Crónicas de las hijas de Afrodita.

Crear, creer, construir y al final, la libertad.

Aglaia Berlutti
9 min readMar 24, 2021
Réplica de las manos de Robert Browning y Elizabeth Barrett en bronce. El único regalo de bodas que se permitieron al llegar a Florencia.

(Puedes leer la parte II aquí)

En enero de 1845, el ambicioso y prometedor escritor Robert Browning escribió una carta a la ya reconocida poeta Elizabeth Barrett. “Amo sus versos con todo mi corazón, querida señorita Barrett” escribió. Elizabeth no contestó de inmediato. Pero cuando lo hizo, la conversación “interminable entre ambos” se convirtió en una historia de amor que además, fue una curiosidad cultural y social. Él era joven, uno de los hombres más atractivos de Londres, también uno que ya había despertado la curiosidad de buena parte de los lectores con su obra temprana. Pauline: A Fragment of a Confession (1833), Paracelsus (1835), Strafford (play) (1837), Sordello (1840), Bells and Pomegranates No. I: Pippa Passes (1841), Bells and Pomegranates No. II: King Victor and King Charles (1842) se habían convertido en auténticos éxitos de crítica y público. Tenía un amplio círculo de seguidores y también, una carrera asegurada en varias editoriales, que se disputaban el privilegio de publicarle.

Pero Elizabeth no sabía gran parte de eso. Sólo sabía que “Robert era brillante, que podía describir su mente con exactitud. Que ambos, compartían la misma mirada sobre el mundo”. La conversación epistolar que comenzó Robert, se extendió a un apasionado romance a través de 20 meses y más de doscientas cartas. De hecho, la colección de cartas se considera tan valiosa, importante y poderosa como la que compartieron John Keats y Fanny Brawne. Pero a diferencia de los trágicos amantes, cuya historia culminó con la muerte del poeta, la historia de Elizabeth y Robert acabó en uno de los grandes romances del siglo XVII, además convertido en un mito literario por derecho propio.

Al principio, Elizabeth intentó recordar a Robert lo inevitable: su padre jamás le dejaría casar con el escritor. Además, carecía de dote, no era una mujer “muy agraciada” y además, estaba tan enferma como para temer no sobrevivir a “a la década”. Elizabeth admitiría que después de una carta en la que particularmente hiriente y directa “no viviré y mi edad, me hace ser poco apetecible”, lloró por horas, convencida que Robert, desairado, no contestaría de nuevo. Pero no sólo contestó, sino que redobló sus esfuerzos por “hacerle llegar su amor”. A partir de entonces, el amor entre ambos se hizo más apasionado, intercambiaron retratos y al final, pudieron encontrarse de manera muy fugaz antes que se cumplieran dos años de haberse conocido. “Y entonces ocurrió, supe que Robert estaría en mi vida y yo en la suya, para siempre”, escribió después. El escritor, por su parte, que jamás había tenido dudas sobre lo que deseaba, le propuso matrimonio de inmediato. Ella lo rechazó. Volvió a hacerlo y finalmente, Elizabeth aceptó. “Mi padre no lo permitirá”. Robert se burló de la severidad de Edward. “Mi intención no es contraer nupcias con Mister Barrett”.

Tal y como Elizabeth suponía, su padre Edward Barret se opuso a la posibilidad que contrajera matrimonio “con un muchacho mucho más joven y además, escritor”. Robert tenía seis años menos que Elizabeth y para Edward, se trataba de algo “impúdico”. Hubo grandes discusiones, la familia se dividió. Sus hermanos Henrietta y Alfred apoyaban a Elizabeth, mientras que el resto de la familia, se alejó silenciosamente de la disputa. “No sé si podré soportar todo este silencio y este enfurecido encono” escribió la poeta, angustiada. A vuelta de correo, Robert tenía una sola respuesta.

“Es hora de hacerlo o perderemos el valor”. Era el 10 de septiembre de 1846. Dos días después, la pareja se casó en secreto y huyó a Italia, en busca “calidez y belleza”. Elizabeth estaba deslumbrada, Robert lleno de alegría. Edward Barrett envió una furiosa carta a un periódico local, en la que anunciaba que desheredaba a su hija. Cuando la nota fue publicada, ya Elizabeth Barrett Browning se encontraba en Florencia. “Era feliz. De nuevo, había nacido al sol”.

