Crónicas de las hijas de Afrodita:
La búsqueda de la belleza y el mundo sin nombre más allá del lente (Parte I)
La fotografía como documento suele analizarse desde la visión de la realidad como objeto inmediato y su trascendencia. O lo que es lo mismo: el valor concreto que puede captar. No obstante, la imagen es mucho más que su contenido obvio. Es una presunción sobre lo que se esconde detrás de ella, en sus márgenes y confines. Una noción concreta sobre la sustancia que compone la realidad.
Giséle Freund siempre fue una mujer reservada o en eso coinciden todos sus contemporáneos. Silenciosa, en ocasiones severa, incluso dura. No obstante, detrás de la cámara — o más bien, gracias a la cámara — afloraba una simpatía y una rara dulzura que sorprendía y sobre todo, seducía a quien posaban para su lente. Una mirada extraña, amplia y profunda sobre la naturaleza humana que lograba transmitir a sus retratos. Para Freund, fotografiar era una conversación. Un mensaje que se construía en raros intercambios silenciosos. Una comprensión de la identidad del otro a través no solo de la imagen — como reflejo — sino también, como idea subjetiva convertida en una alegoría formal.
“No puedo fotografiar a nadie sin conocerlo previamente. Necesito familiarizarme con su aspecto, con sus características físicas y psíquicas” dijo en una oportunidad Freund cuando se le preguntó sobre su técnica al retratar. Para la fotógrafa, el hecho de la imagen era algo más que un proceso mecánico destinado a registrar la realidad. Era un recorrido por los inusuales paisajes de la identidad del otro y los espacios blandos de la individualidad. Pero más allá de eso, Freund estaba convencida de que la imagen — como recurso y pieza artística — era una mezcla de opinión, visión y estructura visual destinada a prevalecer sobre lo obvio. “Nadie fotografía solamente lo que ve, sino lo que aspira a ver” insistió a lo largo de su vida. La expresión de lo humano, lo poderoso, lo pertinente a través de la imagen como documento de algo mucho más complejo que lo que se muestra primera vista.
Como fotógrafa, Freund estaba convencida de la importancia de la doble dimensión del discurso que se muestra. Tanto como para obsesionarse con los vericuetos y pequeñas trasposiciones de espacio y tiempo en cualquiera de sus retratos. Le obsesionaba ese misterio aparente en quien retrataba, los límites de su intimidad y su paisaje íntimo. Y quizás por ese motivo, su obsesión con el retrato se basaba en esencia con esa percepción de quien retrata como el centro y origen de la fotografía que se muestra. “No hay nada sencillo en la vida de alguien más y la labor del fotógrafo es comprender esa complejidad a través de los símbolos que reproducen los enigmas privados” escribió a propósito de su célebre fotografía del presidente francés Francois Mitterrand, con quién conversó por largas horas antes de fotografiar. “Tomas la cámara, miras a través del visor. Y entonces debes descubrir lo que el otro intenta ocultar. Abrir, capa tras capa, la metáfora que el otro guarda” añadió. Su fotografía del duro y distante presidente fue por años parte de la imagen internacional de Francia, pero sobre todo, uno de los pocas imágenes que muestra al ex presidente desde una óptica extrañamente cercana. “La foto se puede constituir en un elemento de conocimiento de la realidad, y puede ser, a la vez, documento, testimonio o reflejo de la realidad social, sin embargo en su origen una foto debe decirnos algo, incidir en nuestras fibras más sensibles” insistió la fotógrafa, luego de la experiencia.
De la cámara a la consecuencia: La fotografía como excusa para elucubrar sobre la realidad
Giséle Freund trabajó durante casi siete años con Robert Capa, de quién insistió había aprendido esa noción sobre la cercanía, la verdad y el documento visual inevitable. No obstante, el concepto del célebre fotógrafo distaba en esencia del Freund, a pesar de coincidir en lo esencial. Para la artista, fotografiar era un fenómeno de observación — de la misma manera en que lo era para Capa — y además, de asimilación y comprensión emocional, algo que el fotoperiodista evitaba a toda costa. “De Bob aprendí fundamentalmente a hacer reportajes universales, con validez para todos los países donde pudieran publicarse a través de la agencia Magnum”. Una percepción que parecía reflexionar sobre la necesidad de la fotografía como documento capaz no solo de mostrar la realidad, sino además, meditar sobre su circunstancia.
