Crónicas de las hijas de Afrodita

La voracidad, el tiempo y los terrores (parte I)

Aglaia Berlutti
7 min readAug 8, 2022

El apetito femenino — sexual, intelectual, físico — ha sido durante buena parte de la historia y motivo de discusión. La imagen tradicional de la mujer, implica y supone un cierto comedimiento: la frugalidad y lo discreto como una forma de definir entre líneas la abnegación. De forma que cuando una mujer tiene apetitos — reales, insaciables, quizás inconfesables — le rodea cierto aire de asombro, una especie de rudimentaria versión sobre lo femenino que resulta inexplicable para una cultura que imagina a lo femenino desde lo etéreo.

Tal vez por ese motivo, todas las mujeres en el ámbito del terror tienen hambre, sed y deseo sexual y mueren precisamente por eso. En el clásico de Ira LevinEl bebé de Rosemary”, la delgadísima y frágil protagonista comienza a comer a manos llenas, con una sonrisa febril y levemente enloquecida, una vez que concibe al hijo del demonio. De hecho, la escena de la concepción del futuro bebé maligno, es también una rara mezcla entre posesión, lo sobrenatural y deseo sexual. Rosemary se aferra al placer y de pronto, comprende — justamente por la intensidad de las sensaciones — que algo fuera de lo corriente está ocurriendo. “No es un sueño” jadea la aterrorizada Rosemary y abre los ojos, para encontrarse con lo inimaginable.

Por supuesto, hay un vínculo evidente entre el apetito y el deseo sexual. Desde la Diosa Inanna, hasta todas las encarnaciones de Afrodita, lo sensorial y lo erótico está firmemente unido a los placeres hedonistas de comer y beber, lo cual construye un vínculo muy estrecho entre el hambre y cualquier manifestación de la lujuria. Muchos de los rituales dedicados a Divinidades asociadas al sexo y a la fecundación, tenían el componente de una mesa abundante llena de manjares suculentos. Para los romanos, tan prácticos y sobre todo, tan convencidos de los deseos mundanos, las orgías estaban precedidas por banquetes en los que el vino y manjares exquisitos corrían en medio de violentos actos sexuales de toda índole. Para el mundo antiguo, el acto de comer y la noción de la sexualidad eran una misma cosa.

La confluencia simbólica se mantuvo más allá de la llegada del catolicismo y ya por el siglo II, la Iglesia condenaba “los grandes banquetes, como puerta abierta al pecado”, una percepción que se extendió a las órdenes religiosas a las que se les exigía frugalidad además de celibato. El ayuno pasó a ser parte de todo tipo de rituales religiosos y una forma de compromiso clerical y dogmático profundamente relacionado con la privación sensorial. Los Santos y Santas solían renunciar a todo placer mundano, lo que incluía por supuesto, los apetitos de la carne y por extraño que parezca, los que se satisfacían en la cama.

De modo, que el salto de la imagen de la mujer hambrienta como criatura pecaminosa o terrorífica fue cuestión de tiempo e interpretación. La Eva inocente que extendía la mano hacia el árbol de la sabiduría del bien y de mal, se convirtió de pronto en el símbolo vivo del pecado, en una mezcla de nociones sobre el apetito que condena tan evidente como violento. En la mayoría de los retablos medievales, una Eva seductora y completamente desnuda, muerde la manzana para mostrar no solo su desobediencia, sino su hambre. La combinación entre ambas cosas, creó un arquetipo tan antiguo como inquietante: el de la mujer que devora, mata, engulle, destroza.

El hambre peligrosa

En una de las escenas más inquietantes del libro American Gods de Neil Gaiman, la Diosa Bilquis devora con su sexo a un incauto, en una reinvención inquietante y magistral de la vagina dentata lleva a una dimensión por completo nueva. Una imagen que ha acompañado a los temores de la sexualidad femenina por siglos enteros.

La expresión “Vagina Dentata” se traduce literalmente como “Vagina con dientes” y proviene de un conjunto de mitos que insisten en que la vagina de la mujer puede ser peligrosa. ¿Cuán peligrosa? El escritor Eric Neumann lo resume en una inquietante imagen en su libro The Great Mother: “Un pez habita en la vagina de la Terrible Madre, el héroe es el hombre que derrotándola, rompe el diente de su vagina, y le fornica”.

Esta visión parece sugerir que la sexualidad femenina es, cuando menos, una amenaza al hombre capaz de ser incluso nociva: esa vagina dentada mutila directamente la sexualidad masculina y, si nos atenemos a la percepción ancestral de que la sexualidad de la mujer se considera poco menos que prohibida, el mito de la Vagina Dentata sugiere la independencia del placer. Tal vez por ese motivo este extraño mito de la vagina que devora, consume y destruye al falo parece un intento de dejar claro que la mujer sexual puede ser un monstruo imposible, como puede leerse en Vulva. La revelación del sexo invisible, de Mithu M. Sanyal.

Así, mientras el falo es un símbolo de poder, la vulva (como se suele llamar indistintamente a cualquier parte del aparato genital femenino) es un símbolo de misterio que produce recelo y desconfianza en la medida que sólo se mira como un atributo vulgar de esa sexualidad desconocida de la mujer.

