Crónicas de los hijos de Érebo:
Los monstruos que habitan los pequeños espacios de la memoria (parte II)
(Puedes leer la parte I aquí)
La filmografía del director Guillermo Del Toro, es la más reciente evolución de una larga tradición de creadores que relacionan la naturaleza humana con el monstruo simbólico. Durante buena parte de la historia de la literatura y el arte, los monstruos podían ser héroes y a la vez víctimas, sin dejar a un lado su cualidad monstruosa. La mirada del director sobre el bien y el mal, se ha convertido en una peculiar exploración sobre el misterio, como elemento fundacional de la idea de lo sensible. Para el realizador, los monstruos van más allá de sus raíces mitológicas. Se subliman en símbolos sobre la falibilidad de la naturaleza humana y también, profundizan en sus lugares más oscuros, asombrosos y dolorosos.
En realidad, una de las mayores virtudes de la obra del director, es su necesidad de dotar de una identidad marcada y escindida por el dolor a buena parte de sus personajes. Una y otra vez, la condición de lo monstruoso pasa de ser un análisis acerca de lo humano y lo sustancialmente primitivo, para convertirse en algo más retorcido. Pero es esa leve cualidad perversa — la que subsiste al borde de la obra de Del Toro como una visión de una pesadilla de rara belleza — la que compone varios de los momentos más poderosos y dolorosos en sus películas.
De Toro ha jugado en varias oportunidades con personajes cuya cualidad monstruosa, es a la vez, una medida de su humanidad. En El Laberinto del Fauno (2007) el dolor y el miedo humano que rodea a la violencia de una España herida por la guerra civil, se combina con una idea más sublime sobre el sufrimiento. Ofelia (Ivana Baquero) se convierte en el hilo conductor de ambas realidades y termina por construir una idea sobre la condición de la belleza, lo temible y lo legendario que atraviesa sus temores, anhelos y al final, incluso su muerte.
Una fórmula que ya el director había utilizado en La invención de Cronos (1993), la primera película del director, en la que la vida eterna se convierte en el vínculo con la oscuridad interior de sus personajes. A la vez, en la cualidad de un deseo primigenio que se equipara al de la sed de sangre vampírica e incluso, la mera ambición por la cualidad del mal como centro motor de toda voluntad humana. El film, lleno de segundas lecturas sobre los códigos del cine de terror e incluso, el género de vampiros, contempla además la posibilidad que lo moral, sea incapaz de abarcar la naturaleza humana en toda su extensión.
Del Toro también profundiza en la idea en El Espinazo del diablo (2001), en la que el autor comienza a construir su mitología. “¿Qué es un fantasma?” pregunta uno de sus personajes, herido, al mismo borde de la realidad y lo inexplicable. “¿Qué es un fantasma? Un evento terrible condenado a repetirse una y otra vez, un instante de dolor quizás, algo muerto que parece por momentos vivo aún, un sentimiento suspendido en el tiempo, como una fotografía borrosa, como un insecto atrapado en ámbar. Un fantasma, eso soy yo”. Una percepción sobre la oscuridad, el tiempo y el miedo que trasciende lo temible a través de lo extraordinario.
El miedo como un paisaje desolado
Lo mismo ocurre con los personajes atormentados de La Cumbre Escarlata del 2015. Para el Thomas Sharpe (Tom Hiddleston) nada es tan sencillo. La casa familiar en que habita tiene un evidente parecido con la descrita en el clásico libro gótico El castillo de Otranto, los escenarios agrestes y violentos de los cuentos de horror de Matthew Lewis y las narraciones dolorosamente bellas de Ann Radcliffe en la década de 1790. Pero además, para Thomas Sharpe, la sangre es la condena definitiva. Le une a la casa familiar y también a su hermana, reforzada por la simbología de la nieve empapada de arcilla roja que circunda y aísla a la vieja propiedad en mitad de un valle inaudito e inhóspito.
De la misma manera que la casa Usher imaginada por Edgar Allan Poe, la propiedad de los Sharpe es una mirada al misterio y una percepción violenta sobre el miedo. Las ruinas de la casa Sharpe simbolizan un vínculo genealógico con un tipo de dolor inexpresable que parece conservarse en las paredes que aún exudan arcilla roja — sangre — y se balancean con precariedad en el lugar en el que reposan. Thomas Sharpe se encuentra irremediablemente vinculado a la belleza y al horror a través de su naturaleza dividida, que la casa en que vive refleja mejor que cualquier otra cosa.
