Crónicas de las hijas de Afrodita

De la noción del arte como espejo íntimo y otras formas de belleza (parte III)

Aglaia Berlutti
9 min readNov 24, 2022

(Puedes leer la parte II aquí)

En un capítulo del libro Camille Claudel, El irónico sacrificio (2001)de Danielle Arnoux, se cuenta que la escultora pasó casi tres meses del año 1913 encerrada en su casa taller de París. Le consumía lo que por entonces se llamaba “crisis nerviosas femeninas” y también, la pobreza. Apenas tenía el dinero suficiente para comer y de hecho, cuando se le encontró, estaba tan delgada “como para ser considerado su condición exánime un peligro para su vida”. Su padre estaba a punto de morir (y de hecho moriría en ese mismo año), su amante Auguste Rodin le ignoraba y varias de las piezas en las que había trabajado con más ahínco habían desaparecido o formaban parte del estudio del artista, sin que Camille demostrara su autoría.

Camille Claudel había sido una de las jóvenes promesas de finales del siglo XIX, una época en la que la mera posibilidad de una mujer dedicada a la escultura era un fenómeno impensable. Pero Claudel no sólo lo intentó — y logró cierta medida de triunfo — sino que además, llegó a destacar por su habilidad, talento y sensibilidad en un ámbito esencialmente masculino y reaccionario. Pero luego de un fugaz éxito, convertida a continuación en la jovencísima amante del célebre Auguste Rodin y por último, en una paria para su familia y la sociedad parisina, había terminado por ser execrada de cualquier círculo artístico y después, humillada de manera pública. Por último, las puertas de museos y conservatorios se habían cerrado para ella. Rodin la había rechazado por última vez y su familia, la había acusado de ser una verguenza.

Asediada por el agotamiento, la humillante condición de la pobreza y sin nadie a quien recurrir, Camille sucumbió al agotamiento físico y mental a finales de enero de 1913. Sufrió una crisis nerviosa en plena calle, huyó de todos los que quisieron ayudarle y al final, se encontró a solas, en el taller en el que había soñado crear y convertirse en un artista de renombre. A finales de febrero, cerró las puertas, tapió las ventanas. Un vecino avisó a la policía que “la mujer Claudel” estaba “sin duda fuera por completo de sus cabales”. Pero nadie fue en su búsqueda. Sola y confinada a un terror cada vez más cercano a la locura, Camille Claudel comenzó su largo descenso a los infiernos.

En medio de los uno de los inviernos más crudos de la década, la artista había pasado días enteros tendida sobre el suelo, aterrorizada por el miedo a la muerte, a la oscuridad poblada de alucinaciones y a la simple debilidad física contra la que no podía luchar. Los médicos que le atenderían después, insistirían en que sus problemas “y sufrimientos invisibles” le había destrozado de tal forma que arrasaron “toda posibilidad” de cordura. Pero Camille, estaba decidida a resistir sin ayuda de nadie, abandonada por su familia (que la repudiaba por su romance ilícito con Rodin) y de la sociedad de la época, que la consideraba poco menos que inmoral, por haber decidido ser la improbable combinación de mujer independiente y artista, cuando ambas cosas se consideraban “una infamia contra la moral”.

En una soledad angustiosa y voraz, Camille comenzó el que sería el último año de libertad de su vida, tendida sobre el suelo roto, rodeada de trozos de mármol en que podía adivinarse algunos intentos de crear belleza, incluso del caos. De esos meses borrosos, se conservan algunas de sus notas. “Sueño con crear una escultura capaz de narrar la oscuridad” escribió en una colección de papeles que luego su hermano conservaría para demostrar lo gravedad de su locura. “Me veo a mi misma, con el escoplo y el martillo, abriéndome paso hacia las sombras y dando a luz a la belleza”. Nunca llegó a hacerlo.

Tendida en el suelo del pequeño ático, luego de sobrevivir a duras penas un violento invierno, hambre y el escarnio público, Camille escribió una carta sin destinatario que se encontró junto a ella días después. “He luchado, he amado, he perdido. No dudaría en hacerlo de nuevo”. La hoja no tenía fecha y Camille la apretaba entre sus manos, cuando el 10 de marzo fue llevada a la fuerza al Hospital psiquiátrico de Ville-Évrard. Cinco meses después, su hermano, el escritor Paul Claudel la hace trasladar a Montdevergues, un sanatorio psiquiátrico del cual no volvería a salir.

