Crónicas de las hijas de Lilith:
Las grandes olvidadas por el tiempo (Parte III)
Como Camille Claudel casi quinientos años después, Artemisia Gentileschi también temía al olvido y al anonimato. Pero a diferencia de la escultora, que desaparecería aplastada por la cultura y la época en que nació, Gentileschi se enfrentó como pudo a la idea de “solo desaparecer, puesto que ese es el deseo de los poderosos”. De modo que se esforzó durante toda su vida en dejar una huella, pero más allá de eso, en asumir la idea de su perseverancia y voluntad como algo más que un “defecto de carácter”.
Para cuando cumplió treinta años y después de haber sacudido la moral de su época con uno de los mayores actos de valor de los que se tiene constancia, escribiría que nunca conoció mujer “más dotada para las artes, con mayor voluntad y espíritu para la lucha” que sí misma. Lo hizo, en “una noche de tormenta, aterrorizada y fascinada por el sonido del trueno y el relámpago como hilos de belleza a través de una noche poderosa”.
Algo semejante volvería a escribir en 1655, un año antes de morir y luego de haber recorrido Italia con una vida que describió como “extraña, voraz, un monstruo vivo que jamás comprendió del todo”. Para Artemisia, la voluntad de vivir lo era todo. “Y la mía, fue siempre más fuerte, más enfurecida y más decidida que la de cualquier otra persona que conocí antes o después”. Tenía por entonces 72 años, se había convertido en una reconocida pintora y mecenas y además, en una rareza en medio de una cultura en la que la mujer no tenía rostro. Pero el de Artemisia era reconocido en todas partes. “Soy la cara de todas las mujeres, que antes o después de mí, han de vivir sin abrir los labios o incluso solo pronunciar su nombre”.
Unos días después, comentó a uno de los jóvenes ayudantes de su taller, que estaba segura “moriría a no tardar”, aunque no se encontraba enferma ni tampoco tenía especiales dolores físicos. Pero la pintora, que siempre había estado convencida del valor de su intuición, decidió dibujar un boceto de Nápoles, tal y como lo veía esa noche. También llovía, también había “el fuego radiante de los relámpagos que lo alumbraba todo” y una “rara belleza de despedida”.
Artemisia, que había sobrevivido a una violación, a la oposición de un mundo masculino a su talento, que era firme, fuerte y decidida, se despedía del mundo a su manera. En el boceto, se puede ver un perfil delicado de Nápoles y también, un pequeño diablillo que flotaba en medio de las nubes tormentosas. “El miedo está ahí siempre” escribió. “Sólo hemos de comprender lo necesario que es huir de él”.
Fuego en la vida y arte en la trascendencia
Una de las obras más conocidas de Artemisia Gentileschi, es un autorretrato, que pintó en el año 1649. Con el cabello corto y los labios maquillados, tiene un aspecto feroz y atemporal. Por la obra, se le acusó de blasfema — los autorretratos no estaban permitidos para las escasisimas mujeres artistas de la época — y estuvo a punto de llevarla a comparecer ante un tribunal eclesiástico. Aun así, no sólo pintó ese, en el que se plasmó con los ojos fijos en el espectador y el rostro decidido convertido en una máscara dura y llena de tensión, sino al menos cuatro más. Porque Artemisia, como otras tantas mujeres en épocas y momentos distintos de la historia, no solo tuvo que batallar contra la sociedad que la menospreciaba sino por el mero derecho de existir en una época — y una forma de pensamiento — empeñado en aplastarla bajo el anonimato de la mujer histórica.
Artemisia fue diferente en una época donde se pagaba muy caro, serlo. Pintora y libre pensadora, esa independencia de pensamiento, esa decisión irrevocable de confiar en su talento y vivir en consecuencia se convirtió en un peso que tuvo que llevar a cuestas como un “castigo silencioso, por el mero hecho de haber nacido con sensibilidad e inteligencia”. En palabras de su biografa Alexandra Lapierre “Artemisia rompió todas las leyes sociales y sólo perteneció a su tiempo. A la conquista de su gloria y su libertad, con su talento y su fuerza creadora se convirtió en una de las pintoras más célebres de su época y en una de las más grandes artistas de todos los tiempos”.
Según la autora, Artemisia se enfrentó no sólo a la sociedad que menospreciaba el talento de una mujer, sino que le disminuía a un papel secundario y casi infantil con el que debía conformarse. Por ese motivo, para Artemisia era de considerable importancia asegurarse un nombre en la historia, construirse un lugar a su medida. Siempre según Lapierre, Artemisia estaba decidida a “demostrar el poder de su natural instinto artístico como parte de su historia”. Sobre todo en una época donde el poder creativo femenino era considerado un estigma, una verguenza. Un tentación a la virtud.
