Crónicas de la oscuridad:

El Atlas a través del reino de Caronte. (Parte II)

Aglaia Berlutti
22 min readSep 8, 2020

(Puedes leer la parte I aquí)

La pequeña línea entre la vida y la muerte.

En el 2014, el caso de Brittany Maynard se convirtió en un ejemplo paradigmático sobre nuestra percepción sobre la muerte: Para morir sin recibir cuidados paliativos y sobre todo, bajo sus propios términos, tuvo que mudarse desde su natal Oakland a Oregón, California donde la ley de muerte digna le permitiría tomar decisiones sobre la eutanasia incluso antes que fuera considerada imprescindible, matiz que también suele incluirse en el supuesto legal de casos semejantes al suyo. En Oregón, un médico puede prescribir los medicamentos necesarios para llevar a cabo el procedimiento sin sufrimiento y bajo los requerimientos del enfermo.

No obstante, la decisión de Maynard se hizo aún más notoria cuando su experiencia — la decisión, el proceso que atravesaría durante los días previos a la consumación de su decisión, su propia muerte — se hizo parte de una campaña para promover la necesidad de leyes que aseguraran la muerte digna en todo el territorio norteamericano. El vídeo, en el explicaba su vida una sencillez conmovedora, levantó debates, críticas, rechazo y muestras de apoyo, pero también dejó claro que la decisión de Maynard no era fruto del temor o mucho menos de la desesperación, sino una reflexión muy sentida y sobre su propia supervivencia y las condiciones en que asumió la responsabilidad de atravesar un proceso durísimo y casi inédito. A pesar de la existencia de la Ley — y que según cifras del estado de Oregón, se había aplicado en más de sesenta casos para 2014 —, el caso de Maynard constituyó la evidencia directa que la muerte digna es una posibilidad que permite al enfermo analizar sus opciones de enfrentar un proceso médico doloroso y probablemente inútil, además de brindarle el poder legal de tomar una determinación acerca de su cuerpo y cualquier procedimiento médico que deba atravesar. Para ese momento, la discusión en otros Estados de EEUUera impensable: Al menos seis organizaciones religiosas protestaron contra la decisión de Maynard y la catalogaron de “abuso de las circunstancias y de los medios disponibles”. En el resto del mundo, el debate se convirtió en un intercambio de argumentos sobre la moralidad, la comprensión de los límites de la ética y la necesidad de asumir la muerte como un acto personal.

Se insistió que quizás Maynard tomaba la decisión presionada por el miedo y sobre todo, la confusión que podría ocasionarle su cuadro médico. Pero pronto, demostró que su manera de encontrar una respuesta viable a una situación insostenible, fue fruto de un doloroso y ecuánime análisis de lo que vivía. Brittany Maynard contrajo matrimonio en el 2012 y planeaba tener hijos pocos meses después. Pero el diagnóstico del 2013 de un gliobastoma multiforme — la forma más agresiva de cáncer en el cerebro — la obligó a cambiar de inmediato todos sus planes y sobre todo, su perspectiva sobre su futuro inmediato. En el vídeo que difundió vía redes sociales y en el que explicaba su decisión de morir, contaba que luego de recibir el diagnostico y saber que con toda probabilidad no sobreviviría más allá de nueve meses, la única posibilidad clara que tuvo fue morir bajo sus términos. El resto de sus proyectos de vida se convirtieron en uno sólo: Intentar sobrevivir para decidir . “Inmediatamente detuve todos mis planes. No puedo traer un niño al mundo sabiendo que no va a tener madre”, dijo en una entrevista en NBC el y añadía “de manera que mis opciones eran claras: encontrar la manera de morir sin provocarme una mayor agonía y tampoco, a quienes amo”. Para entonces, los tratamientos que había recibido durante meses le habían deformado la cara y le habían provocado un dolor casi insoportable. “Morir es una decisión personal” añadió, en una frase que despertó la polémica sobre la necesidad de concebir el acto de morir más allá de la insistencia o moral o los análisis religiosos sobre el tema.

