetzee no desea que sus historias sean hermosas, pero lo son. No desea que sean pertinentes, pero son necesarias y al final, son tan extraordinarias como para abarcar una serie de elementos profundos sobre la narrativa como recorrido por la realidad, desde una dureza inquietante y pulcra.
Claro está, Coetzee asimila la idea de la escritura como un testimonio en constante crecimiento, lo que le ha permitido crear una especie de elegante estructura personalísima en cada una de sus obras. En su caso, se trata de un recorrido asombroso por una idea consistente sobre el hecho de escribir como una teoría que define diferentes procesos creativos a la vez. Con Coetzee, ocurre. Y no sólo se trata de su asombroso talento, sino el mito que le rodea. Se le suele llamar «el mejor escritor vivo de nuestra época», una aseveración que podría parecer exagerada hasta que se examina de cerca su obra. No se trata solo de la consistencia discursiva, estilística y conceptual de su trabajo literario, sino de la manera como ha construido una meticulosa visión sobre el arte de escribir.
Coetzee, como escritor, analiza el mundo no solo desde lo intelectual, sino que además contempla las pequeñas escenas de la realidad con una atención azarosa que por momentos resulta abrumadora. Casi dolorosa. Ya sea desde la óptica del extrarradio — la mirada insistente del narrador en Desgracia, donde la mirada es un puente entre todas las aseveraciones de los personajes y sus durísimas relaciones — hasta ese deambular a ciegas de sus obras biográficas — donde paradójicamente la identidad se descompone a trozos para dar sentido a la individualidad — Coetzee encontró un ritmo literario insólito. Siempre desconcertante. La mayoría de las veces conmovedor.
Tal vez por ese motivo, Coetzee avanza con una inusitada precisión en el trayecto de convertirse a sí mismo en un personaje — cualquiera — de los tantos e insólitos que pueblan su obra. No solo reconstruye la voz narrativa — parece existir y a la vez desaparecer en un juego de espejos inusitado — sino también, abrir espacios a experimentos que sorprenden por su solidez. Como ese de darse por muerto en sus memorias aparentes y así poder narrar su historia, atravesando lo ideal con una percepción de falsa objetividad. O crear un continente de condiciones inquietantes que se entremezcla con la realidad y la fantasía a través de la mirada de un niño. O un profesor abusivo y desconcertante. O el mismo Coetzee, a medio camino entre la fábula novelada y el dolor de lo ficticio que no lo es tanto. Pero así son las reglas de juego para un escritor que elabora una hipótesis sobre si mismo a cada nuevo libro. Así es el lento transcurrir de su tiempo íntimo.
En busca del silencio de todas las cosas
En todas las novelas de John M. Coetzee, hay un ambiente claustrofóbico, una durísima sensación de encierro y aislamiento interior que suele sorprender al lector. Mucho se ha dicho sobre su visión del mundo extrañamente dura, la parquedad de su lenguaje, pero sobre todo, la labor casi arquitectónica de dotar a relatos mínimos con un poder de evocación sobrecogedor. Coetzee como contador de historias pero más allá, como un crítico observador de la realidad, encuentra en la frugalidad, en las palabras precisas, en esa sequedad casi mecánica de sus narraciones, una manera de dibujar un mundo frío, cruel. Un desapego intelectual y emocional con que el autor ha construido una percepción alternativa de lo que conoce y lo que cuenta. Pero también sobre lo que sueña.
De Coetzee se ha dicho de todo: como autor se le considera un raro ejemplo de frugalidad, de un estilo tan depurado que en ocasiones resulta cruel y doloroso por el simple hecho de no brindar concesiones. Coetzee, como narrador y también como intelectual, tiene esa capacidad de simplificar ideas complejas sin que pierdan en absoluto su poder. Una conmovedora reflexión del mundo que se mira a través de otro o que en todo caso, es un reflejo de la mirada ajena. Tal vez por ese motivo, en casi todas sus narraciones, las miradas de los personajes actúan como una línea horizontal que conduce al lector hacia los detalles ínfimos pero trascendentales de lo que se cuenta. En Desgracia la palabra «ojos» parece contener el dolor abrumador de sus personajes y en sus autobiografías — retocadas y edulcoradas, pero aún así durísimas — la mirada de Coetzee lo resume todo, lo sintetiza bajo una dolorosa conclusión de valor y temores que no termina de encajar pero que aún así resulta brillante.
