Crónicas de los hijos de Apollo.

El frenesí de un jardín oscuro. (Parte I)

Aglaia Berlutti
15 min readJan 18, 2021

Se suele decir que Charles Baudelaire fue el primer símbolo pop de la historia, mucho antes que el término tuviera algún sentido o cualquiera pudiera imaginar su repercusión. Y la afirmación no sólo es cierta, sino que además, abarca algo más que su carácter de poeta imprescindible para comprender una ruptura de estilo, técnica y estética en la poesía como hasta entonces se había conocido. Además, el poeta tenía una personalidad poderosa. Una que en la actualidad, podría traducirse en los códigos de las celebridades escandalosas pero de un considerable talento que llenan el imaginario colectivo. De la misma manera que doscientos años después lo harían cantantes de rock, escritores malditos y actores emblemáticos, Baudelaire era una figura que levantaba un tipo de controversia que no pasaba desapercibida y dejaba a su paso, todo tipo de repercusiones, fuera consciente o no del efecto de su comportamiento, poesía e incluso, de su tétrico aspecto físico. Encumbrado en una extrañísima fama de hombre condenado por el poder de su espíritu, el poeta fue uno de los primeros en encarnar la teoría de la provocación como una forma lícita de expresión artística.

También era un Ave Raris en una época en que buena parte de la comunidad artística disfrutaba de un afán colectivo y grupal que definiría la mitad del siglo XIX. Según buena parte de sus contemporáneos, Baudelaire era un hombre irritante e irritable, que hacía “casi imposible” cualquier intento de convivencia. El que sería en el futuro considerado uno de los poetas más emblemáticos de su época, era un hombre que no tenía otra intención — y medio de expresión — que escribir, por lo que cualquier otro vinculo le parecía superfluo. Como si no fuera suficiente, el escritor estaba obsesionado con la idea del “pecado infinito”, precursor del artista que asumía que su talento era una maldición con la cual debía lidiar. Baudelaire no concebía que su obra pudiera tener valor — o calidad — de no llevar a rastras un considerable peso emocional. De modo que bebía hasta la extenuación, consumía todo tipo de sustancias alucinógenas y además, se mantenía aislado de cualquier contemporáneo o grupo artístico. Para el poeta, el verso era un espacio insular, un lugar al que solo se podía acceder a través de las sombras y que de hecho, sólo era visible — comprensible — a través del dolor.

Con semejante percepción sobre el arte, escribir para Baudelaire siempre fue un tránsito entre un estado de racionalidad en estado puro — era cínico y pragmático hasta el dolor — y también, regiones de profundo pesar. Entre ambas cosas, el escritor batallaba para “traducir la realidad” y hacerlo además, de una forma incesante, como si se tratara de un dialogo continúo y pesaroso entre las sombras y la oscuridad. O al menos, era la forma en que Baudelaire lo comprendía. Consumido por una angustia existencial sin pausa, trató de moverse en la atmósfera parisina — brillante, llena de alicientes y sin duda decadente — como un monstruo benigno, obsesionado únicamente con la posibilidad que sus poemas fueran un lugar del cual escapar de los rigores de la realidad.

Claro está, Baudelaire también debió enfrentarse a la idea que el arte, por sí mismo, no le podía salvar de nada. O al menos, no en la forma en que lo imaginaba y lo necesitaba. Sus largas horas de escritura, eran tortuosas y abrumadoras jornadas en las que se esforzaba por dejar por escrito “su infierno interior”. Esa región en penumbras de su mente que le llevó años comprender como magma de toda su creación literaria y fundamento de su concepción estilística. Según cuenta el biógrafo y escritor Roberto Calasso en su libro La Folie Baudelaire, el poeta escribía para liberarse de “demonios imaginarios”, que se sostenían con dificultad sobre una persistente sensación de horrores fragmentados.

Escribía para escapar de sí, para encontrar un lugar en el mundo, pero en especial, para probar que el dolor — como fuente de toda inspiración — era tan válido como el amor, la búsqueda de la esperanza o los placeres agridulces de la nostalgia. Para el escritor, toda voz poética debía liberar de las condiciones y las percepciones a la realidad, abrir un vinculo con un insoldable lugar espiritual y al final, lograr enaltecer la penumbra. Pero para lograr algo semejante, el poeta interlocutor — algo que ya se debatiría un siglo después, pero que en la época de Baudelaire era una mera concepción de estilo — debía construir su personalidad desde la disolución absoluta. La pérdida de la razón e incluso, la propia condición humana.

