Crónicas de las hijas de Afrodita

En la búsqueda de la mirada al tiempo, la identidad y el poder de lo creativo (Parte I)

Aglaia Berlutti
13 min readAug 1, 2022

La vida de las mujeres en el arte, siempre ha sido un misterio y también, una búsqueda de identidad que debe luchar y presionar contra la pesada pared de silencio que impone la historia. En el año 2019, la editorial británica Fitzcarraldo reeditó L’événement (“Happening”) de Annie Ernaux, un recorrido heroico de una escritora poco conocida a través de los grandes momentos femeninos. No se trata de un libro sencillo o que se lea con facilidad. En realidad, es una memoria compleja, en ocasiones abrumadora pero siempre muy vívida de sucesos en apariencia comunes que construyen algo más poderoso: la conciencia sobre la permanencia, la belleza y el tiempo en cualquier forma de arte.

Ernaux además, hace algo más: plantea la cuestión sobre el poder artístico de la mujer, una reflexión que suele ir aparejada sobre el talento, la visibilidad y el tono de lo femenino en el mundo artístico. El trabajo de la escritora de hecho, es una metaficción obsesiva sobre su propia vida: cada uno de sus cinco libros habla sobre circunstancias poderosas y dolorosas, a través del filtro del arte. Desde sus aventuras extramaritales, la muerte de su madre y la sospecha de sufrir cáncer de seno, Ernaux elabora un argumento sustancioso sobre lo que hace que una mujer desee contar su historia o narrar las historias ajenas. Lo resume en una única palabra “emancipación”.

En especifico, L’événement, cuenta la historia del aborto al que debió someterse en el año 1963, en términos muy semejantes a esa gran obra de la angustia femenina y el derecho a la decisión sobre el cuerpo como lo es Carta a un niño que nunca nació de Oriana Fallaci, el precedente más fidedigno y sincero sobre el tema. Tanto Ernaux como Fallaci, documentan, registran, narran y profundizan sobre el horror del cuerpo escindido, la decisión insoportable y al final, las implicaciones de una decisión que a menudo la mujer no toma o no se atreve a tomar. Tanto una como la otra, debaten sobre lo femenino asediado por la tradición, la noción del yo que aplasta lo conservador y un detalle, que une a ambas obras en algo más grande. La libertad. Para Ernaux, de la misma forma que para Fallaci, el aborto es una reafirmación cruel sobre el hecho que la mujer pueda tomar su propia capacidad reproductora como símbolo de algo más elaborado. Y traducirlo en arte (escritura, reflexión, crónica, testimonio) lo lleva a un sentido de perpetua existencia que plantea sus propias preguntas. Entre toda esa noción sobre el peso de la libertad, los dos libros analizan el poder femenino. Pero Ernaux, al final, va más allá que la línea que circunda las preguntas conscientes sobre lo puede o no hacer con el sufrimiento aparejado a la independencia. “El aborto me demostró que toda mujer esta sola, en las grandes decisiones y cuando decide ser, en lugar de sólo existir”. Un poco después, la escritora admitiría que la historia de Fallaci, también enlazó el dolor con la búsqueda del bien existencialista, en forma de noción sobre la identidad.

Esa única confesión, impresionó a la directora francesa Céline Sciamma, quien admitió que el libro L’événement no sólo inspiró su película Portrait of a Lady on Fire” (2019), sino que dotó al argumento de cierto aire de poder misterioso que Ernaux describe con exquisito pulso y Fallaci refuerza. La película de Sciamma, cuenta una historia de amor lésbico, ambientada en un punto remoto de Bretaña, durante el siglo XVIII. De hecho, una de las escenas más incómodas, extraordinarias y dolorosas de la película, es una reinvención obvia del derecho sobre el cuerpo y la capacidad del arte para expresar el poder femenino. En ella, tres mujeres se sientan juntas en una cama, de cara al fuego en medio de lo que parece ser un vendaval que golpea las ventanas y los postigos y hace que la sensación de aislamiento — que la directora transmite a través de juegos de luces y sombras — sea más evidente que nunca.