No es casual que la vulva femenina nunca sea representada con la concreción de la figura del falo masculino, que trasciende lo anatómico para convertirse en ideograma, mientras la vulva se resume a un agujero. Durante siglos, la vulva se consideró como una mutilación, una aspiración a la genitalidad masculina. De hecho, la palabra vulva proviene del latín “volvere”. En otras palabras: para la sabiduría empírica la vulva no es más que la envoltura de algo más, ya sea el pene o el futuro hijo, y nunca una parte del cuerpo de la mujer por derecho propio.

Hablar sobre la vulva no es sencillo ni que se aborda fácil. Para el hombre, parece ser más sencillo exhibirse desnudo: desde la Grecia Clásica, el genital masculino ha representado poder y fuerza, lo cual es comprensible. En la visión primitiva de sexo, el hombre que penetraba simbolizaba el poder del macho de la especie. Con la mujer, la cosa es distinta: tal vez sea deba a un asunto meramente practico: los genitales femeninos permanecen ocultos, entre la piel, el pudor y la simple ironía de guardar — bajo puertas casi secretas — el deseo femenino. Aunque las diosas de todas las épocas han mostrado sus exuberantes pechos desnudos, muy pocas muestran lo femenino a un nivel verdaderamente íntimo. Más que oculto, el sexo de la mujer parece haber sido invisibilizado.

El anatomista Andreas Vesalius insistió en que la vulva no era otra cosa que un pene invertido. Una deformidad asombrosa de una biología que aspira a la “perfección” y cuya única manera de entenderse es a través de la del varón. Prospero Bergarucci, discípulo de Vesalius, intenta explicar la extraña apariencia del genital femenino, además de su aparente inutilidad. Lo hace en Chirurgia Magna in septem libros digesta: in qua nihil desiderari potest, quod ad perfectam, atque integram de curandis humani corporis malis, methodum pertineat (1568): “A sabiendas de la inconstancia y soberbia de la mujer, y para contrarrestar así su permanente anhelo de dominio, la naturaleza le dejó las partes sexuales en su interior para que, cada vez que esta piense en su presunta carencia, deba volverse más pacífica, más obediente y finalmente más pudorosa que cualquier otra criatura en el mundo”.

Siglos después surge la idea de que cuando se admite y se asume que la mujer carece de falo, surge la hipótesis de la necesidad inmediata de tenerlo. Según Sigmund Freud, una vez que la mujer descubre que no tiene pene y que esa vulva misteriosa no puede compararse a la plenitud del falo masculino, desarrolla la por él llamada “envidia del pene”. En la cultura occidental post-psiconanalítica parece que la mujer no puede disfrutar de su divino sexo sin compararlo con el masculino o sin aspirar al falo como símbolo del poder perdido.

La vulva de la mujer es un castigo y quizás la única manera de aspirar al perdón, sea dando a luz un hijo varón, que es la manera como el psiquiatra austriaco insiste se consuela esta envidia ancestral por la sexualidad masculina. Todo una maraña de símbolos que parecen superponerse unos a otros para demostrar esa pequeña comprensión del sexo femenino, y más allá, el misterio de la mujer.

Sin embargo, en algún momento de la historia del pensamiento un artista provocador como Gustave Courbet replanteó al mundo el enigma femenino. La mujer que concibe Coubert no despierta ternura ni muestra fragilidad: es portentosa.

En su cuadro más conocido, El origen del Mundo (1866), muestra una visión casi anatómica del sexo de la mujer: la figura yace de piernas abiertas, con el sexo visible y expuesto, dejando al observador sin oportunidad para esconderse. Pero a pesar del hecho artístico, el sexo de la mujer no deja de esconderse: El origen del mundo estuvo mucho tiempo oculto, incluso luego de haber pasado a formar parte de la colección de Musée d’Orsay de París, donde no estuvo expuesto sino hasta hace relativamente poco tiempo.

Quizás sea Camille Paglia, en su libro Sexual Personae (1990), quien tenga uno de los mejores resúmenes del mito mezclado con la amenaza: “La vagina dentada no es una alucinación sexista: cada pene es disminuido por cada vagina, del mismo modo en que la humanidad, varón y hembra, es devorada por la Madre Naturaleza”.

Si bien forma parte de la inquietante y confusa visión de ese juego de géneros que envuelve esa visión demonizada de la mujer: la expresión inaprehensible del pecado femenino devorador como una sexualidad que se reprime y debe controlarse por peligrosa, Paglia va más allá, sobre todo cuando utiliza un fragmento de A contrapelo (1884), de Joris-Karl Huysmans: “Un hombre es atraído magnéticamente hacia los muslos abiertos de la madre naturaleza, hacia las ensangrentadas profundidades de una flor carnívora de hojas afiladas como sables”

Esa flor de pétalos misteriosos, nacimiento del mundo, divinidad escondida, hermosura inquietante es, también, poder devorador. De una aromática flor de dientes muy afilados a una insinuación del temor hacia el misterio de lo inexplicable: eso que es los esencialmente creador. Una relación inmediata entre el deseo, la dominación y sobre todo, un tipo de violencia muy refinada.

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Aglaia Berlutti

Bruja por nacimiento. Escritora por obsesión. Fotógrafa por pasión. Desobediente por afición. Escribo en @Hipertextual @ElEstimulo @ElNacionalweb @PopconCine