Pero la discusión desbordó el ámbito local y además, pareció elevar el tono de lo que se comprende por eutanasia en numerosos lugares del mundo. Para una buena parte de occidente, la muerte asistida es una imposibilidad. En al menos cincuenta países, es considerado un delito que se penaliza con prisión y el menos veinte, se considera homicidio calificado. Por ese motivo, la organización Compassion&Choices, promovió a través de la figura de Maynard la muerte como un alivio a largas agonías y sobre todo, una muestra de solidaridad con el enfermo que la sufre. La organización sin fines de lucro, es la más importante de EE UU en la defensa del derecho a la muerte digna, y en su página web, puede leerse el caso de Maynard con detalles que incluyen el diagnóstico, el durísimo tratamiento que atravesó y al final, su decisión de morir como algo más que un acto de desesperación. Para Maynard, la lucha por su derecho a morir se convirtió no sólo en una manera de asumir la incertidumbre sino de ayudar a otros en el proceso de lograr los medios médicos para lograr una opción legal viable que les permita optar por una posibilidad semejante. “No inicié esta campaña porque quisiera publicidad; de hecho, para mi es difícil de procesar. Lo hice porque quiero un mundo donde todos tengan acceso a una muerte digna, como yo. Mi viaje es más fácil gracias a esta decisión” puede leerse en los archivos de la página de la organización.

Lo que hizo aún más conmovedor el caso de Maynard — y probablemente más polémico — es que la repercusión de su postura pública no dejó indiferente a nadie. En el vídeo de la campaña, Maynard no sólo habla sin embagues sobre lo que considera su derecho a asumir una responsabilidad única sobre su vida, sino que además, el hecho que se trata de un acto voluntario, concreto y consecuente a su punto de vista: al explicar sus razones para la decisión, muestra los medicamentos que utilizaría poco después para morir. Insistió que los llevaba a todas partes “para cuando los necesite”. Además, relataba con tranquilidad las precauciones que tomó en pleno uso de sus facultades mentales y mucho antes que la enfermedad pudiera sumirla en un estado de postración “Espero estar rodeada por mi familia: mi marido, mi madre, mi padrastro y mi mejor amiga, que es médico. Moriré en casa, en la cama que comparto con mi marido y me marcharé en paz, con la música que me gusta sonando de fondo”.

Luego de la muerte de Maynard, la polémica se reavivó. El viernes antes de la fecha que había escogido para morir, aplazó la decisión, explicando que “aun podía reír y continuaba con fuerzas para seguir viviendo”, de manera que la súbita noticia de su muerte sorprendió al público que seguía con avidez su caso. ¿Se retracto Maynard por la presión cultural que insistía en que su caso podría abrir la puerta para la utilización de la eutanasia en casos que incluso no lo requieran? ¿Finalmente tomó la decisión presionada o bajo algún tipo de coacción pública? Lo cierto es que Maynard murió exactamente como había anunciado lo haría: rodeada de familiares y amigos, con su música favorita de fondo, luego de expresar su voluntad de hacerlo. Y no obstante a eso, la discusión continúo: varios voceros religiosos insistieron en atacar a Maynard calificando el acto de su muerte como “una insinuación que morir puede ser de hecho potestad del hombre y no divina”.

La muerte asistida es un debate que está lejos de ser único e incluso muy claro a nivel mundial. A la pregunta directa sobre si morir es un derecho, la gran mayoría del mundo civilizado parece preguntarse si esa decisión — o lo que implica la posible respuesta — podría tener como consecuencia un menosprecio directo hacia la vida o al hecho simple, de mantenerla a costa de cualquier circunstancia. Aún así, la gran mayoría de los adultos en edades comprendidas entre 20 y 40 años, consideran que morir debería ser un derecho personal que la ley no debería reglar bajo ningún aspecto. Una encuestra Gallup publicada el año pasado, revela el amplio apoyo que la perspectiva de morir con dignidad tiene en países altamente industrializados, en un fuerte contraste con el porcentaje relativamente bajo que tiene la misma propuesta en paises del llamado tercer mundo. Ahora bien, los matices sobre la muerte asistida además, parecen tener una importancia definitiva en su análisis: Si el supuesto se presenta como “acabar con la vida del paciente por medios no dolorosos”, el 70% está a favor. Pero si se pregunta por “ayudar al paciente a suicidarse”, la cifra baja al 51%, aunque sea el mismo concepto pero analizaado de una manera esencialmente distinta. Bajo la misma perspectiva, una encuesta de Pew Research Center revela que existe un elevado apoyo mundial — un 66% en países de alta industrialización — a la idea de que hay circunstancias en las que a un paciente tiene el derecho de morir si padece de una enfermedad incurable. En otras palabras, la idea se sostiene sobre la posibilidad de brindar al paciente la posibilidad de decidir bajo que términos desea morir y sobre todo, hasta que punto morir puede comprenderse como una manera de evitar al paciente sufrimiento innecesario.