Baudelaire además, era un hombre sensible. Uno que tenía la sensación que “el mundo podía susurrar sus secretos con rapidez y con detalle” si se escucha con atención. Mientras Arthur Rimbaud — casi al mismo tiempo y por métodos distintos — se debatía con la imposibilidad de construir una obra que no dependiera de su sufrimiento físico y mental, Baudelaire estaba convencido que ese padecimiento intrínseco del poeta, era un recorrido hacia algo más perturbador. Bebía, se llevaba a límites de sufrimiento físico casi intolerables, se sometía a un padecimiento mental agobiante. Sólo entonces escribía, decidido a romper el espacio interior en una especie de lugar esotérico y místico, en la que el poder de la disgregación lo era todo. Si para el poeta persa Rumi, el tránsito hacia la trascendencia poética pasaba por la iluminación y para Rimbaud, de la degradación, Baudelaire intentó crear una compresión sobre la poesía — y el poeta — basada en la marginación. “Nadie que puede o quiere escribir, será comprendido” relata Calasso acerca de un Baudelaire obsesionado con la cualidad de la escritura como traductora de la realidad. El poeta dedicaba horas a reflexionar sobre temas parecidos con varios de su fieles seguidores y séquito de creadores, que se mantenían a una distancia precavida del genio, pero sin jamás alejarse demasiado de él. Y sin embargo, seguía convencido que “escribir era un marasmo de sombras, en el que cualquiera podía perderse con facilidad”.

En realidad, se trataba de un recorrido persistente a través del método creativo que exigía de Baudelaire una donación absoluta. La poesía era su única amante y también, la fuente de todo su recorrido hacia una perversa forma de autoadoración. El poeta estaba obsesionado con narrar la realidad, pero no la que percibía de forma directa, sino el extracto al extrarradio que los sentidos alterados podían concebir incluso como un hecho sobrenatural.

Por supuesto, el comportamiento de Baudelaire no era poco frecuente en una Paris, en la que la mayoría de los artistas vivían al borde del desastre personal, la enfermedad o la muerte. La mayoría de los escritores en la ciudad, se encontraban en condiciones enfermizas de entrega los “rigores del arte por el arte”. Desde los grupos de pintores que morían de hambre en Montparnasse, los que suicidaban arrojándose al Sena y los escritores que bebían en grandes celebraciones nocturnas en Montmartre, el ambiente general era la de la disolución de los sentidos en busca de la iluminación artística. Un proceso que a menudo traía como inmediata consecuencia peleas a pistoletazos y cuchilladas, orgías, grandes celebraciones agónicas rociadas en alcohol y opio.

Para Baudelaire, que estaba muy cerca de ser un misántropo, semejante estilo de vida era ofensivo, pero de alguna forma, sostenía su soledad repleta de excesos. “No puedo quedarme en París, no puedo huir de París”, escribió a uno de sus seguidores, luego de narrar la larga travesía de casi un mes de padecer hambre y penuria para lograr lo que consideró “un texto más bien corriente, pero que al menos, expresa mis ideas de alguna manera clara”. El escritor necesitaba la percepción del dolor “vivo, real” para crear. Y hacerlo además, a través de un diálogo interior interminable que mezclaba la realidad con algo más abstracto. Mientras Rimbaud diría años después que al escribir “veía Torres gigantescas de cristal que flotaban sobre el Sena”, los delirios de Baudelaire eran de naturaleza más siniestra. “Las sombras, que me observan y el pesar del mal sobre mis hombros”. El poeta escribía sin descanso ni pausa, para delinear y comprender la curvatura de un mundo lóbrego que sólo podía comprender a través del dolor.

Además, para Baudelaire la escritura era una criatura abrasiva y persistente que lo perseguía a todas partes. O en eso insistía, mientras parecía atrapado por horas y días seguidos por obsesiones diversas. El autor no sólo era versado — y talentoso — en la poesía, sino también dedicaba buena parte de su atención creativa a cartas, revistas, ensayos literarios, reseñas y todo concepción literaria capaz de contener su impulso por narrar y describir su entorno. Real o no, la visión de Baudelaire era tan amplia como compuesta por cientos de ramificaciones distintas, como si la mente del escritor estuviera compuesta por todo tipo de dimensiones y capas de significado, imposibles de comprender bajo un solo punto de vista. De su poesía — repleta de analogías y convertida en vehículo de reflexión sobre el Mal en estado puro -, Baudelaire transitaba hacia terrenos más complicados del análisis de la prosa como elemento creativo.