Pero además de la casa aprensiva, claustrofóbica y violentamente peligrosa, La cumbre escarlata dialoga también con el poder de la presencia femenina, en un juego de papeles que reorganiza y reconstruye los elementos habituales de la novela gótica. En la película, las mujeres tienen un papel relevante y poderoso, a la vez que se debaten entre el amor y el odio. Lo mismo ocurre en The Only Lovers Left Alive de Jim Jarmusch (otra obra gótica contemporánea por excelencia), en la que la Eve de Tilda Swinton es el centro motor de la acción y también, en Entrevista con el Vampiro de Neil Jordan, en la que la pequeña Claudia (Kirsten Dunst) es el centro de la sangrienta discordia que eleva la historia del libro a un dramático leitmotiv. Lucille (Jessica Chastain) que imagina Del Toro es violenta y agresiva, en contraposición con la cerebral y compasiva Edith de Mia Wasikowska. Entre ambas, la lucha parece dirigida a una versión del miedo signada por una batalla emocional de monumentales proporciones.
Al final, la película de Del Toro muestra lo mejor del drama gótico y lo hace a través de una imagen radiante: Lucille acaba convertida en una presencia espectral que domina la vieja propiedad familiar y únicamente, es percibida por Edith o en todo caso, encerrada bajo un pacto de silencio que incluye a ambas mujeres de manera mortal. A diferencia que Thomas — amado por ambas y centro de la discordia sangrienta — que se transforma en una imagen ambivalente destinada a desaparecer muy pronto, Lucille permanece en la casa entre la oscuridad, lo suficientemente fuerte como para pulsar las teclas del piano. El instrumento (símbolo de poder y tradicionalmente considerado una forma de expresión de la belleza femenina y masculina) sitúa al personaje en mitad de una mirada dolorosa sobre la permanencia.
A la búsqueda de los terrores exquisitos
Según escritor Lytton Strachey en Victorianos eminentes (1918) “Lo gótico nos recordó por poco tiempo la belleza de lo monstruoso”. Una versión del miedo a mitad de camino entre el deseo y algo más azaroso, una mirada a un tipo de amor peligroso y visceral. Una versión de yo escindida, sublimada y llevada a un nuevo tipo de portentosa belleza que aún resulta reconocible, perdurable y valiosa. Para Del Toro, la cualidad del monstruo es justamente esa noción de la realidad entre la fantasía y la belleza, una construcción cultural alegórica que muestra lo mejor y lo peor del hombre, como reflejo del monstruo interior que le habita.
En Shape of Water (2017) el maestro de los monstruo no sólo humaniza a la bestia sino que contrapone los códigos, cánones y roles para crear una visión múltiple y extravagante sobre lo humano, lo monstruoso y lo emocional. El resultado es una pieza de una profunda belleza argumental y visual, que evade lugares comunes sobre la aproximación a lo temible y lo inquietante, para crear toda una expresión sobre la capacidad del amor — y para la ocasión, Del Toro asume la definición más directa y emotiva del término — como elemento transformador, extraordinario y por completo redentor.
Por supuesto, Shape of Water es la suma de sus puntos más altos y algunas concesiones inevitables al estilo en ocasiones recargado y autocomplaciente del director. No obstante, Del Toro plasma en cada escena de la película su peculiar comprensión sobre lo monstruoso elaborada a través de ideas metafóricas perfectamente orquestadas con la atmósfera onírica que logra captar desde las primeras escenas del film. Desde la narración de Richard Jenkins que sirve de prólogo, el argumento elabora con cuidado un mapa de ruta hacia la convicción de Del Toro de la dualidad del hombre — monstruo que habita en cada hombre y mujer del mundo. Pero ante todo Shape of Water es una historia de amor articulada y construída desde cierta ironía exquisita que Del Toro construye con enorme cuidado y proverbial elegancia visual.
Usando el lenguaje de la fantasía con unos toques inteligentes de ciencia ficción, Del Toro modula una historia de enorme contenido emocional pero un trasfondo emocional que mezcla todo tipo de registros. Shape of Water pasa con enorme facilidad de la delicadeza visual a una enrevesada reflexión sobre lo que nos hace humanos y luego, una comprensión de inusual belleza sobre el poder de lo espiritual sobre los dolores universales y colectivos. La intención de Del Toro, es por supuesto, meditar y contravenir esa noción de normalidad que se asume inevitable (necesaria incluso) y lo hace a través de una madura poesía visual que por momentos emociona hasta las lágrimas.
La primera escena de Shape of Water marca su ritmo y también, su exquisita ternura argumental. Una larga escena onírica de muebles que se elevan ingrávidos hacia una bóveda celeste que no es más que ráfagas de agua turbia y delicadamente silenciosa. La secuencia es toda una declaración de intenciones: La cámara observa el prodigio de sobrecogedora belleza con paciencia y cuando el personaje Elisa Esposito (Sally Hawkins) despierta, la mirada de Del Toro, hace énfasis en los minúsculos detalles que expresan una profunda emoción y evaden una explicación sencilla. Porque en la rutina de Elisa hay un cierto fatalismo doloroso que sostiene el discurso levemente cruel y amargo de la película, oculto bajo una percepción extravagante sobre la identidad. Elisa es muda y también, se encuentra atrapada en un trauma evidente que petrificó su vida emocional desde el dolor hacia una mirada anodina sobre que le rodea.