Pero ¿qué ocurre cuando las circunstancias no son tan claras y tampoco tan evidentes? ¿Qué ocurre cuando el cuadro médico no avanza hacia una muerte inminente sino a la destrucción de la personalidad y la identidad moral y personal del paciente? ¿Que ocurre cuando la situación médica es de índole crónico pero no necesariamente mortal que condenan al paciente a un larguísimo proceso de sufrimiento que no le llevara a la muerte? La discusión sobre el tema es confusa y sobre todo, llena de aristas morales y religiosas que impiden un análisis mucho más certero y objetivo. Como bien pudo comprobar Jack Kevorkian, el médico americano condenado luego de ayudar a morir no sólo a decenas de pacientes con graves enfermedades terminales sino a tantos otros que tomaron la decisión debido a un cuadro médico insoportable y que los reducía a una incapacidad crónica. Kevorkian ayudó a morir al menos a 130 personas en fase terminal de diversas enfermedades, pero también a pacientes aquejados de graves parálisis e inclusos padecimientos mentales que no necesariamente les provocarían la muerte. Fue un asesino para unos y un defensor a ultranza de la eutanasia para el resto. Perdió su licencia debido a su insistencia en continuar luego de varios choques legales con familiares y parientes sobrevivientes de los enfermos y cumplió ocho años de cárcel. A pesar de eso, nunca dejó de defender lo que comprendía era un derecho inalienable y personal de cada paciente. Para Kevorkian, morir no era un fenómeno natural sino también una decisión moral que el paciente debería poder tomar sin presión judicial o religiosa. Más allá, la muerte para Kevorkian era un derecho y además una responsabilidad personalísima del paciente sobre su propia vida e integridad física.

Nacido en Michigan en 1928, Kevorkian sostuvo durante todo el ejercicio de su profesión e incluso, cuando se convirtió en presidiario, que “morir dignamente” era una manera de comprender el cuerpo humano como parte de la experiencia privada del paciente, y no como un elemento del cual pudiera disponer la ley o cualquier pensamiento religioso. En 1989, inventó lo que llamó “un dispositivo” para suicidarse. El artefacto permitía a los pacientes inyectarse una dosis letal de cloruro de potasio, que aseguraba una muerte rápida e indolora. Las repercusiones de la maquina (que en realidad no llegó a utilizarse nunca) asombraron y desconcertaron a la conservadora sociedad norteamericana. “He diseñado esto porque existe la necesidad. Estoy dejando este tabú al descubierto”. Una redimensión no sólo del concepto de la Eutanasia sino además, de lo que se asume como la muerte digna de un cuadro médico. Y es que para Kevorkian no sólo la inminencia de la muerte hace posible — quizás necesaria — la decisión, sino además el hecho que el paciente considere no desea continuar viviendo con una enfermedad de consecuencias invalidantes. La polémica y sobre todo, el rechazo hacia su visión e interpretación del tema, desconcertó a la opinión pública de su país. Cuando murió, Kevorkian fue considerado un asesino irredimible.

Sin embargo, el debate que promovió su proceder pareció transformar poco a poco la interpretación sobre la Eutanasia en EEUU y en otras partes del mundo. En Oregón el año pasado, sesenta personas recibieron los medicamentos para acabar con su vida, según datos oficiales que avalan los resultados de la ley para una muerte digna. El 97% de los pacientes murieron en sus casas, rodeados de familiares y bajo ss propios términos. Los tres motivos más insistentes para solicitar los medicamentos fueron no sólo la inminencia de la muerte sino son pérdida de autonomía; pérdida de capacidad para participar en actividades que permiten disfrutar de la vida; y pérdida de dignidad. Un leve matiz del tema central que demuestra que las opciones sobre el derecho a morir — o mejor dicho, la posibilidad de tomar una decisión al respecto — son mucho más amplias de lo que hasta entonces habían sido hasta entonces.