Pero Elizabeth seguía tan enferma como para que los primeros meses en Florencia fueran dolorosos. Se temió sufriera de tuberculosis y aunque jamás se pudo comprobar lo contrario, el clima de la ciudad le permitió mejorar de las crisis de tos que apenas le permitían dormir. De hecho, ella misma diría que bajo el sol radiante de la lujosa capital renacentista, “floreció, con imperturbable poder, sin que nada pudiera detener mi paso hacia la luz y al cielo abierto”. Para la poeta, que había vivido por casi cinco años recluida en su habitación dedicada solo a escribir y que pasó por el luto de sus hermanos sin otro apoyo que el de la escritura, el amor de Robert fue un descubrimiento, una fuente de asombro perpetuo y una cualidad nueva sobre el sentido de la vida. Elizabeth, que había sido hija de una familia severa, numerosa y que había pasado buena parte de su adolescencia encerrada en la biblioteca familiar, se sorprendió por el entusiasmo de Robert, por su maravilla por la vida, por su risa. “Comer, beber, caminar, escuchar el sonido del amanecer y el atardecer. Para Robert todo tenía el mismo sentido de la dicha” escribió impresionada. Los primeros meses, Elizabeth fue consciente de hasta que punto, su vida había estado sumida en tinieblas, en la tristeza y el desarraigo. “Robert es un país” escribió. “El más brillante de todos”.

Una vida y una mirada al fuego.

Elizabeth conservó su aire juvenil, frágil y delicado por buena parte de los quince años en que vivió junto a su marido en Florencia. En cambio, Robert engordó, encaneció y perdió el cabello. “De pronto, ella era la flor” escribió a uno de sus conocidos en Londres. A principios de 1848, la salud de Elizabeth había mejorado lo suficiente para comenzar de nuevo a escribir. Esta vez, lo hacía junto a una ventana, con una espléndida vista de la ciudad al fondo. El matrimonio se instaló en la Piazza San Felice y se cuenta, que Elizabeth pasaba buena parte de las tardes junto al enorme ventanal, solo disfrutando del sol extraordinario.

Allí escribe en 1851 la Casa Guidi Windows, que se sigue considerando casi por unanimidad su trabajo más poderoso y comienza a narrar su propia vida como una serie de pequeñas piezas de recuerdos, en un “retablo mucho mayor”. Las viejas rencillas familiares, los dolores de los sucesivos lutos, la angustia existencial que siempre le atormentó parecía muy lejanas, tanto como para que Elizabeth comenzara a aceptar que la vida “podía ser tanta luz, tanto calor, tanta belleza, tanta esperanza” como la que disfrutaba en Florencia.

La ciudad también le obsequió sus primeras amigas auténticas: las poetas inglesas Isabella Blagden y Theodosia Trollope Garrow. Para Elizabeth se trató de una novedad asombrosa, habituada a la soledad y al desarraigo de la casa paterna. El trío se volvió asiduo a grandes discusiones y debates, también una posibilidad con la que hasta entonces, Elizabeth no había imaginado. “No sabía tantas cosas que podían ocurrir y ahora ocurren, todas juntas, en el mismo momento”. Incluso, la poeta, que siempre se consideró muy poco agraciada, desgraciada e incapaz de merecer amor, encontró a principios de 1848 que estaba embarazada de su único hijo. Fue un embarazo plácido, amable, a pesar de su debilidad, del temor de la pareja por la salud de la madre. “Después de todo, mi vida es fértil también más allá de mis manos” escribiría a Theodosia, para anunciar la noticia.

Robert Wiedeman Barrett nació 9 de marzo de 1849. Era “hermoso como Robert, pero sin duda, misterioso como yo” escribió su madre. Con el nacimiento de Robert, Elizabeth comenzó a escribir su obra más famosa y conocida: The Sonnets from the Portuguese. Son los primeros poemas directamente dedicados al amor de Elizabeth y de hecho, hay una buena cantidad de notas y pequeños borradores de los que sería una obra mayor, escritos alrededor de 1845. Pero solo sería luego del nacimiento de su hijo que comienza a dar forma a lo que se convirtiera en un proyecto poderoso y quizás su obra más emblemática. En la obra, relata su propia historia de amor, disfrazándola escasamente con el título. Elizabeth se esforzó por hablar del amor pero más allá de la idea sobre lo romántico que hasta entonces era popular en la literatura inglesa. Su The Sonnets from the Portuguese tiene un poder prodigioso de evocación y también, una mirada portentosa sobre el amor como una forma excepcional de identidad. Al contrario de otras obras parecidas, Barrett elaboró una condición de lo emotivo como un elemento que sostiene la individual. “Hay una soledad inmensa en el hecho de amar”.

