Crónicas de los hijos de Apollo

Grandes misterios en medio de pequeñas esperanzas (Parte I)

Aglaia Berlutti
12 min readMay 17, 2021

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En una ocasión, Charles Dickens, de por entonces cuarenta años, dijo que recordaba su infancia y juventud como “un gran cuento doloroso”. Que de hecho, tenía recuerdos “agridulces”, antes que felices o desdichados. “Como si mi vida, fuera un singular equilibrio entre ambas cosas”. Para el escritor, cada experiencia de su vida, tenía una relación misteriosa con cierta oscuridad latente, un dolorosa versión inquieta sobre algo más complicado de entender a primera vista. “Ser escritor fue mi primera forma de ordenar los pequeños terrores” comentó en 1868, dos años antes de morir. Por entonces, era un escritor famoso, tan reconocido como admirado y criticado.

Era el símbolo de un nuevo tipo de narrativa inglesa, la encarnación del clásico buen hombre del país, dedicado a la palabra como una forma de crítica y mirada espiritual sobre su historia y cultura. Era el centro de discusiones y debates. El hombre que había dado sentido al temor de la pobreza, la pérdida y la angustia moral de una época de transición. Después, se le criticaría su aparente “superficialidad”. Oscar Wilde le llamaría “innecesario y sentimental”, lo mismo que una cínica Virginia Woolf, enfurecida por la incapacidad de Dickens de narrar el mundo más allá de sus prejuicios, dolores y “miserias edulcoradas”. Pero incluso toda la una generación de intelectuales subversivos, en plena transformación de la literatura en una búsqueda de confrontación y nuevas dimensiones de lo moral, reconocieron el poder de la narrativa de Dickens.

Su discreta elegancia, su ternura y en especial, la ambigua sensibilidad que le permitió narrar a Londres en una época, en la que la ciudad era el centro del mundo. Un espacio sostenido por el cambio apresurado de la forma de comprender las relaciones de poder, la riqueza y la pobreza. Dickens decidió brindar un rostro y una voz a esa transformación. “Como la crisálida rota de una mariposa que nunca vi volar” escribió dos meses después de terminar el manuscrito de Grandes Esperanzas. La historia le había llevado años de escritura, un sufrimiento profundamente personal — “en ocasiones siento que me narro a mi mismo” — y por último, la extrañísima sensación de haberse liberado de un sentido del sufrimiento para convertirlo en una metáfora sobre la literatura en su país. “Grandes Esperanzas comenzó como una frase en mitad de una pesadilla” contaría a uno de sus editores sobre el libro que le sostuvo en momentos en especial duros y que al final, le brindó la oportunidad de demostrar su capacidad el reverso oscuros de la Inglaterra victoriana. “Quizás, ese sea su mérito: el brillo de lo incierto que rodea al miedo de una puerta cerrada”.

Para entonces, había recorrido un largo trecho y su visión sobre la literatura, su propia vida y sus aspiraciones, jamás sería la misma. La novela, considerada una de sus obras más significativas y una de las más representativas de la literatura inglesa, le encumbró como un narrador de renombre, pero también como un “hombre de buen corazón”. Para Dickens sería una extraña visión sobre sí mismo. “No creo que en sí misma, la pobreza o los dolores te hagan una mejor persona, pero sin duda te hacen más consciente de quienes no lo son” dijo a un periodista sobre el éxito de su obra.

Contar desde el dolor, una búsqueda interminable

Charles Dickens tenía doce años cuando arrestaron a su padre por una interminable sucesión de deudas que no pudo pagar. Corría 1824 y el invierno había sido especialmente crudo. La familia Dickens había sufrido los embates del cierre de fábricas y tiendas. Hombres y mujeres morían de hambre en las calles de Londres, los niños huérfanos lloraban de hambre en parques congelados, los ancianos se derrumban frente a auspicios que no eran capaces de acogerles. “Era como el infierno, con la blancura de la nieve manchada de ceniza” diría Dickens. En realidad, la situación se extendía al resto del país pero en la ciudad, los estragos de la crisis eran más dolorosos, patentes y descarnados. Había un clima general de desorden y destrucción que el escritor recordaría para el resto de su vida, pero que en especial, le daría una especial profundidad a su comprensión sobre un tipo de mal contemporáneo que llegó a sorprender durante su época.