Para la revista The Economist, uno de los pocos medios de comunicación masivo que apoya el tema de manera frontal, dejó claro su punto de vista ante la inminencia de la muerte de Britanny Maynard: “El efecto más importante del derecho a morir es restituir cierta sensación de control cuando se enfrenta una incertidumbre dolorosa, costosa y a menudo trágica”, decía en un artículo sobre Maynard esta semana. La revista, de hecho, ha insistido durante varios años en la necesidad de revisión de leyes que permitan no sólo una muerte digna, sino la reflexión sobre los derechos de la naturaleza humana, lo que ha provocado no pocas criticas. Dos años atrás, la revista fue tildada de “sensacionalista” por numerosos grupos religiosos y hubo un considerable malestar con respecto a un artículo de la publicación que exigía se reconociera el derecho a la muerte tanto como el derecho a la vida.

Con la muerte de Brittany Maynard la discusión sobre la muerte y los limites de la decisión personal vuelve a recrudecerse. Ya sea porque el proceso fue notoriamente público o porque simbolizó la lucha de una mujer por conservarse integra hasta el límite de sus fuerzas, su batalla — muy visible y a través de las redes sociales — marca precedentes. Sean Crowley, portavoz de Compassion&Choices, confirmó el domingo que la Maynard falleció el sábado 1 de noviembre “como quería, en paz en su dormitorio, en brazos de sus seres queridos”.

Más allá de la polémica, Maynard sentó un precedente público sobre la eutanasia que sigue siendo de considerable importante en la actualidad“Adiós a todos mis queridos amigos y familiares a los que quiero. Hoy es el día que he elegido para morir con dignidad, afrontando mi enfermedad terminal, este terrible cáncer en el cerebro que me ha quitado tanto… pero me habría quitado mucho más”, puede leerse en el último mensaje que dejó en la página web. “El mundo es un lugar hermoso, viajar ha sido mi mejor maestro, mis amigos más cercanos y mi familia han sido muy generosos. Incluso tengo un círculo de apoyo alrededor de mi cama mientras escribo… Adiós mundo”. En la página web de la campaña que protagonizó, sus habituales mensajes fueron sustituidos por un obituario. Y es sin embargo, la frase que la acompaña, la que mejor parece resumir la manera como Brittany Maynard vivió sus últimos meses de vida “Un día, tu vida pasará en un instante ante tus ojos. Asegúrate de que vale la pena verla”.

Dolor, silencio, miedo.

“El amor es dejar marchar. En este caso, así es” escribió Noa Pothoven, de diecisiete años, antes de morir el 5 de junio del 2019. Lo hizo en su cuenta de Instagram (ahora eliminada), en la que durante los últimos meses, contó con dolorosa sinceridad, su decisión irrevocable de morir. Noa sufría de un grave caso de anorexia y finalmente, dejó de comer y murió en el comedor de su casa por inanición.

Durante casi toda su vida, luchó contra un cuadro de depresión, estrés postraumático y un grave trastorno alimenticio, como consecuencia directa de tres agresiones sexuales que sufrió entre los once y catorce años de edad. Con su muerte, el debate sobre el derecho a morir y sus consecuencias — incluso en países como Holanda en que la eutanasia es un hecho socialmente aceptado y respetado — alcanzó una nueva dimensión.

En la última fotografía que Noa incluyó en su cuenta Instagram, tiene una apariencia apacible y frágil. Un rostro hermoso, a pesar de la delgadez y el aspecto demacrado de los largos años de lucha contra la anorexia. También era talentosa: escribía, debatía y argumentaba en público sobre su sufrimiento mental y el cuadro clínico contra el que luchaba, cada vez con menos armas y menor éxito. Los padecimientos psiquiátricos de Noa se hicieron tan insoportables que hace un año, Noa solicitó la eutanasia (legal en Holanda desde el 2002 para padecimientos crónicos físicos y mentales), alegando que “no podía continuar viviendo”.