También, trataba de entender la obra que se creaba a su alrededor, la forma en que la vida en París sostenía un nuevo tipo de narrativa que asombraba a propios y a extraños. Muy pronto, los delicados parajes de la poesía romántica o del estilo clásico, se desmoronaron en la búsqueda modernista de la sin razón. Todavía faltaban décadas enteras para los primeros avances hacia la percepción de la existencia como un acto azaroso y carente de sentido. Pero ya Baudelaire reflexionaba con cuidado acerca del avance y la concepción del bien y del mal elemental, esa sombra de conciencia que le acechaba desde la juventud y que en los primeros años de su vida adulta, se convirtió en un recorrido complejo hacia el centro de su necesidad por escribir. El poeta intentó profundizar en las cuestiones primordiales de la consciencia humana y lo hizo, a través de un tránsito cuidadoso hacia un extremo oscuro de su mente. De ahí, que la mayoría de sus biógrafos insistan que su vida disipada, su predilección por la bebida y drogas cada vez más poderosas, era una forma de alcanzar el centro mismo del simbolismo. Una concepción sobre lo que ansiaba comprender como parte de algo más amplio que la propia disolución.

Y sin duda, Baudelaire era inestable. Tanto en su escritura que va de un lugar a otro, de puntos extremos hasta una oscuridad profunda, solo para luego alcanzar una radiante belleza ideal, como en el comportamiento del hombre que admitía “usar máscaras” para ocultar al “demonio” que vivía en su interior. El poeta vivía a plenitud su fama de hombre incomprensible, de criatura convertida en una especie de símbolo de la ironía, de la escritura como disipación absoluta en busca de algo más elemental. Baudelaire llevaba ropas rotas, malolientes. Tenía un aspecto atormentado, la piel amarillenta por su vida disoluta, una personalidad inquietante que provocaba miedo incluso en sus más cercanos. Pero aun así, también era un hombre capaz de escribir largas esquelas de condolencia, de ser un corrector afable para quien se lo pidiera y un escucha atento, para quienes le rodeaban. ¿Cómo podían convivir dos aspectos tan distinto en una única personalidad? Incluso el mismo Baudelaire se burlaba de su ambigüedad. De la “fugacidad del bien” en su interior. De la ferocidad de los “demonios” que le atenazaban. De un lado a otro del espectro emocional e intelectual, Baudelaire era un enigma, incluso para sí mismo.

El miedo que nace, la belleza que brota.

Baudelaire era un hombre extravagante, pero también, uno que comprendió que la escritura necesitaba un esfuerzo esencial para tener un significado real. En un tiempo en que la actividad artística se volvió febril y las calles bullían de pintores, escultores, escritores y poetas, asumió que para llevar a cabo su “tarea trascendental” debía encontrar lo original por sus propios medios. ¿Y que era lo original, en París de la segunda mitad de 1800, repleta de todo tipo de propuestas? Baudelaire encontró inspiración no sólo en la cualidad de la obra como un misterio — “creo lo que aun no existe” — sino también, en algo mucho más elaborado. La necesidad de avanzar y comprender la cualidad de lo literario como una evolución que se sostiene como algo más duro, herido y melancólico. Baudelaire, de forma consciente o no, asumió que su labor artística — cualquiera que fuera — necesitaba de un punto de evasión y de búsqueda, muy distinto al de toda una nueva generación de escritores obsesionados con encontrar un motor de impulso relacionado con la abstracción de lo mental y lo espiritual. “Entiendo lo que se esconde entre las sombras, mucho más de lo que se expone a la luz” llegó a escribir, quizás deslumbrado por su propia insistencia en reconstruir la idea de la poesía que sustenta e idealiza, en algo más doloroso.

Baudelaire le gustaba mostrarse exuberante, como si su obra estallara en vitalidad, aunque él mismo estuviera en medio de una batalla más profunda hacia algo más doloroso. Después de todo, el escritor — que consideraba el alcohol un aliciente para escribir y las drogas, una forma de redención — encontraba en la poesía una línea de pensamiento que bordeaba la locura y la raíz del mal iniciático. Para el poeta, lo maligno no era una serie de decisiones aleatorias, una fuerza interna o un motivo exterior. Era un propósito muy definido que le empujaba hacia regiones primitivas de su mente y en especial, de esa cualidad inclasificable sobre la identidad que, incluso a décadas de distancia del psicoanálisis en pleno, carecía de nombre. Baudelaire sabía — o sospechaba — que el mal no era en realidad un conjunto de situaciones, sino una intención colectiva que podía nuclearse en lo individual.