Para Sciamma, es de considerable importancia enlazar la idea del dolor emocional, con la percepción de lo femenino como una pared infranqueable que aplasta y aísla al individuo. De allí que su narración, tenga un acento insistente en la posibilidad de asumir la carga de lo que supone ser mujer en una época de restricciones y además, una que está transgrediendo las finas y dolorosas líneas de lo que se encuentra sujeto al género. La imagen que la directora crea para sustentar un discurso semejante es arrolladora: Héloïse (Adèle Haenel), hija díscola y que está a punto de contraer matrimonio con un desconocido, está sentada junto Marianne (Noémie Merlant), una artista contratada para pintar el rostro de Héloïse en beneficio de la curiosidad del futuro prometido que aun no le conoce. Pero el retrato — la intimidad del arte — les ha convertido en amantes. Y la escena lo pone en relieve con un delicadisímo rayo de luz que las une a ambas. La tercera mujer es Sophie (Luàna Bajrami), la más joven de las sirvientas de las casa y que acaba de practicarse un aborto, un procedimiento misterioso al que sometió a manos del herbolario local. Las tres guardan silencio, las tres miran al fuego, hasta que Marianne rompe la tensión, enfurecida y abrumada por algo que sale fuera del cuadro pero es que es fácil de analizar a través de una línea consistente. ¿Quién comprende el dolor de un romance destinado a la tragedia de origen y el sufrimiento de una mujer que fue violentada por un abortista? Nadie, parece decir Marianne, con el rostro tenso, la boca convertida en una línea tensa. Nadie.

Entonces la pintora hace algo asombroso: le pide a Sophie se tienda de la misma manera en que se le practicó el aborto. Lo hace con voz seca, dura. Un tono neutro que parece sugerir que en ese pequeño espacio, desapareció las reglas y convenciones que deben soportar por el mero hecho de ser mujeres. “Vamos a pintar” dice y toma el pincel. El sonido del viento se hace más poderoso, más firme. Y Sciamma logra no sólo que una tensión de extraordinaria belleza una a los tres personajes sino enviar un mensaje directo: el arte libera, el cuerpo es sólo una condición y la trascendencia, una búsqueda de independencia.

¿Se trata de una película reivindicativa? Lo es, por supuesto e incluso, la misma directora lo admite: para ella, su obra es un “manifiesto sobre la mirada femenina”, lo cual convierte al film en un gran escenario de imágenes desdibujadas en las que apenas es notoria la existencia de lo masculino. Son las mujeres las que llevan la voz y el tono de la narración y son las imágenes de las mujeres, las que trascienden la cierta quietud onírica que Sciamma crea a través de una efectiva combinación de una atmósfera enrarecida y un uso preciso de los silencios. La tensión en “Portrait of Lady on Fire”, es una búsqueda coherente y constructiva sobre la necesidad de elaborar un recorrido por los elementos que sostienen a la mujer como elemento histórico.

Todo el argumento se sostiene sobre la mirada: lo que se mira y a quien se mira, la luz que ilumina u oculta, la belleza que se anuda a percepciones más profundos sobre las disertación formal sobre la mujer como parte de un hecho histórico. Los dibujos de Marianne — detallados, a menudo inusuales pero sobre todo, elaborados a partir de la particular mirada de la artista — abre la película y también, enlaza una percepción sobre lo absurdo de esa no existencia femenina. Héloïse apenas aparece más allá de los dibujos, pero a la vez lo es todo. La historia — que se cuenta a través de dos líneas temporales — asume la existencia como un acto voluntario en el que el amor y el deseo, se extrapolan para sostener la noción sobre la vida como algo más que una percepción del bien y del mal. Sciamma, conduce con cuidado al ojo de la cámara, convertido para la ocasión en un testigo de la conexión erótica entre las mujeres y la convicción que ese placer y deseo carnal, es también una manifestación de la capacidad física de crear. Pero obviamente Portrait of a Lady on fire no se atiene a las líneas habituales de films semejantes, que idealizan a la mujer como musa o quizás, inspiración tangencial del amor idealizado. En el argumento del film la devoción, la lujuria y la construcción del hecho creativo está más allá del género, de la especulación sobre las restricciones de la mujer en medio de una época limitada y limitante, pero también en la manera en que reflexiona sobre la posibilidad del poder.

Sciamma no necesita mostrar a los hombres para narrar de forma sutil el peso del patriarcado sobre sus personajes. Tampoco cae en la tentación de elaborar un discurso en el que deba justificar, rechazar o señalar la existencia de la influencia de lo masculino sobre la idealización de la mujer. Héloïse se casará con un desconocido, sólo porque su hermana saltó desde los ricos que rodean su casa para evitar hacerlo. La película muestra el hecho como algo que ha ocurrido tantas veces, que no resulta sorprendente a pesar de su crueldad. Cuando su madre le hace traer del convento en que está confinada para asegurarse que finalmente, el ventajoso matrimonio le permitirá a la familia sobrevivir, la línea de la narración deja entrever el pasado y el futuro. Sobre Héloïse pesa la condición de “salvar” a la familia y también, la de ser moneda de cambio en medio de una transacción en la que no tiene voz ni voto. No se queja ni tampoco expresa mayor inquietud al respecto, sino que acepta lo que ocurrirá con la connotación simple de lo inevitable. En contraste, Marianne es poderosa: heredará el estudio de su padre, será pintora, es políglota. Pero entre ambas mujeres (la víctima de una línea inevitable de exigencias) y la que lucha contra el mandato histórico, existe un vínculo, una versión de considerable importancia sobre la posibilidad de la identidad.