El procedimiento le fue negado debido a su edad, pero aún así, Noa insistió en su decisión, que finalmente llevó a cabo luego de abandonar todos los cuidados médicos que le permitían sobrevivir a pesar del agudo caso de anorexia que sufría. “Seré directa: en el plazo de diez días habré muerto. Estoy exhausta tras años de lucha y he dejado de comer y beber. Después de muchas discusiones y análisis de mi situación, se ha decidido dejarme ir porque mi dolor es insoportable”, escribió en su cuenta de Instagram el sábado.

Lo hizo además, consciente de la repercusión que su caso podría tener: Noa Pothoven era la autora del libro autobiográfico «Ganar o Aprender» y además, era abierta al debate público sobre el hecho de considerar la depresión y el estrés postraumático, uno de los puntos más controvertidos sobre la ley de Eutanasia holandesa. Cualquier ciudadano mayor de doce años puede solicitar el procedimiento, si sufre daños incurables o padecimientos insufribles y bajo la autorización de los padres, su caso puede ser estudiado. Pero a partir de los dieciséis, la solicitud puede hacerse por cuenta propia y ser analizado por un comité médico especializado.

Pero Noa no murió debido a un procedimiento de eutanasia sino al abandonar los cuidados paliativos que le permitían seguir viviendo, a pesar del crítico cuadro de anorexia que sufría desde hacía casi seis años. En su cuenta Twitter, la periodista Naomi O’Leary desmiente el hecho que Noa haya recibido la eutanasia y aclara, que aunque la solicitó, le fue negada por las autoridades médicas de su país. Con todo, la muerte de Noa Pothoven abre de nuevo la discusión internacional sobre el derecho a la muerte digna y sobre todo, la complejidad del diagnóstico de cuadros médicos de sufrimiento mental, que puedan llevar a solicitarla. ¿Hasta que punto un cuadro psiquiátrico pueda ser considerado incurable? Es un cuestionamiento que no sólo rodea el hecho que Noa Pothoven haya solicitado la eutanasia debido a un cuadro de estrés postraumático que no pudo superar, sino, sobre todo, al sufrimiento que le producía un tipo de trauma difícil de cuantificar en su profundidad y gravedad.

“No vivo desde hace mucho tiempo, sobrevivo, y ni siquiera eso”, explicó antes de morir y de hecho, durante los últimos tres años, Noa dejó claro que no deseaba vivir y que el sufrimiento que soportaba, no tenía consuelo o curación terapéutica alguna. Además, Noa padecía un cuadro de anorexia severo luego de sufrir tres episodios de violencia sexual, lo que provocó que, durante casi cinco años, fuera recluida en numerosas ocasiones en centros de salud para evitar muriera de inanición.

En la última ocasión, fue internada a la fuerza durante seis meses y alimentada con sonda nasogástrica, en un intento de evitar sucumbiera a los estragos del severo trastorno. A los dieciséis años, la vida de Noa se había convertido en una lucha contra la muerte y también, en un complicado análisis sobre el horror de los padecimientos psiquiátricos y los tratamientos que se aplican para sobrellevarlos. En el caso de Noa, ninguno fue efectivo y de hecho, la agresividad de varios de los que recibió, le convenció que su caso estaba más allá de toda ayuda. “Nunca, nunca más volveré a un sitio así. Es inhumano”, dice Noa en su libro, en el que además asegura que no volverá a recibir tratamiento para “obligarle a vivir”.