Coetzee demuestra en cada una de sus obras, que la narración — esa capacidad suya para desmenuzar la realidad en escenas magnificas — no está reñida ni mucho menos enfrentadas a su actividad — y personalidad — como intelectual rebelde. El autor es uno de esos raros ejemplos, en que la visión del escritor no solo abarca lo que asume como verdadero, valioso y real, sino que además construye un juego de símbolos y valores a través de esa interpretación. Desde construir historias de una crueldad inusitada, hasta el análisis depurado como ensayista y teórico, Coetzee continúa mirando, con atención y cierta saña, el mundo que lo rodea. De hecho, Coetzee combina ambas perspectivas — la del narrador y el intelectual — para crear una tercera vertiente, una expresión de la literatura a medio camino entre la ficción pura y algo más brumoso, pero igualmente efectivo.
Tal vez por ese motivo, a pesar de la complejidad de sus planteamientos, de su aguda y certera interpretación de lo cultural, Coetzee se considera a sí mismo un hombre sencillo. Lo ha insistido en todas las ocasiones en que ha debido explicar esa precisión casi hiriente de sus textos, esa estética marchita, helada y mortífera de sus historias. Probablemente sea cierto: austero, poco locuaz y sobre todo, con esa tendencia a la introspección de los grandes observadores, la labor literaria de Coetzee tiene mucho que ver con esa necesidad suya de abrir las costuras de lo que se considera absoluto. Ya lo decía el 31 de mayo de 1975, en una nota apresurada en un cuaderno de notas que después recuperaría para sus autobiografías «Sudáfrica no se encuentra formalmente en estado de guerra, pero es como si lo estuviera». Esa conclusión del presente traspuesto, de la atemporalidad que se entrecruza con la realidad es lo que hace la obra de Coetzee tan angustiosa como desconcertante.
Todas las distintas versiones del dolor
Sin lugar ni tiempo, Coetzee desmenuza lo que narra a través de símbolos y más allá se atreve a lo impensable para otros escritores: cuestionarse sobre el papel sus propios motivos, como si no tuviera seguridad de ninguna de ellas. El cuestionamiento a cada palabra. Y no deja de insistir, con esa sobriedad suya que podría pasar por atemorizante de no ser tan sencilla: Coetzee se asume muerto, aunque no lo esté. Pendula de un lado a otro entre la uniformidad de la vida que transita y de la que escribe. Muy probablemente por esa razón, la tercera parte de sus memorias ha sorprendido — e inquietado — a propios y extraños: convertido en biógrafo de sí mismo, atravesando la muerte aparente — que no llega, no sucede, no se cuenta, pero se percibe — el autor se dedica a entrevistar a algunas personas que significaron algo en la vida del escritor durante aquellos años de la guerra que no existe, pero que es. En una muerte que se sugiere pero no es real. Un juego de espejos tan complicado como prolífico.
Y su novela Desgracia no solo refleja y descompone esa visión dura y a la vez, casi poética de la realidad. Y ese quizás, es su mayor mérito. En Desgracia esa unión de patrones y formas filosóficas crean en si mismo un valor Inquietante. Algunas de las escenas más crudas y terribles, están resueltas a través de leves gestos de asentimiento, de un lenguaje profundamente triste y universal. Los personajes cruzan miradas transidas de un discreto pánico — al borde mismo de la locura existencial, más allá de la compresión del hecho mismo — y se dejan llevar por la caótica sucesión de eventos que en apariencia no guardan relación alguna entre sí, a no ser la misma naturaleza humana de la angustia y de la desazón.
Los ojos de los personajes — punto focal en ciertos párrafos de la historia, donde el presente alternativo pierde por completo su objetividad para dar sentido a una subjetividad soterrada y terca, elusiva — dan sentido a las imágenes más crudas de racismo; de machismo; del sentido de la vida; del orgullo; del sentido de la justicia. Lentamente, comprendemos que toda emoción del hombre se manifiesta a través del hombre, que toda miseria y virtud se crea a través de toda una serie de anécdotas sencillas en apariencia pero que estructuran una base de valores inabarcable, una consecuencia de infinita variables y desgarrador contenido emocional.
La prosa es sencilla y por momentos poética, estética y visual. De hecho, muchas de las escenas están construidas en cortos trazos, pero de una manera tan vívida, que la interpretación personal parece envuelta en todo momento por la voz del autor. La Sudáfrica de principio de los noventa, una Ciudad del Cabo al borde de la idea más crasa sobre una sociedad dividida. El personaje principal, humano, errático, contradictorio, luchando en silencio con la diatriba de su propia moral y la concreción más sólida — y quizá más hipócrita — de su vida. La vida de los campos estériles, las pequeñas idiosincrasias — incompresibles, brutales — de una sociedad que se desdibuja en un significado torvo. Un miríada de elementos que se unen para dar forma a un universo cuántico profundamente sentido y real.