Inglaterra atravesaba un período de cambios y uno en especial angustioso, luego del ascenso al trono de Jorge IV. Su lujosa coronación (una de las costosas hasta entonces), los enfrentamientos en la corte, la pública disputa matrimonial que sostenía con la Reina consorte Carolina de Brunswick-Wolfenbüttel y en especial, las durísimas relaciones con Roma, convirtieron el reinado del antiguo regente en una larga disputa política y legal que jamás terminó por ser resuelta del todo. El rey no sólo rechazó la emancipación católica — que supuso una considerable tensión entre países vecinos — sino que además, intervino en los asuntos políticos para evitar cambios y transformaciones económicas necesarias, en un mundo que se enfrentaba a nuevos paradigmas económicos y culturales. Pero el cambio real tardaría al menos dos décadas más llegar a Inglaterra y mientras ocurría, la Corona tomó una posición férrea contra cualquier intromisión en el ámbito de sus competencias y en especial, su influencia sobre la ley.

Y a pesar que el Imperio Británico sería centro de todos los cambios que ocurrirían tres décadas después en Europa, en 1824 las disputas de la Corona por el poder absoluto había provocado que la controversia que rodeaba el dominio de lo económico y social, se convirtiera en un punto de honor de especial interés para el Rey, obsesionado con los límites de Inglaterra como potencia. Había algo enfermizo y casi obsceno en que Jorge IV decidió que el peso de la Corona sería cada vez mayor y que la naciente burguesía debería atenerse a la percepción de ese cualidad del poder divino como un elemento inevitable.

En medio de una atmósfera histórica semejante, Inglaterra parecía moverse en dos direcciones distintas. Por un lado, la revolución industrial se encontraba a años de distancia, pero ya aparecían los primeros indicios. Los nobles de provincia comenzaban a contraer matrimonios con burgueses de considerable poder económico pero ajenos a la corte, lo que rápidamente creó una tensión social cada vez más dura. Los nuevos empresarios tenían el poder, pero la nobleza de cuna continuaba sosteniendo La Corona como símbolo.

De modo que la disputa invisible pero persistente sobre lo económico y las influencias en la corte, provocó que una buena cantidad del capital inglés pasara a ser parte de debates jurídicos, disputas legales sobre herencias y sucesiones. Las grandes industrias nacientes tuvieron que enfrentar el deterioro social sobre la forma de comprender a Inglaterra como un Imperio en la que cualquier transformación estaba supeditado a los caprichos del Rey.

Y Jorge era un monarca en especial duro, poco dotado para el diálogo y con una percepción severa de la política. Su comportamiento en general, era considerado por parientes, corte y el pueblo como errática e incomprensible. “No existe un perro más despreciable, cobarde, egoísta, insensible … Ha habido reyes buenos y sabios pero no muchos de ellos … y este creo que es uno de los peores”, escribió en 1923 un ayudante de cámara en una carta privada que después se haría famosa por describir la opinión general de los ingleses acerca de su Rey.

El deterioro mental, físico y en especial, intelectual del Rey era cada vez más evidente y se tradujo en malas decisiones de todo calibre, que incluyeron aumento de impuestos, persecuciones y expoliaciones a mercaderes y al final de 1824, una ley que obligaba al pago fulminante de deudas. Lo estipulado por el nuevo recurso legal, buscaba evitar que la clase burguesa pudiera pedir préstamos a futuro a la banca para inversiones, además de dejar establecido que cualquier deuda podía considerase como un delito de suficiente peso como para ser motivo de “cárcel y repudió público”.

El padre de Charles Dickens fue uno de los inmediatos afectados por la ley, debido a una serie de deudas sucesivas contraídas por torpezas financieras y su creciente afición al juego. John Dickens fue enviado a la prisión de Marshalsea, al sur del Támesis, luego de un corto y vergonzoso juicio, semanas de aislamiento entre delincuentes comunes y ya enfermo de tuberculosis. Años después, el escritor contaría a su amigo John Foster (que después se convertiría en su biógrafo), que la experiencia le dejaría heridas emocionales y espirituales “que jamás sanaron del todo”. Y que de hecho, su propósito al escribir nacía de un corazón roto.