De hecho, al salir del Centro de asistencia para la Anorexia, el deterioro fue completo y rápido: Noa perdió de inmediato el peso que recuperó gracias a los tratamientos y se auto lesionó en varias oportunidades. Su familia llegó a denunciar la carencia de Centros especializados en Holanda, para casos críticos como el de su hija. El estado de salud de Noa se deterioró de nuevo rápidamente: a pesar de eso, tuvo que esperar durante seis meses — lapso legal para hospitalizaciones voluntarias de esta naturaleza — hasta que fue admitida en una clínica privada especializada en desórdenes alimenticios. De nuevo, fue sometida a un agresivo tratamiento de alimentación a través de sonda nasogástrica y su caso fue tan controvertido — Noa no deseaba ingresar al Centro y hubo una discusión muy pública sobre el tema — que el caso se volvió noticia durante buena parte del año 2008, en el que se debatió el hecho y la efectividad de los tratamientos para pacientes con cuadros crónicos y la incapacidad para brindar sostén físico y mental a pacientes de su condición.

Para Noa el tratamiento había sido un hecho traumático con el que tuvo que lidiar, además de las heridas psiquiátricas debido al abuso físico que había sufrido. La combinación de ambas cosas — y la conciencia que no había curación posible a la que pudiera aspirar — le llevaron a tomar una decisión que se debate a través del mundo. ¿Tiene el derecho una adolescente de diecisiete años de morir? ¿Puede alguien en sus condiciones mentales y físicas tomar una determinación semejante? ¿Cuando el sufrimiento mental es lo suficientemente profundo e incurable como para que la muerte sea su única opción?

Noa fue lo suficientemente lúcida para analizar su derecho a morir desde una franca convicción de lo inevitable
En el caso de Noa, resulta aterrador que, a pesar de su sufrimiento, fue lo suficientemente lúcida para analizar su derecho a morir desde una franca convicción de lo inevitable. Meses atrás, Noa escribió una lista de las cosas que desearía hacer y que no podría, porque su extremo sufrimiento mental no se lo permitía. “Ir en moto, fumar un cigarrillo, beber alcohol, pedir un tatuaje y comer una chocolatina”. Para Noa, la conciencia de la muerte — lo inevitable que era la decisión de morir antes o después — estuvo presente en todo momento y formó parte de su manera de analizar los tratamientos, dolores, pequeños triunfos y decaídas en su historia médica.

Por cuenta propia, se puso en contacto con un Centro Privado holandés que facilita la muerte a pacientes en condiciones críticas, tanto mentales como físicas, este último un debate controvertido que la mayoría del país aún analiza de manera pública. La eutanasia le fue negada — se consideró que aún su cerebro no tenía la madurez biológica suficiente para tomar una decisión semejante — pero para Noa, fue la puerta abierta para analizar sus padecimientos médicos desde otro cariz. La ley de Eutanasia Holandesa contempla además del suicidio asistido y la eutanasia propiamente dicha, el rechazo al facultativo, que permite al paciente rechazar cualquier cuidado médico que pueda alargar su vida en condiciones “insoportables e incurables”. Para Noa, fue la puerta abierta hacia la culminación de un largo trayecto para el que no encontró otra solución o consuelo.

El caso de Noa no es único, aunque sí el más notorio. Luego de su muerte, la madre de Noa denunció que Holanda carece de un sistema de salud que pueda brindar ayuda efectiva a pacientes con sufrimientos mentales crónicos. Habló sobre la falta de preparación de hospitales y clínicas en casos semejantes al de su hija y que la burocracia, atenta directamente contra los lapsos de curación de pacientes que requieren ayuda inmediata y que rara vez la reciben de manera oportuna. Para la familia Pothoven, el trayecto ha sido un interminable tránsito entre centros de salud que sólo insistían en la nutrición de su hija — y no los motivos que desencadenaron la anorexia — y por último, una verdadera batalla por lograr los cuidados apropiados para víctimas de sufrimientos mentales y físicos como los de Noa. Al final, la muerte de Noa, ha mostrado al mundo que la posibilidad del derecho a morir también es un análisis de las herramientas de las que dispone un paciente con un sufrimiento mental incalculable para encontrar ayuda o consuelo que pueda evitar la decisión final.

Hace unos meses, el libro de Noa Pothoven ganó un premio en su natal holanda. La jovencísima escritora dejó claro que la decisión de morir era irrevocable. “No sé si seguiré escribiendo” declaró entonces. Una despedida silenciosa y sutil para una larga batalla personal.

Un testimonio, el dolor, la paz.