La obra se publicó en 1850, en una edición aumentada de su cuidadosa antología Poemas. En 1856 publica Aurora Leigh, una pieza literaria que marcaría quizás su lenguaje definitivo y su punto más alto como creadora. No sólo se trataba de una obra que abarcó todos los dolores de su vida, las pérdidas, la agónica sensación de pérdida que la acompañó durante años, sino también, su versión sobre su manera de comprender el mundo, “aquella en la que figuran mis convicciones más elevadas sobre la vida y el arte”. Para Elizabeth, era de considerable importancia que el libro tuviera una duplicidad amparada en la sensibilidad y a la vez, una certera dureza. Sería hermosa, pero también describiría lugares “donde a los ángeles les da miedo pisar”; y abordando así, cara a cara y sin máscara, a la humanidad de la época, diciendo claramente la verdad sobre ella. Esa es mi intención” diría a Theodosia Trollope Garrow durante la publicación del texto. Para Elizabeth fue el momento más satisfactorio de su largo trayecto como escritora, pero en especial, el que le hizo sentir una rara sensación de paz. “La vida, puede ser solo belleza” escribió en una carta para su hijo Robert que su hijo solo leería 28 años después y luego de la muerte de su madre.

Las alas del asombro.

A principios de 1861, Elizabeth Barrett Browning comenzó a soñar que corría por un bosque envuelto en fuego. Despertó temblando, agotada y con fiebre. Robert la tranquilizó. “Las pesadillas solo son pequeñas cosas que olvidamos en el trastero de nuestra mente” dijo con su habitual optimismo. No había razones para preocuparse: ambos eran felices, sus respectivas carreras eran exitosas y su trabajo era respetado tanto en Italia como en Inglaterra. En 1860, se había publicado la edición completa de los poemas de Elizabeth con el titulo Poems before Congress. Robert también había recuperado su prolífico ritmo de trabajo y de hecho, luego de un breve hiatus, de nuevo había una gran agitación editorial a su alrededor. El pequeño Robert crecía saludable y feliz, era un niño de prodigiosa inteligencia, que hablaba con fluidez inglés e italiano, además de tener evidentes dotes para la pintura y la escritora. Pero esa noche del 3 de febrero de 1861, Elizabeth no pudo tranquilizarse. “El bosque arte muy cerca” escribió en uno de sus diarios. “Casi puedo oler el humo”.

El 28 de junio de 1867, Elizabeth se quejó del viejo dolor de cabeza que no había sentido por más de dos décadas. Robert le pidió tomarse un descanso. Había escrito todo el día y las noches anteriores, apenas había dormido a la tos. “Soy tan fuerte como una flor de primavera” dijo a Robert entre risas, contaría el poeta. Esa noche, besó a su hijo y a su esposo, para luego quedarse frente a la ventana contemplando la luz dorada y añil del verano Florentino. “Hemos sido felices” dijo a Robert y le tomó de la mano. Él besó sus dedos. “Lo somos”.

Elizabeth no despertó la mañana siguiente. Su funeral fue motivo de llanto y luto por la ciudad entera, que había visto vivir y morir a tantos artistas a lo largo de su historia. Robert recordaría después que llovía, cuando el selecto grupo de artistas expatriados que residía en la ciudad levantó en hombros a la mujer que amó desde la primera vez que leyó sus palabras. “Ella flotó, envuelta en un sudario blanco. Las flores en su cabello, una mano que se asomaba bajo la tela traslúcida. Volaba, la perdía y nunca la había amado tanto” escribió Robert esa noche. Desde su ventana, podía ver la única luz de la bombilla de gas del cementerio protestante de Florencia. Elizabeth Barrett Browning que había soñado con fuego y voló hacia la lluvia, finalmente descansaba en paz.

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Aglaia Berlutti
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Written by Aglaia Berlutti

Bruja por nacimiento. Escritora por obsesión. Fotógrafa por pasión. Desobediente por afición. Escribo en @Hipertextual @ElEstimulo @ElNacionalweb @PopconCine

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