Claro está, Baudelaire nació en una época en que lo espiritual atravesaba una discusión en todos los ámbitos y en la que además, se reflexionaba sobre lo moral desde lo intelectual. En el París de 1821, en el mundo burgués de la Restauración borbónica, la cualidad de lo emotivo y la intención sobre el bien, eran delicadezas de carácter, antes que cualquier hecho concreto que brindara un sentido concreto a la búsqueda de la idealización o la degradación de las ideas. Baudelaire era un niño cuando se produjo la llamada “falsa revolución”, que remplazó a los Borbones con el Rey Luis Felipe y al final, se gestó la Segunda República, con la figura de Luis Napoleón Bonaparte como una figura fugaz y frágil, símbolo de la decepción nacional. Para cuando Baudelaire era un adolescente, vivía bajo el Segundo Imperio, una especie de progresión política estancada, sin grandes cambios y sin ningún tipo de ventaja en la evolución de valores y preceptos, que fue quizás el punto culminante de un recorrido incómodo hacia lugares desconocidos de la vida pública francesa. El país por primera vez en décadas tenía algo parecido a estabilidad. Pero en realidad, fue un intento fallido de instaurar un proceso social y cultural que jamás llegó a darse del todo. De modo que la profunda decepción de Baudelaire por el mundo podría atribuirse y sostenerse, sobre la concepción de ese estado fallido, fracturado, sin sentido que navegaba en turbias aguas históricas.

Pero además, un jovencísimo Baudelaire tuvo que enfrentar la percepción que su vida era una fachada frágil de algo más incómodo y doloroso. Hijo de una madre adolescente y hombre anciano que murió antes que el escritor llegara a los cinco años, la percepción del padre ausente creó en Baudelaire una idea constante sobre la fragilidad de la existencia. O mejor dicho, sobre la decepcionante cualidad de la vida humana para ser sólo una colección de equívocos en medio del azar que no conducían a ninguna parte ni tenían ningún objetivo. Siendo así, sólo el arte podía brindar un orden más o menos comprensible o en cualquier caso, tener una lógica en medio de la naturaleza caótica del mundo. Más allá, la realidad podía derrumbarse con facilidad, convertirse en un engaño, ser una mirada rudimentaria hacia un panorama que se transformaba sin que el hombre — o su pensamiento — tuviera ningún tipo de influencia o poder sobre los cambios.

Sin duda, la trágica historia familiar de Baudelaire también tiene relación con el hecho de los rápidos cambios que tuvo que soportar. Dieciocho meses después de la muerte de su padre, su madre volvió a contraer matrimonio con un alto rango en el ejército francés, un hombre déspota y violento, que además, tenía estupendos contactos políticos. Tanto, como para en dos años convertirse en embajador de Luis Napoleón en Constantinopla y Madrid. Semejante empujón social, colocó a Baudelaire en el centro del poder de la época y también, le mostró la hipocresía con que podía desarrollarse el mundo en las grandes esferas. El padrastro de Baudelaire se convirtió rápidamente en una figura de considerable poder y de hecho, terminó su carrera política como senador. Buena parte de la primera juventud de Baudelaire transcurrió entre lujosos salones, rodeado de intrigas, rumores y estrategias de poder que le demostró, a gran escala la forma como el mundo — tal y como se le concebía por entonces, un tapiz de presiones sociales — estaba controlado por un pequeño grupo dictatorial que regía la condición humana. “Nos creemos Dioses, creemos en la posibilidad de la divinidad, pero convertida en una percepción inútil sobre lo divino” escribió el futuro poeta apenas con dieciséis años y desengañado por completo, del poder como vehículo de la voluntad de los hombres.