El libro The Bright Hour: A Memoir of Living and Dying de la escritora Nina Riggs, desconcierta desde sus primeras páginas. No sólo se trata de las memorias de una mujer que atraviesa un tránsito por necesidad mortal — y lo hace desde una descripción detallada sobre lo que le espera y el dolor que sufre — sino que además, se aleja del miedo, la angustia existencial y el insiste sufrimiento, para mirar la muerte como una remembranza de una vida plena y singularmente dura. Riggs sabe que morirá, pero la noción sobre la idea no hace otra cosa que brindarle una profunda conciencia sobre lo vivido, la percepción sobre su propia pero sobre todo, una singular mirada sobre sus alegrías, dolores y expectativas. La muerte llega para Riggs, la lenta agonía no deja duda de lo que ocurrirá, pero la escritora se observa a sí misma desde cierta despiadada versión de la realidad que le brinda no sólo un profundo sentido de la belleza sino también, una noción sobre sus vicisitudes que asombra por su crudeza. Una y otra vez, la muerte es un dolor silencioso que se asoma en medio de lo cotidiano, pero antes de crear una percepción idealizada, angustiosa o simplemente grotesca, Riggs logra humanizar la noción de su próxima desaparición física que asume con un candor conmovedor.

Por supuesto, “The Bright Hour: A Memoir of Living and Dying” sin sorpresas: en las páginas finales del libro, Riggs regresa al hospital, una vez que se hace evidente que su salud ha vuelto a empeorar y que, lo más probable es que en esta ocasión, no pueda vencer un enemigo silencioso pero tenaz que la agobia como una presencia invisible en su vida. La sinceridad del libro permite esa necesaria percepción sobre la identidad de la escritora pero también una percepción casi cruel acerca de la incertidumbre. Riggs nunca duda que probablemente morirá pero esa convicción no hace menos vívida y extraordinaria su narración o quizás al contrario, brinda un brillo de enorme valor a su testimonio.

Riggs tenía 37 años cumplidos cuando fue diagnosticada con cáncer de mama. Sus memorias — vívidas, cercanas e implacables — reflexionan sobre la concepción moderna de la muerte (esa presunción sobre la trascendencia futil que parece desmentir su realidad física) pero más allá de eso, sobre el dolor. Lo hace además, con una fuerza que asombra por su poder para evocar la posibilidad de vivir (el recuerdo y el poder espiritual) desde un punto de vista discreto y en ocasiones ascético. La narración en “The Bright Hour: A Memoir of Living and Dying” carece de sentimentalismos innecesarios y es un reflejo de una historia inacabada, desigual, por momentos agobiantes y en otros, definitivamente luminosos. Riggs, cuenta su propia muerte y lo hace con una admirable conciencia sobre la concepción de la vida desde el asombro. Poeta que creció en Massachusetts, es una típica habitante de Nueva Inglaterra y algo de esa sobriedad de los lugares de la infancia, impregna sus memorias inacabadas. Su capacidad para cierta dureza (sus descripciones precisas y levemente emotivas sobre el tratamiento que atraviesa, desconciertan en ocasiones por su frialdad) brinda a la narración una concepción casi distante sobre lo que vive. No obstante, para Riggs el interés parece ser contar su propia visión sobre el temor, el dolor, la angustia y por contradictorio que parezca, también de la esperanza. La autora contempla su propia muerte desde un silencio íntimo de enorme valor argumental pero sobre todo, desde la percepción de su muerte como un evento al que analiza como parte integral de su vida. “No hay posibilidades de comprender la existencia sin que el caos de la muerte sea parte de esa reflexión” insiste en uno de los momentos más angustiosos del libro. Y es esa frase, la que parece sostener la angustiosa necesidad de Riggs por avanzar en contra del tiempo, de la lenta caída en el miedo y lo que es aún más doloroso, la compresión que el mundo lo conoce, es sólo una mirada a las diminutas historias que le unen. “La muerte es un lugar solitario” insiste la autora y es ese desarraigo definitivo y profundo, lo que hace la historia más creíble, cercana, angustiosa.