Portrait of a Lady on Fire sostiene un cuidado discurso sobre el artista, el sujeto que se beneficia sobre los placeres del artes y la condición de lo artístico como puente para la sublimación de la capacidad personal. Tanto la pintora como la modelo, sufren y sostienen la misma mirada sobre la oscuridad interior y la pérdida de lo que las define como individuos, en el afán del mundo a su alrededor por exigir un comportamiento basado en los límites. Pero ambas, encuentran las grietas para mirarse una a la otra, para escalar hacia la belleza, para lograr asumir el poder del arte como vehículo de un tipo de comunicación más antigua y primitiva.

El sonido del mar, un piano en medio de las sombras

A la directora Jane Campion se le relaciona en la actualidad y casi de manera exclusiva con el espléndido film El poder del perro, estrenado por Netflix el año pasado. No obstante, su incesante y complejo diálogo visual con el espectador es un precedente imprescindible a la hora de analizar el papel de la mujer en el cine y sobre todo, esa manera original en que la directora analizó lo cinematográfico a través de cierta rebeldía visual que aún resulta original. Antecedente inmediato para la obra y el discurso de Sciamma, Campion es también la primera puerta hacia la concepción de la libertad artística como un poderoso fenómeno de poder. Para la mitad de la década de los noventa, Campion ya meditaba sobre lo artístico, el sexo y lo artístico como puente hacia la expiación.

Por supuesto, a Campion se le ha llamado reaccionaria y la mayoría de las veces, feminista militante por esa facultad suya de enaltecer con enorme tino e inteligencia a sus personajes femeninos. Pero en realidad, la directora es además de todo lo anterior — que podría además, definir su sustancioso trabajo cinematográfico — una gran observadora. De su época, de su cultura pero sobre todas las cosas, de esas infinitas conexiones de la realidad que crean escenas. Por ese motivo, sus películas — que siempre fueron sometidas al debate y al escrutinio crítico — tienen un ligero aire anecdótico, casi onírico. Un elaborado lenguaje visual que se sustenta sobre esa necesidad de su autora de narrar a pequeños fragmentos sensoriales, las historias que mira, que captura, que intenta encajar en un Universo conmovedor. Porque para Jane Campion, lo que muestran las imágenes tienen tanto valor como lo que cuentan, por lo que su obra, tiene esa capacidad de trascendencia, de construcción de valores por encima de lo que simplemente se asume como mensaje frontal.

Para Jane Campion, el misterio de la identidad, se encuentra en los límites de nuestros cuestionamientos acerca del mundo interior. Lo deja claro, en ese paraje indómito y fronterizo donde ubica la película con la que más parece identificarse. Su película conocida El piano (1993) como pieza narrativa, transcurre en el extrarradio, en lo marginal de lo anónimo. El ritmo, lento y contenido, parece reflejar el mundo interior de Ada (Holly Hunter), ese inquietante personaje femenino que Campion dota con una intuición salvaje y una voluntad férrea. Nada parece ser casual en esta historia que avanza en una sincronía casi pesarosa: desde la visión de los paisajes abismales que muestran la soledad absoluta donde se mueven los personajes, hasta la manera como la autora dibuja a pinceladas breves y deliberadas, su carácter. Campion construye un diálogo interior incesante, simbolizado por la figura del Piano de Ada — esa primera visión del instrumento perdido sobre una playa solitaria sostiene por completo el lenguaje estético de la película — y sobre todo, por ese peculiar y poderoso vinculo de la mujer con la música. Un lenguaje a ciegas que brota de su interior como un torrente abrumador e indefinible.

Jane Campion tiene un gran integridad como artista y lo demostró en sus intrincadas historias donde el contexto parece ser una excusa para tratar temas universales de enorme complejidad. En su película Holy Smoke! (1999) la directora imprime su estilo visionario en cada toma, desde el exquisito colorido y los magníficos movimientos de cámara en las vistas de la India, hasta la primitiva fuerza de inmenso y azul cielo del desierto australiano y su atemorizante terreno. Pero a la vez crea un ritmo desenfadado y libre, que mantiene a la película saltando entre sentimientos extremos, ofreciéndonos fantasías al estilo Bollywood, pero sin dejar de enviar mensajes políticos sobre el papel de la mujer, el prejuicio por género que toda mujer sufre a lo largo de su vida e incluso, un libre cuestionamiento espiritual. Campion sabe hasta como pintar la compulsión de su heroína sin arrojar ninguna luz acerca de los impulsos espirituales que hay detrás del culto Krishna; en realidad, ella parece bastante atraída hacia ellos.