El poder de la trascendencia
Artemisia Gentileschi, hija del maestro toscano Orazio Gentileschi, no solamente pintaba, sino que lo hacía prodigiosamente bien. Nacida en plena época de reformas y reconstrucciones, en esa Roma en Ruinas que apenas sobrevivía a los escombros del Imperio que había sido, se destacó no sólo por su técnica, sino su capacidad innata para aspirar al arte como mensaje, como vehículo de comunicación, cuando aún se consideraba la pintura como un placer hedonista, un placer inocuo de los sentidos. Eran los tiempos de la contrarreforma, con su reconstrucción del poder al servicio de la Religión, de los mecenas generosos y sensibles al arte, de las tropelías papales entre venenos y amenazas.
Pero Artemisia, se destacó por libre, por poderosa. Incluso de niña, cuentan los cronistas de la época que era una criatura traviesa, llena de energía y lo bastante elocuente para sorprender e irritar a sus mayores: “No se contiene en su talante, en su vivacidad peligrosa”, comentó uno de sus maestros, aturdido quizás por ese vendaval de pasión e inteligencia que debió ser la precoz Artemisia. Vivió una infancia feliz, en un hogar donde el arte lo era todo y justificaba cualquier exceso. A la muerte de su madre, a los doce años, está romana libre e impetuosa, supo que rompería los limitados estereotipos que la historia reservaba para la mujer por entonces: En lugar de virgen, esposa, doncella o prostituta, sería artista. Pintaría, por deseo y por capacidad, traduciría el mundo a través de su magnifico capacidad para observar y construir, desde el caos, una belleza casi dolorosa.
Su padre la apoyó, cosa extraña por la época. Lo hizo quizás, por la convicción que su hija seguiría pintando, incluso aunque no lo hiciera. A los 17 años, firmó su primer cuadro, con ese desparpajo suyo que la haría no sólo célebre, sino odiada en los círculos artísticos de su natal Roma e Italia entera. La obra se titula “Susana y los viejos” y ya se advierte en sus trazos — coloristas, vitales, una visión totalmente nueva de la luz que sorprendió a críticos y entusiastas — que Artemisia estaba dispuesta a construir el mundo pincelada a pincelada. La obra captura una escena inquietante, pequeña, en la que dos ancianos de mirada lasciva intentan seducir a una muchacha. En manos de un pintor menos talentoso o sensible, la obra habría parecido burlona, incluso carente de verdadera belleza. Pero gracias a Artemisia, la pequeña historia guardada entre pinceladas de luz y sombra, adquiere una majestad inquietante, una palpitante vitalidad que perturba. Y es que toda la pieza, parece anunciar, un pequeño desastre en puertas. Quizás como una predicción inquietante de lo que Artemisia viviría después.
El miedo y el terror como forma de belleza
Pocos meses después de este pequeña pero significativa declaración de intenciones — que una mujer firmara una obra artística se consideraba un escándalo, un irrespeto directo a la magestad esencial del arte — Artemisia fue violada por Agostino Tassi, un pintor que ayudaba a Orazio a decorar la casa del cardenal Scipione Borghese. Artemisia sufrió la humillación pública de ser acusada de “provocar” al pintor e incluso, de ser un símbolo de lujuria. Pero la pintora no se amilanó: no sólo rechazó la propuesta matrimonial de Tassi — que ofreció casarse con la joven y vivir con ella nueve meses para lavar su pecado — sino que además, apoyada por su padre, denunció a su agresor ante el Papa Pablo V, un gesto rarísimo por la época y que le acarreó repudio y rechazo. Toda Roma conoció entonces su deshonra: fue acusada públicamente de puta y su padre expulsado el gremio de pintores de la ciudad. Pero Artemisia mantuvo el espíritu en alto, jamás se doblegó al dolor de saberse distinta, de esa mirada irritada de una cultura que jamás podría perdonarle lo indomable.
Triunfó. Tassi fue condenado a cinco años de exilio y galeras pontificias — penas que nunca cumplió — pero que le hicieron huir de Roma, acosado por el escándalo. Entre tanto, Artemisia contrajo matrimonio con el florentino Pierantonio Stiattesi, quizás en un intento de proteger a su padre de los últimos ramalazos del escándalo que aún los estigmatizaba. Se marchó entonces a Florencia, quizás a encontrarse consigo misma, más allá del yugo de una Roma que la rechazaba por el mero hecho de atreverse a pintar. Y es en la corte de Cosme de Médicis, en la que conoce a Galileo Galilei: bajo su consejo, amistad e influencia, Artemisia no sólo renace de entre sus cenizas sino que logra lo impensable: se inscribe en la legendaria Academia del Dibujo.