El libro, narrado en primera persona y sobre todo, con una visión muy objetiva sobre la enfermedad y sus consecuencias, comienza con una premisa en apariencia ambigua: ¿Cómo sabes cuando empiezas a convertirte en una persona enferma? A partir de esa pregunta — y la complicada búsqueda de una respuesta — la autora teje una serie de precisiones y conclusiones sobre la muerte, la vida y sobre todo la concepción del tiempo como una forma de reflejo de la identidad. La autora, medita sobre la fugacidad de la existencia pero también, sobre el poder de la vida sobre el dolor. La historia avanza con cuidado, buen gusto y sensibilidad y logra construir una mirada sobre la convalescencia — y luego, la mortalidad — que se sustenta sobre una enorme compasión y ternura. Se trata de un recorrido fascinante por las cuestiones existencialistas más profundas, pero también a través de la belleza de la vida como una forma de fe y capacidad creativa. Eso a pesar que Riggs debe enfrentar el hecho que atraviesa un cuadro incurable y que la enfermedad se ha vuelto metastásica y terminal. Pero Riggs no se rinde y asume la noción sobre la existencia como una aventura interminable. Madre y esposa devota, recorre su vida desde la gentileza pero también, una dura batalla contra el miedo “Hay muchas cosas peores que la muerte”, escribe en la primera página, “viejas rencillas, falta de autoconciencia, estreñimiento severo, sin sentido del humor, la mueca en el rostro de su marido mientras vacía su drenaje quirúrgico en la taza de medir “.

Lo siguiente, es un recorrido durísimo y desgarrador sobre el sentido de la vida a pesar de la cercanía de la muerte. Desde su descripción de la mastectomía y la quimioterapia — “Soy mujer y a la vez no lo soy” escribe sobre lo que llama un “sentimiento obliterado y desconcertante de la femineidad”, hasta sus intentos de explicar lo que les está sucediendo a sus hijos, Riggs elabora un testimonio audaz, creíble y profundamente dulce sobre el sufrimiento. Pero además de eso, hay una deliciosa mirada a lo cotidiano que se entrecruza con el dolor para crear un matiz de necesaria ternura. “La vida está llena de grandes momentos” escribe “como el vapor que sube después de una ducha de verano, como un bebé susurrando en su cama” y es ese recorrido de la escritora por su vida — lo sublime, lo terrible y lo invisible — lo que hace al libro de inestimable valor y poder.

Pero Riggs no sólo se limita a mirar la muerte como un enemigo invisible con el que debe luchar, sino también, una percepción sobre el futuro y el tiempo. La muerte redimensiona sus relaciones personales — una de las escenas más emocionantes de la narración, es el encuentro entre la autora y su madre, quien sufre de un gravísimo cuadro de mieloma múltiple “Somos huérfanas una de la otra” escribe Riggs — y les brinda un nuevo lustre. Sobre todo, su relación con su esposo, una presencia amorosa y estable, que le permite lidiar con el futuro inmediato — temible y angustioso — a través de cierto humor desigual. “Las parejas se preparaban para envejecer juntas, yo para mi funeral” dice Riggs al describir las lágrimas silenciosas de su esposo ante el último y definitivo diagnóstico. “Siempre haz lo que tienes miedo de hacer” insiste con cierta acritud amable y hasta nostálgica “y eso incluye vivir”.

Nina Riggs falleció en febrero del año 2017 y el testimonio de su libro parece hacerse más sensible y duro que nunca . “No he terminado de convertirme en mí o lo que seré”, escribió con la conciencia de la cercanía de su muerte. “Todavía estoy en las obras iniciales”. Con su prosa fluida, su crudeza angustiosa y su ternura impredecible “The Bright Hour: A Memoir of Living and Dying” es una mirada al futuro desde la perdida de la identidad. De la muerte como puerta abierta a la reflexión sobre lo que somos. Y quizás eso sea lo más conmovedor de una historia que se aleja de las convenciones sobre el dolor y la muerte, para crear una profunda y meditada comprensión sobre el dolor y sus infinitas formas de manifestarse.

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Aglaia Berlutti

Bruja por nacimiento. Escritora por obsesión. Fotógrafa por pasión. Desobediente por afición. Escribo en @Hipertextual @ElEstimulo @ElNacionalweb @PopconCine