La directora jamás ha tenido interés en relatar el tipo tradicional de historias de amor: más bien trata de explorar las verdades del sexo y del poder, identificando las patologías que desfiguran nuestra psiquis y buscando valores que nos liberen y sanen. Esa exploración está condenada a ser caótica y algunas veces exasperantes, lo que explica que todas las películas de la directora tienen un paisaje de afilados y riesgosos saltos metafóricos. Y es precisamente esta combativa audacia lo que marca a la Campion como una de las pocas artistas que se respeta a sí misma de nuestro tiempo. Provoca incansablemente, nos fuerza a pensar en nuestra vida en lugar de interesarnos por criticarla.

Algo de eso se encuentra en la puesta en escena de El Piano, que no sólo asombra por su precisión sino también, por la manera como Campion — en su doble labor como guionista y directora — medita sobre la naturaleza humana dividida a través de una serie de pequeñas escenas de dolorosa belleza. La imagen de Ada y su hija atravesando un bosque impenetrable, completamente vestidas de negro y ataviadas con gorros y miriñaques, describe a la perfección el mutismo que se extiende en todas direcciones a partir de un sufrimiento inabarcable y que la Directora muestra en planos abiertos cada vez más lóbregos. Y ese es el ambiente insistente que transmite la película, escena tras escena, a través de esa violencia y calma sostenida, esa pasión que se adivina entre los bordes y que sugiere una agresividad insoportable y cada vez más profunda.

De la misma manera en que en Portrait of a Lady on Fire, Campion asume lo femenino desde la connotación de lo enigmático. De hecho Sciamma utiliza el mismo recurso que la neozelandesa para reflexionar sobre la mujer como un ser al límite de las sombras, cuando se resiste durante buena parte del primer tramo de su película a mostrar el rostro de Héloïse, a quien conocemos a través de los ojos de de Marianne. Esa doble impresión sobre el reflejo y la construcción de la memoria como un vínculo, es también un trayecto sobre la velada condición de la restricción que lo femenino fue durante buena parte de la historia occidental. El testigo y el observador se unen para crear una connotación sobre el poder — el que se esgrime a través de las decisiones y la necesidad de los personajes de someterse al dominio del hombre — que asombra por su dureza, pero también, su amplia capacidad para resumir el estereotipo de la mujer a través de las épocas.

Tal vez lo que más sorprende en la filmografía de Campion es como logra contraponer el rol de géneros de una manera original y la mayoría de las veces transgresora. Jamás lo hace de manera usual ni mucho menos comprensible. Un extremo que logró incomodar a más de un espectador y que hizo que sus película fueran llamadas “vulgares” en más de una ocasión. Mientras el cine tradicional mantiene la mirada fija sobre el cuerpo de la mujer, para Campion resulta aún más interesante, el hombre, como símbolo y como elemento visual. En El Piano La directora no se amilana: insiste en esa visión de Ada, indomable y cada vez más libre de todo prejuicio, ambivalente y desconcertada, pendulando entre el deber del lecho conyugal y la pasión que se la transporta, como la misma música, más allá de sí misma. Es entonces cuando Campion lleva la historia a sus cotas más altas: el sufrimiento mudo de Ada supera lo que superficial, lo apenas sugerido y se transforma en algo más. Porque Ada, a través de la música, el adulterio, la pasión, el dolor, la angustia y el cuestionamiento de si misma, escapa de los rígidos estándares de la época Victoriana que la define, que la recrea con sus peinados intrincados y el corset, bien sujeto que el personaje de Keitel desata a pulso en una liberación simbólica. La sexualidad de Ada entonces estalla, como una metáfora muy visible y casi perturbadora de lo que es la necesidad del deseo, sus motivaciones carentes de sentido. La fuerza y la intensidad se confunden y como si de una nota agudísima se trataran, llenan a un clímax mudo, hiriente y profundamente redentor

La película de Sciamma se concentra en los poderes de los silencios y las miradas, lo cual permite que la película tenga cierto aire contemplativo y sobre todo, una sensación extraña y dolorosa acerca de la naturaleza del amor, transmutado en un vínculo vital. Se ha insistido que toda la obra de la directora es feminista y lo es. No obstante, en realidad también puede interpretarse como una justificada alegoría sobre la libertad, el poder de la creación y sobre todo, los entresijos del deseo humano como una forma de construcción de una nueva visión de la conciencia. O después de todo, como diría Sciamma en una de sus cortas y siempre sustanciosas entrevistas: “Un pequeño dolor espiritual que llega a invadir la carne y brindar sentido a ese existencialismo esencial del que no podemos escapar”.

Una declaración de principios sin duda. O algo tan profundo como una necesidad de reivindicación.

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Aglaia Berlutti

Bruja por nacimiento. Escritora por obsesión. Fotógrafa por pasión. Desobediente por afición. Escribo en @Hipertextual @ElEstimulo @ElNacionalweb @PopconCine