Como un joven de apenas dieciocho, Baudelaire tenía aspiraciones literarias y el comportamiento díscolo que lo haría famoso. Se enfrentó a su madre y a su padrastro, se escapó de la casa familiar en varias ocasiones y por último, una vez que comenzó a estudiar derecho, gastó todo el dinero que pudo de la herencia de su padre en alcohol, prostitutas y libros. Era libertino, estaba obsesionado con la necesidad de libertad y ya por entonces, escribía todo tipo de textos en los que imaginaba rebeliones extraordinarias, poesía en la que hablaba sobre la “maldad invisible” y tópicos sobrenaturales que por entonces, le obsesionaban. A tal extremo llegó su vida como estudiante despreocupado, que en 1841 su padrastro decidió enviarle a un largo viaje con la intención concreta que “recapacitara”. “Buscan mi redención cuando no hay nada que redimir” escribió a uno de sus amigos universitarios. Viajó por Francia, alcanzó España, pasó algunos meses en Italia y de regreso a París, se encontró que la decepción vital se había vuelto más pesarosa, casi crónica. “Nada tiene valor. Los pobres sólo son pobres. Los ricos, quienes le dominan. Al final, sólo peones en una gran mesa de juegos”.

El viaje acentuó su dolor espiritual, su deseo de escribir y en especial, la convicción que debía dejar a un lado toda convención para encontrar una forma real de lidiar con “el mundo de las ideas”. De modo que redobló sus parrandas, orgías, su suicida forma de beber. Y comenzó a tomarse en la literatura en serio. Pero esa necesidad de construir una carrera literaria, no tenía relación — no una directa, al menos — con el hecho que Baudelaire dedicó buena parte de su energía y poder creativo en destruir su vida. En 1844, participó en una golpiza descomunal entre poetas en pleno centro de París, invitó a un burdel entero al piso en que vivía y por último, quemó billetes y arrojó las cenizas por la ventana. Los rumores de su comportamiento llegaron a su padrastro y a su madre, que tomaron una decisión drástica: quitar a Baudelaire el control sobre la cuantiosa fortuna paterna. La familia movió sus considerables hilos políticos, hasta lograr que el joven Charles fuera considerado incapaz de administrar su fortuna, por lo que se la adjudicó el control completo a un conseil judiciaire, que determinó que el heredero solo podía recibir un monto mensual especifico de dinero. Por el resto de su vida, Baudelaire no tuvo acceso a sus considerable capital, sino a pequeñas sumas que gastaba casi de inmediato en un ciclo interminable de bebidas, prostitutas y libros. Si deseaba más, suplicaba a su madre, a sus amigos, incluso a sus editores. Lo hacía desde la convicción de la humillación y sin perder la percepción que esa era una forma de degradación que también, le permitiría analizar y configurar la idea de la caída en la miseria mental y física para llegar a la disolución absoluta. Para Baudelaire, la desgracia de su vida convertida en una rara mezcla de un drama familiar y un caos circunstancial, fue el motor impulsor de buena parte de su obra.

El poeta estaba institucionalmente infantilizado y lo estuvo durante toda su vida adulta. Depender de la arbitrariedad de su tutor legal, padres o incluso amigos para sobrevivir, le puso en una situación compleja que de una u otra manera, afectó su futuro como escritor. A los veinticuatro años, Baudelaire tomó la decisión de vivir exclusivamente de la escritura, pero hacerlo además, en las precarias condiciones económicas a las que le sometía la titularidad compartida entre el juzgado y su familia. Baudelaire no dejó de beber, consumir droga o visitar burdeles. En lugar de eso, se sometió a un tipo de degradante ciclo en que debía suplicar ayuda, en la que terminó por ser golpeado por desconocidos, arrojado a la calle de bares y lupanares. Y mientras tanto, escribía. A un ritmo y a una velocidad inquietante. Apenas comía o dormía, no tenía mucha conciencia de los estragos que le causaba a su lado su forma de vivir. Pero Baudelaire era necesario. Era imprescindible las capas y dimensiones de la humillación, para comprender las grietas de la consciencia humana sometida al oprobio, de la destrucción de la identidad que se desploma por la presión angustiosa del miedo y la pérdida de la identidad. De una u otra manera, era una forma de encontrar un sentido iniciático en su manera de escribir. Un gran ritual de destrucción que terminó por convertir su personalidad en algo mucho más complejo que la de un rebelde que rechazaba la casa paterna. Baudelaire tenía una salvaje necesidad de autodestrucción. Una tan vívida y extravagante que para cuando cumplió los veinticinco años, anunció que “sabía moriría joven” y sin duda “en medio de grandes desgracias”. Pero también sabía algo más: “dejaré una obra perdurable para el futuro” escribió a su madre, enfurecido, borracho, drogado, desnudo desde la cama que compartía con una mujer sin nombre.

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Aglaia Berlutti

Bruja por nacimiento. Escritora por obsesión. Fotógrafa por pasión. Desobediente por afición. Escribo en @Hipertextual @ElEstimulo @ElNacionalweb @PopconCine