El personaje está atrapada en un dolor antiguo e inquietante, que las cicatrices visibles de su cuello expresan como un horror inexpresable. Al otro lado de su historia, el personaje de Doug Jones — un monstruo inquietante de aspecto humanoide también mudo y cuyo origen se explica con lentitud e inteligencia a lo largo de la trama — parece reflejar la soledad y el violento desarraigo de Elisa. Juntos, crean un arco argumental que se sostiene sobre la exquisita expresividad de ella y la imponente dulzura de él, envueltos en un halo de ternura extraordinaria que brinda a la película un inusual tono dramático pero perverso de enorme efectividad. Entre Elisa y el monstruo hay un secreto — un lenguaje privado, cosa que Del Toro deja claro de inmediato — y a través de ese sencillo vínculo, la historia avanza con una firmeza que evade los clichés del género fantástico y transforma la historia de amor en un alegato sobre la diferencia y el dolor.
Ambientada en la década de los sesenta, “Shape of Water” crea parábolas intencionales sobre el fanatismo, la paranoia colectiva, el temor al otro y sobre todo la naturaleza del prejuicio. Con el mismo tono crítico de obras semejantes (la influencia de la saga de X Men de los autores Stan Lee y Jack Kirby es indudable) “Shape of Water” analiza la exclusión, el miedo y la discriminación con una inteligente elegancia que se agradece. No sólo utiliza la figura del monstruo como metáfora directa sino a sus magníficos personajes secundarios para crear un ambiente creíble sobre la segregación y el rechazo. La adorable Octavia Spencer reflexiona sobre la cualidad del sufrimiento del marginado: su personaje es la glorificación sincera del horror del racismo, contado entre líneas en clave de cuentos de hadas. Por su lado, el Richard Strickland de Michael Shannon, insiste en un sentido enloquecido y desalmado de la normalidad. Entre todos, el miedo y la abrumadora noción sobre la discriminación se convierte en un duelo silencioso, nunca evidente y quizás el aspecto más poderoso del guión.
Lo que sorprende de “Shape of Water” es su combinación de códigos visuales con nociones de Ciencia Ficción pura y dura. Ambos extremos se completan entre sí y crean algo de magnífica belleza. El amor de Del Toro por los clásicos cinematográficos y la literatura gótica es más evidente que nunca en esta pequeña joya de silencios pausados y que sorprende por su franqueza, carente de cualquier cinismo. Para Del Toro, todos los referentes parecen mezclarse en una idea clara sobre el amor, la redención y el poder de los sentimientos. Además, Del Toro asume la labor de crear una correlación evidente entre los orígenes del monstruo cinematógrafo — el evidente parecido y paralelismo con la película “El monstruo de la laguna negra” ( Jack Arnold, 1954) — y sus inquietudes personales, para crear una percepción sobre el verdadero monstruo que se concibe desde lo moral y lo ético. “La criatura” (así se le llama durante buena parte de la película) no es peligrosa ni tampoco agresiva, a diferencia de sus captores, cuya violencia se muestra descarnada y temible. De hecho, la violencia se muestra bajo un lustre profundamente moderno, normalizada bajo lo cotidiana y construida bajo una determinada justificación abstracta y peligrosa. El personaje de Michael Shannon no es sólo una mirada sobre el poder y sus perversiones, sino también el dolor inquietante que se esconde sobre las múltiples maneras en que la ejerce.
Del Toro crea un cuento de Hadas moderno y lo lleva a extremos de asombrosa ternura, complejidad y también, una delicada perversidad que sorprende por su pureza. El romance entre la Dama muda y el Monstruo se mira desde la perspectiva de lo verídico y lo hace también, desde cierta decadencia triste que evade cualquier explicación simple. De la misma manera que los Dioses que cambian de forma, los sapos de la cultura popular que besan princesas y las criaturas misteriosas que despiertan el amor en delicadas princesas, los personajes de Del Toro están llenos de inocencia y buena voluntad. La contemplativa mirada del director sobre sus dolores y vicisitudes, actúa como un lento catalizador de una expresión del romance que rebasa cualquier mirada tradicional. De la misma manera que en la mayoría de las mitologías antiguas, El monstruo y la Dama de Del Toro aspiran al amor como una fuerza que les identifica, les reconoce y les confiere poder como símbolo. Una preciosa precisión que el director deja claro con enorme frecuencia dentro de la trama.
No obstante, lo más asombroso en la historia de Del Toro, no es su atípico romance, sino el poder con que la historia sustenta una fábula de amplias miras que medita con paciencia y buen pulso sobre temas Universales. En “Shape of Water” el amor está en todas partes, se crea a sí mismo, se sostiene como un perfecto mecanismo, entre una extrañísima y exquisita versión de la realidad y algo más puro, que supera la amarga conciencia sobre la mezquindad humana, que la película muestra como el verdadero enemigo a vencer.