Había sido una experiencia infamante, una demostración concreta del poder inevitable de la corona. “Mi madre y mis hermanos abandonamos nuestro hogar el Londres para encontrar un lugar en el cual vivir en Southwark y así permanecer lo más cerca posible de Marshalsea”. Al final, la familia terminó por mudarse a la cárcel junto con John, en una decisión que no era inusual para la época, pero convertiría después a la familia en fuente de habladurías y de una reputación que incluso durante la adultez Dickens “tendría que sostener como un fardo oscuro”. El único que se negó a “poner un pie en un lugar, que sin duda, podría robar mi alma” fue Charles, que se negó en redondo a la insistencia de su madre.

Finalmente, en mayo de 1824, el futuro escritor fue recibido en Little College Street, una casa de acogida para huérfanos y regentada por la Señora Roylance, una mujer “obstinada, fuerte, casi siempre violenta pero de buen corazón”. Charles acudía los domingos a visitar a su padre en la prisión y a recibir los reproches de su madre, que insistió en más de una ocasión que su hijo era incapaz de “amar sin reservas”.

Por supuesto, era acusación injusta y dolorosa. El futuro escritor intentaría consolar el terror de su madre, la angustia de sus hermanos y además, cargar con los gastos de su estadía en la ciudad, sin lograrlo del todo y siempre aterrorizado que la feroz policía de la ciudad decidiera también recluirle junto a su padre, como solía ocurrir con algunos hijos de deudores. Comenzó a trabajar en una fábrica de zapatos, después como dependiente en una farmacia para etiquetar botes de betún y al final, recomponiendo zapatos y botas. Fue una época corta y amarga. John Dickens fue liberado en septiembre y toda la familia regresó al centro de Londres. Pero Dickens sufriría durante su vida con esa visión de la pobreza y en especial, por esa visión de la pobreza institucionalizada en algo más complejo y doloroso. “Comencé a escribir porque la oscuridad en mi mente era tan aterradora, que necesitaba las palabras para iluminar los pocos espacios que se mantenían en pie”.

De hecho, en su ensayo — mitad autobiografía, mitad reflexión sobre los motivos que le llevaron a escribir — Night Walks, Dickens profundiza en la experiencia del encarcelamiento de su padre a través de la ciudad dormida. El texto, que narra sus paseos nocturnos durante una larga temporada de insomnio, permite entender de manera clara y brillante, como Dickens creó el mundo de sus mejores novelas y relatos a través de la experiencia cercana con el sufrimiento. Al escritor, al que le acusaron muchas veces de ser en exceso “autodidacta” y que había tenido una educación más bien pobre en comparación a otros de sus contemporáneos, le impulsaba a escribir la necesidad de narrar un tipo de sufrimiento que otros escritores eran incapaces de comprender del todo. De allí, el inmediato éxito de las obras de Dickens. No era sofisticado al escribir — o fue uno de los grandes debates que le rodearon — , carecía de la profundidad de otros escritores de su época, pero tenía una sensibilidad comprendida a través de una herida temprana que le permitió asumir que la crueldad del mundo, era un transcurrir de pequeños horrores invisibles. De hecho, el Dickens adulto se convirtió en un hombre desconcertado por todos los “dolores que ocurrían a la sombra”. Y sus obra, en un reflejo de ese recorrido angustioso a través de una ciudad que nadie conocía “sino a través de su lujo y su asombrosa cualidad para impactar”.

Un larga sombra de palabras

El joven Charles Dickens estaba obsesionado con escribir. Y escribir sobre el dolor que le había provocado a su familia conocer no sólo la pobreza, sino los rigores de la ley británica. Luego de la experiencia en la cárcel, John Dickens se volvió más juicioso o al menos, mucho más cauteloso en sus apuestas, despilfarros y solicitudes de préstamos. No obstante, el estigma de la prisión evitó pudiera volver a lograr un trabajo estable y la familia se encontró en una situación complicada y muy cerca de la bancarrota.

De manera que Charles tuvo que de nuevo, encargarse de trabajar para poder evitar el hambre o que fueran arrojados a la calle, el mayor temor de cualquier londinense por la época. A los catorce años, Charles entró a trabajar en una fábrica que pertenecía a un amigo familiar, en la que llevaba a cabo jornadas extenuantes de catorce horas diarias, con un salario de apenas unas cuantas liras a la semana. La explotación laboral no era algo infrecuente en la Inglaterra de la época, pero en el caso de los niños, la situación era aún peor. No había límites para lo que un empleador podía exigir a sus obreros más jóvenes y no había ninguna ley que amparara a los menores de edad.