Sin embargo ¿qué ocurre cuando el motivo fotográfico es un rostro, la historia silenciosa que guarda? Para Freund la disyuntiva era mucho más compleja que la que su mentor podía suponer. Se trataba del retrato como una puerta abierta hacia la percepción del misterio humano como una obra y un hecho fotográfico de valor heterogéneo. Además, asumió el peso y el poder del retrato como una forma de analizar un tipo de circunstancia concreta. “Cuando fotografías, pero sobre todo, cuando retratas, la imagen es un espejo. Una historia que se cuenta a medias y que el espectador debe completar” insistió en varias oportunidades, como resumen y síntesis de su obsesión por la identidad humana como expresión fotográfica. Eso, a pesar de que tuvo que abrirse camino en mitad de la “edad de oro” del gran reportaje fotográfico.
La fotógrafa intentó combinar la percepción de la fotografía como hecho social con tintes artículos y la narrativa visual inmediata en una forma de construcción fotográfica por completo, nueva. Lo logró a medias: sus imágenes de la época son elaboradas visiones sobre el presente con pocas referencias a la profundidad conceptual con la que estaba obsesionada. Aun así, Freund supo encontrar un equilibrio entre ambas percepciones sobre la imagen como elemento referencial — “somos lo que mostramos” — y publicó con frecuencia en revistas históricas como Life. “En aquel tiempo todo el mundo quería ser reportero porque era quien se codeaba con los grandes personajes e incluso vivía como las grandes estrellas” comentó con sorna en una entrevista que resumía su paso por las grandes publicaciones “pero yo buscaba una cercanía inédita a las referencias sociales que llenaban las páginas. A veces, no las encontré”.
Esa reflexión sobre la imagen con más de un tipo de percepción, la acompañó durante toda su vida. Más de una vez, se catalogó a sus densos retratos “del alma” y se insistió en que la fotógrafa encontraba en la cámara “una concepción de lo humano tan denso como emocional”. Los retratos que realizó de James Joyce, Henry Matisse y Virginia Woolf no captaron únicamente las personalidades de los modelos, sino además, un tipo de elemental fragilidad que transformó las imágenes en icónicas. “Nadie está ajeno al poder de la cámara como lenguaje meditado sobre lo íntimo” dijo, al intentar describir su concepción del retrato como un testimonio de lo personal.
Freund además, fue una de las primeras fotógrafas en comprender la cámara como un arma y una herramienta para comprender el futuro. Luchó por mostrar y celebrar la dignidad humana a través de la fotografía, sino que comprendió que todo retrato es una profunda manifestación de principios e ideas. Tal vez por ese motivo, la fotógrafa dedicó buena parte de su vida a fotografiar a artistas y a escritores, entre quienes se cuentan André Malraux, Bernard Shaw, Walter Benjamin, José Ortega y Gasset, Colette, Diego Rivera, Frida Kahlo, Vladimir Nabokov, André Breton y Paul Valéry, entre otros.
Inmortalizó sus rostros pero también la comprensión de la profundidad intelectual y emocional que les distinguía. En esencia, sus retratos eran manifiestos de intenciones y también, una perspicaz mirada sobre la complejidad emocional de quienes posaban para ella. “No sé por qué los seres humanos se cubren los genitales cuando el rostro es lo más desnudo que tenemos” dijo cuando se le preguntó si podía resumir su forma de fotografiar en una sola frase. Para Freund, el arte del retrato era algo más que un género fotográfico. Era una combinación de lo estético y lo mecánico en busca de una composición intelectual sobre lo que nos hace humanos.
La percepción del yo, la comunidad etérea y la imagen elusiva
Gisèle Freund nació el 19 de noviembre de 1908 en Schöneberg, Berlín. A los dieciseis años, su padre le obsequió una fotografía para celebrar su buen rendimiento académico: Se trataba de una Leica, que apenas unos años atrás comenzaron a fabricarse en serie. Para la joven Gisèle fue descubrir un mundo nuevo, una aproximación de las cosas que nunca había supuesto podría existir. “Mirar a través de la cámara fue comprender que el mundo puede ser un reflejo de sus virtudes y defectos” escribiría después.