Tiene 23 años, y fue la primera mujer de la historia que entra en el sagrado recinto de pintores y académicos. Para entonces, Stiattesi la había abandonado y Artemisia, irreductible, insistió en ser una mujer independiente. Su presencia causó revuelo, asombro y molestia. Pero de nuevo, su talento la precedió. Pero además, de inmediato destacó como pintora y lo que resultó más sorprendente para ella, como mecenas y maestra de artes. Pronto, toda la ciudad se asombró no sólo por sus pinturas, sino también con su capacidad para convertir su talento en una forma de enseñanza que atrajo a una buena cantidad de alumnos pudientes y apuntaló su fama.
Es en Florencia en donde Artemisia prospera y florece, se hace extraordinaria. En 1617, Artemisia se convierte en madre de tres hijos, pinta con frecuencia para los Médicis y además, sostiene una relación profunda, “exquisita, el amor de toda la tierra y la noche” con el noble e intelectual, Francesco Maria Maringhi, a quien declara “amar por enseñarle el poder del beso que sana y la piel que quema”. Al mismo tiempo, Artemisia no dejó de pintar un solo día. Magníficos frescos de belleza exquisita, con un realismo que asombra y desconcierta. “La mano de Dios mora en una mujer ¿Es un prodigio acaso o una aberración?” llegó a decir un pintor de la cercana Prato, inquieto y quizás envidioso de su magnifico trazo.
Un largo viaje al origen
Pero Artemisia volvió a Roma, entre 1620 y 1626, donde vive en una casa cercana a la Plaza del Popolo que un cronista de la época describe como “asombrosa por ser la casa de una mujer. Digna de un gentilhombre”. Para entonces, Artemisia se enfrenta con el dolor: su vida comienza de nuevo a sacudirse, a perder el sentido. Dos de sus tres hijos han muerto. Se separa de su marido. De nuevo, rechazada viajará a Venecia, donde vivirá tres años de éxito como una joya insólita en medio de un diminuto Reino extravagante. Luego irá a Nápoles, donde se pone al servicio de un ferviente admirador de su obra, el virrey español Fernando Enríquez Afán de Ribera, duque de Alcalá.
Es entonces cuando Artemisia construye su pequeño imperio, ese que trascendió todo límite y llega a nuestra era fresco y extraordinario: abre un taller en el que trabajan una docena de aprendices. Se hizo amiga amiga entrañable de Onofrio Palumbo y durante veinte años, se dedicó a educar. Porque Artemisia sabía que el verdadero poder del arte no sólo radica en lo que se crea sino en lo que se hereda. Su fama se hace cada vez más enorme, ingobernable, como ella misma. Destroza prejuicios, abre fronteras. El Rey Carlos I de Inglaterra la contrata y pasa dos años en Londres. Siempre pintando, siempre creando. Siempre transgrediendo a fuerza de voluntad los limitados terrenos de lo femenino marcados por su época.
Mientras sus contemporáneos pintan Iglesias y Capillas, Artemisia dedicó buena parte de su obra a coleccionista privados, que nunca exigieron otra cosa que una mirada a su talento. Se hizo no sólo reconocida, sino también admirada: Sus numerosas cartas y facturas que aún se conservan demuestran que fue una de las firmas más cotizadas de su tiempo. Pinto y creó, incansable: figuras femeninas, casi siempre desnudas, extraordinarias, opulentas. No había timidez alguna en ninguna de sus pinturas, mucho menos dolor. Sólo vida: extraordinaria, radiante. Quizás un fragmento del espíritu de su creadora.
Artemisia moriría en medio de la peste que asoló Napoles en 1656. La fiebre llevó a la muerte a toda una generación de artistas, en un inquietante preludio de lo que vendría después. Porque después de su muerte, Artemisia fue olvidada, en esa vorágine histórica que parece devorar la figura femenina con tanta facilidad. Tal vez, contra ese silencio secular luchaba Artemisia, no sólo con su obra, sino con su mensaje: Artemisia nunca pintó una sola escena casera. Todas sus obras pendulan entre un erotismo sugerente Algunas son de un erotismo dulcísimo. Otras son intensas, impetuosas y dramáticas. No hay una sola escena casera. Un reflejo de esa subversión de las ideas: Mujeres que tocan instrumentos, otras que asesinan y muchos homenajes a mujeres bravas: Cleopatra, Diana, la Galatea, María Magdalena, Judith, Dalila, Betsabé…Pero sobre todo, hay fe. Una irreprimible y profunda capacidad para aspirar a la esperanza y a la trascendencia.