Para una época en la que la infancia era una especie de estado sin explicación, inconclusa y abstracta en la cultura y en la ley, ser un niño implicaba un cierto tipo de vulnerabilidad dolorosa a la que Charles Dickens se enfrentó con pocos años. Obligado por una situación familiar cada vez más dura y la persistente insistencia de su madre en que “debía ser el rostro respetable” de la familia, Charles terminó por encontrarse en una situación insostenible. Apenas comía y dormía, trabajaba hasta caer rendido y una ocasión, fue asaltado y abandonado herido en plena calle. Su madre le responsabilizó por “arriesgar la manutención de una pobre familia como la suya” y le obligó a abandonar su lecho de convaleciente para volver al puesto de trabajo. Para Charles semejante actitud “fue una traición y un sufrimiento insoportable que no olvidaría después”.

De hecho, en su novela David Copperfield, ya meditaba de manera directa con esa orfandad en mitad de un terreno desconocido. “Yo no recibía ningún consejo, ningún apoyo, ningún estímulo, ningún consuelo, ninguna asistencia de ningún tipo, de nadie que me pudiera recordar. ¡Cuánto deseaba ir al cielo!”, escribiría. Y de hecho, la mayor parte de la historia, considerada autobiográfica, analizaba desde la periferia la noción de la crueldad disimulada “entre los que se profesaban amor”, la ciudad “monstruosa” y los espacios “rotos y destrozados que debía atravesar para encontrar consuelo”.

Con todo, Charles decidió que su “vida no podía ser sólo el sufrimiento de la pobreza”. Por lo que comenzó a educarse de manera autodidacta. Luego de un breve paso por la escuela Rome Lane, estudió casi con quince años en la escuela de William Gile, un graduado en Oxford y dedicado filántropo que no sólo le enseñó los rudimentos de la escritura, sino que además dedicó esfuerzos en que el jovencísimo Charles tuviera acceso a la lectura, incluso la más barata y por la época, considerada trivial. Fue gracias a Gile que el futuro escritor tuvo acceso a las superficiales novelas del género de la picaresca, que se convertirían por años, en las favoritas de Dickens. Desde Las aventuras de Roderick Random y Las aventuras de Peregrine Pickle de Tobias Smollett hasta Tom Jones de Henry Fielding, el futuro escritor encontró solaz a su durísima situación familiar en los libros y fueron los libros, los que le brindarían “el hogar que no encontró antes o después”. Más tarde, Gile le obsequió los que se convertirían en sus libros favoritos: Robinson Crusoe de Daniel Dafoe y Don Quijote de la Mancha de Miguel de Cervantes.

Los esfuerzos de Gile por educar a su pupilo para una vida alejada de las fábricas y el trabajo manual rindieron frutos. En mayo de 1827, un jovencísimo Charles Dickens en el bufete Londinense de Ellis & Blackmore y seis meses más tarde, era taquígrafo judicial, lo que le permitió ahorrar lo suficiente para huir de la casa familiar y dedicar un tiempo considerable al estudio informal. Escribía bien y tenía una mente curiosa “que me ayudó la mayor parte de mi vida”. Para 1828 y luego de enviar todo tipo de textos a varios periódicos de la localidad, comenzó a trabajar en el periódico Doctor’s Commons como redactor y después se hizo cronista dedicado en específico a las actividades del parlamento en el True Sun. Dickens demostró tener buen ojo para las noticias del ámbito político y luego de lograr reconocimiento por su trabajo en relatar los aconteceres del parlamento, logró que el famoso Morning Chronicle le contratara como periodista político. “Este ha sido el logro más importante de todos en mi vida. ¿Escribir en el camino?” escribió a Gile. “Al menos intentalo” insistió Giles como respuesta. Dickens diría después que leyó la carta y supo “que era una premonición, quien sabe si algo mayor. Un augurio de lo que estaba por venir”.

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Aglaia Berlutti

Bruja por nacimiento. Escritora por obsesión. Fotógrafa por pasión. Desobediente por afición. Escribo en @Hipertextual @ElEstimulo @ElNacionalweb @PopconCine