Sus primeras fotografías profesionales datan de 1932, cuando realizó un concienzudo seguimiento a las manifestaciones demócratas que se llevaban a cabo el primero de mayo Francfort, las primeras reacciones contra el incipiente nazismo alemán. Ya por entonces, las fotografías de Freund eran miradas atentas a pequeñas estructuras de la realidad: parecía más interesada en los rostros anónimos que formaban parte de la protesta que el impacto mismo del evento. Universitaria y rebelde — estudiaba Sociología y estaba comprometida políticamente con los defensores de la democracia — aquel primer trabajo fotográfico fue una puerta abierta hacia el análisis histórico y conceptual.
“Descubrí que fotografiar era una forma de mirar la realidad y además, asumir el peso de lo que creemos intrascendente” contaría después sobre la época. Por su activismo político tuvo que huir hacia París para evitar ser detenida. Corría el año 1933 y Hitler acaba de tomar poder. De pronto, toda oposición ideológica se convirtió en un delito. Le llevó casi dos semanas de terror y amenaza cruzar la frontera alemana. “París parecía un remanso de paz después de las semanas que acababa de vivir. Al parecer nadie tenía la menor idea de lo que estaba sucediendo en Alemania; nadie sabía nada de la brutalidad del nuevo régimen, de los campos de concentración, las persecuciones…”, explicó cincuenta años después, rememorando el incidente.
En 1935 Freund conoció a quien quizás sería su mayor apoyo durante los convulsos años del exilio: Adrienne Monnier, propietaria de la librería La Maison des Amis des Livres, quién la apoyaría en su carrera tanto en la fotografía con la sociología de manera decidida. Fue Monnier quien le presentó a la mayoría de los escritores que Freund inmortalizaría a través del lente. El primero fue Malraux: el retrato que le haría la fotógrafa le muestra con el rostro serio y un cigarrillo entre los labios, frente a una París que se desdibuja por los bordes. En la imagen, hay una intimidad sugerida que sorprende, pero sobre todo conmueve. De inmediato, la comunidad de intelectuales de la ciudad sucumbió a la fascinación por la manera de fotografiar de Freund. La fotógrafa se encontró en el centro neurálgico de Europa en plena transformación política y cultural. Uso la cámara para comprender sus límites y trascendencia.
Luego de terminar sus tesis doctoral en la Universidad, se dedicó casi por completo a fotografiar a los escritores del momento. Se trató de una labor lenta, concienzuda y con conocimiento de su importancia que la fotógrafa llevó a cabo desde una mirada casi antropológica. “En ocasiones, la historia es parte de nuestra vida. Lo sabía mientras fotografiaba en París” llegó a confesar.
Posiblemente por ese motivo, Freund sea más reconocida y recordada por su faceta como retratista que como escritora, a pesar de que su abundante reflexión teórica del medio es uno de los análisis más profundos sobre la teoría fotográfica que se haya escrito jamás. Fue autora de una serie de obras de referencia, como France (1945), Mexique Précolombien (1954), James Joyce, His Final Years (1965), Le Monde et ma caméra, y el que fuera su ensayo teórico-histórico más conocido y de mayor calado, La fotografía como documento social (Éditions du Seuil; París 1974). En las conclusiones del volumen, Freund reflexiona sobre la fotografía como elemento y percepción de lo social y lo cultural, más que un mero observador a distancia. “Sin la fotografía no hubiera existido ni el cine ni la televisión. Mirar cotidianamente la pantalla se ha vuelto una droga de la que ya no pueden prescindir millones de seres humanos. El inventor de la fotografía, Nicéphore Niépce, realizó desesperados esfuerzos para imponer su idea. Solamente obtuvo fracasos y murió en la miseria”.
Durante el resto de su vida, Freund insistió en que la fotografía es una razonada mirada sobre la realidad pero también, una emotiva comprensión sobre sus alcances. Una combinación extraña que le permitió conferir a la imagen una dimensión perdurable. “Una fotografía nunca puede decir más de lo que ve el fotógrafo. El verdadero valor de una depende de la habilidad del fotógrafo para seleccionar, entre un cúmulo de detalles que llaman la atención y que confunden a la vez, aquellos que le parecen los más característicos. Los conocimientos técnicos no son decisivos, lo más importante es saber ver”. Freund murió el 31 de marzo del año 2000 dejando a su paso la trascendencia de la imagen como documento emotivo, pero además una pulcra visión sobre la imagen como reflejo de un tipo de poderosa conciencia cultural. Sin ella, la historia de la fotografía no hubiera sido como es.