Crónicas de las hijas de Afrodita:
Clarissa Dalloway y la oscuridad interior. (Parte II)
(puedes leer la Parte I aquí)
El mundo pleno, extraño y diverso de un único instante.
En el libro Las horas de Michael Cunningham, que le valió a su autor un premio Pulitzer en 1999, Clarissa Vaughan comienza su recorrido por el mundo que deberá comprender a través de su mente, de la misma forma que el personaje de Virginia Woolf de quien hereda su primer nombre. Esta mujer en apariencia feliz y llena de asombro por el mero hecho de su satisfacción personal, debe comprar flores para una celebración y también, lleva a cuestas la carga secreta del dolor y un miedo recurrente, que la novela anuncia, pero no muestra del todo. Podría ser cualquier día de la vida de una mujer anónima de la ciudad. Y Clarissa, que debe comprar flores y ocuparse que el poeta Richard reciba el homenaje que merece, sale a la calle bajo el sol con la aspiración de hacer lo mejor que puede, de la manera más sincera que pueda.
Es la Nueva York del siglo XX y con toda seguridad, Clarissa no comparte preocupaciones con su homónima. Pero en realidad, las une un sufrimiento quemante que no se define de inmediato y que a lo largo de la novela, se vinculará al músculo que hace ambas, reflejos a la distancia de décadas una de la otra, sostengan un diálogo potente entre dos concepciones de lo que puede ser el mundo bajo la estratagema del cambio. Clarissa en 1920, necesita encontrar un lugar en el mundo. Clarissa, en 1990, necesita comprender por qué lo ha perdido. Cunningham utiliza el llamado “método mítico” de T. S Elliot para reflejar la estructura de Mrs Dalloway y también, la vida de Virginia Woolf, como una especie de juego de espejos en el que queda atrapada Laura Brown, madre de un personaje doloroso que nace de su renuencia a ocupar el lugar que Clarissa de 1920 asume como inevitable y que la Clarissa de Nueva York intenta ocupar. De hecho, en varias ocasiones, al personaje le llaman Mrs Dalloway, un apodo cariñoso que termina por ser un herida dura y complicada de sostener y que avanza hacia lugares más angustiosos de la psiquis del personaje.
Por supuesto, la novela de Cunningham profundiza en las obsesiones. En los recuerdos que se convierten en veneno, en el dolor que se hace insoportable, en los libros que se citan como elementos poderosos, en los poemas que narran la vida hasta el dolor, en el transcurrir del tiempo como una forma de asimilar la cordura y también, la angustia existencial. Cunningham hace pivoteos argumentales, hasta llegar a Richmond, en las afueras de Londres, lugar en que una ficcional pero creíble Virginia Woolf, escribe una novela llamada “Las horas”, destinada después a rebautizarse como Mrs Dalloway. En medio de esa percepción de la cronología que se desdibuja para construir una poderosa visión sobre lo que creemos, hacia dónde queremos llevar el límite de esa creencia y la forma de expresarla, se encuentra Laura Brown, atrapada en la maternidad, en un matrimonio tradicional, atormentada por la culpa por desear un tipo de libertad a la que no puede incluso nombrar de manera alguna, porque no tiene idea pueda ser real. Pero el tema de la novela en realidad es la necesidad de ensamblar a todos los personajes, líneas argumentales y narraciones, a través de una idea que se sostiene sobre algo más doloroso y profundo.
Es esa mirada a la identidad rota, a la búsqueda de razones y al sufrimiento — existencial, abstracto e incluso, sofisticado — lo que permite comprender a la mente de la Clarissa en Nueva York, como un reflejo del personaje que Woolf escribe y que encarna Laura, sin saberlo. Las tres mujeres coexisten en planos distintos, pero a la vez, se sitúan en la misma concepción sobre el temor y la plenitud, para llegar a algo más elaborado, poderoso y consistente. Michael Cunningham logra que su novela sea un tránsito entre todos los aspectos novedosos y rupturistas que Mrs Dalloway mostró como una expresión radiante sobre la naturaleza del miedo, la desesperanza y por último, un tipo de dolor discreto que Woolf logró elaborar como algo más contundente. Para su tramo final, la novela descubrió todas sus intenciones y es evidente que la muerte y el poder de la vida, deberán disputarse el protagonismo del discurso. Pero como sea, el tema continúa siendo el tránsito interior del personaje y los dolores oscuro que le habitan. La conexión esencial que a la novela con la intención de Woolf de narrar una historia a través de métodos poco comunes y sobre todo, abstractos.
Aunque sin duda fue una de las primeras en hacerlo, Woolf no fue la única escritora de su época en utilizar el método de profundizar en la psiquis de los personajes como un recorrido múltiple a través de la idea del mundo, que se presenta y se cuestiona a través de concepciones distintas sobre lo individual. DH Lawrence, Dorothy Richardson, Katherine Mansfield y Marcel Proust también comenzaron a reflexionar sobre el mundo interior de sus personajes de manera semejante y a especular, sobre la manera en que los personajes podían elaborar una mirada al interior de lo abstracto y la mente humana. Se trataba de una década propicia para hacerlo. En 1920, el psicoanálisis ya avanzaba hacia la percepción del subconsciente y las capas de identidad multiplicadas hasta el infinito, a través de los sueños, recuerdos y la fantasía. La ficción por tanto, era una forma efectiva de mostrar esas realidades que se enlazaban en dimensiones superpuestas.