Entre la cortísima lista de pertenencias que señala el oficio de admisión, se señaló una carta “sin fecha ni destinatario”, que la “enferma no deseaba soltar y por el bien de su cordura” no se le arrebató. Camille sería recluida sin derecho a visitas o la posibilidad de abandonar el manicomio por casi cuatro décadas más. Su madre y su hermano, asegurarían que era la única “posibilidad para conservar su vida”. En 1918, Camille escribiría a Paul “ya estoy muerta, aunque tú no lo sepas”.

Una vida a las sombras

Para el año 1914, era evidente que Camille Claudel estaba encerrada en un manicomio por razones más grotescas y menos claras que las de su salud mental. Su madre, que se había opuesto desde sus primeros años de juventud a sus intentos de dedicarse al arte, le escribió una carta en la que le aseguró sabía que “su renuencia a aceptar su condición femenina sólo le había conducido al desastre”. Habían transcurrido casi un año desde su reclusión y Camille había dado muestras de mejoría, pero ningún miembro de su familia le había visitado aún ni tampoco, respondido sus cartas “No me dejes aquí sola” escribió a Paul.

“Necesito salir de aquí, encontrar un motivo para seguir viva más allá de todos los horrores que he encontrado en estas habitaciones cerradas, los gritos de las enfermas, los horrores detrás de la puerta”. No recibió respuesta y de hecho, sus súplicas se hicieron más urgentes, desesperadas, enfurecidas. “Reclamo a gritos la libertad” escribió en 1915. “¿Por qué el odio me somete a esta reclusión inmerecida?” suplicó en 1916. Ni su hermano o su madre contestaron ninguna de sus cartas.

En 1917 sufrió una crisis “histérica” que provocó que los médicos de la institución le suministraran medicinas que en al menos dos ocasiones, estuvieron a punto de causarle una muerte dolorosa por intoxicación. Para 1920, la que había sido uno de los talentos más prometedores del final del siglo XIX, estaba reducida al silencio, mental y físicamente destruida, su nombre perdido para siempre.

Las escasas obras que había logrado crear en sus escasos diez años de trabajo, se encontraban escondidas, perdidas o confundidas en medio del colosal trabajo de Auguste Rodin. “Solo necesito mirar el cielo a campo abierto, es sólo lo que te pido ahora” insistió a su hermano a finales de 1921. Pero tampoco recibió respuesta. Uno de los médicos de la institución incluso se atrevió a enviar una carta a la familia, sugiriendo que contestar sería una “manera de propiciar mayor estabilidad espiritual a la enferma”.

Fue la única oportunidad en que su madre Louise Athanaïse Cécile Cerveaux, contestó una de las insistentes cartas que llegaban con desesperada frecuencia desde Montdevergues a Fère-en-Tardenois (Aisne) la comuna francesa en que vivía la mayor parte de la familia Claudel. “No saldrá de dónde se encuentra, ni habrá palabras para ella. La infamia de su reputación es una herida que debemos soportar, incluso la memoria de su pobre padre, que llevó a la tumba el corazón herido por su inmoralidad. No hay otro castigo que el que sufre por todo lo que hemos sufrido desde que abandonó el hogar”.

De hecho, fue Louise Athanaïse la que luchó hasta el último momento de su vida porque Camille Claudel jamás abandonara el manicomio. Lo hizo con un encono y una decisión férrea y fría, que sorprendió a sus contemporáneos e incluso, llegó a provocar críticas públicas. Hubo algunas notas en periódicos parisinos, que llegaron a comentar entre líneas la crueldad del último destino de la que se llamó “una de las alumnas predilectas” de Auguste Rodin, aunque la mayoría de los que formaban los círculos artísticos de la ciudad, sabían cuál era el verdadero vínculo que unía a Camille con el renombrado escultor.

Pero nadie intervino. De hecho, el destino de Camille se convirtió en una especie de historia siniestra sobre los vicios del arte. Se hablaba de su encierro de 1913, en el que se le había escuchado gritar por las ventanas, arrojar trozos de mármol a través de las escaleras del estudio, llorar por horas, tendidas entre las piezas de su trabajo que ella misma se encargó de destruir. Un cronista contemporáneo llegó a decir que “Camille Claudel estaba atrapada en un claustro misterioso mucho antes que las puertas del sanatorio se cerrarán a su espalda”.

Incluso Rodin, que insistió siempre que pudo que solo “era su alumna y ocasionalmente, su musa”, no hizo nada por evitar el sufrimiento de Camille. Para cuando cuando murió en 1917, Rodin había dejado claro que su sonado romance con la jovencísima aspirante a escultora, había sido un error “de la pasión y el asombro por el talento” y jamás llegó a decir otra cosa sobre ella, que no fuera “guardaba una real admiración por la promesa de su sensibilidad y capacidad para crear, incluso en situaciones adversas”. Incluso para Rodin, Camille se convirtió en una extraña, en una mujer olvidada por la historia y sometida al escarnio del asesinato.

En realidad, el destino de Camille parecía encontrarse definitivamente unido al hecho de haber sido la hija predilecta de Louis-Prosper Claudel, que fue uno de los pocos que insistió en que su hija tenía futuro en el mundo de las artes. Paul Claudel, después contaría en las escasas ocasiones en que se refirió a su hermana, que los enfrentamientos entre sus padres debido a la necesidad de Camille de demostrar su capacidad artística eran “constantes y la mayoría de las veces violentos”. Su madre estaba convencida que una carrera artística solo sería “un oprobio con el que la familia debería cargar antes o después” mientras que su padre, estaba sin duda deslumbrado por la pasión y la voluntad de su hija, que ya para los once años había demostrado su capacidad para el arte de una manera sorprendente.

La corta primavera en el asombro

A los catorce, logró esculpir un diminuto grupo escultórico que sorprendió al círculo artístico de su ciudad natal y a los quince, encontró la manera de participar en varios concursos en París, en dos de los cuales fue rechazada por ser mujer y en uno, logró una mención de honor que fue el primero de varios reconocimientos. La jovencísima Camille no tenía dudas que su destino estaba en las artes y de hecho, de la época de su adolescencia, data su frase “seré mármol o no seré”.

Para entonces, los enfrentamientos domésticos sobre la posibilidad que Camille cursara estudios artísticos en París eran cada vez más frecuentes y agresivos, en especial por la postura intransigente de Louise Athanaïse, que se negó en todas las oportunidades que pudo a la mera idea que su hija pudiera llegar a un salón de clases y recibir educación como cualquier artista de su época. Mientras Paul recibía un completo apoyo familiar para llegar a convertirse en un reconocido poeta, Camille tuvo que lidiar no sólo con la opinión de su madre sobre “su atrevimiento” de creer que “podía tan solo mostrar su talento” y encontrar una manera de vencer su resistencia.

También debió luchar contra la certeza de todos los círculos de arte con los que se relacionó, para demostrar que su intento por ejercer una rama artística relacionada con cierto tipo de combinación entre la fortaleza física y mental, además del talento, era posible. Para entonces, casi de dieciseis años, se esforzaba por dejar en claro que su predilección por el mundo artístico era más que una inclinación “desordenada de su naturaleza incontrolable”, algo en lo que su madre no dejó de insistir cada día de su vida.

Pero para Louis-Prosper, el talento de su hija era evidente. Tanto, como para solicitar el consejo del escultor Alfred Boucher, sobre cómo lograr que Camille lograra el reconocimiento debido. Boucher, que fue uno de los que admiró la primera gran obra de la futura escultura (una pieza diminuta que mostraba un abrazo apasionado entre un hombre y una mujer), insistió en que Camille podía tener un “buen futuro como ayudante o incluso, lograr verdaderos logros en el lugar correcto. Para su padre fue suficiente: un año después, la familia se trasladó a París y Camille ingresó en la Academia Colarossi, de las escasas que aceptaban alumnas del sexo femenino. “Estoy en el lugar que debí estar desde mi nacimiento” escribió una entusiasta Camille a Jessie Lipscomb, quien se convertiría en una de sus amigas más cercanas y en especial, una especie de puerta abierta hacia los círculos artísticos más exclusivos de París. “Estoy en busca de la mujer que quiero ser. Al final, esculpo mi vida como el mármol más blanco que podría encontrar”.

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Aglaia Berlutti

Bruja por nacimiento. Escritora por obsesión. Fotógrafa por pasión. Desobediente por afición. Escribo en @Hipertextual @ElEstimulo @ElNacionalweb @PopconCine