De la misma forma, ya la filosofía de la época analizaba la identidad como una serie de fragmentos que se sostienen a través de la experiencia, algo que los artistas cubistas mostraron de forma visual y que permitió al arte, abandonar la idea de yo antropomórfico como la única de analizar el hombre y su circunstancia. De hecho Virginia tomó la decisión consciente de asimilar la repercusión de todas las teorías hacia algo más amplio; La combinación de voces y experiencias se enlazan para narrar lo que habita en el interior de los personajes pero también, que les llevó a ser quienes son. Si hasta entonces los personajes eran obras destinadas a desarrollar la acción, la nueva corriente de transformarlos en pequeños universos habitados por todo tipo de pulsiones, creó una manera por completo nueva de entender su trascendencia e importancia. Woolf dotó a Clarissa de una autonomía única, profundizó en sus recuerdos y recorrió a profundidad su experiencia sensorial. Para el final de la novela, Clarissa es un ser humano independiente a la historia que cuenta. Existe por el pleno derecho de las cualidades que la escritora le brindó como hecho individual. Todo un logro literario que en el futuro, tendría considerables repercusiones.
Clarissa tiene que comprar un ramo de flores.
Woolf escribió en uno de sus cuidadosos diarios, que escribir Las horas, después rebautizada como Mrs Dalloway, dos años completos. Que al principio, necesitaba que Clarissa estuviera lo “todo lo viva que la narración pudiera permitirle”, para expresar una serie de poderosas ideas sobre la época, lo femenino y también, la concepción sobre el individuo. Clarissa fue una excusa para elaborar una reflexión más elaborada sobre los matices de grises que habitan el tiempo interior, a la vez de sostener una narración que podría ser una crítica, un evento prodigioso sobre las pequeñas cosas y al final, una mirada asombrada sobre la percepción de lo efímero. Clarissa es muy pequeña, elemental, muy frágil. Es también un tránsito elocuente entre la percepción de yo escindido, además de la búsqueda de un tipo de consuelo que emana de una versión circunstancial sobre lo que sostiene la identidad.
Ya para finales de 1922, había una colección de cuentos titulada La fiesta de Mrs Dalloway” que mostraba a grandes rasgos la intención de Woolf de entender a Clarissa como una criatura que debía batallar en el cenagal de la incertidumbre. Entre sí, los relatos parecen complementarse pero en realidad, lo que logra es crear una ilusión de diferentes versiones de un mismo hecho, como si el personaje fuera capaz de sostener y subvertir el tiempo interior en una circunstancia más compleja. A principios de 1923 decidió que la novela no tendría capítulos con títulos, sino que sería un discurrir amplio de pensamientos, recuerdos y en especial, conclusiones casi accidentales, hasta construir la ilusión de una corriente espontánea de conciencia. Por ultimo, tomó la decisión que el transcurrir de las horas se midiera a través de las resonantes campanas del Big Ben. Por si todo lo anterior no fuera suficiente, Woolf profundizó en su personaje para ubicar su mera existencia en un espacio biológico: el reloj de la concepción y la maternidad se trasluce aunque no es fundamental, pero permite entender las decisiones y las percepciones de Clarissa. Su mecanismo interno — la mujer interna — está en la mitad de un ciclo rápido hacia la vejez.
Hay muchos símbolos de decadencia alrededor de Clarissa y eso también, es una declaración de intenciones sobre la propia Woolf, que comenzaba a sufrir los síntomas más severos de una depresión profunda y se consideraba “fracturada” en formas difíciles de explicar, sostener y analizar. A su alrededor, el mundo sigue un tránsito de normalidad fluido, como si la guerra — o cualquiera de sus consecuencias — no hubiesen ocurrido. Clarissa perdió su juventud, su belleza, su poder invisible como mujer atractiva, por lo que Woolf hace que el personaje tenga visiones y visitas recurrentes a lechos pequeños, formales e incómodos — que remiten a la imagen del ataúd — y a la concepción general de un mundo en ruinas que Clarissa deliberadamente evita mirar. Woolf, que vivió rodeada de mujeres parecidas y que de hecho, insistió en que cada una de las personas en su vida ignoraban el poder de la “oscuridad” brindó a su personaje, la oportunidad de evolucionar, crecer y hacerse más poderoso, algo que sin duda la escritora intentó sin lograrlo.
Alguien morirá en Mrs Dalloway y quizás el anuncio perenne de la vida y en esencia, de esa búsqueda de la razón para esa muerte, es la que hace el tiempo en la novela de considerable importancia. Un transcurrir hacia ninguna parte, un lento goteo de dolor, una mirada inquieta hacia ninguna parte. ¿Se describía Virginia Woolf a sí misma? ¿Entablaba un debate sin forma ni sentido hacia alguna región oscura de su mente que ya era casi incontrolable? Clarissa se hace las mismas preguntas, se cuestiona el sentido de la vida, se hace más compasiva y casi optimista, a medida que comprende que el mundo, cual sea su significado, continuará siendo parte de lo que busca y lo que trata de comprender. De la misma forma de Virginia Woolf, obsesionada con escribir, la soledad, el temor y el miedo. Perdida en la cronología dolorosa de lo que hace y sostiene su versión de la realidad y de lo que quiere expresar a través de ella.
Al final, tanto Clarissa como Virginia Woolf se miran en planos distintos, se comprenden una a la otra. Y quizás el personaje, sea la manera más evidente de entender el poder de la necesidad de la escritora por narrar su propia mente. El lugar más extraño que intentó crear y que sin duda, construyó como una expresión de profunda belleza que sostuvo su identidad, incluso en los peores momentos que padeció en su tránsito hacia las sombras.